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EL SEGUNDO AÑO /
ERA MEDIANOCHE

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Joe empezó a hablar cada vez menos a medida que el segundo año avanzaba. De todos modos no tenía importancia. Todos oíamos su voz en nuestra mente.


Nos dijimos que el rastro no había desaparecido. Que Richard Collins seguía allí afuera, en movimiento. Haciendo planes. Mantuvimos las orejas pegadas al suelo por si surgía algo.

Una noche, en las afueras de Ottawa, Carter desapareció durante horas. Volvió sonriendo y oliendo a perfume fuerte, con lápiz labial en la quijada.

Kelly se enfadó con él y le preguntó cómo podía ser tan egoísta. Cómo podía pensar siquiera en acostarse con una mujer cuando estaban tan lejos de casa.

Joe no dijo nada. Al menos no en voz alta.

Encendí un cigarrillo cerca de la máquina de hielo. El humo subía en volutas por encima de mi cabeza en forma de niebla azul.

–¿Piensas decirme algo también? –me preguntó Carter después de cerrar la puerta del motel de un portazo.

Resoplé.

–No es asunto mío.

–¿Estás seguro?

Me encogí de hombros.

–Era algo que necesitaba hacer –dijo, apoyándose contra la pared del motel con los ojos cerrados.

–No te pregunté.

–Eres un imbécil, ¿lo sabes?

Expelí humo por la nariz.

–¿Qué quieres que diga? ¿Que tienes razón y que Kelly está equivocado? ¿Que eres un hombre adulto y que puedes hacer lo que quieras? ¿O que Kelly tiene un buen argumento y que deberías pensar con la cabeza y no con el pene? Dímelo, por favor. Dime qué quieres que te diga.

Abrió los ojos. Me recordaron tanto a los de su madre que tuve que apartar la mirada.

–Quiero que digas algo. Cielos. Joe apenas habla. Kelly tiene una de sus malditas rabietas. Y tú estás aquí afuera como si ninguno de nosotros te importara una mierda.

Lo único que quería era fumarme un maldito cigarrillo en silencio. Eso era lo único que pedía.

–No soy tu padre.

Eso no le cayó muy bien. Un gruñido bajo le surgió del pecho.

–No. No lo eres. A él le importábamos.

–Bueno, él no está aquí. Estoy yo.

–¿Por elección? ¿O porque te sientes culpable?

–¿Y por qué demonios tendría que sentirme culpable? –le pregunté, entrecerrando los ojos.

–No lo recuerdo, ¿sabes? –respondió, apartándose de la pared–. Lo que pasó cuando los cazadores vinieron. Era muy pequeño. Pero mi padre me lo contó, porque era mi historia. Me dijo lo que hiciste. Cómo trataste de salvar…

–No –lo interrumpí con frialdad–. No digas una palabra más.

–Es mi historia, Gordo –continuó, sacudiendo la cabeza–. Pero también es la tuya. Te escapaste de ella. De tu compañero. Mark no…

Lo encaré sin pensarlo. Mi pecho chocó contra el suyo, pero no retrocedió. Sus ojos se habían vuelto naranjas, pero sus dientes no despuntaron.

–No me conoces en lo más mínimo. Si lo hicieras, sabrías que yo fui el que se quedó atrás. Fue a a quien dejaron en Green Creek cuando tu padre se marchó con la manada. Yo mantuve viva la llama, pero ¿a alguno de ustedes se le ocurrió pensar lo que eso me afectó? No eres más que un niño sumiso que no sabe qué mierda está haciendo.

Me gruñó en la cara.

No moví un músculo.

–Ya basta.

Joe estaba de pie en la puerta abierta de la habitación del motel. Era la primera vez que oíamos su voz en días.

–Estábamos…

–Carter.

Puso los ojos en blanco y me apartó de un empujón. Luego se perdió en la oscuridad.

Nos quedamos escuchando sus pisadas hasta que se desvanecieron.

–No deberías habernos interrumpido –le dije a Joe fríamente–. Es mejor dejarlo salir ahora que permitir que se pudra, o luego duele más.

–Está equivocado, sabes.

–¿Acerca de qué?

Joe lucía exhausto.

–Sí que te importamos.

Cerró la puerta detrás de sí.

Fumé otro cigarrillo. El humo me quemaba.


Otra luna llena. Estábamos en el bosque Salmon-Challis en pleno Idaho, a kilómetros y kilómetros de cualquier signo de civilización. Los lobos estaban cazando. Me quedé sentado junto a un árbol, sintiendo la luna sobre la piel. Hacía mucho que mis tatuajes no brillaban tanto.

Si me ponía de pie y caminaba hacia el todoterreno, me llevaría menos de dos días regresar a casa.

Green Creek nunca me había parecido tan lejano.

Apareció un lobo. Kelly.

Tenía un conejo en la boca: el cuello roto, el pelo apelmazado por la sangre. Lo dejó caer a mis pies.

–No sé qué demonios quieres que haga con esto –observé, irritado, y lo empujé con el pie.

Me lanzó un quejido y se volvió hacia el bosque.

A continuación, llegó Joe. Otro conejo.

–Quizás esta clase de conejo está en peligro de extinción –le comenté–. Y estás contribuyendo a su exterminio sin que lo sepas.

Sentí un estallido de color en la mente, luz solar cálida y brillante. Joe estaba entretenido. Se reía. No hacía eso cuando era humano.

Lo dejó caer a mis pies.

–Por todos los cielos –murmuré.

Se sentó junto a su hermano, mirando hacia los árboles.

Esperé.

Por fin, Carter volvió. Arrastraba las patas. Traía una ardilla gorda entre los dientes. No me miró a los ojos cuando la dejó junto a los conejos.

Suspiré.

–Eres un idiota.

Empujó la ardilla con la nariz en mi dirección.

–Pero yo también lo soy.

Lentamente, alzó la mirada.

–Estúpidos chuchos de mierda –dije y luz del sol y manada y una pregunta vacilante ¿¿AmigoAmigoAmigo??

Extendí la mano.

Apretó el hocico contra mi palma.

Luego, sacó la lengua y me babeó todo.

Lo miré con furia mientras retiraba la mano.

Ladeó la cabeza.

Cociné los conejos.

Los lobos estaban satisfechos.

Les dije que no pensaba tocar la ardilla.

Se sintieron menos satisfechos.

Esa noche, sus canciones siguieron estando llenas de tristeza y rabia, pero una línea de amarillo las atravesaba. Como el sol.


–¿Qué estás haciendo? –me preguntó Kelly. Otra noche, otro hotel cualquiera en alguna zona rural del estado de Washington. Carter y Joe habían salido a buscar comida. Habíamos pasado las noches anteriores en el todoterreno, y tenía ganas de dormir en una cama.

Pero, antes debía quitarme de encima el exceso.

Me quedé de pie en el baño, sin camisa, contemplándome en el espejo, sin reconocer al hombre que me devolvía la mirada. La barba oscura que me cubría la cara se estaba descontrolando rápidamente. El pelo negro me llegaba por debajo de las orejas y se rizaba en mi nuca. Por alguna razón, estaba más grande, más endurecido de lo que había estado antes. Los brazos completamente cubiertos de tatuajes lucían más estirados que nunca. El cuervo estaba rodeado por rosas, las espinas le envolvían las garras. Runas y símbolos arcaicos se extendían por mis antebrazos: rumanos, sumerios, gaélicos. Una amalgama de todos los que me habían precedido. Marcas de alquimia, de fuego y agua, de plata y viento. Habían sido tallados en mí por mi padre a lo largo de los años, el cuervo había sido el último.

Todos excepto el que tenía en el pecho sobre el corazón. Ese era mío. Mi elección. No era mágico, pero lo había hecho por mí.

Kelly lo vio. Abrió mucho los ojos, pero supo comportarse. Una cabeza de lobo, echada hacia atrás y aullándole a la luna. En el diseño de su cuello había un cuervo, con las alas desplegadas a punto de tomar vuelo.

Mi elección.

Solo mía.

Mía.

Lo había mantenido oculto durante tanto tiempo que ni siquiera había pensado en él cuando vine aquí y me quité la camisa, con ganas de hacer algo para quitarme de encima la sensación en la piel.

–¿Vas a quedarte mirando? –desafié a Kelly.

–Solo… –negó con la cabeza–. No tiene importancia. Te dejo solo.

Maldición.

–Estaba pensando...

Pareció sobresaltarse.

–¿Acerca de qué?

–Me vendría bien un corte de pelo.

Dijo “sí” y “yo también”. Se pasó la mano por la gruesa melena, tirando a rubia oscura. Le asomaba una barba incipiente, como si no se hubiera afeitado por una semana, pero era descuidada y rala. Era un niño, maldición.

Bajé la vista hacia la maquinilla barata que había comprado en nuestra última parada.

–Te diré algo –anuncié con lentitud, pensando en un conejo a mis pies–. Tú me ayudas, y yo te ayudo.

No debería haberse entusiasmado tanto por algo tan insignificante.

–¿Sí?

–Por qué no –me encogí de hombros.

–Pero yo no… –frunció el ceño–. Nunca le corté el cabello a nadie.

Resoplé.

–Nada de cortar. Rasurar. Rasurarme todo el pelo.

Parecía horrorizado. Casi me río de él.

Casi.

–Iré yo primero –continué–. Y luego me dices si quieres que te lo haga yo a ti.

Le temblaron un poco las manos cuando me senté sobre el excusado. Sus rodillas chocaron con las mías. Me miró como si no supiera por dónde empezar.

–De adelante hacia atrás. La parte superior, luego los costados. La parte de atrás la dejamos para el final.

Se lo veía inseguro.

–Ey –le dije, recordando a mi padre a mi lado, con la mano en mi hombro–. No tienes que…

–Puedo hacerlo.

–Hazlo, entonces.

Su toque fue suave al principio, vacilante. Se sentía bien, seguro, casi como había sido todo antes de que Kelly existiera. Cuando manada significaba algo, cuando brujos y lobos y cazadores no habían hecho lo posible para quitármelo todo. Odiaba esa sensación. Me permití sentir su toque. No era algo sexual, tampoco quería que lo fuera. Y, con seguridad, no era Thomas Bennett.

Pero era algo.

Encendió la rasuradora.

Zumbó junto a mi oreja.

El cabello cayó sobre mis hombros, sobre mi falda. Sobre la toalla en el suelo.

Inclinó mi cabeza hacia adelante y hacia atrás. Hacia el costado. Siguió y siguió.

Dejó la parte de atrás para el final, tal y como yo le había indicado.

Por fin, apagó la rasuradora.

Me sentí más liviano.

Me pasé la mano por la cabeza, los dedos rozando los vestigios de cabello.

Dio un paso atrás.

Me paré.

El hombre que me devolvió la mirada desde el espejo seguía siendo duro. El ancho de su pecho. La fuerza de sus brazos. Una sombra incipiente sobre el cráneo.

Era un desconocido. Me pregunté si él sabría quién era.

Parecía un lobo.

–¿Está bien? –preguntó Kelly–. No sé si…

–Está bien –dije, ronco–. Está… bien.

–Mi turno. Quiero lo mismo.

Parpadeé. Mi reflejo me imitó. Los tatuajes parecían un poco más brillantes.

–¿Estás seguro? Podría tomar las tijeras y…

–Quiero lo mismo –repitió.

Carter y Joe volvieron cuando estaba a mitad de la tarea. Las fosas nasales de Kelly temblaron y el cuervo de mi brazo cambió ligeramente antes de que abrieran la puerta.

Los ignoramos cuando nos hablaron.

–Sigue –pidió Kelly–. Córtalo todo.

–Qué demonios –escuché que Carter exclamaba débilmente desde la puerta del baño.

Joe no dijo nada.

Cuando terminé, dejé la rasuradora sobre la mesada y cepillé los hombros de Kelly. Se puso de pie frente a mí hasta que estuvimos cara a cara. Lo tomé de la barbilla y moví su cabeza lentamente de lado a lado.

Asentí y di un paso atrás.

Se observó en el espejo durante un largo rato.

Parecía mayor. Me pregunté qué pensaría Thomas del hombre en el que se había convertido. Me imaginé que se sentiría desolado.

–Házmelo a mí –exigió Carter–. Yo también quiero lucir como un jodido tipo duro.

Maldición.

Joe fue el último. Parados en el minúsculo baño, con sus hermanos rodeándonos, observándolo.

Estiró la mano lentamente y se pasó la palma por el cabello antes de mirarse las manos. Me pregunté si vería al lobo debajo.

–Está bien –dijo–. Está bien.

A partir de entonces, cada algunas semanas, empezábamos el proceso de nuevo. Y de nuevo. Y de nuevo.


Mi bolso marinero tenía un bolsillo secreto.

No lo había abierto desde que nos marchamos, por más deseos que sintiera.


–¿Cuándo lo supiste? –me preguntó en susurros Joe, sus hermanos dormían en el asiento trasero, el murmullo de los neumáticos sobre el pavimento era el único sonido. Habíamos salido de Indiana y entrado a Michigan una hora antes.

–¿Saber qué?

–Que Ox era tu lazo.

–¿Importa? –aferré con fuerza el volante.

–No lo sé. Me parece que sí.

–Era… un niño. Su padre no era bueno. Le di trabajo porque sabía de coches, pero no era un buen hombre. Tomaba más de lo que daba. Y no… Ox y su mamá se merecían más. Algo mejor que él. La lastimó. Con palabras y con las manos.

Un automóvil pasó en la dirección contraria. Era el primero que veíamos en más de una hora. Sus faros eran brillantes. Parpadeé para quitar la imagen residual.

–Ox vino a verme. Necesitaba ayuda pero no sabía cómo pedirla. Y yo lo supe. No era mío, pero lo supe.

–¿Incluso entonces?

–No –negué–. Fue… llevó más tiempo. Porque yo no sabía cómo… Ya no sabía cómo ser yo. Odiaba a los lobos y odiaba a la magia. Tenía una manada, pero no era como antes.

–Los tipos del taller.

–No lo sabían –asentí–. No lo saben y espero que nunca lo averigüen. No pertenecen a este mundo.

–No como nosotros. No como Ox.

Odié eso.

–¿No como Ox? ¿Nunca piensas en cómo sería su vida si no lo hubieras encontrado?

–Todo el tiempo. Cada día –rio con amargura–. Con todo mi ser. Pero él era… era bastones de caramelo y piña. Era épico y asombroso.

Tierra y hojas y lluvia…

–¿Con eso lo justificas?

–Es lo que me hace salir de la cama cuando no quiero más que desaparecer.

Las líneas amarillas de la carretera perdieron definición.

–Le di una camiseta con su nombre. Para el trabajo. Para su cumpleaños. La envolví con papel con motivos de muñecos de nieve porque no encontré otra cosa –suspiré–. Tenía quince años. Y era… no debería haber pasado. No así. No sin que él supiera. Pero no pude detenerlo. Por más que lo intenté. Es que… todo encajó. De una manera en la que nunca pasó con Rico. Chris. Tanner. Son mi manada. Mi familia. Ox también, pero es…

–Más.

Me sentía indefenso frente a eso.

–Sí. Más. Supongo que lo es. Más de lo que la gente espera. Más de lo que yo esperaba. Se convirtió en mi lazo después de eso. Por una camisa. Por un papel de regalo con muñecos de nieve.

–¿Qué era antes? Tu lazo.

–No lo sé. Nada. No hacía magia, más allá de las guardas. No quería. No quería nada de eso.

–¿En algún momento fue Mark?

–Joe –advertí.

Él contempló la carretera oscura.

–Cuando no hablas, cuando pierdes la voz, te obliga a concentrarte en todo lo demás. Pasas menos tiempo preocupándote acerca de qué decir. Oyes cosas que quizás no habías oído antes. Ves cosas que se habrían quedado escondidas.

–No es…

–Me encontraron. Mi papá. Mamá. Después de que él… me llevara. Me encontraron, y no quería más que decirles gracias. Gracias por venir por mí tal y como prometieron. Gracias por dejarme seguir siendo su hijo pese a estar partido al medio. Pero… no pude. No pude encontrar palabras qué decir, entonces no dije nada. Vi cosas. Que quizás no habría visto.

–No entiendo.

–Carter –dijo–. Pone buena cara. Es grande, fuerte y valiente, pero cuando volví a casa lloró más que cualquiera. Durante un largo tiempo, no permitía que nadie me tocara. Me llevaba a todos lados, y si mamá o papá intentaban alejarme de él, les gruñía hasta que retrocedían. Y Kelly… Yo tenía… pesadillas. Las sigo teniendo, pero no como antes. Cerraba los ojos y Richard Collins estaba de pie sobre mí en esa cabaña sucia en el bosque, y me decía que hacía esto solo por lo que mi padre había hecho, que había matado a toda la manada, que mi padre le había quitado todo. Y me rompía los dedos uno a uno. O me golpeaba la rodilla con un martillo. No puedes pasar por lo que yo pasé y no tener sueños. Aparecía en los míos todo el tiempo. Y cuando me despertaba, Kelly estaba en la cama junto a mí, besándome el cabello y susurrándome que estaba en casa, en casa, en casa.

La lluvia golpeó el parabrisas. Unas pocas gotas, en realidad.

–Mamá y papá… –continuó–. Bueno. Me trataban como si fuera frágil. Como si fuera algo precioso y roto. Y quizás lo era, para ellos. Pero no duró, porque papá sabía de lo que yo era capaz. En lo que me convertiría. Pasé dos meses en casa antes de que me llevara sobre su espalda hacia los árboles para contarme lo que significaba ser un Alfa.

Estaba sonriendo. Podía oírlo. Cielos, cuánto dolía, maldición.

Sabía a dónde quería llegar. Quién faltaba.

–Mark –dijo Joe.

–No.

–Yo no podía entender qué era. Por qué parecía que estaba con nosotros pero en realidad no. Hay una señal. Es química. Es el aroma de lo que estás sintiendo. Es como si… sudaras tus emociones. Y él estaba feliz y se reía. Se enojaba. Se quedaba callado y malhumorado. Pero siempre había algo azul en él. Simplemente… azul. Era como cuando mi madre pasaba por una de sus fases. A veces, vibraba. Otras veces, estaba furiosa. Era intensa y orgullosa, y triunfante. Pero luego todo se ponía azul y yo no lo entendía. Era azul e índigo y zafiro. Era azul de Prusia y azul marino y azul cielo. Y luego era azul medianoche, y lo comprendí. Mark era medianoche. Mark estaba triste. Mark estaba azul. Y eso era parte de él desde que yo tenía memoria. Quizás siempre había sido así y yo no me había dado cuenta. Pero como no podía hablar porque tenía miedo de gritar, observé. Y lo vi. Está con nosotros ahora. En nuestra piel. Puedo verlo en ti, pero enterrado debajo de toda la furia. De toda la rabia.

–No sabes de qué mierda estás hablando –mascullé con los dientes apretados.

–Lo sé –admitió–. Después de todo, no soy más que un niño al que le quitaron todo. ¿Cómo voy a saber lo que es la pérdida?

Después de eso, no volvimos a hablar por un largo rato.


En el pueblo fronterizo de Portal, nos cruzamos con un lobo. Gimió al vernos: las chaquetas de cuero, el polvo del camino en las botas. Estábamos cansados y perdidos, y las fosas nasales de Joe aletearon cuando empujó al lobo contra la pared en un callejón. La lluvia no había parado en días.

Pero los ojos del lobo brillaron violetas en la oscuridad.

–Por favor, déjenme ir –suplicó–. No me lastimen. No soy como ellos. No soy como él. No quería lastimar a nadie. No debería haber ido nunca a Green Creek…

Carter y Kelly gruñeron y se les alargaron los dientes.

–¿Por qué fuiste a Green Creek? –preguntó Joe, la voz suave y peligrosa.

–Creyeron que ustedes se habían marchado –tembló el lobo–. No había Alfa. Era territorio sin protección. Nosotros… él pensó que podríamos colarnos. Que si nos apoderábamos de él, Richard Collins nos recompensaría. Nos daría cualquier cosa que quisiéramos, cualquier cosa que…

La sangre se escurrió por la mano que Joe tenía alrededor de su cuello.

–¿Los lastimaron? –preguntó.

El Omega negó furiosamente mientras Joe lo ahogaba con un apretón cada vez más fuerte.

–Eran pocos, pero… Oh, cielos, eran una manada. Eran mucho más fuertes que nosotros, y ese maldito humano, dijo que se llamaba Ox

–No se te ocurra decir su nombre –le gruñó Joe en la cara–. No tienes derecho a decir su nombre.

El Omega gimoteó.

–Algunos de nosotros no queríamos estar allí. Yo solo quería… Lo único que yo quería era formar parte de una manada de nuevo, no… Fue misericordioso con nosotros. Nos dejó salir del pueblo. Y corrí. Corrí lo más rápido que pude, y les prometo que no volveré. Por favor, no me lastimen. Déjenme ir y no volverán a verme nunca más, lo juro. Siento su tirón. En la mente. Estoy perdiendo la cabeza, pero juro que no volverán a verme. Nunca…

Por un momento, pensé que Joe no le haría caso.

Por un momento, pensé que Joe le destrozaría la garganta al Omega.

–Joe –dije.

Giró la cabeza bruscamente para mirarme. Tenía los ojos rojos.

–No lo hagas. No vale la pena.

Pelo blanco empezó a surgirle por el rostro mientras comenzaba a transformarse.

–¿Está diciendo la verdad?

Joe asintió.

–Entonces, Ox lo dejó vivir. No le quites eso. No aquí. No ahora. No querría eso.

El rojo se desvaneció de los ojos del Alfa.

El Omega se desplomó contra la pared y se dejó caer, llorando.

Carter y Kelly alejaron a su hermano del callejón.

Me agaché frente al Omega. Su cuello estaba sanando lentamente. La sangre goteaba sobre su chaqueta.

Diluviaba.

–¿Había lobos? ¿Con el humano? –pregunté. El Omega asintió con lentitud–. Un lobo castaño. Grande.

–Sí –confirmó–. Sí, sí.

–¿Fue herido?

–No creo… no. Me parece que no. Todo sucedió tan rápido, fue…

–Richard Collins. ¿Dónde está?

–No puedo…

–Puedes –dije y me subí la manga derecha de la chaqueta. La lluvia se sentía helada contra la piel–. Y lo harás.

–Tioga –contestó, boquiabierto–. Ha estado en Tioga. Los Omegas fueron a verlo y les dijo que esperaran. Que su hora llegaría.

–Está bien. Ey, cálmate. Necesito que me escuches, ¿entendido?

Tenía los ojos abiertos como platos.

–¿Lo sigues oyendo? ¿Sigues oyendo su llamado? En tu mente. Como un Alfa.

–Sí, sí, no puedo, es demasiado fuerte, es como si hubiera algo más, y él me está llamando, nos está llamando a todos nosotros a que…

–Bien. Gracias. Eso es lo que necesitaba escuchar. ¿Sabías que hay minas debajo de este pueblo?

Su pecho se agitó.

–Por favor, por favor, no iré a verlo por más fuerte que me llame. No importa lo que haga, no…

–Eres un Omega. No importará. Vive lo suficiente y perderás la cabeza. Lo has dicho tú mismo.

–No, no, nonono, no

Chasqueé los dedos frente a su cara.

–Concéntrate. Te hice una pregunta. ¿Sabías que hay minas debajo del pueblo?

Movió la cabeza de un lado a otro. Parecía estar sufriendo mucho.

–No son más que grava y arena. Pero si cavas profundo, si te hundes en la tierra, encontrarás cosas que estaban perdidas.

–¿Qué demonios eres…?

Presioné la mano contra el suelo. Las alas del cuervo se estremecieron. Dos líneas onduladas en mi brazo se encendieron. Inspiré. Exhalé. Estaba allí. Nada más tenía que encontrarlo. No era igual que en casa. Aquí era más difícil. Green Creek era diferente. No me había dado cuenta de cuánto.

–Brujo –siseó el Omega.

–Sí –reconocí en voz baja–. Y tú acabas de tener las garras de un Alfa en la garganta y has sobrevivido para contar el cuento. Fuiste a mi hogar y se te mostró misericordia. Pero yo no soy un lobo, ni soy precisamente un humano. Hay vetas en lo profundo de la tierra. A veces, tan profundo que jamás serán descubiertas. Hasta que alguien como yo llega. Y es a mí a quien deberías tenerle miedo, porque yo soy el peor de todos.

Sus ojos se pusieron violetas.

Empezó a transformarse, la cara se alargó, las garras rasparon el ladrillo del callejón.

Pero yo había encontrado plata en la tierra, enterrada muy lejos de la superficie.

La traje arriba, y arriba, y arriba hasta que una bolita de plata tocó mi palma, aún líquida y caliente. Las garras del cuervo se clavaron en las rosas y estrellé la mano contra la sien del Omega cuando se lanzó para atacarme. La plata entró por un lado y salió por el otro.

La transformación se deshizo.

El violeta se desvaneció.

Se desplomó contra el ladrillo.

Tenía los ojos ciegos y húmedos. Una gota corrió por su mejilla. Me dije que era la lluvia.

Me levanté, las rodillas crujieron. Me estaba volviendo muy viejo para esta mierda.

Giré y dejé al Omega atrás mientras me bajaba la manga de la chaqueta. Sentí la proximidad de un dolor de cabeza.

Los demás me esperaban en el todoterreno.

–¿Qué dijo? –quiso saber Carter–. ¿Sabía…?

–Tioga. La vi más temprano en el mapa. Está a una hora de distancia. Richard estuvo allí. Quizás siga allí.

–¿Qué hiciste con el Omega? –preguntó Kelly, nervioso–. Está bien, ¿verdad? Está…

–Está bien –les dije. Hacía mucho tiempo que había aprendido a mentirles a los lobos. Y la lluvia amortiguaba el latido de su corazón–. No volverá a molestarnos. Probablemente ya haya cruzado la frontera.

Joe me miró fijo.

No parpadeé.

–Kelly, te toca conducir –anunció.

Y no se dijo más.


En Tioga, Joe perdió el control.

Porque Richard había estado allí. Su rastro se sentía por todos lados en un motel a las afueras del pueblo y aunque tenue, estaba allí, escondido debajo del hedor de los Omegas.

Habíamos estado tan cerca. Tan cerca, maldición.

Joe aulló hasta quedarse sin voz.

Destruyó las paredes con sus garras.

Destrozó la cama a dentelladas.

Kelly se mantuvo a mi lado.

Carter tenía el rostro enterrado en las manos y los hombros le temblaban.

Joe guardó al lobo solo cuando se oyeron sirenas a lo lejos.

Dejamos atrás Tioga.

Después de ese día, Joe habló cada vez menos.


Un día hacia el final del segundo año, cuando pensaba que no podía dar un paso más, abrí el bolsillo secreto de mi bolso marinero.

Adentro había un cuervo de madera.

Lo contemplé.

Le acaricié una de las alas. Solamente una vez.

Los lobos dormían y soñaban sus sueños de lunas y sangre.

Y cuando por fin cerré los ojos, no vi más que azul.

Ravensong. La canción del cuervo

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