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EL ELECTRODO DE LA BUJÍA /
PEQUEÑOS EMPAREDADOS

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Tenía once años cuando Marty nos descubrió entrando a hurtadillas al taller.

No sé por qué me atraía tanto. No era nada especial. El taller era un edificio viejo cubierto de una capa de mugre que daba la impresión de que nunca lo habían limpiado. Tres puertas grandes conducían a fosas con montacargas oxidadas dentro. Los hombres que trabajaban allí eran rudos, tenían las mejillas hundidas y tatuajes les cubrían los brazos y los cuellos.

Marty era el peor de todos. Tenía la ropa siempre manchada con mugre y aceite, y el ceño fruncido permanentemente. Su pelo, que se le paraba alrededor de las orejas, era fino y ralo. La viruela le había dejado marcas en la cara, y la tos que lo sacudía sonaba húmeda y dolorosa.

Lo encontraba fascinante, aún a la distancia. No era lobo. No estaba embebido en magia. Era terrible y dolorosamente humano, brusco y voluble.

Y el taller mismo era una especie de faro en un mundo que no siempre tenía sentido. El abuelo llevaba unos años bajo tierra y mis dedos tenían ganas de tocar una llave de torsión y un martillo antirrebote. Quería oír el ronroneo de un motor para descubrir cuál era el problema.

Esperé hasta un sábado en el que no había nadie dando vueltas. Thomas estaba con Abel, haciendo lo que sea que Alfas y futuros Alfas hacen en el bosque. Mi madre se estaba arreglando las uñas en el pueblo vecino. Mi padre dijo que tenía una reunión, lo que quería decir que estaba con la mujer de cabello oscuro de la que se suponía que yo no sabía nada. Rico estaba enfermo, Chris castigado, Tanner pasaría el día en Eugene, viaje del que se había quejado durante semanas.

Sin nadie que pudiera decirme que no, me fui al pueblo.

Me quedé parado un largo rato frente al taller, observándolo. Me picaban los brazos. Los dedos me temblaban. Tenía magia en la piel que no tenía desahogo. Las herramientas del abuelo habían desaparecido misteriosamente después de que su querida vieja lo hubiera matado. Papá dijo que no eran importantes.

Y justo cuando había reunido el valor suficiente para cruzar la calle, sentí un tironcito en el fondo de la mente, un conocimiento que se estaba volviendo cada vez más familiar.

Suspiré.

–Sé que estás ahí.

Silencio.

–Sal de una vez.

Mark salió del callejón junto al restaurante. Se lo veía avergonzado pero desafiante. Tenía puestos vaqueros y una camiseta de los Cazafantasmas. Acababa de salir la segunda parte e iríamos a verla con Rico, Tanner y Chris. Pensé en invitar a Mark por razones que no llegaba a entender. Me seguía poniendo nervioso, pero él no estaba tan mal. Me gustaba la manera en la que sonreía a veces.

–¿Qué estás haciendo? –preguntó.

–¿Por qué?

–Has estado aquí parado por un largo rato.

–Acosador –murmuré–. Si quieres saberlo, voy a lo de Marty.

Miró de reojo al otro lado de la calle con el ceño fruncido.

–¿Por qué?

–Porque quiero ver adentro.

–¿Por qué?

–Porque… No lo entenderías –respondí, encogiéndome de hombros. Su mirada regresó a mí.

–Quizás puedo, si me lo cuentas –dijo.

–Me molestas.

Ladeó la cabeza como un perro.

–Eso es mentira.

–Basta –fruncí el ceño–. No puedes hacer eso. Deja de escuchar el latido de mi corazón.

No puedo. Suena demasiado fuerte.

No sabía por qué mi corazón sonaba tan fuerte. Esperaba no tener nada malo.

–Bueno, inténtalo de todos modos.

–No te molesto –afirmó, con una sonrisita.

–Sí que me molestas. En serio.

–Vamos, entonces.

–¿Qué? ¿A dónde? ¿Qué estás…? Ey. ¿Qué estás haciendo?

Ya estaba cruzando la calle. No se volvió cuando siseé su nombre.

Corrí tras él.

Sus zancadas eran más largas que las mías. Por cada paso que daba, yo debía dar dos. Me dije que algún día sería más grande que él. No importaba que fuera lobo. Yo sería más grande y más fuerte y lo perseguiría a él, a ver si eso le gustaba.

–Nos meteremos en problemas –le susurré con furia.

–Quizás –replicó.

–Tu papá se enojará mucho.

–El tuyo también.

Reflexioné cuidadosamente.

–No se los diré si tú tampoco lo haces.

–¿Como un secreto?

–Sí. Claro. Como un secreto.

Lucía extrañamente satisfecho.

–Nunca había tenido un secreto contigo.

–Eh, . Claro que sí. Eres un hombre lobo. Yo soy un brujo. Eso es como, muy secreto.

–Eso no cuenta. Otras personas lo saben. Esto es un secreto solamente entre nosotros dos.

–Eres tonto.

Cruzamos la calle. Las puertas del taller estaban abiertas. De un viejo radiocasete portátil salía Judas Priest a todo volumen. Pude ver dos automóviles adentro y una camioneta vieja. Uno de los tipos estaba debajo de ella. Marty estaba doblado sobre un Chevy Camaro IROC-Z 1985 junto a un hombre mayor vestido de traje. El coche era elegante y rojo, y me moría de ganas por ponerle las manos encima. El capó estaba levantado y Marty estaba toqueteando algo. El hombre del traje parecía molesto. Miraba su reloj pulsera y taconeaba.

Me apoyé contra el taller, con Mark a mi lado. Sus dedos rozaron los míos y sentí una especie de pulsación mágica que me recorrió el brazo. Lo ignoré.

–¿... y cuándo se encendió la luz del motor? –estaba diciendo Marty.

–Ya se lo dije –respondió el hombre del traje–. La semana pasada. No se detiene, no vacila. No tiembla, no…

–Sí, sí –lo interrumpió Marty–. Ya lo oí. Quizás haya un cable defectuoso por algún lado. Estos coches deportivos tienen buena pinta, pero están mal construidos. Te consiguen todo el coño que quieras por un poco de dinero, pero después se caen a pedazos y te las tienes que arreglar con eso.

–¿Lo puede arreglar o no? –el hombre del traje no parecía muy contento. Quizás no estaba consiguiendo todo el coño que quería. Me pregunté qué sería el coño.

–Tome el manual de usuario –le indicó Marty–. Más vale que esté en inglés o no valdrá una mierda si el manual de reparaciones que tengo no nos dice nada. Vayamos a mi oficina a echarle un vistazo.

El hombre del traje dejó escapar un resoplido pero hizo lo que Marty le ordenó. Se inclinó dentro del IROC-Z y tomó el manual de la guantera para luego seguir a Marty a la oficina del fondo.

Esta era mi oportunidad. Aquella chica bonita estaba ahí, abierta de par en par. Esperándome. Iba a lubricarla y meterle los dedos, tal como decía mi abuelo.

–Voy a entrar –le susurré a Mark.

–Bueno –respondió en susurros–. Te sigo.

Judas Priest le dio lugar a Black Sabbath cuando entramos. Olía a hombre y a metal, y respiré hondo. El tipo que estaba debajo de la camioneta se movió un poco, pero nada más. Marty y el hombre del traje estaban en la oficina trasera, ocultos detrás de un auto sobre un montacargas. El IROC-Z estaba allí, esperándome. Era una belleza, rojo manzana acaramelada con ribetes negros y llantas plateadas. El hombre del traje no lo merecía.

Me doblé sobre el motor, en búsqueda de algo, de cualquier cosa.

–Luz –mascullé.

–¿Qué?

–Necesito luz. Cuando te pido algo, me lo entregas. Así es como se trabaja en un coche.

–¿Cómo voy a encontrar luz?

–Con los ojos.

Murmuró algo por lo bajo, pero lo ignoré, y contemplé con placer el auto.

–Luz –dijo por fin. Extendí la mano.

Era una linterna pequeña. No era gran cosa, pero serviría.

–Vamos, maldita perra –dije.

–¿Qué? No es necesario que me insultes. Te conseguí lo que querías.

–No –aclaré–. Es algo que se hace cuando se trabaja en un automóvil. Los insultas mientras intentas descubrir cuál es el problema. Mi abuelo me enseñó eso.

–Ah. ¿Ayuda?

–Sí, una vez que los has insultado lo suficiente, encuentras la solución.

–No tiene sentido.

–Funciona. Confía en mí.

–Confío en ti –dijo Mark con voz queda, y sentí otro rizo de magia deslizándose por mi piel. Se puso junto a mí y se dobló sobre el motor a mi lado. Su hombro rozaba el mío–. Así que lo insultamos.

–Sí –respondí, sintiéndome ligeramente acalorado–. Quiero decir, eso… sí.

–Bueno. Eh... ¿Imbécil?

–Eres malísimo –me reí.

–¡Nunca lo he hecho antes!

–Malísimo.

–Qué importa. Quiero ver cómo lo haces mejor.

Intenté pensar en algo que hubiera dicho el abuelo.

–Vamos, ¡bastarda de porquería! ¡Qué demonios!

–Guau –exclamó Mark–. Eso… ¿tu abuelo te enseñó eso? A mi abuelo le salía vello de las orejas y siempre se olvidaba mi nombre.

–Me enseñó mucho –asentí–. Todo, la verdad. Inténtalo de nuevo.

–Bueno. Déjame pensar. Eh… ¿qué tal “qué te pasa, puta rara”?

Me atraganté.

–Ay, Dios.

–¿Por qué no me cuentas tus secretos, imbécil de mierda?

–No sé por qué te dejé venir conmigo.

–Pedazo de cretino hijo de mil…

Era bueno. Podía reconocerle eso. Pero antes de siquiera pensar en decírselo, lo vi.

–Allí –señalé con la linterna–. ¿Lo ves?

–No veo nada –dijo Mark.

–Está… uf, dame la mano.

Después, mucho, mucho después, pensaría en ese momento. La primera vez que nos tomamos de la mano. La primera vez que nos tocamos voluntariamente. Su mano era más grande que la mía, sus dedos gruesos y redondos. Su piel era más oscura y cálida. Los huesos parecían frágiles y yo conocía a la sangre que vibraba debajo. Mi padre se había asegurado de eso. Yo le pertenecía, y a los Bennett, por lo que había en mi propia sangre.

Pero tenía solo once años. En ese momento no comprendí qué significaba.

Él sí.

Por eso se le cortó la respiración cuando tomé su mano con la mía, por eso por el rabillo de mi ojo vi el destello naranja en la oscuridad debajo del capó. Gruñó un poco, desde lo profundo del pecho y juro que en ese momento el cuervo tomó vuelo. Yo…

–¿Qué demonios creen que están haciendo?

Le solté la mano, sobresaltado por la voz enojada que surgió detrás de nosotros.

Antes de que pudiera darme vuelta por completo, Mark se había puesto delante de mí, cubriéndome con su cuerpo. Me paré de puntillas y espié por encima de su hombro.

Marty estaba allí, colorado y enojado. El hombre del traje estaba confundido, tenía la corbata floja.

–Tú –Marty entrecerró los ojos al verme–. Te conozco. Te he visto antes. Le pertenecías a Donald.

Donald Livingstone. Mi abuelo.

–Sí, señor –respondí, porque de niño aprendí que ser educado con los adultos podía ayudarte a librarte.

–Y –le dijo a Mark–. Te he visto siguiendo a este por allí.

–Lo cuido –replicó Mark–. Es mío y debo protegerlo.

Le apreté el hombro. No entendía qué quería decir. Éramos manada, sí, y…

–Chico, me importa un bledo qué haces mientras no lo hagas aquí. Salgan de aquí. No es lugar para…

–¡El electrodo de la bujía! –escupí.

–¿Qué? –Marty se me quedó mirando, parpadeando.

Hice a Mark a un lado. Chilló con furia pero volvió a ponerse junto a mí, sin dejar espacio entre los dos. No tenía tiempo para sus estupideces de lobo. Tenía algo qué decir.

–La luz de advertencia del motor. Es por el electrodo de la bujía. Se ha ensuciado con aceite del motor.

–¿De qué está hablando? –preguntó el hombre del traje–. ¿Quién es el niño?

–El electrodo de la bujía –dijo Marty lentamente–. Conque esas tenemos.

–Sí, sí. Sí, señor. Es eso –asentí furiosamente.

Marty dio un paso hacia mí y, por un instante, pensé que Mark se transformaría en lobo. Pero antes de que pudiera hacerlo, Marty me hizo a un lado y se dobló sobre el IROC-Z.

–Linterna –murmuró, con la mano extendida.

–Linterna –repetí de inmediato, entregándosela.

–Eh –dijo después de un rato–. Mira nada más. No lo debo haber visto. Los ojos ya no son lo que eran. Me estoy volviendo viejo para esta mierda. Chico, ven aquí.

Me acerqué de inmediato. Mark también.

–Exceso de aceite –continuó Marty.

–Sí, señor.

–Puede haber un problema con el consumo de aceite.

–O algo con el sistema de emisión.

–O el encendido.

–La inyección de combustible. La manguera, quizás.

–No hay pérdida de combustible –negó Marty–. No hay deterioro.

–¿De qué están hablando? –preguntó el hombre del traje.

–No lo sé –respondió Mark–. Pero Gordo sabe mucho. Más que cualquiera que conozco. Es bueno e inteligente, y huele a tierra y a hojas y…

Me golpeé la cabeza con el capó del automóvil. Gemí al sentir el intenso destello de dolor. Mark estuvo junto a mí en un segundo, con las manos sobre mis hombros.

–¿Podrías dejar de decirle a qué huelo? –siseé entre los dientes apretados–. Suenas tan raro.

Mark me ignoró y tomó mi cara entre sus manos para ladear mi cabeza e inspeccionar lo que asumí sería una herida sangrante que requeriría puntos y que dejaría una cicatriz espantosa que…

–Un pequeño chichón –murmuró en voz baja–. Tienes que tener más cuidado.

Me aparté.

–Bueno, tienes que…

–Fácil de arreglar –dijo Marty–. No debería llevarme más de un par de horas, salvo que haga falta pedir alguna pieza. Vaya a tomar una taza de café al restaurante y una porción de pastel.

Por un momento, pareció que el hombre del traje iba a discutirle, pero asintió. Nos miró de reojo a Mark y a mí con curiosidad antes de volverse y salir del taller al sol.

–Gordo, ¿verdad? –dijo Marty, volviéndose hacia mí.

Asentí lentamente.

Se frotó la incipiente barba gris de la barbilla con la mano.

–Donald era un buen hombre. Un hijo de puta testarudo. Hacía trampa en las cartas –sacudió la cabeza–. Lo negaba, pero todos lo sabíamos. Nos habló de ti.

No supe qué responderle, así que me quedé callado.

–¿Te enseñó él?

–Sí. Todo lo que sé.

–¿Cuántos años tienes?

–Quince.

Mark tosió.

Marty resopló.

–¿Quieres probar otra vez?

–Once –respondí, poniendo los ojos en blanco.

–¿Tu papá arregla autos?

–No.

–Bennett, ¿no es cierto? –miró a Mark.

–Sí –respondió él. Marty asintió con lentitud.

–Un grupo extraño.

No dijimos nada porque no había nada para decir.

Marty suspiró.

–Tienes ojo, chico. Te diré una cosa…


–No puedes contárselo a mi padre –le dije a Mark mientras salíamos del taller–. No me dejará volver. Sabes que no.

–¿Esto es lo que quieres? –Mark me miró de reojo.

Sí. Así era. Era lo que necesitaba. No conocía mucho más allá de la vida de la manada. Nada fuera de Chris, Rico y Tanner era solamente mío. A mi padre no le gustaban e incluso intentó prohibir que los viera fuera de la escuela.

Pero mi madre había intervenido, una de las pocas veces que se enfrentó a él. Yo necesitaba normalidad, había dicho. Necesitaba algo más, había agregado. Él no estaba muy feliz al respecto, pero había cedido. Había abrazado a mamá por un largo rato después de eso.

–Sí –afirmé–. Esto es lo que quiero. Es otro secreto. Solo entre tú y yo.

Hizo una mueca con los labios y supe que había ganado.

–Me gusta tener secretos contigo.

Sentí un retorcijón raro en la boca del estómago.


–Lazos –dijo Abel sentado ante el gran escritorio en su oficina. Mi padre estaba junto a la ventana y miraba hacia los árboles. Thomas estaba sentado junto a mí, silencioso y sereno como siempre. Me sentía nervioso porque era la primera vez que se me permitía entrar a la oficina de Abel. Me dolían los brazos por pasar días bajo las agujas de mi padre–. ¿Puedes decirme lo que sabes acerca de ellos?

–Ayudan a que el lobo recuerde que es humano –dije lentamente, no quería equivocarme. Necesitaba que Abel viera que podía confiar en mí–. Evitan que el lobo se pierda en el animal.

–Es cierto –asintió Abel. Extendió las manos sobre el escritorio–. Pero son más que eso. Mucho más.

Miré de reojo a mi padre, pero estaba perdido en lo que fuera que estaba viendo.

–Un lazo es la fuerza detrás del lobo –continuó Abel–. Un sentimiento o una persona o una idea que nos mantiene en contacto con nuestro aspecto humano. Es una canción que nos llama a casa cuando nos hemos transformado. Nos recuerda de dónde venimos. Mi lazo es mi manada. Las personas que cuentan conmigo para que las mantenga a salvo. Para que las proteja de aquellos que nos quieren hacer daño. ¿Entiendes?

Asentí, aunque realmente no lo hacía.

–¿Cuál es el tuyo? –le pregunté a Thomas.

–La manada –me sorprendió.

–¿No es Elizabeth? –pregunté.

–Elizabeth –dijo Thomas con un suspiro, con el tono fascinado que siempre adquiría cuando la mencionaba. O la veía. O estaba junto a ella. O pensaba acerca de su existencia–. Ella… no. Es más que eso para mí.

–Quién lo hubiera dicho –apuntó Abel, secamente y luego agregó–: Los lazos no solo son para los lobos, Gordo. Somos llamados por la luna, y existe magia en eso. Como existe magia en ti.

–Magia de la tierra.

–Sí. Magia de la tierra.

En ese momento me di cuenta de lo que estaba tratando de decirme:

–¿Yo también necesito un lazo? –era un pensamiento inmensamente terrible.

–Aún no –explicó Abel, sentándose más adelante–. Y no por un largo tiempo. Eres joven y recién empiezas. Tus marcas aún no están completas. Hasta que lo estén, no necesitarás uno. Pero algún día, sí.

–No quiero que sea una sola persona –dije.

Mi padre se volvió. Tenía una expresión extraña en el rostro.

–¿Y por qué es eso?

–Porque las personas se marchan –respondí con sinceridad–. Se mudan o se enferman, o se mueren. Si un lobo tiene un lazo, y es una sola persona, y esa persona muere, ¿qué le sucede al lobo?

La única respuesta fue el tic tac del reloj de pared.

Luego, Abel rio y entrecerró los ojos con amabilidad.

–Eres una criatura fascinante. Me alegra mucho conocerte.


–No sabía lo de los lazos –le dije a mi padre cuando dejamos la casa Bennett–. Para los brujos.

–Lo sé. Hay un momento y un lugar para todo.

–¿Existen otras cosas que no me has contado?

No me miró. Algunos niños pasaron corriendo junto a nosotros, riéndose y gruñéndose. Los esquivó hábilmente.

–Sí. Pero las aprenderás algún día.

No me pareció justo, pero no podía decírselo.

–¿Quién es tu lazo? ¿Es mamá?

Cerró los ojos y volvió la cara hacia el sol.


–¿Cómo fuiste capaz? –la escuché decir, con la voz tensa y tosca–. ¿Por qué me harías algo así a mí? ¿A nosotros?

–No pedí esto –replicó mi padre–. No pedí nada de esto. No sabía que ella…

–Podría decírselo. Podría decírselo a todo el mundo. Lo que eres. Lo que son ellos.

–Nadie te creería. ¿Y cómo quedarías tú? Pensarán que estás loca. Y actuaría en tu contra. No volverías a ver a Gordo de nuevo. Me aseguraría de ello.

–Sé que me has hecho algo –dijo mi madre–. Sé que has metido mano en mi mente. Sé que has modificado mis recuerdos. Quizás esto no es real. Quizás nada de esto lo sea. Es un sueño, un sueño espantoso del que no puedo despertar. Por favor. Por favor, Robert. Por favor, déjame despertar.

–Catherine, estás… Esto es innecesario. Todo esto. Ella se marchará. Te lo prometo. Hasta que esté hecho. No puedes seguir así. No puedes. Te está matando. Me está matando a mí.

–Como si te importara –exclamó mi madre con amargura–. Como si te importara una mierda cualquier otra cosa que no sea ella

–Baja la voz

–No lo haré. No seré…

–Catherine.

Las voces se desvanecieron cuando me tapé hasta la cabeza con el edredón.


–Tu madre no se siente bien –explicó mi padre–. Está descansando.

Me quedé mirando la puerta cerrada de su dormitorio por un largo rato.


Me sonrió.

–Estoy bien. Cariño, por supuesto que estoy bien. ¿Cómo es posible que algo esté mal cuando brilla el sol y el cielo está azul? Vayamos de picnic. ¿No suena genial? Tú y yo, Gordo. Haré pequeños emparedados sin la corteza. Ensalada de patatas y galletas de avena. Nos llevaremos una manta y miraremos las nubes. Gordo, seremos nada más que tú y yo y me sentiré más feliz que nunca.

Me imaginé que mentía.


–¡Acelera ese trasero! –me gritó Marty del otro lado del taller–. No te pago nada para que te quedes allí parado con la polla colgando. Muévete, Gordo. Muévete.


–¿Cómo lo supiste? –le pregunté a Thomas cuando tenía doce. Era un domingo y, como era habitual, la manada se había reunido para cenar. Se habían instalado mesas detrás de la casa de los Bennett. Se las había cubierto con manteles de encaje blanco. Había jarrones llenos de flores silvestres, verdes y azules, y violetas, y naranjas.

Abel estaba en el asador, sonriendo ante el bullicio y el ajetreo que lo rodeaba. Los niños se reían. Los adultos sonreían. Se oía música de un estéreo.

Y Elizabeth bailaba. Estaba hermosa. Tenía puesto un lindo vestido de verano, las puntas de los dedos manchadas con pintura. Había pasado la mayor parte del día en su estudio, un lugar al que solo Thomas podía entrar, y solamente cuando ella lo invitaba. Yo no entendía su arte, los manchones de color sobre el lienzo, pero era salvaje y lleno de vida, y me recordaba a correr con los lobos bajo la luna llena.

Pero ahora estaba aquí, meciéndose con la música, el vestido flotando alrededor de sus rodillas mientras giraba en un círculo lento. Tenía los brazos extendidos, la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados. Se la veía en paz y feliz. Sentí una punzada agridulce en el pecho.

–Lo supe desde la primera vez que la vi –dijo Thomas, sin quitarle los ojos de encima a Elizabeth–. Lo supe porque nadie que hubiera conocido antes me había hecho sentir lo que sentí en ese momento. Era la persona más encantadora que había conocido e incluso entonces supe que iba a amarla. Supe que iba a darle cualquier cosa que quisiera.

–Guau –suspiré.

Thomas rio.

–¿Sabes qué fue lo primero que me dijo?

Negué con la cabeza.

–Me dijo que dejara de olfatearla.

Me lo quedé mirando con la boca abierta.

–No fui muy sutil –se encogió de hombros.

–¿La estabas oliendo? –pregunté, horrorizado.

–No pude evitarlo. Era… ¿Conoces ese momento justo antes de que estalle una tormenta eléctrica? ¿Cuando el cielo está negro y gris, y todo parece eléctrico? ¿Tu piel vibra y se te eriza el vello?

Asentí.

–Así olía ella para mí. Como una tormenta que se avecina.

–Sí –dije, inseguro aún–. Pero tú la estabas olfateando.

–Ya lo entenderás –afirmó Thomas–. Un día. Quizás antes de lo que piensas. Oh, mira. Allí viene mi hermano. Qué coincidencia tan acertada, considerando nuestra charla.

Me di vuelta. Mark Bennett caminaba hacia nosotros con una expresión de determinación en el rostro. Desde el día en que me había seguido a lo de Marty, las cosas eran… menos extrañas. Seguía siendo un poco raro, y le había dicho una y otra vez que no necesitaba que me protegiera, pero no era tan malo como pensaba. Era… agradable. Y parecía que yo le agradaba un montón por razones que no llegaba a entender.

–Thomas –saludó Mark, con la voz un poco entrecortada.

–Mark –replicó Thomas divertido–. Linda corbata. ¿No hace un poco de calor para eso?

Se sonrojó y el rojo se extendió por su cuello y sus mejillas.

–No es… estoy tratando… Cielos, podrías…

–Creo que iré a bailar con Elizabeth –anunció Thomas, dándome una palmada en el hombro–. Sería una pena desperdiciar el momento. ¿No te parece, hermano?

–¿Por qué estás vestido así? –le pregunté.

Tenía puesta una corbata de vestir roja sobre una camisa blanca y pantalones formales. Estaba descalzo, y no pude recordar si ya le había visto los dedos de los pies alguna vez. Los enterraba en la hierba, el verde brillaba contra su piel.

–No, es solo que… –agitó su cabeza–. Porque quería, ¿okey?

–O… Okey –fruncí el ceño–. Pero ¿no tienes calor? –pregunté.

–No.

–Estás sudando.

–No es porque tenga calor.

–Ah. ¿Estás nervioso?

–¿Qué? No. No. No estoy nervioso. ¿Por qué estaría nervioso?

–¿Estás enfermo? –lo examiné con los ojos entrecerrados.

Me gruñó.

Le sonreí.

–Mira –dijo, ronco–. Quería… Okey... ¿Puedo…?

–¿Puedes…?

Parecía a punto de explotar.

–¿Sabes bailar? –escupió.

Me lo quedé mirando.

–Porque si sabes, y si quieres, podemos… Quiero decir, está bien, ¿verdad? Está bien. Podemos quedarnos parados aquí. O lo que sea. Eso también estaría bien.

Inquieto, se tironeó la punta de la corbata. Me miró, apartó la mirada y volvió a mirarme.

–No tengo idea de qué estás diciendo –admití.

Suspiró.

–Lo sé. Estoy…

–Sudando.

–¿Podrías dejar de decir eso?

–Pero lo estás.

–Cielos, eres tan imbécil.

Me reí.

–Ey, nada más estaba señalando…

–¡Gordo!

Me volví.

Mi madre. Me llamaba con señas. Padre había dicho que estaba enferma de nuevo, que no vendría. Me había dejado en la casa y me había dicho que volvería luego, que tenía asuntos que atender antes de regresar. No le pregunté qué asuntos.

Y ahora ella estaba aquí, con una sonrisa frágil en la cara. Tenía el pelo descuidado y retorcía las manos.

–¿Está bien? –preguntó Mark–. Está…

–No lo sé –respondí–. No se sentía bien más temprano y… Iré a ver qué quiere. Espera aquí, ¿okey? Enseguida vuelvo. Y quizás entonces puedas decirme por qué llevas una corbata.

Antes de que me marchara, me tomó la mano. Lo miré.

–Ten cuidado, ¿sí?

–Tan solo es mi mamá...

Me soltó.

–Hola –dijo ella cuando la alcancé–. Hola, cariño. Hola, bebé. Ven aquí. ¿Puedo hablar contigo? Ven aquí.

Fui, porque era mi madre y haría cualquier cosa por ella.

Me tomó de la mano y rodeamos la casa.

–¿A dónde estamos…?

–Silencio. Espera. Nos oirán.

Los lobos.

–Pero…

–Gordo. Por favor. Confía en mí.

Nunca me había dicho eso antes.

Hice lo que me pedía.

Rodeamos la casa hasta el sendero de entrada. Vi su coche aparcado detrás de los demás. Me condujo a él, abrió la puerta del lado del acompañante y me hizo un gesto para que entrara. Dudé y eché un vistazo por encima del hombro.

Mark estaba allí, junto a la casa, observándonos. Dio un paso hacia mí, pero mi madre me metió de un empujón al auto.

Dio la vuelta y entró ella también antes de que yo pudiera girarme en el asiento.

Había dos maletas en la parte trasera.

–¿Qué está sucediendo? –pregunté.

–Es hora.

Levantó una nube de polvo al dar marcha atrás y casi choca contra otro vehículo.

–¿Por qué…?

Enderezó el coche y volamos camino abajo. Miré por el espejo retrovisor a las casas que quedaban atrás. Mark había desaparecido.


Para mi doceavo cumpleaños hubo una fiesta.

Vino mucha gente.

La mayoría eran lobos.

Algunos no.

A Tanner, Chris y Rico los trajeron sus padres. Era la primera vez que visitaban las casas al final del camino, y tenían los ojos muy abiertos.

Dios mío –susurró Rico–. No nos dijiste que eras rico, papi.

–Esta no es mi casa –le recordé–. Has estado en mi casa.

–Es más o menos lo mismo –replicó.

–Ah, hombre –exclamó Chris, mirando al regalo mal envuelto que tenía en la mano–. Te compré algo en la tienda de todo a un dólar.

–Yo ni te traje un regalo –dijo Tanner, contemplando las serpentinas, los globos y las mesas repletas de comida.

–Puedes compartir el mío –le dijo Chris–. Costó solo un dólar.

–¿Cuántos baños tiene la casa? –quiso saber Rico–. ¿Tres? ¿Cuatro?

–Seis –murmuré.

–Guau –corearon los tres al unísono.

–¡No es mi casa!

–Nosotros tenemos uno solo –comentó Rico–. Y lo tenemos que compartir entre todos.

Los amaba, pero eran un dolor de cabeza.

–En casa tengo uno solo…

–No tienes que esperar para ir a cagar –declaró Tanner.

–Odio cuando tengo que esperar para cagar –confirmó Chris.

Me miraron expectantes.

Suspiré.

–No sé por qué los invité.

–¿Hay tres pasteles? –exclamó Rico, con la voz aguda.

–Es una pistola de juguete –dijo Chris y me clavó el regalo en las manos.

–Es de parte de los dos –apuntó Tanner.

–Me debes cincuenta centavos –le aclaró Chris.

–¿Hay hamburguesas y perritos calientes y lasaña? –preguntó Rico–. Mierda. ¿Qué clase de tontería blanca es esta?

Los Bennett habían tirado la casa por la ventana. Siempre lo hacían. Eran poderosos, ricos y la gente los respetaba. Green Creek sobrevivía gracias a ellos. Donaban dinero y tiempo, y aunque los locales a veces hablaban de culto por lo bajo, eran una rareza apreciada.

Y yo era parte de su manada. Oía sus canciones en mi cabeza, las voces que me conectaban a los lobos. Tenía tinta en la piel que me unía a ellos. Yo era ellos y ellos eran yo.

Así que, por supuesto, hicieron esta fiesta para mí.

Sí, había tres pasteles. Y hamburguesas y perritos calientes y lasaña. También había una pila de regalos casi tan alta como yo, y los lobos me tocaban el hombro y el pelo y las mejillas y me cubrían con su olor. Estaba arraigado en ellos, en la tierra que nos rodeaba. El cielo estaba azul, pero podía sentir a la luna escondida llamando al sol. Había un claro en lo profundo del bosque donde yo había corrido con bestias del tamaño de caballos.

Feliz cumpleaños, me cantaron, y me envolvieron en el canto.

Mi madre no cantó.

Mi padre tampoco.

Ellos observaron.

–Ahora eres casi un hombre –dijo Thomas.

–Te ama, sabes –dijo Elizabeth–. Thomas. No puede esperar a que seas su brujo.

–Esta es tu familia. Esta es tu gente. Eres uno de nosotros –declaró Abel.

–¿Puedo hablar contigo un momento? –me preguntó Mark.

Alcé la vista, tenía la boca llena de pastel blanco con relleno de frambuesas.

Mark estaba junto a la mesa, pasando el peso de un pie al otro. Tenía quince años y era desgarbado. Su lobo era de un color castaño oscuro al que me gustaba acariciar. A veces, me mordisqueaba la mano. Otras veces, gruñía desde lo profundo de la garganta, con la cabeza a mis pies. Y, un día, semanas después de este momento, se pararía frente a mí sudando en una corbata.

Seguía insistiendo con que yo olía a tierra y a hojas y a lluvia.

Ya no me molestaba tanto.

Tenía lindos hombros. Tenía una linda cara. Sus cejas eran pobladas y, cuando se reía, su risa herrumbrada sonaba como si estuviera haciendo gárgaras con grava. Me gustaba cómo surgía desde lo profundo de su estómago.

–Creo que deberías seguir masticando –me susurró Rico–, porque tienes pastel en la boca.

–También en la barbilla –indicó Chris, entrecerrando los ojos.

–Y glaseado en la nariz –se rio Tanner.

Tragué el pastel, mirándolos con furia.

Me sonrieron.

Me limpié la cara con una servilleta.

–Sí –respondí–. Puedes hablar conmigo.

Asintió. Estaba sudando. Me puso nervioso.

Me llevó hacia los árboles. Las aves cantaban. Las hojas se retorcían en las ramas. El suelo a nuestro alrededor estaba cubierto de piñones.

Durante un largo rato, no dijo nada.

Luego:

–Tengo un regalo para ti.

–Bueno.

Me miró. Sus ojos pasaron de hielo a naranja, y de vuelta a hielo.

–No es el que quiero darte.

Esperé.

–¿Entiendes?

Negué lentamente.

–Papá dice que tengo que esperar a que… –se lo veía frustrado–. Quiero que seas mi… uf. Un día, te daré otro regalo, ¿está bien? Y será lo mejor que jamás te podría dar. Y espero que te guste más que nada.

–¿Por qué no puedes dármelo ahora?

Hizo una mueca.

–Porque aparentemente no es el momento adecuado. Thomas sí pudo hacerlo y él… –sacudió la cabeza–. No tiene importancia. Un día. Te lo prometo.

A veces me preguntaba acerca de ellos. Thomas y Mark. Si Mark estaba celoso. Si quería ser lo que Thomas sería. Si había querido ser el segundo de Thomas, en lugar de Richard Collins. La madre de Mark había muerto al darlo a luz. Todo iba bien y, de pronto, ella… partió. Quedó solo él.

A veces me parecía un intercambio justo. Yo lo quería a él aquí. A ella nunca la había conocido.

Nunca se lo conté a nadie. Me parecía mal decirlo en voz alta.

–Te traje esto, en su lugar –dijo Mark.

Tenía una pequeña pieza de madera en la mano. Había sido tallado por una mano torpe. Me llevó un momento darme cuenta de qué forma tenía.

El ala izquierda era más pequeña que la de la derecha. El pico era más bien cuadrado. El ave tenía garras, pero eran cuadradas.

Un cuervo.

Me había tallado un cuervo.

No se parecía en nada al que tenía en el brazo. Mi padre había sido meticuloso al forzar su magia en mi piel, al quemarla hacia abajo, hacia mi sangre. Había sido lo último y lo más doloroso.

Había gritado hasta quedarme sin voz, Abel me había sujetado por los hombros con los ojos en llamas.

Por alguna razón, pensé que esto significaba algo más.

Estiré la mano y le pasé un dedo por el ala.

–Lo hiciste tú.

–¿Te gusta? –preguntó en voz queda.

Respondí que “sí” y “cómo” y “¿por qué, por qué, por qué harías algo así por mí?”.

–Porque no podía darte lo que quería. Aún no. Así que quiero que tengas esto en su lugar.

Lo tomé, y cómo sonrió Mark.


–¿A dónde vamos? –le pregunté a mamá de nuevo cuando pasamos un letrero que decía ESTÁ SALIENDO DE GREEN CREEK, ¡VUELVA PRONTO, POR FAVOR!–. Tengo que…

–Lejos –respondió mi madre–. Lejos, nos vamos lejos. Mientras tengamos tiempo.

–Pero es domingo. Es la tradición. Se preguntarán dónde…

–¡Gordo!

Nunca gritaba. La verdad que no. Nunca a mí. Me estremecí.

Se aferró al volante. Sus nudillos se pusieron blancos. El sol nos daba en la cara. Era brillante, parpadeé.

Sentía cómo el territorio me tironeaba, a la tierra a nuestro alrededor que latía junto a los tatuajes. El cuervo estaba inquieto. A veces, me parecía que un día saldría volando de mi piel al cielo y que jamás regresaría. Quería que nunca lo hiciera.

Levanté la cadera para poder meter la mano en el bolsillo.

Extraje una pequeña estatua de madera y la sujeté entre las manos.

Más adelante, un puente cubierto nos llevaría fuera de Green Creek hacia el mundo más allá. Yo no tenía demasiadas ganas de salir al mundo. Era demasiado grande. Abel me había dicho que algún día tendría que hacerlo, por lo que yo era para Thomas, pero que faltaba mucho para eso.

No llegamos al puente.

–No –exclamó mi madre–. No, no, no, no así, no así…

El coche se despistó ligeramente hacia la derecha cuando clavó los frenos. La tierra voló a nuestro alrededor, el cinturón de seguridad se me clavó en el pecho. El cuello se me fue hacia adelante y aferré el cuervo de madera en la mano.

Me la quedé mirando con los ojos abiertos.

–¿Qué pasó…?

Miré por el parabrisas.

Lobos de pie en la carretera. Abel. Thomas. Richard Collins.

Mi padre también estaba allí. Se lo veía furioso.

–Escúchame –dijo mi madre rápidamente, en voz baja–. Te dirán cosas. Cosas que no debes creer. Cosas que son mentira. No puedes confiar en ellos, Gordo. No puedes confiar nunca en un lobo. No te aman. Te necesitan. Te utilizan. Tu magia es una mentira y no puedes…

La puerta de mi lado se abrió de golpe. Thomas se estiró para desabrochar mi cinturón de seguridad y luego me sacó del vehículo con facilidad. Temblaba mientras él me sostenía, las piernas alrededor de su cintura. Su gran mano se posaba en mi espalda y me decía al oído que estaba a salvo, estás a salvo, Gordo, te tengo, te tengo y nadie podrá llevarte de nuevo, te lo prometo.

–¿Todo está bien? –me preguntó Richard. Sonrió, pero no con los ojos. Nunca lo hacía.

Asentí contra el hombro de Thomas.

–Bien –dijo–. Mark estaba preocupado por ti. Pero supongo que eso es lo que pasa cuando alguien se lleva a tu co…

–Richard –gruñó Thomas.

–Sí, sí –concedió Richard, alzando las manos.

Mi madre gritaba. Mi padre le hablaba con rapidez, señalándola con el dedo sin tocarla.

Abel no dijo una palabra, simplemente observó. Y esperó.


–Está enferma –me dijo mi padre más tarde–. Ha estado así por un largo tiempo. Piensa… Se le meten estos pensamientos en la cabeza. No es culpa suya. ¿Entendido? Gordo, necesito que entiendas eso. No es culpa suya. Y no es culpa tuya. Jamás te lastimaría. Está… enferma, nada más. Y eso la hace hacer cosas que no quiere hacer. La hace decir cosas que no quiere decir. He intentado ayudarla pero…

–Me dijo que no confíe en ellos –le dije con una vocecita débil–. En los lobos.

–Es la enfermedad, Gordo. No es ella.

–¿Por qué?

–¿Por qué, qué?

–¿Por qué está enferma?

–A veces sucede –suspiró mi padre.

–¿Se curará?

Jamás me respondió.


Mi abuelo se volvió loco –me contó Rico–. Completamente del tomate. Me daba golosinas y dinero, y se tiraba muchos pedos.

Tanner le dio un codazo.

–No está loca –afirmó Chris–. Enferma, nada más. Como con la gripe o algo así.

–Sí –murmuró Rico–. La gripe loca.

Los sonidos del comedor resonaban a nuestro alrededor. No había tocado mi almuerzo. No tenía mucha hambre.

–Todo estará bien –me consoló Tanner–. Ya lo verás.

–Sí –confirmó Chris–. ¿Qué es lo peor que puede pasar?


En medio de la noche, oí que rascaban mi ventana. Debería haber sentido miedo, pero no fue así.

Me levanté de la cama y caminé hacia la ventana.

Mark me observaba desde el otro lado.

Levanté el cristal.

–¿Qué estás…?

Se metió adentro de un salto.

Me tomó de la mano.

Me condujo hacia la cama.

Esa noche dormí con Mark hecho un bollo a mi espalda.


Se llamaba Wendy.

Trabajaba en la biblioteca del pueblo de al lado. Tenía un perro que se llamaba Milo. Vivía en una casa cerca del parque. Sonreía mucho y reía muy fuerte. No sabía nada acerca de lobos ni brujos. Una vez, se marchó durante meses. Nadie me dijo por qué. Pero, eventualmente, regresó.

Era joven y bonita. Y, cuando mi madre la mató por ser el lazo de mi padre, todo cambió.


–¿Qué sucede si pierdes tu lazo? –le pregunté a Abel un día en el que estábamos solos él y yo. A veces, me ponía la mano sobre el hombro cuando caminábamos por el bosque, y yo me sentía en paz–. ¿Si es una sola persona?

No dijo nada por un rato largo. Pensé que no iba a responderme.

–Si es por enfermedad, el lobo o el brujo se pueden preparar. Pueden mantener a raya a su lobo o apuntalar su magia. Pueden buscar a otra persona. O a un concepto. O a una emoción.

–¿Pero si no es así? ¿Y si no puedes prepararte?

Me sonrió desde arriba.

–Así es la vida, Gordo. No puedes prepararte para todo. A veces no lo ves venir para nada. Tienes que hacer el mayor esfuerzo posible para resistir y creer que, algún día, todo estará bien de nuevo.


–Gordo.

Seguía sumido en mis sueños.

–Gordo, vamos, tienes que despertarte. Por favor, por favor, por favor, despiértate.

Abrí los ojos.

Había un destello de naranja en la oscuridad, encima de mí.

–¿Thomas?

–Tienes que escucharme, Gordo. ¿Puedes hacer eso?

Asentí, no sabía si estaba despierto.

–Necesito que seas fuerte. Y valiente. ¿Puedes ser valiente por mí?

Podía, porque un día él sería mi Alfa. Haría cualquier cosa que me pidiera.

–Sí.

Me extendió la mano. Se la tomé y acepté lo que me ofrecía.

Me ayudó a vestirme antes de conducirme por el pasillo de la casa de los Bennett. Mi padre me había dejado allí más temprano. Me había dicho que volvería a buscarme. No sabía cuándo me había quedado dormido.

Había hombres en la casa Bennett. Hombres que no había visto antes. Tenían puestos trajes negros. Eran lobos. Betas. Richard Collins les estaba hablando en voz baja. Elizabeth estaba de pie cerca de Mark. Mark me vio y avanzó hacia mí, pero ella le puso una mano sobre el hombro y lo retuvo.

Abel Bennett estaba junto a la chimenea. Tenía la cabeza inclinada.

Los hombres extraños se callaron cuando Thomas me llevó hacia Abel. Sentía sus ojos clavados en mí, e hice un esfuerzo para no avergonzarme. Esto parecía importante. Más importante que cualquier cosa que hubiera pasado antes.

El fuego crepitaba y crujía.

–He pedido mucho de alguien tan joven –dijo Abel, por fin–. Esperaba que tuviéramos más tiempo. Que nunca surgiera la necesidad, no hasta que Thomas fuera…

Sacudió la cabeza antes de bajar la vista hacia mí. Thomas nunca se apartó de mi lado.

–¿Sabes quién soy, Gordo? –continuó Abel.

–Mi Alfa.

–Sí. Tu Alfa. Pero también soy el Alfa de todos los lobos. Tengo… responsabilidades. Con todas las manadas que existen. Un día, Thomas tendrá las mismas responsabilidades. ¿Lo entiendes?

–Sí.

–Es su vocación, al igual que la mía.

Thomas me apretó el hombro.

–Y tú también tienes una, Gordo. Y me temo que debo pedirte que tomes tu lugar junto a mí hasta el día en el que Thomas asuma su posición legítima como Alfa de todos.

Se me heló la sangre.

–Pero mi padre es…

–Tengo una historia para contarte, Gordo –me interrumpió, y nunca me había parecido tan mayor como ahora–. Una que no deberías tener que oír a tan corta edad. ¿Me escucharás?

–Sí, Alfa –respondí, porque no podía negarle nada.

Entonces, me contó todo.

Acerca de una enfermedad de la mente.

Que podía hacer que las personas hicieran cosas que no querían.

Las hacía perder el control.

Las hacía enojarse.

Las hacía querer lastimar a otra gente.

A mamá se la había mantenido apartada. Hasta que mejorara. Hasta que su mente se aclarara. Pero se había escapado.

Había ido al pueblo de al lado.

Había ido a la casa de una mujer llamada Wendy, una bibliotecaria que vivía cerca del parque.

Una mujer que era el lazo de mi padre.

Porque, a veces, el corazón quiere cosas que no debería tener.

Hubo una pelea.

Wendy murió.

Sentí que me ahogaba.

Los ojos de los hombres extraños ardían naranjas.

Mi padre sintió que su lazo se quebraba.

Su magia estalló. Lo hizo hacer algo terrible.

Más tarde, vería las imágenes en las noticias, aunque Abel me había dicho que mantuviera el televisor apagado. Imágenes de un vecindario de un pueblito en las Cascadas destrozado hasta los cimientos. Murieron personas. Familias. Niños. Mi madre.

Mi padre no.

–¿Dónde está? –pregunté, aturdido.

Abel hizo un gesto con la cabeza hacia uno de los lobos extraños, que avanzó un paso. Era alto y se movía con gracia. Su mirada era dura. Su mera presencia hacía que me diera vueltas la cabeza.

–Será trasladado –dijo el hombre extraño–. Lejos de aquí. Se le quitará la magia para que no vuelva a lastimar a nadie.

–¿A dónde?

El hombre dudó.

–Me temo que no puedo decírtelo. Por tu propia seguridad.

–Pero…

–Gracias, Osmond.

El hombre, Osmond, asintió y volvió con los otros. Richard se inclinó hacia él y le susurró al oído.

No puedes confiar en ellos, Gordo, me había susurrado ella en el mío.

–Te daré tiempo –me dijo Abel, con amabilidad–. Para procesar. Para hacer el duelo. Y responderé todas las preguntas que pueda. Pero estamos vulnerables ahora, Gordo. Tu padre te ha quitado a tu madre, pero también se ha removido de nosotros. Te necesitamos más que nunca. Te prometo que jamás estarás solo. Que siempre estarás cuidado. Pero te necesito ahora. Que aceptes tu lugar.

–Papá, quizás deberíamos… –empezó a decir Thomas.

Los ojos de Abel centellearon. Thomas se calló.

–¿Entiendes? –clavó su mirada en mí.

Me sentía mal. Nada tenía sentido. El cuervo gritaba en algún sitio de mi mente.

–No –respondí.

–Gordo –explicó Abel–. Debes alzarte. Por tu manada. Por nosotros. Te pido que te conviertas en el brujo de los lobos.


Mark me abrazó mientras mi pena explotaba.

Me susurró promesas al oído que desesperadamente quería creer.

Pero lo único que podía oír era la voz de mi madre.

No puedes confiar en un lobo.

No te aman.

Te necesitan.

Te utilizan.

Tu magia es una mentira.

Ravensong. La canción del cuervo

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