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Andrew Harvey, en su audaz autobiografía, Sun at Midnight [Sol a medianoche], narra la historia de la decepción que sufrió con Madre Meera, su gurú, durante muchos años. Estaba convencido de que ella era un avatar del aspecto femenino de lo divino; a sus cuarenta y un años, había dedicado una década de su vida a seguir sus enseñanzas y a la captación de alumnos de todo el mundo. Pero cuando Harvey conoció al amor de su vida, un fotógrafo llamado Eryk Hanut, Meera empezó a ejercer presión sobre él para que se casara con una mujer. Durante un tiempo, intentó mantener sus dos vidas separadas, pero la gota que colmó el vaso fue que Meera le pidiera que escribiera un libro en el que explicara que su fuerza divina le había curado su homosexualidad.

Harvey no quiso renunciar a su sexualidad y esto provocó una dolorosa ruptura con su maestra, de la que ahora piensa que es una falsa gurú. Lo que le sucedió después lo considera «la aniquilación», porque no solo fue increpado por el grupo de discípulos de Meera, con amenazas de muerte incluidas y, literalmente, bombas incendiarias en su casa, sino que eso lo arrojó a la desesperación de una crisis espiritual, que lo condujo a cuestionarse todo lo que había aceptado como cierto.

Había dedicado diez años de su vida a lo que pensó que era su lugar de pertenencia. Como muchos de nosotros, estoy segura de que, si reflexionara sobre esa década de su vida, se daría cuenta de que hubo muchos momentos en que no hizo caso de las señales de aviso y que eludió aceptar su propia verdad. Pero al conocer a Eryk fue como si el amor le hubiera dado fuerzas para atreverse a ser él mismo. El precio de dar el paso hacia su grandeza fue alto, pero el que tenía que pagar por seguir siendo pequeño era intolerable.

En algunos casos, las personas pueden identificar claramente el momento concreto en el cual hicieron su voto interior de insignificancia. En otros, sin embargo, la contracción de su espíritu tiene su origen en las repetidas miradas de desaprobación, burlas o críticas de su talento particular. Hay veces que se debe a que viven bajo la eclipsadora sombra de la personalidad de otro individuo. Pero este acto de contracción siempre es aprendido. Aprendemos que si queremos encajar en un lugar, hemos de dividirnos, encogernos y silenciarnos o volvernos invisibles.

Aprendemos a vivir con la limitada paleta de colores considerados aceptables para ser expresados públicamente, mientras que los oscuros, las inclinaciones más vívidas de la condición humana, son eliminados de la conversación. Condenados a la reclusión, la tristeza reprimida, los defectos ocultos, los deseos indecorosos y las vulnerabilidades pueden sobrevivir toda una vida en el anonimato refugiándose de nosotros mismos. Pero al disociarnos de la plenitud de nuestra existencia, nos volvemos mucho más susceptibles a lo que el poeta John O’Donohue llama «la trampa de la falsa pertenencia». 1

Nuestro anhelo de tener una comunidad y un propósito es tan fuerte que puede conducirnos a que nos unamos a grupos establecidos, adoptemos sistemas de creencias o, incluso, tengamos empleos y relaciones, porque, de este modo, a nuestro menoscabado o fragmentado yo le parece que pertenece a algo más grande. Pero estos lugares, a menudo, tienen sus propios motivos y pactos secretos. Nos ofrecen una afiliación condicionada, nos piden que renunciemos a algunas de nuestras facetas para poder formar parte de su comunidad. En lugar de comprometernos con el lento y necesario proceso de ir acumulando confianza para tejer una vida de auténtica pertenencia, intentamos satisfacer nuestro anhelo viviendo en comunidades marginadoras.

Tal vez estos grupos nos inviten a entrar, pero esta afiliación es a cambio de que aceptemos sus normas u objetivos. Por ejemplo, quizás optemos por una carrera profesional que satisfaga nuestras necesidades de seguridad o clase social, pero a cambio de renunciar a nuestra creatividad y sentimientos. Tal vez sea a través de una relación que nos protege de la soledad, pero que no tolera nuestra rabia o depresión. Quizás se trate de un grupo espiritual o religioso que nos integra en un linaje, pero que a cambio espera nuestra obediencia a un gurú o a un líder. Los grupos patriarcales tradicionales tienen una jerarquía claramente delimitada, en la que toda la estructura está en manos de un solo líder o entidad, y nuestra pertenencia dependerá de nuestra conformidad con sus ideas.

Nacemos con el deseo de ser útiles a algo más grande que nosotros mismos. Por desgracia, esa cualidad devocional suele ser explotada por este tipo de organizaciones. Por ejemplo, el ejército utiliza nuestro anhelo de tener una familia y un propósito para reclutarnos para la guerra. No obstante, normalmente, tardamos mucho tiempo en darnos cuenta de que al grupo no le interesa nuestra individualidad, sino nuestra conformidad, a fin de poder manipularnos para alcanzar sus propias metas.

Sin embargo, todos nacemos con un conjunto de acuerdos sagrados con una autoridad superior que no es de este mundo. Como si de una estrella polar se tratase, hay un Sí-mismo divino que dirige nuestra vida y le da forma para que lleguemos a desarrollar lo que estamos destinados a ser. Tarde o temprano, tendremos que seguir la luz de nuestra propia estrella o correremos el riesgo de perdernos en la noche oscura del alma.

Muchas veces, cuando nuestra estrella polar empieza a manifestarse, nuestra familia o comunidad nos repudia, infravalora o critica, en ese momento tan crucial para nosotros. Uno de los típicos pactos de silencio de la falsa pertenencia es que sigas siendo un seguidor. Los problemas empiezan cuando intentas asumir el papel de líder. El grupo se siente amenazado por la sexualidad, el carisma, la inteligencia o la creatividad emergente, que altera el orden de las cosas. En cierto modo, la aparición de tu estrella podría ser interpretada como la degradación o la pérdida de protagonismo de otra persona. La propia existencia de tu estrella pone en peligro a las jerarquías. ¿Puede haber más de una estrella en la familia?

Y nuestra estrella se niega a emerger. Tal vez por miedo a perder la pertenencia; o por la falta de resiliencia a causa de haber sido menospreciados o no haber tenido ayuda en el pasado. Pero muchas veces somos nosotros mismos los que saboteamos la aparición de nuestro yo estelar. Y no lo hacemos una vez, sino continuamente, alejándonos de las oportunidades, de las conversaciones difíciles, de los desacuerdos, incluso de los atuendos llamativos, de las emociones fuertes, de la torpeza, y nos recluimos en nuestra inhibición por temor al conflicto.

La diferencia entre «encajar» y pertenecer es que la primera, por definición, implica recortar nuestra plenitud a cambio de la aceptación. Como sucede en la versión original del cuento de Cenicienta, de los hermanos Grimm, las hermanastras, literalmente, se cortan los dedos de los pies para que les entre el diminuto zapato. La falsa pertenencia prefiere que controlemos nuestra lengua, mantengamos alejado el caos y realicemos una tarea repetitiva que reprima nuestra tendencia natural a crecer.

Puede que vivamos un tiempo en esos lugares sin intentar cambiar nada para no empeorar las cosas, y que aceptemos sus beneficios sin pensar en lo que nos cuestan. El problema está cuando esos pactos ocultos reclaman su cumplimiento. Quizás siempre lo habíamos sabido y, sencillamente, ya no podemos seguir ignorándolo. Tal vez el precio empieza a ser demasiado alto. Quizás nuestro despertar se deba a algún conflicto, enfermedad o pérdida. Pero siempre llega un momento a partir del cual no podemos seguir comprometiéndonos. Aunque la falsa pertenencia puede ser útil e instructiva durante un tiempo, el alma se inquieta cuando llega a un techo de cristal, a una restricción que nos impide avanzar. Puede que reculemos durante algún tiempo ante esta limitación, pero a medida que vamos creciendo en nuestra verdad, la barrera invisible empieza a asfixiarnos y se debilita nuestra lealtad al pensamiento grupal.

El verdadero significado de la pertenencia

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