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ABOMINACIONES

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Seis meses después de cumplir trece años, besé a Mark Bennett por primera vez.

Siete meses después de cumplir trece años, los cazadores llegaron y mataron a todos.


Pero antes de eso:

–Está embarazada –me susurró Thomas.

Lo contemplé, estupefacto.

Su sonrisa era cegadora.

–¿Qué?

Asintió.

–Quería que lo supieras antes que nadie.

–¿Por qué?

–Porque eres mi brujo, Gordo. Y mi amigo.

–Pero… Richard, y…

–Ah, ya se lo diré. Pero eres tú, ¿entiendes? Seremos tú y yo para siempre. Seremos nuestra propia manada. Yo seré tu Alfa y tú serás mi brujo. Eres familia, y espero que mi hijo sea familia para ti también.

De alguna manera, mi corazón se estaba curando.


Me preocupaba un poco lo que sucedería conmigo cuando atravesara la superficie de mi pena. Tenía solo doce años y mi madre estaba muerta, mi padre encarcelado en un lugar del que nunca podría escapar, y yo estaba solo.

Había salido en las noticias durante semanas: un pueblito insignificante donde había ocurrido un escape de gas importante que había arrasado con un vecindario entero. Dieciséis personas habían perdido la vida, cuarenta y siete habían resultado heridas. Un accidente extraño. Uno en un millón. No debería haber sucedido. Reconstruiremos, dijo el gobernador. No los abandonaremos. Lloraremos a los que hemos perdido, pero nos recuperaremos.

Mi madre y mi padre se contaban entre los fallecidos. Mi madre había sido identificada por sus dientes. No se habían hallado vestigios de mi padre, pero el fuego había ardido con tanta intensidad que era de esperarse. Lo sentimos, me dijeron. Nos gustaría poder decirte algo más.

Asentí pero no dije nada. La mano de Abel era un peso pesado sobre mi hombro. Y, bajo la siguiente luna llena, me convertí en el brujo de la manada más poderosa de Norteamérica.

Hubo oposición, por supuesto. Yo era demasiado joven. Acababa de sufrir un trauma importante. Necesitaba tiempo para sanar.

Elizabeth fue la más vocal de todos ellos.

Abel escuchó. Era el Alfa. Era su deber escuchar.

Pero se opuso a quienes querían protegerme.

–Tiene a la manada –dijo–. Lo ayudaremos a sanar. Todos nosotros. ¿No es así, Gordo?

No dije una palabra.


No me dolió. Pensé que lo haría, no sé por qué. Quizás porque los tatuajes me habían dolido, o porque lo único que sentía desde el momento en que abría los ojos era dolor, y esperaba más.

Pero, bajo la luna, con una docena de lobos de pie frente a mí con los ojos brillando, me convertí en su brujo.

Y fue algo más.

Podía oírlos, más fuerte que antes.

NiñoHermanoManada, decían.

NuestroAmorNuestroBrujo, decían.

Te mantendremos a salvo te quedarás con nosotros eres nuestro eres manada eres HijoAmorHermanoHogar, decían.

Mío, decían.


–Amigo –dijo Rico, vestido con un traje que le quedaba mal y una corbata de segunda mano–, esto es una porquería.

Me contemplé las manos.

–Es una porquería, en serio.

Alcé la cabeza para mirarlo con furia.

Qué chingados.

Yo no tenía idea de qué significaba eso.

Tanner y Chris volvieron con nosotros, los brazos cargados con comida. Estábamos en la casa de los Bennett. Habíamos enterrado a mi madre, junto a un ataúd vacío para mi padre.

Elizabeth me dijo que los funerales eran otra tradición. Las personas traían comida y comían hasta que no podían más.

Yo quería irme a la cama.

Tanner tenía la boca llena.

–Amigo, hay de esos emparedaditos con huevo.

–Los huelo –apuntó Rico.

–No sé qué es esto –dijo Chris ofreciéndome alguna clase de pan–. Pero tiene coco. Y mamá dice que el coco te quita la tristeza.

–Eso no es cierto –replicó Rico.

–Suena a que estás del coco –se mofó Tanner–. ¿Entienden? Por lo del… Bueno, ya entienden.

Nos lo quedamos mirando con la boca abierta. Se encogió de hombros y siguió comiendo emparedado de huevo.

–¿Dónde está el mío? –preguntó Rico.

–Te traje un taquito –contestó Chris.

–Eso es racista.

–¡Pero te gustan los taquitos!

–¡Quizás deseaba comer de ese pan de coco del coco! ¡Yo también estoy triste!

–Son todos tan estúpidos –dije, me sonrieron de oreja a oreja.

–Ah, miren –exclamó Rico–. Puede hablar.

Entonces, me eché a llorar. Por primera vez en el día. Con la mano llena de pan de coco y rodeado de mis mejores amigos, lloré.


Abel y Thomas se ocuparon de todo. Ningún asistente social vino a llevarme. No se alteró mi rutina escolar. Se vendió nuestra casa y el dinero quedó en una caja de ahorros que nunca toqué. Había seguro de vida, de los dos. No me importaba el dinero. No en ese momento. Apenas entendía lo que estaba pasando.

Me mudé a la casa Bennett. Tenía un cuarto propio. Con todas mis cosas.

No era lo mismo.

Pero no tenía otra opción.

Los lobos me protegieron del resto del mundo, aunque me ocultaron cosas.

Pero me enteré. Con el tiempo.


Mark se negaba a apartarse de mi lado.

En las noches en las que yo no soportaba ni ver a otra persona, se quedaba afuera, junto a la puerta.

A veces lo dejaba entrar.

Me hacía un gesto para que me diera vuelta y le diera la espalda.

Le hacía caso.

En esas noches, las más difíciles, oía el frufrú de la ropa al caer. El crujido y los gemidos de los músculos y los huesos.

Me empujaba la mano con el hocico para avisarme que podía volverme.

Me metía en la cama y él saltaba a mi lado; el bastidor de la cama crujía bajo nuestro peso. Se hacía un ovillo a mí alrededor, mi cabeza debajo de su hocico, su cola cubriéndome las piernas.

Esas eran las noches en las que mejor dormía.


Marty fumaba un cigarrillo en la parte trasera del taller cuando volví por primera vez.

Arqueó una ceja al verme y arrojó las cenizas al piso.

Arrastré los pies.

–No pude ir al funeral –explicó–. Quería ir, pero un par de los muchachos estaban enfermos. Gripe o alguna mierda de esas.

Tosió y luego escupió algo verde en el asfalto.

–Sí –respondí–. Está bien.

–Pensé en ti.

Era amable de su parte.

–Gracias.

Sopló una columna espesa de humo rancio. Siempre enrollaba sus propios cigarrillos y lo acre del tabaco me hizo llorar los ojos.

–Mi papá murió cuando yo era un bebé. Mamá se ahorcó cuando yo tenía catorce. Me fui después de eso. No quise aceptar caridad.

–No quiero caridad.

–No, no esperaba que lo hicieras –se rascó la mejilla desaliñada–. No puedo pagarte mucho.

–No necesito mucho.

–Sí, tienes a los Bennett en el bolsillo, claro.

Me encogí de hombros porque, dijera lo que dijera, él no lo entendería.

Apagó el cigarrillo en la suela de la bota antes de dejarlo caer en una taza de café metálica llena hasta el borde de colillas usadas. Tosió de nuevo antes de inclinarse hacia adelante en su reposera de nylon blanco, verde y azul desgastado.

–Te haré trabajar hasta que te sude el trasero. Especialmente si voy a pagarte.

Asentí.

–Y si Abel Bennett intenta meterse conmigo, te mando de paseo. ¿Está claro?

–Sí.

–Bien. Vamos a ensuciarte las manos.

En ese momento, supe qué era lo que los lobos querían decir cuando me contaban que un lazo no tenía que ser necesariamente una persona.


–Mírenla –exclamó Rico, impresionado.

Miramos.

Misty Osborn. Tenía el cabello rizado y grandes incisivos. Se reía fuerte y era una de las chicas populares del octavo año.

–Me gustan las mujeres mayores –declaró Rico.

–Tiene trece –apuntó Chris.

–Y tú doce –aclaró Tanner.

Yo no dije nada. Hacía calor y llevaba mangas largas.

–Voy a invitarla al baile –anunció Rico, cobrando ánimos.

–¿Estás loco? –siseó Chris–. Jamás saldrá contigo, le gustan los atletas.

–Y la verdad es que no eres un atleta –señaló Tanner.

–Nada más tengo que hacerle cambiar de idea –dijo Rico–. No es tan difícil. Haré que vea más allá de mi cuerpo flacucho y poco atlético. Observen.

Contemplamos cómo se levantó de la mesa.

Marchó en dirección a Misty.

Las chicas junto a ella se rieron por lo bajo.

No oímos lo que decía, pero, por la cara de Misty, no era nada bueno.

Asentía mucho. Movía los brazos como un lunático.

Misty frunció el ceño.

La señaló, se señaló.

Misty frunció aún más el ceño.

Dijo algo.

Rico volvió a la mesa y se sentó.

–Dijo que hablo el idioma bastante bien para alguien de otro país. He decidido que es una idiota y que no merece mi amor y devoción.

Tanner y Chris la miraron con rabia desde su lugar en el comedor.

Cuando se levantó para marcharse, acomodándose el cabello, moví los dedos. La mesa de metal se corrió hacia la izquierda y la golpeó en la pierna. Se tropezó y se cayó de cara en el puré de patata de los martes.

Rico se rio.

Eso era lo importante para mí.


A veces, hablaban de chicas. Rico más que los otros. Le encantaba el modo en el que olían y sus tetas, y a veces decía que le daban una erección.

–Voy a tener tantas novias –dijo.

–Yo también –afirmó Chris–. Como cuatro.

–Eso suena a mucho trabajo –apuntó Tanner–. ¿No se puede tener una sola y darse por satisfecho?

Yo no hablaba de chicas. Ni siquiera entonces.


Estábamos detrás de la casa, Mark y yo.

–… y cuando me transformé por primera vez, me asusté tanto que me cagué encima. Rodeado por todos, me cagué. Me agaché como un perro y todo. Creo que fue en ese momento en el que Thomas decidió que su segundo sería Richard y no yo.

Me reí. Se sintió raro, pero lo hice de todos modos.

Mark me estaba mirando.

–¿Qué? –pregunté, todavía riéndome.

Sacudió la cabeza lentamente.

–Eh… Nada. Yo… Es agradable. Oírte así. Me gusta. Cuando te ríes.

Luego, se sonrojó intensamente y yo aparté la mirada.


Llevaba el cuervo de madera a todos lados. Cuando no podía respirar, lo apretaba fuerte en la mano. Me dejaba una marca en la palma que duraba horas.

Una vez, el ala me cortó y sangré.

Deseé que me quedara una cicatriz.

No sucedió.


Osmond volvió a Green Creek. Hombres de traje lo seguían. Quería hablar con Abel y Thomas. No me quería allí.

–Gordo, por favor –dijo Abel, ignorándolo.

Los seguí a la oficina de Abel.

Cerramos la puerta detrás de nosotros.

–Es un niño –dijo Osmond, como si yo no estuviera en la habitación.

–Es el brujo de la manada Bennett –respondió Abel con calma–. Y pertenece a este lugar tanto como cualquiera. E incluso si yo no insistiera en su presencia, mi hijo lo haría.

Thomas asintió en silencio.

–Ahora que podemos dejar eso de lado –continuó Abel sentándose detrás de su escritorio–, ¿qué te trae a mi casa cuando hubiera bastado con una llamada telefónica?

–Elijah.

–No conozco a ninguna Elijah.

–No. Pero la reconocerás por su verdadero nombre.

–Tienes toda mi atención.

–Meredith King.

Y, por primera vez, vi algo parecido al miedo en el rostro de Abel Bennett.

–Bueno, admito que no esperaba eso. Debe… debe tener la edad de Thomas, ¿verdad?

–Ha asumido las responsabilidades de su padre –añadió Osmond, impávido.

–¿Papá? –preguntó Thomas–. ¿De qué está hablando? ¿Quién es…?

Abel esbozó una sonrisa.

–Eras demasiado pequeño como para acordarte. Los King eran… Bueno, eran un clan de cazadores bastante agresivo. Creían que todos los lobos eran una afrenta a Dios y que su deber era eliminarlos de la faz de la tierra. Vinieron a atacar a mi manada. Y nos aseguramos de que muy pocos pudieran escaparse –sus ojos centellearon, rojos–. El patriarca, Damian King, quedó herido de gravedad. Sobrevivió por muy poco, al igual que su hijo. El resto del clan no. Meredith era su otra hija, y tendría apenas doce años en esa época. Pero parece que ha decidido continuar con la labor de su padre. Elijah. Qué curioso.

–Un profeta de Yahweh –explicó Osmond–. Un dios de la Edad de Hierro del Reino de Israel. Yahweh realizaba milagros mediante Elijah. Resucitaba a los muertos. Hacía caer fuego del cielo. Estuvo junto a Jesús durante su transfiguración en la montaña.

–Un poquito obvio –opinó Abel–. Incluso para los King. ¿No había otro hermano también?

–David. Aunque fue expulsado porque ya no tenía el deseo de cazar.

Abel asintió con lentitud.

–Qué sorpresa. ¿Y esta Elijah…?

–Está matando lobos.

–¿Cuántos? –suspiró Abel.

–Dos manadas. Una en Kentucky. Otra en Carolina del Norte. Quince en total. Tres niños.

–¿Y por qué no ha sido contenida?

Osmand pareció disgustarse.

–Se mantiene oculta. Hemos enviado equipos a seguirla, pero su clan es elusivo. No son muchos, pero se mueven con rapidez.

–¿Y qué quieres de mí?

–Eres nuestro líder. Te pido que lideres.


Osmond se marchó insatisfecho. Antes de que partiera, lo detuve en el porche.

Me miró con desprecio mal disimulado.

Dejé caer la mano.

–¿Puedo…?

–Tu padre.

Asentí.

Osmond se apartó de mí. Me pareció que sus dientes estaban un poco más largos que un instante atrás.

–No volverá a molestar a nadie jamás. Se le ha quitado la magia. Robert Livingstone era fuerte, pero se la arrancamos de la piel. No es más que una cáscara.

Osmond me dejó en el porche.

Junto a su coche esperaba Richard Collins.

Sonreía.


Cumplí trece años y Mark me rodeó los hombros con su brazo.

Se me estremeció el estómago.

Me pregunté si era por eso que no miraba a las chicas como Rico.

Su nariz se hundió en mi cabello y sonrió.

Deseé que esto no se terminara jamás.


Mi madre fue enterrada junto a un aliso rojo. Su lápida era pequeña y blanca.

Leía:

CATHERINE LIVINGSTONE

FUE AMADA

Me senté con la espalda apoyada en el árbol y sentí la tierra debajo de las puntas de mis dedos.

–Lo siento –le dije una vez–. Siento no haber podido hacer más.

A veces, fingía que me respondía.

“Te amo, Gordo. Te amo”, decía.

“Estoy orgullosa de ti”, decía.

“¿Por qué no me creíste?”, decía.

“¿Por qué no me salvaste?”, decía.

“No puedes confiar en ellos, Gordo. No puedes confiar nunca en un lobo. No te aman. Te necesitan. Tu magia es una mentira…”, decía.

Hundí los dedos en la tierra.


Carter era una cosa arrugada y rosada. Emitió un gritito.

Le toqué la frente y abrió los ojos, se calmó casi de inmediato.

–Mira eso. Le gustas, Gordo –me sonrió Elizabeth, con la piel pálida. Nunca la había visto tan cansada. Pero me sonrió de todas maneras.

Me incliné y le susurré en la orejita:

–Estarás a salvo. Te lo prometo. Te mantendré a salvo.

Un puño minúsculo me tironeó del pelo.


Cuando besé a Mark Bennett por primera vez, no fue planeado. No era algo que me hubiera propuesto hacer. Era torpe. La voz se me quebraba con frecuencia. Era temperamental y tenía un poco de vello en el pecho que no se decidía a quedarse o a irse. Tenía espinillas y erecciones innecesarias. Hice estallar una lámpara de la sala de estar sin querer cuando me enojé sin motivo aparente.

Y Mark era todo lo que yo no. Tenía dieciséis años y era etéreo. Se movía con gracia y decisión. Era inteligente y divertido, y todavía tenía la costumbre de seguirme a todas partes. Me traía comida cuando estaba en el taller, y los muchachos se mofaban de mí. Marty gritaba que había llegado mi chico, y que tenía quince minutos o me despediría. Las fosas nasales de Mark aleteaban cuando me acercaba a él; me observaba mientras me limpiaba la grasa de los dedos con un trapo viejo que llevaba en el bolsillo trasero. Me decía “ey” y yo le respondía “ey”, y nos sentábamos afuera del taller con la espalda apoyada contra el muro de ladrillos, cruzados de piernas. Me entregaba un emparedado que había preparado. Siempre se me quedaba mirando mientras lo comía.

No fue planeado. ¿Cómo podría haberlo sido cuando yo no sabía lo que implicaba?

Fue un miércoles de verano. Carter gateaba y babeaba. Ningún otro lobo había sido herido por la mujer conocida como Elijah. La manada estaba feliz, sana y completa. Abel era un Alfa orgulloso, encantado con su nieto. Thomas se pavoneaba. Elizabeth ponía los ojos en blanco. Los lobos corrían a la luz de la luna y sonreían bajo el sol.

El mundo era un lugar luminoso y brillante.

Me dolía aún el corazón, pero el dolor más intenso se había atenuado.

Mi madre ya no estaba. Mi padre tampoco. Mi madre me había dicho que los lobos mentían, pero yo confiaba en ellos. No tenía otra opción. Fuera de Chris, Tanner, Rico y Marty, eran lo único que me quedaba.

Pero estaba Mark, Mark, Mark.

Siempre Mark.

Mi sombra.

Lo encontré en el bosque detrás de la casa de la manada.

–Ey, Gordo –me saludó.

–Quiero probar algo –le dije–. ¿Está bien?

–Está bien –respondió, encogiéndose de hombros.

Había abejas en las flores y pájaros en los árboles.

Estaba sentado con la espalda contra el tronco de un arce de hoja grande. Sus pies descalzos se hundían en la hierba. Llevaba una camiseta suelta sin mangas, su piel bronceada tenía casi el mismo color que su lobo. Se había comido las uñas, un hábito del que aún no se había deshecho. Se apartó un mechón de cabello de la frente. Se lo veía feliz y despreocupado, un superdepredador que le temía a muy poco. Me observó, curioso, pero no me presionó.

–Cierra los ojos –le pedí, inseguro acerca de lo que estaba haciendo. De lo que era capaz.

Me obedeció, porque yo era su amigo.

Me puse de rodillas y me acerqué a él.

El corazón me latía fuerte en el pecho.

Sudaba.

El cuervo se agitó.

Me incliné hacia adelante y posé mis labios sobre los suyos.

Se sintió cálido y seco y catastrófico.

Sus labios estaban ligeramente agrietados. Jamás me olvidaría de eso.

No me moví. Él tampoco.

Tan solo un beso ligero un cálido día de verano.

Me aparté.

Su pecho subía y bajaba.

Abrió los ojos. Brillaban naranjas.

–Gordo, yo… –dijo.

Sentí su aliento agitado en el rostro.

–Lo siento –rogué–, lo siento, no quise…

Me puso una mano sobre la boca. Sentía que los ojos se me iban a salir de sus órbitas.

–Tienes que querer hacerlo –dijo, en voz baja–. Tienes que estar seguro.

No entendí. Mark era mi amigo y yo…

–Gordo –empezó a decir, con los ojos aún encendidos–. Hay alg… No puedo…

Se paró rápidamente. Me caí de espaldas.

Y entonces desapareció.


Thomas me encontró más tarde. El cielo estaba veteado de naranja, rosado y rojo.

Se sentó junto a mí.

–Tenía diecisiete años cuando conocí a una chica que me cortó la respiración –sonrió, y contempló los árboles.

Esperé.

–No había… No había nada como ella. Ella… –se rio y negó con la cabeza–. Lo supe entonces. A Elizabeth le caía mal al comienzo, y papá me dijo que debía respetar eso. Porque hay que respetar a las mujeres. Siempre. Más allá de lo que yo pensara, no podía obligarla a hacer nada que ella no quisiera. Y yo sabía eso, por supuesto. Porque pensar otra cosa era espantoso. Así que me convertí en su amigo. Hasta que, un día, me sonrió y… eso fue todo. Nunca nadie me había sonreído así. Era mi…

–Compañera –completé.

–Nunca me gustó esa palabra –continuó Thomas, encogiéndose de hombros–. No abarca todo lo que ella es. Es lo mejor de mí, Gordo. Me ama tal y como soy. Es intensa e inteligente y no deja que me salga con la mía jamás. Me sostiene. Me señala mis fallas. Y, sinceramente, si el mundo fuera justo, ella sería la próxima Alfa, no yo. Sería mejor que yo. Mejor que mi padre. Mejor que cualquiera. Tengo mucha suerte de tenerla. El día en que le di mi lobo de piedra fue el día más estresante de mi vida.

–¿Porque pensabas que te diría que no?

–Porque pensaba que me diría que sí –me corrigió con amabilidad–. Y si aceptaba, eso quería decir que tendría a alguien conmigo hasta el fin de mis días. No sabía si me lo merecía. Y Mark se siente igual. Ha estado esperando por este momento durante mucho tiempo. Tiene… miedo.

Parpadeé.

–¿De qué? ¿Qué tiene que ver con Elizabeth y tú…?

De pronto, caí en la cuenta.

–Espera –dije.

»¿Estás diciendo lo que creo que estás diciendo…? –dije.

»¿Qué? –dije.


Ignoré a Mark por tres días.

Aparecieron animales muertos en el porche delantero.

Elizabeth se reía de mí mientras acunaba a Carter en sus brazos.


–¿Por qué no me lo dijiste? –le grité.

–Tienes trece –me gruñó–. Tengo tres años más que tú. Es ilegal.

–Eso es… Está bien, es un motivo bastante bueno.

Se lo veía confiado.

Entrecerré los ojos.

Parecía menos presumido.

–No soy un niño –añadí.

–No es el mejor contraargumento dado que sí, lo eres.

–Está bien. Entonces me iré a besar a otro.

Gruñó.


–Necesito encontrar a alguien a quien besar –exigí.

Rico y Tanner y Chris me miraron con los ojos muy abiertos.

–No me mires a mí –replicó Tanner.

–A mí tampoco –dijo Chris.

–A mí menos... maldición –suspiró Rico–. Siempre soy lento. Bueno. ¿Sabes qué? No me importa. A ver esos labios, machote.

Contemplé a Rico horrorizado mientras avanzaba hacia mí con los brazos abiertos.

–¡A ti no!

–Guau. ¡Pero qué puto racista!

–No soy racista, tú eres mi… Maldición, ¡odio tanto esto!

–¿Mark? –preguntó Tanner, comprensivo.

–Mark –asintió Chris.

–Si fuera blanco, seguro que me hubieras besado –dijo Rico.

Le sujeté la cara y apreté mis labios contra los suyos.

Tanner y Chris hicieron el mismo sonido de disgusto.

Me aparté de Rico con un ruido húmedo.

Estaba perplejo.

Me sentí mejor.


Se lo conté a Mark.

Se transformó. Su ropa se rasgó a medida que escapaba al bosque.

–Eres un poco imbécil, Gordo –me dijo Abel con suavidad–. Cuando tengas la edad suficiente, quiero que sepas que cuentan con mi aprobación incondicional.


Estaba a cargo de la recepción cuando una joven entró al taller.

Me sonrió.

Era bonita. Tenía el pelo negro azabache y los ojos verdes como el bosque. Tenía puestos vaqueros y una camiseta escotada. Parecía apenas mayor que Mark.

Los muchachos del taller silbaron.

Marty les dijo que cierren el pico, maldición, aunque él también la contempló con admiración.

–Hola –dijo la chica.

–¿Puedo ayudarte? –le pregunté, sintiéndome nervioso por razones que no comprendía.

–Espero que sí. Mi coche está haciendo un ruido raro. Acabo de cruzar el país. Estoy tratando de llegar a Portland para ir a la universidad, pero no sé si llegaré.

–Es probable que podamos hacerte un lugar pronto –asentí. Hice clic en la vieja computadora para abrir la agenda.

–¿No eres un poco joven para trabajar aquí? –preguntó, divertida.

–Sé lo que hago –me encogí de hombros.

–¿En serio? Qué tierno –sonrió aún más. Se inclinó hacia adelante y puso los codos sobre el mostrador. Tenía las uñas pintadas de azul. Se le había saltado el esmalte. Golpeteó el mostrador con los dedos. Del cuello le colgaba una cadena delgada con una pequeña cruz de plata–. Gordo, ¿verdad?

–¿Cómo sabes eso? –la miré fijo.

Rio. Sonaba dulce.

–Tu nombre está bordado en la camisa.

–Ah, cierto –me sonrojé.

–Eres tierno.

–¿Gracias? Eh, parece que tenemos un turno en una hora. Podría hacerte lugar, si no te molesta esperar.

–No me molesta –sus ojos brillaban.

Parecía una loba.


Mark vino a traerme el almuerzo.

Ella estaba sentada en la sala de espera, hojeando una revista antiquísima.

La campana sonó cuando entró.

–Hola –dijo Mark, tímidamente. Era la primera vez que venía desde todo el asunto ese de me-besaste-y-salí-corriendo-por-culpa-de-sentimientos-lobunos-tales-como-que-eres-mi-compañero-y-me-olvidé-de-mencionarlo.

–Mira quién decidió aparecer –exclamé.

Casi no me acordaba que la mujer seguía allí.

–Cállate –masculló Mark, y apoyó una bolsa de papel madera sobre el mostrador.

–No es un conejo muerto, ¿verdad? –le pregunté con recelo–. Porque te juro, Mark, si es otro…

–Es jamón y queso suizo.

–Ah. Bueno, eso está mejor.

–¿Un conejo muerto? –preguntó la mujer.

Mark se estremeció. La miré.

Alzó una ceja.

–Chiste interno –aclaré.

–Ah –dijo ella.

Las fosas nasales de Mark aletearon.

Le pellizqué el brazo para recordarle que estábamos en público, por todos los cielos. No podía andar por ahí olfateando a todo el mundo.

La contempló por un momento más antes de volver su atención a mí.

–Gracias –le dije.

Se pavoneó un poquito.

Era tan predecible.


–Me llevará un par de días conseguir los repuestos –le dijo Marty–. No llevará mucho hacer la reparación una vez que lleguen, pero tu coche es de manufactura alemana. No se ven muchos como ese por aquí. Puedes seguir conduciéndolo, pero te garantizo que el problema empeorará y terminará rompiéndose en el medio de la nada. Estás en el campo, niña.

–Me he dado cuenta –dijo, lentamente–. Es… una pena. Vi un motel cuando entré al pueblo.

Marty asintió.

–Está limpio. Dile a Beth que te mando yo. Te hará un descuento. Green Creek es pequeño, pero somos buena gente. Te trataremos bien.

Ella rio y sus ojos centellearon. Me miró una vez más antes de volver la vista hacia Marty.

–Supongo que lo veremos.


Esa noche Abel se sentó en el porche para saludar a los miembros de su manada que llegaban para la luna llena de la noche siguiente. Se lo veía satisfecho.

–Gordo –me dijo cuando salí a avisarle que la cena estaba casi lista–, ven aquí un momento.

Fui.

Me puso la mano sobre el hombro.

Y, por un rato, simplemente… existimos.


La última cena.

No lo sabíamos.

Nos reunimos y reímos y gritamos y nos atiborramos de comida.

Mark presionó su pie contra el mío.

Pensé en muchas cosas. Mi padre. Mi madre. Los lobos. La manada. Mark y Mark y Mark. Era una elección, lo sabía. Había nacido en esta vida, en este mundo, pero tenía elección. Y nadie podía quitarme eso.

Me pregunté cuándo me ofrecería Mark su lobo.

Me pregunté qué le diría.

Me sentí presente y real y enlazado.

Thomas me guiñó un ojo.

Elizabeth arrullaba al niño que tenía en brazos.

Abel sonreía.

–Esto somos. Esta es nuestra manada –me susurró Mark, inclinándose hacia mí–. Esta es nuestra felicidad. Quiero esto. Contigo. Algún día, cuando seamos mayores.


Ella estaba en el restaurante al día siguiente, cuando me tocó ir a buscar el café para los muchachos. Estaba sola en una cabina, la cabeza inclinada mientras rezaba, las manos juntas frente a ella. Alzó la vista en el instante en el que entré al lugar.

–Gordo –me saludó–. Qué temprano.

–Hola –le respondí –¿Cómo estás…?

No recordaba su nombre

–Elli.

–Elli. ¿Cómo estás?

–Bien –contestó, encogiéndose de hombros–. Este lugar… es muy tranquilo. Lleva un tiempo acostumbrarse.

–Sí –no sabía muy bien qué decirle–. Siempre es así.

–¿Siempre? No sé cómo lo aguantas.

–He vivido aquí toda la vida.

–¿En serio? Qué curioso.

Una camarera me hizo un gesto desde el mostrador, para que me acercara a buscar los cafés que ya estaban listos.

Empecé a moverme en su dirección pero una mano me sujetó la muñeca.

Bajé la vista. Las uñas habían sido pintadas de nuevo. De rojo.

–Gordo –dijo Elli–. ¿Puedes hacerme un favor?

Inhalé y exhalé.

–Claro.

Me sonrió, pero no con la mirada.

–¿Puedes rezar conmigo? He estado intentándolo toda la mañana y, por más que lo intento, no me sale bien. Creo que necesito ayuda.

–No soy la mejor persona para…

–Por favor –aflojó su agarre.

–Eh, claro.

–Gracias –dijo–. Siéntate, por favor.

–No tengo mucho tiempo. Tengo que volver a trabajar.

–Ah. No llevará mucho. Lo prometo.

Me deslicé en el asiento frente a ella. El restaurante estaba vacío, salvo por nosotros dos. El ajetreo del desayuno ya había pasado, y el almuerzo no arrancaría hasta dentro de unas horas. Jimmy estaba detrás de las hornallas y la camarera, Donna, de pie frente a la máquina de café.

Elli sonrió. Puso las manos delante de ella y las juntó. Miró las mías como alentándome a hacer lo mismo.

Lentamente, alcé las manos frente a mí. Las mangas de mi camisa de trabajo bajaron un poco.

–Querido Padre –rezó, mirándome a los ojos–, no soy más que tu humilde servidora, y necesito tus consejos. Me encuentro en un momento de crisis. Padre, existen cosas en este mundo, cosas que salen de tu orden natural. Abominaciones que están en contra de todo lo que tú defiendes. Se me ha dado la tarea, por tu voluntad, de destruir a estas abominaciones en su lugar.

»Por la gracia de tu Espíritu Santo, revélame, Padre, la existencia de personas a las que deba perdonar y cualquier pecado no confesado. Revela los aspectos de mi vida que no te glorifican, Padre, las maneras en las que he hecho lugar, o podría haber hecho, a Satanás en mi vida. Padre, te entrego mi falta de compasión, te entrego mis pecados y te entrego todas las maneras en las que Satán domina mi existencia. Gracias por tu compasión y por tu amor.

»Padre mío, en tu santo nombre, reúno a todos los espíritus malignos del aire, el agua, la tierra, lo subterráneo y los infiernos. Reúno, en el nombre de Jesús, a todos los emisarios de los cuarteles satánicos y reclamo la sangre preciosa de Jesús en el aire, el agua, la tierra y sus frutos que nos rodean, en lo subterráneo y en los infiernos a nuestros pies.

Me moví para incorporarme.

Extendió una mano y me sujetó de nuevo de la muñeca.

–No –recalcó–. Te conviene, Gordo Livingstone, quedarte en donde estás.

–¿Todo está bien, Gordo? –me preguntó Donna al acercarme la bandeja con los cafés.

–Una plegaria, nada más –asentí con lentitud.

La mujer frente a mí sonrió.

Donna no parecía convencida, pero dejó la bandeja sobre la mesa.

–Ya la puse en la cuenta. Dile a Marty que tiene que pagar a fin de mes, ¿está bien?

–Sí. Se lo diré.

Dona se dio vuelta y se alejó.

–Elijah –dije en voz baja.

–Bien. Muy bien, Gordo. Eres tan joven –me tomó la mano y la besó. Sentí el toque breve de su lengua contra la piel–. Solo conoces las maneras de la bestia. Te han adoctrinado desde temprano. Es una lástima, la verdad. No sé si estás a tiempo de salvarte. Supongo que solo el tiempo dirá si existe la posibilidad de una limpieza. Un bautismo en las aguas de la salvación.

–Lo sabrá –murmuré–. Que estás aquí. En su territorio.

–Ves, en eso te equivocas –afirmó–. No soy un Alfa. O un Beta. O un Omega.

Ladeó la cabeza.

–No soy tú.

–Sabes qué soy.

–Sí.

–Entonces, sabes de lo que soy capaz.

Rio.

–No eres más que un niño. Qué podrías…

Estiré la mano libre y alcé la manga.

Contempló el cuervo rodeado de rosas con algo similar a la admiración.

–Lo había oído, pero… –sacudió la cabeza–. Siento que te haya pasado eso. Que no hayas tenido elección al respecto.

–Podría gritar –le dije–. Podría gritar ahora mismo. Una mujer que sujeta a un niño como lo estás haciendo tú. No llegarías muy lejos.

–Vaya que eres peleador. Dime, Gordo, ¿realmente piensas que puedes ser más inteligente que yo?

–Sé lo que eres.

Se inclinó hacia adelante.

–¿Y que soy?

–Una cazadora.

–¿De qué? Dilo, Gordo.

–Lobos.

–Bien –replicó, acariciándome el brazo–. Eso está bien, Gordo. Grita si quieres. Grita con todas tus fuerzas. En definitiva, no hará diferencia. No tan cerca de la luna llena. Porque, ahora mismo, una manada de lobos se ha reunido en el bosque para disfrutar de sus ansias de sangre. Monstruos, Gordo. No son más que monstruos que han hundido sus dientes y garras en ti. Te liberaré de ellos.

Sentía la cabeza pesada, la piel caliente.

–No llegarás muy cerca.

Sonrió de oreja a oreja. Parecía un tiburón. Me soltó el brazo y buscó algo en su falda. Alzó un walkie-talkie pequeño y lo dejó sobre la mesa entre nosotros. Apretó un botón. Emitió un pitido.

–Carrow –dijo ella, y soltó el botón. Se oyó el crujido de la estática.

–Aquí Carrow, cambio.

–¿Estás en posición? Cambio.

–Sí, señora. Todo listo. Cambio.

–¿Y los lobos? Cambio.

–Aquí. Reunidos en el claro. Cambio.

–¿Y los tienen rodeados? Cambio.

–Sí. Ah… Hay, ah. Niños. Cambio.

–Todos de edad –dijo ella, asintiendo con lentitud–. Ya se han perdido en sus lobos.

–No hagan esto –rogué–. Por favor, no lo hagan.

–Es mi deber –dijo Meredith King–. Por la gracia de Dios, los eliminaré de este mundo. Dime, Gordo. ¿Lo amas?

–¿A quién? –pregunté, con los ojos llenos de lágrimas.

–A ese muchacho. El que vino a verte ayer. El lobo. Pensé que la olería en mí, a la sangre de los otros. Pero lo distrajiste muy bien. ¿Lo amas?

–Vete a la mierda.

Sacudió la cabeza.

–Las otras manadas no tenían brujo. Resultaron… fáciles. Pero he estado preparándome para este momento. Este día. Aquí. Ahora. Porque si cortas la cabeza, el cuerpo muere. El rey. El príncipe. Me lo agradecerás. Después de todo.

Puse las manos sobre la mesa, las palmas hacia arriba.

Se revolvió en el asiento y…

Sentí un dolor agudo en la muñeca, como la picadura de una abeja a mediados del verano.

Bajé la vista.

Ella apartó la mano, la jeringa ya oculta.

–No, no puedes hacer esto, no puedes hacer esssto, porrr favorrr, no esss…

Los colores del mundo a mi alrededor comenzaron a mezclarse.

Todo se desaceleró.

Oí palabras de preocupación que llegaban de un lugar muy, muy lejano.

–Oh –le respondió la cazadora, Elijah–. Se estaaaaba sintiendo un poco descompuuuuesto. Yo lo ayudaré. Yo voooy a…

Después, se hizo la oscuridad.


Soñé que estaba con los lobos.

Corríamos, y los árboles eran altos y la luna brillaba, y yo les pertenecía a ellos y con ellos, y echaba la cabeza hacia atrás y cantaba.

Pero los lobos no cantaban conmigo.

No.

Gritaban.


Me desperté lentamente.

Sentía la lengua hinchada en la boca.

Abrí los ojos.

Estaba en el bosque.

Las copas de los árboles se abrían para dejarme ver las estrellas en el cielo. La luna estaba gorda y llena.

Hice un esfuerzo para levantarme.

Me dolía la cabeza. Casi no me dejaba pensar.

Un gimoteo a mi izquierda.

Giré.

Un gran lobo castaño se arrastraba hacia mí. Tenía las patas traseras rotas. El pelaje estaba cubierto de sangre. Claramente, estaba dolorido pero igual se arrastraba hacia mí sobre la tierra y la hierba.

–Mark –dije.

El lobo gimió. Me estiré hacia él.

Me lamió la punta de los dedos antes de colapsar y cerrar los ojos.

La niebla se disipó.

En ese momento, lo sentí. Los fragmentos rotos en mi interior. Como si me hubiera quebrado en mil pedazos. No se sentía como cuando mi madre murió. Cuando mi padre la asesinó.

Era más.

Mucho más.

–No –susurré.


Más tarde, cuando Mark hubo sanado lo suficiente como para poder pararse por sí mismo, nos movimos por el bosque.

Él nos condujo, rengueando con torpeza.

Todo dolía.

Todo.

El bosque lloraba a nuestro alrededor.

Lo sentía en los árboles. En el suelo bajo mis pies. En el viento. Los pájaros lloraban y el bosque se estremecía.

Mis tatuajes no tenían brillo y estaban descoloridos.

Un humano estaba tendido debajo de un árbol. Tenía un chaleco antibalas. Había un rifle a sus pies. Tenía la garganta destrozada. Contemplaba la nada.

Mark gruñó.

Avanzamos.

Busqué los lazos de la ManadaManadaManada, pero estaban rotos.

–Oh, cielos, Mark. Oh, Dios.

Gruñó desde lo profundo de su pecho.

Encontramos el claro, de alguna manera.

El aire olía a plata y sangre.

Había humanos caídos, mutilados y destripados.

Y lobos. Tantos lobos. Todos transformados.

Todos muertos.

Los más grandes.

Los más pequeños.

Grité ante la angustia que me provocaba todo eso, mientras intentaba buscar a alguien, a cualquiera que…

Movimiento a la derecha.

Una mujer de pie, pálida bajo la luz de la luna. Tenía un bebé en los brazos.

–Gordo –dijo Elizabeth Bennett.

Tenía dos lobos a su lado.

Richard Collins.

Y…

Thomas Bennett avanzó hacia mí. Nunca había visto a su lobo tan grande como ahora. No me quitó los ojos de encima en ningún momento. Cada uno de sus pasos era lento y decidido. Cuando estuvo frente a mí, comprendí todo lo que habíamos perdido. Y lo que él había ganado.

Sus ojos centellearon rojos, en la noche oscura y profunda.

En mi horror, dije lo único posible:

–Alfa.

Ravensong. La canción del cuervo

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