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Capítulo 7

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DURANTE el trayecto en coche desde el aeropuerto de Florencia Brooke se sentía tranquila y relajada. Ni siquiera la había irritado que hubieran tenido que salir de Londres al alba porque el cambio de ambiente era un alivio para ella y una manera de escapar de sus pensamientos inquietos y repetitivos.

El día anterior esos mismos pensamientos casi la habían empujado a comprar otras revistas de cotilleos en busca de nueva información acerca de su matrimonio. Sin embargo, consciente de que no le serviría de nada, porque ya sabía todo lo que necesitaba saber por el momento, se había obligado a concentrarse en seleccionar la ropa que necesitaría para el viaje con la ayuda de la estilista que Lorenzo había hecho que se desplazase a Madrigal Court esa tarde.

El vestido de tirantes blanco y azul que llevaba puesto había sido una buena elección para el calor estival de Italia. Además, no era atrevido ni la última moda, como la ropa que había encontrado en su vestidor, pero era elegante y le favorecía, porque resaltaba de una manera sutil sus curvas.

Estaba empezando a pensar que quizá estuviera ganando peso. Quizá la obsesión que había tenido antes del accidente por vigilar lo que comía se debiera a que tenía tendencia a engordar. Sin embargo, al salir del coma había estado demasiado delgada, y ahora le parecía que el peso que tenía era mucho más sano.

–¿Había estado antes en Florencia contigo? –le preguntó a Lorenzo.

–No. Intenté traerte un par de veces, pero nunca tenías un hueco en tu agenda. Siempre había algún evento, alguna inauguración o algún desfile de moda que no te podías perder.

–¿Te criaste en la casa en la que vamos a alojarnos? –inquirió Brooke con curiosidad.

Para su sorpresa, Lorenzo se rio y sus ojos negros brillaron, como si la sola idea lo divirtiera.

–No, la compré y la rehabilité hace unos años. A veces se me olvida que sigues con amnesia. No, me crie en un espléndido palacete en el Gran Canal de Venecia, junto a mi padre.

–¿Quieres decir que tu madre…?

–Sí, por desgracia murió al dar a luz. Tenía problemas de corazón –le explicó Lorenzo–. Creo que mi padre jamás me perdonó que fuera la causa de su muerte. Más de una vez me dijo que era la única mujer a la que había amado y que por mi culpa la había perdido. Murió el año pasado; jamás tuvimos una relación estrecha.

–¡Qué triste!, ¡qué lástima! –murmuró Brooke–. Ojalá mis padres hubieran vivido lo suficiente como para que hubieras podido conocerlos; así podrías contarme algo más de ellos.

–Nunca tuve la impresión de que te preocupara no tener familia –le confesó Lorenzo–. De hecho, parecía que era algo que iba con tu carácter, que no necesitabas a nadie. Te gustaba estar sola.

–¿Crees que por eso no quería tener niños? –le preguntó ella abruptamente.

Lorenzo resopló entre dientes.

–No, decías que había múltiples razones por las que no querías hijos: el efecto que tendría en tu cuerpo, el riesgo que suponía para tu incipiente carrera, que la responsabilidad de ser madre coartaría tu libertad…

Brooke asintió. Estaba claro que su carrera lo había sido todo para ella, pero aun así la sorprendía que se hubiese mostrado tan reacia a tener hijos porque, durante el tiempo que había pasado en la clínica, cuando había visto a los niños pequeños que iban a visitar a otros pacientes se había encontrado observándolos con una sonrisa en los labios y le infundían mucha alegría.

–Lo de que no quería hijos… ¿te lo dije antes de que nos casáramos? –le preguntó a Lorenzo.

–No –fue la sucinta respuesta de él–. Si lo hubiera sabido no me habría casado contigo, pero, para ser justo, tampoco me engañaste diciéndome lo contrario. Luego, con el tiempo, me di cuenta de que simplemente habías evitado el tema para no decir algo que te habría comprometido –añadió–. Pero no sé ni por qué estamos hablando de esto; lo último que necesitaríamos ahora sería complicarnos la vida con un niño –comentó con ironía.

–Ya, es verdad –respondió ella algo tensa, porque era verdad. Bastante tenían ya con su amnesia–. ¿Y qué pasó con ese palacete veneciano en el que creciste? ¿Es que no lo heredaste?

–Sí, pero lo convertí en un hotel de lujo. No me sentía unido en absoluto a ese lugar; no tengo recuerdos cálidos ni bonitos de mi infancia –le confesó.

–Me pregunto si mi infancia fue feliz –murmuró ella.

–Yo creo que sí. Por lo que me contaste cuando nos conocimos, parece que tus padres te adoraban –respondió Lorenzo. Al ver que estaba retorciéndose las manos sobre el regazo, puso la suya sobre ellas y le dijo–: Deja de preocuparte por lo que no sabes y por las cosas sobre las que no tienes ningún control.

–Lo sé, sé que no debo preocuparme –musitó Brooke–. Por cierto, me han vuelto un par de recuerdos –le comentó–. El doctor Selby cree que es un motivo de esperanza.

Lorenzo frunció el ceño, entre desconcertado y molesto por que no se lo hubiera dicho antes a él.

–¿Y qué es lo que has recordado?

–Solo a mí misma sentada en una limusina, y otra vez en la cafetería donde trabajaba esa chica, Milly Taylor. Supongo que debía haber ido allí para reunirme con ella. Tampoco es que sean unos recuerdos de gran utilidad –comentó Brooke con un suspiro.

–Sí, pero es un avance prometedor –respondió él.

¿Por qué no lo ilusionaba más en ese momento la perspectiva de que pudiera llegar a recobrar la memoria y que los dos retomaran sus vidas por separado? Tal vez, después de tantos meses, estaban empezando a hacer mella en él el cansancio, sus esperanzas frustradas y la compasión que sentía por Brooke, y simplemente se sentía culpable de desear para sus adentros que su vida volviera a la normalidad.

¿Por qué diablos no era sincero consigo mismo? Aquella nueva versión de Brooke le gustaba muchísimo más; no tenía ninguna prisa por que volviera la original. Tal y como era ahora era agradable e increíblemente sensual. Era natural que prefiriera a la Brooke actual, admitió para sus adentros con cruda sinceridad. No era ningún misterio; solo un masoquista echaría de menos a la Brooke de antes.

Brooke miró por la ventanilla mientras subían por un serpenteante camino de tierra con frondosos árboles a ambos lados. Abrió mucho los ojos, admirada, al ver el enorme caserón con cuatro torres que se alzaba sobre la colina. Debía haber una vista magnífica de la campiña toscana desde allí arriba.

–Es un sitio precioso –comentó cuando se detuvieron frente al caserío.

–Está un poco apartado –le advirtió Lorenzo mientras se bajaban del coche–. Puede que te sientas un poco sola aquí cuando esté fuera por mi trabajo.

–Estaré bien –le aseguró Brooke.

El chófer sacó del vehículo el transportín de Topsy. Brooke se agachó para dejarlo libre, y las frenéticas muestras de afecto del animalito la hicieron sonreír de oreja a oreja.

–Siempre puedo aprovechar esos ratos para salir a pasear con Topsy, sentarme al aire libre a leer un rato, o incluso explorar un poco.

–Bueno, tampoco pienso pasar cada día trabajando –puntualizó él con una sonrisa–. Y no quiero que te vayas muy lejos tú sola, así que mejor deja lo de explorar para cuando esté aquí contigo.

Cuando se dirigieron a la entrada con Topsy tras ellos, Brooke alzó la vista hacia la fachada. Sus ojos violetas brillaban admirados.

–Me encantan las casas antiguas –murmuró, alargando una mano para acariciar la piedra blanquecina, calentada por el sol.

Lorenzo se mordió la lengua para no contradecirla; antes del accidente había detestado las antigüedades.

–¿Cuándo la compraste? –le preguntó ella cuando entraron.

–Mucho antes de conocerte. Quería una casa aquí, en Italia, y siempre pensé en venir de vacaciones, pero, para serte franco, apenas he pisado este lugar desde que terminaron las reformas.

Brooke le dio un golpe juguetón en el hombro.

–Es que trabajas demasiado –apuntó.

Estaba admirando el rústico vestíbulo con una mano apoyada en la barandilla de la vieja escalera de madera, cuando apareció un hombre mayor, que los saludó en italiano.

–Este es Jacopo –se lo presentó Lorenzo–. Su esposa Sofía y él están a cargo de las tareas de la casa –le informó. El hombre le preguntó algo en italiano y él se lo tradujo a Brooke–: ¿A qué hora quieres almorzar?

–¿Sobre las doce? –propuso ella vacilante–. Como nuestro vuelo salió tan temprano tengo bastante hambre.

Lorenzo le transmitió su respuesta a Jacopo y la condujo al piso de arriba mientras le explicaba:

–A Sofía le gusta organizarse con tiempo. Y es una excelente cocinera.

–¿Alguna vez cociné yo para ti? –le preguntó Brooke.

–Nunca.

Ella enarcó las cejas, sorprendida.

–Me pregunto por qué; me he dado cuenta de que me gusta la sección de recetas de las revistas, y eso me había hecho pensar que debía gustarme cocinar –le dijo.

Entraron en un dormitorio impresionante pero también lleno de encanto. Brooke giró con la cabeza levantada para admirar el techo abovedado, y al ver una puerta en una esquina de la habitación se dirigió hacia allí curiosa y se rio con deleite al descubrir, como había imaginado, que era una de las cuatro torres, y que allí se había construido un cuarto de baño circular.

–Es una casa maravillosa, Lorenzo –comentó al salir–. ¿Estaba muy destartalada cuando la compraste?

–Prácticamente estaba en ruinas –asintió él–, pero me encantaban las vistas y el viejo patio de atrás, que estaba totalmente invadido por la maleza. No me fijé demasiado en el potencial de la casa en sí, ni en lo enorme que era. De hecho, no necesitamos la media docena de habitaciones que hay.

Las puertas del balcón estaban abiertas de par en par, y cuando salieron Brooke respiró aliviada al ver que el entramado de hierro forjado de la barandilla era lo bastante cerrado como para que la curiosa de Topsy no pudiera asomarse y caerse. Se apoyó en la barandilla y admiró extasiada el paisaje.

La bruma matinal flotaba aún sobre el pintoresco pueblo amurallado que se alzaba sobre una colina cercana, y realzaba de un modo mágico el intenso verde de los viñedos y los huertos de árboles frutales que se extendían por el valle. El jardín estaba bordeado por ancianos castaños, y sus hojas estaban cambiando ya de color, anunciando que se acercaba el otoño.

–Todo esto es tan hermoso… –murmuró con un suspiro.

Lo más hermoso era ella, con su suave melena, rubia y rizada, cayéndole sobre la espalda, pensó Lorenzo, poniéndose detrás de ella.

Posó una mano sobre su hombro desnudo y Brooke se echó hacia atrás, apoyándose en él. Estaba dispuesta a hacer lo que fuera para luchar por su relación. Cuando Lorenzo agachó la cabeza para besarla en el otro hombro un cosquilleo recorrió todo su cuerpo, como si él hubiera accionado un interruptor secreto. Y luego, cuando rozó sus labios contra la sensible piel de la curva que ascendía hacia el cuello, se encontró empujando las caderas hacia atrás, contra las de él.

Lorenzo le bajó lentamente la cremallera del vestido y lo abrió para descender por su espalda beso a beso mientras ella se removía, excitada, al descubrir que a lo largo de la columna tenía una serie de puntos erógenos que desconocía. Al notar que le soltaba el enganche del sujetador se inquietó porque estaban en el exterior y, aunque aquella era una zona rural, podría haber gente en los alrededores.

–No quiero que me vean desnuda –murmuró nerviosa, girándose hacia él entre sus brazos. Al ver el modo en que Lorenzo la miró, como sorprendido de que se sintiera cohibida, se temió que su reacción pudiera sofocar su pasión–. Quiero decir que… bueno, podría haber gente trabajando en los viñedos, o cerca.

Lorenzo se rio suavemente, la levantó en volandas, como si no pesara nada, y la llevó dentro para sentarla al borde de la cama. Inclinándose sobre ella le quitó el sujetador con tanta facilidad que Brooke no pudo sino admirar su pericia y se encontró murmurando:

–Debes haber estado con muchas mujeres.

En cuanto esas palabras abandonaron sus labios contrajo el rostro, preguntándose por qué lo habría dicho, y sintió que le ardían las mejillas.

Lorenzo la miró sorprendido.

–Tampoco tantas. Supongo que lo normal, antes de que nos casáramos –respondió.

–¿Quieres decir que desde entonces no…? –balbució ella–. Me refiero a que… bueno, estábamos separados… y yo he estado más de un año en coma…

–No he estado con ninguna otra mujer desde que nos casamos –le dijo Lorenzo–. El día de nuestra boda, al pronunciar los votos matrimoniales, prometí serte fiel, y yo no falto a mis promesas.

Aquel era un tema controvertido, reconoció Brooke intranquila para sus adentros, aunque no podía dejar de impresionarla esa lealtad, a la que seguramente muchos hombres habrían faltado durante una separación. Era algo más por lo que debía sentirse afortunada. Al confesarle eso Lorenzo la había hecho muy feliz, y la había reafirmado en su convicción de que merecía la pena intentar salvar su matrimonio. No había buscado sexo ni consuelo en otra mujer durante todo ese tiempo, y eso decía mucho de la clase de persona que era. Quería volver a decirle que lo amaba, pero se tragó las palabras porque pensó que a él le parecerían vacías en ese momento.

–Nos estamos poniendo demasiado serios –le dijo Lorenzo con una media sonrisa.

–Es culpa mía –murmuró ella–; soy yo la que me he puesto a hacer preguntas incómodas.

–Puedes hacerme las preguntas que quieras –la tranquilizó él, yendo a cerrar la puerta.

Mientras lo veía quitarse la chaqueta, la corbata y los zapatos, Brooke tragó saliva, preguntándose por qué siempre se sentía tan tímida con él, por qué en ese momento quería tapar sus senos desnudos. Llevaban años casados; no tenía sentido. Además, que se sintiera tan cohibida se contradecía con todo lo que había descubierto sobre su yo antes del accidente. Las mujeres que eran tímidas o a las que les daba vergüenza mostrar su cuerpo no se ponían pantalones cortísimos ni minifaldas.

Y Lorenzo tampoco podía decirse que fuera precisamente tímido, se dijo mientras lo veía avanzar hacia la cama, completamente desnudo, como un sensual depredador de piel bronceada y músculos esculpidos.

El solo mirarlo la abrumaba porque todavía no acababa de comprender cómo un hombre tan rico, poderoso e importante podía haberse casado con ella. Y esa baja autoestima que tenía… ¿de dónde venía? Se suponía que era una mujer con confianza en sí misma, con un fondo fiduciario, que a su manera también había disfrutado de éxito profesional. ¿Podría ser que, aunque siempre había mostrado esa fachada de cara a los demás, para sus adentros hubiera sido una persona insegura?

–Dio… Estoy impaciente por estar dentro de ti… –murmuró Lorenzo con voz ronca.

Esas palabras tan gráficas hicieron que un rubor subiera desde el pecho de Brooke hasta su cara, y volvió a sentirse como un pez fuera del agua, como en la primera noche que había pasado con él.

–¿Qué pasa? –inquirió él, al ver lo tensa que se había puesto.

–No lo sé –balbució ella.

Se apresuró a acabar de quitarse el vestido y descalzarse para meterse bajo las sábanas. Se sentía tremendamente incómoda con Lorenzo mirándola de ese modo suspicaz. Siempre parecía darse cuenta de sus inseguridades, y no solo era embarazoso, sino que además la ponía nerviosa porque la hacía perder la compostura.

–¡Pero si te has puesto colorada! –exclamó Lorenzo riéndose, como si lo divirtiera haber conseguido esa proeza.

–¿Por qué has tenido que decirlo? –protestó Brooke–. No sé por qué, todavía siento estos momentos de intimidad contigo como algo nuevo, a lo que no estoy acostumbrada. Sé que es una bobada, pero es así.

–No es una bobada –replicó él, a pesar de que le parecía imposible que nada pudiera azorar a Brooke–. Perdona, ahora me doy cuenta de que estoy siendo muy poco sensible.

–No, es que yo me siento como… fuera de lugar –replicó ella, y alargó la mano para estrechar la de él, en un intento por salvar las distancias entre ellos.

Lorenzo dejó de intentar explicarse lo inexplicable y se metió en la cama junto a ella. Mientras besaba a Brooke comenzó a acariciarle un pezón. Sin embargo, de nuevo se encontró dándole vueltas a los cambios que se habían producido en ella. ¿Cuándo se había vuelto tan seria? ¿Y cuándo había empezado él a comportarse como si aquella solo fuese una identidad temporal de la «verdadera» Brooke?

El caso era que allí estaba él, loco de deseo por la mujer de la que se quería divorciar, como si fuese una droga. Por primera vez desde el accidente se encontró queriendo alejarse de ella, pero entonces Brooke entrelazó sus dedos con los de él, despegó sus labios de él para mirarlo y la sonrisa que iluminó su rostro hizo que se evaporaran todos esos pensamientos.

Cuando empezó a besarlo de nuevo, enroscando su lengua con la de él, Lorenzo sintió que su miembro se endurecía. Se colocó sobre ella y la sujetó por las manos, permitiéndose dar rienda suelta a su pasión.

Brooke notó ese cambio en su actitud y respondió con deleite a sus besos, comprendiendo que había estado a punto de ahuyentarlo con sus inseguridades. Hundió los dedos en su pelo negro y gimió y arqueó la espalda cuando él agachó la cabeza para mordisquear uno de sus pezones. Las hábiles manos de Lorenzo descendieron por su cuerpo, aproximándose a la unión entre sus muslos. Y entonces, cuando la tocó, sus caderas se levantaron del colchón y un grito ahogado escapó de sus labios.

–Estás tan húmeda, tan dispuesta… –murmuró Lorenzo satisfecho.

Hizo que se girase y se pusiese de rodillas frente a él, con los antebrazos apoyados en el colchón. Cuando la penetró de una embestida, todo el cuerpo de Brooke se tensó. El placer que la sacudió era electrizante. Los latidos de su corazón se dispararon y se le cortó el aliento. Lorenzo empezó a mover las caderas, y cada poderosa embestida le provocaba una nueva oleada de placer, como un intenso seísmo que la hacía estremecer e incrementaba la tensión en su pelvis.

Sus músculos internos se contrajeron, y el increíble clímax que le sobrevino la hizo gritar de gusto y hasta se le saltaron las lágrimas. Sin embargo, Lorenzo no se detuvo, sino que siguió sacudiendo las caderas contra las suyas, y empezó a sentir que la tensión volvía a escalar en su pelvis, y bastó con que sus dedos tocaran la parte más sensible de su cuerpo para que se desatara en su interior un nuevo orgasmo.

Se derrumbó sobre el colchón mientras oía a Lorenzo gruñir de satisfacción. La hizo girarse de nuevo y la besó de un modo muy sensual que la hizo estremecerse de nuevo.

–No pienso volver a moverme en lo que me queda de vida –le aseguró Brooke, exhausta.

–El helicóptero viene a recogerme a las dos, pero estaré de vuelta esta noche, sobre las nueve –le dijo él, mirándola a los ojos–. Así que aprovecha para descansar esta tarde, porque esta noche no vas a dormir mucho, cara mia.

–Promesas, promesas… –lo picó Brooke, sintiéndose maravillosamente relajada–. Puede que cuando llegues seas tú el que estés demasiado cansado.

Lorenzo apartó un mechón rizado de su blanca frente y la atrajo un poco más contra sí.

–Para ti no estaré demasiado cansado –murmuró con voz aterciopelada, apartando cualquier pensamiento de trabajo de su mente para vivir el presente.

Cuatro semanas después seguían en Italia porque Lorenzo había vuelto a alargar su estancia. Brooke, que acababa de poner la mesa en el patio, retrocedió un par de pasos para admirar lo bonita que le había quedado. Tarareando, volvió a entrar en la cocina para ver cómo iba la comida que tenía al fuego.

Esa noche estaba preparando ella la cena porque Sofía se había ido unos días a visitar a su hija. Había descubierto que no se le daba tan bien la cocina como había esperado, pero Sofía le había dado unos cuantos consejos útiles y con algunos preparativos previos se había sentido capaz de probar a hacer un menú sencillo.

Sus ojos se posaron en la labor de punto que Sofía había dejado en la mesita del rincón. Estaba tejiendo una chaquetita de lana para su primer nieto. La tomó, incapaz de explicar por qué le había llamado la atención, y mientras la estudiaba descubrió que no solo sabía cómo se llamaban cada uno de los puntos, sino que hasta se dio cuenta de que en una de las vueltas Sofía había cometido un error. Parpadeó y notó una fuerte punzada en la sien. Sacudió la cabeza sorprendida. Bueno, sí, parecía que sabía tricotar, pero… ¿y qué?, se dijo, quitándole importancia. ¡Pues como tantas otras personas!, se respondió, frotándose la sien hasta que el dolor comenzó a disiparse.

Sin embargo, cuando salió de nuevo al patio unos mareos repentinos hicieron que la cabeza le diera vueltas y que le flaquearan las piernas. Se apresuró a sentarse, puso la cabeza entre las piernas e inspiró lenta y profundamente. No sabía qué le pasaba, y ya había pensado en pedir cita con un médico cuando volvieran a Londres al día siguiente.

Dudaba que los mareos y el dolor de cabeza tuvieran relación alguna con la contusión que había sufrido en el accidente. Y tampoco creía que esa fuera la causa de las náuseas que había sentido de tanto en tanto en los últimos días, pero sí pensaba que ya iba siendo hora de que se hiciera una revisión, de todos modos. Quizá hubiera pillado algún virus, pensó preocupada.

Volvió a levantarse y alzó la mirada hacia el tranquilo paisaje de viñedos y huertos frutales que se extendía más allá de los jardines. Nunca hubiera imaginado que acabarían quedándose todo un mes en Italia. El tiempo había pasado tan deprisa…

Durante ese tiempo Lorenzo había tenido que ir a montones de reuniones de negocios, algunas incluso en otras ciudades de Italia, como ese día, o fuera del país, pero el resto del tiempo estaba allí, con ella, bien trabajando desde casa o bien llevándola a hacer un poco de turismo, y su tranquila estancia en la Toscana estaba obrando maravillas en su estado de ánimo.

Por desgracia no le habían vuelto más recuerdos, y eso la decepcionaba un poco, pero, viéndolo por el lado positivo, estaba durmiendo bien, comiendo bien, y en general se sentía con más fuerzas. Claro que una buena parte de todo eso se debía a que su relación con Lorenzo había mejorado. Cuando le había propuesto que dejasen que la situación fluyese y viesen cómo iban las cosas, no le había prometido que fuera a hacer un esfuerzo especial, pero estaba claro que estaba esforzándose por que todo fuera bien.

Por muy ocupado que estuviera, siempre buscaba tiempo para ella. La había llevado a degustar el vino local a la Piazza Grande de Montepulciano, habían paseado a la sombra de los árboles a lo largo de las murallas de Lucca, explorado el laberinto de las cuevas subterráneas de Pitigliano y los jardines Garzoni en Collodi. También la había llevado a cenar a varios restaurantes maravillosos de Florencia, aunque había disfrutado muchísimo más con el picnic en el huerto de naranjos al pie de la villa porque Lorenzo la había sorprendido con un colgante de zafiro que la había dejado sin aliento, y luego le había hecho apasionadamente el amor.

Para cuando oyó posarse el helicóptero de Lorenzo, ella ya tenía el primer plato en la mesa. Dio un paso atrás y sonrió al verlo subir la colina en dirección hacia ella. Estaba guapísimo, vestido con un traje gris tórtola a medida y el cabello negro despeinado.

Cuando vio que Brooke estaba esperándolo, una amplia sonrisa asomó a los labios de Lorenzo. Probablemente era un poco presuntuoso por su parte, pero lo halagaba que su esposa estuviera impaciente por que llegara. Su figura, esbelta pero curvilínea, toda de blanco parecía la de un ángel, con una nube de rizos rubios enmarcando sus bellas facciones.

–He preparado la cena –le dijo–. Venga, siéntate.

–Es que quería darme una ducha antes…

–Ni hablar; se enfriará la comida –replicó Brooke–. Si quieres comer, es ahora o nunca.

Lorenzo sonrió con picardía.

–Hagamos un trato: yo me siento a comer ahora si tú luego te vienes a la ducha conmigo…

–Hecho –murmuró Brooke sonrojándose. Cuando se sentaron los dos a la mesa, señaló el plato de él con un ademán–: Venga, come. Es una comida muy sencilla, pero es que todavía tengo mucho que aprender.

–No te preocupes; si lo que no acabo de creerme es que hayas hecho la cena… –le confesó Lorenzo.

–Bueno, no me darán una estrella Michelín ni nada de eso, pero he pensado que tampoco podía ser tan difícil cocinar algo –respondió ella muy seria.

Empezaron a comer con apetito y, después de charlar un rato de cosas intrascendentes, Lorenzo le preguntó:

–¿Cómo llevas lo de volver a Londres mañana?

–Me entristece un poco –admitió ella, dejando el tenedor para juguetear con el zafiro que pendía de su cuello–. Me encanta este lugar y me siento mucho más relajada que cuando llegamos, pero sé que no podemos vivir eternamente desconectados del resto del mundo.

–No, es verdad –asintió Lorenzo, apartando su plato al terminarlo. Se echó hacia atrás en su asiento y le preguntó–: ¿Por qué te has tomado tantas molestias?; podríamos haber cenado fuera. Es lo que suelo hacer cuando Sofía libra.

–Es que… como es nuestra última noche aquí… –Brooke se encogió de hombros en un intento por parecer despreocupada.

Se levantó para ir a la cocina a por el segundo, un estofado. Lo sirvió en un par de platos y volvió fuera.

–Tiene muy buena pinta –comentó Lorenzo cuando le puso el suyo delante.

–Espero que también sepa bien –respondió ella mientras se sentaba de nuevo.

Lorenzo saboreó el plato en silencio, disfrutando de cada bocado, y cuando hubo acabado rebañó la salsa con el pan y le dijo con una sonrisa traviesa:

–No se hable más: a partir de hoy cocinarás cada noche que pueda pasar sin ti.

–¿Y eso cada cuánto será? –inquirió ella juguetona, levantándose y recogiendo los platos para traer el postre.

–Me temo que no muy a menudo –le confesó Lorenzo, siguiéndola hasta la cocina. Cuando Brooke metió los platos en el fregadero, le rodeó la cintura con los brazos, atrayéndola hacia sí–. Tienes tareas mucho más importantes que la cocina, cara mia.

Al notar que estaba excitado, Brooke se echó hacia atrás, apretándose contra él, y se deleitó al oírlo aspirar hacia dentro, y aún más cuando le desabrochó los vaqueros y su mano descendió por su vientre tembloroso hacia su sexo.

–¿Qué clase de tareas? –le preguntó con voz trémula, sospechando que no llegarían a tomarse el postre.

Al notar la húmeda bienvenida bajo sus braguitas y escuchar el gemido que escapó de sus labios, Lorenzo se rio suavemente.

–Creo que tú ya sabes cuáles son, gatita mía.

–Pues tienes que tomar una decisión –murmuró Brooke. Luchando contra el deseo, se apartó de él y se abrochó los vaqueros–: o el postre… o yo.

Lorenzo la atrajo de nuevo hacia sí.

–Soy italiano; las mujeres siempre son lo primero.

–Bueno, puede que si te portas muy, muy bien –lo picó Brooke–, te lleve el postre a la cama.

Por toda respuesta, Lorenzo inclinó la cabeza y la besó con voracidad, devorando sus labios con los dedos enterrados entre sus rizos. Cuando Brooke gimió, no esperó más antes de alzarla en volandas y dirigirse a las escaleras.

–Eres un poco impetuoso, ¿no? –lo picó ella.

–Sé que te gusta que lo sea –replicó Lorenzo con voz ronca.

Al llegar a la habitación la sentó en la cama y la descalzó. Sin embargo, cuando iba a quitarle el resto de la ropa, ella lo detuvo.

–No, tú primero –le dijo, haciendo que se sentase a su lado.

Y se puso a quitarle la chaqueta, sintiéndose muy atrevida. Luego le desanudó la corbata y se la arrancó, y después le desabrochó uno tras otro los botones de la camisa. Se la abrió impaciente, y deslizó las manos por su pecho, cálido, musculoso y cubierto de vello.

Lorenzo se levantó para acabar de desnudarse.

–Y ahora fuera esos vaqueros y la camiseta –le ordenó impaciente.

Brooke lo atormentó bajándose los vaqueros lentamente, sacando primero una pierna y luego la otra. Luego se sacó la camiseta por la cabeza y apretó los dientes cuando sintió el aire frío en sus pezones endurecidos. Hacía varios días que se notaba los pechos raros, como sensibles al tacto, y también algo hinchados. Había pensado que debía ser una señal de que estaba a punto de bajarle la regla.

Aunque había tenido sus periodos de forma regular durante su estancia en la clínica, no había tenido ninguno desde que había vuelto a casa con Lorenzo. Cuando pidiese cita con el médico tendría que comentárselo también. Probablemente estuviera causándole problemas el DIU, se dijo. Tal vez debería plantearse utilizar otro método anticonceptivo.

Lorenzo se deleitó la vista sin el menor pudor, deteniéndose especialmente en sus voluptuosos senos. Debía haber puesto algo de peso y le sentaba muy, pero que muy bien.

–No sabes cómo te deseo. Estoy consumiéndome por dentro…

–¿No me digas? Me despertaste a las seis de la mañana –le recordó ella divertida. No dejaba de sorprenderla que pareciese desearla a todas horas.

Lorenzo sonrió y se sentó en la cama, junto a ella.

–Sí, pero eso fue esta mañana, y de eso hace ya una eternidad, bellezza mia.

–¿Crees que las cosas seguirán así entre nosotros cuando volvamos a Londres? –le preguntó Brooke.

Temía que la intimidad que se había fraguado entre ellos se desvaneciera cuando abandonaran Italia.

–Ni hablar; cuando volvamos te vendrás a dormir conmigo a mi habitación –le aseguró Lorenzo.

–¿De verdad? –inquirió Brooke sonriendo, como una niña con zapatos nuevos.

La respuesta de Lorenzo la tranquilizó; ese cambio en su actitud implicaba que quería que se diesen una oportunidad, no que se separasen.

–Pues claro. Espero que no vayamos a tener una discusión por eso –murmuró Lorenzo contra sus labios, enrojecidos por sus besos.

Brooke hundió los dedos entre los mechones de su pelo negro para atraerlo hacia sí, y sintió que el fuego del deseo la recorría.

–Ni hablar.

Mucho después ella yacía en los brazos de él y se sentía tan relajada que acabó quedándose dormida. Sin embargo, lo feliz que se sentía antes de que el sueño la arrastrara hizo aún más aterradora la pesadilla que tuvo porque no estaba preparada para algo así. No, nada podría haberla preparado para las imágenes que acudieron a su cerebro, como fogonazos, unas imágenes que la hicieron chillar de espanto.

Eran vívidas imágenes del accidente y de pronto se dio cuenta de que ella era Milly, no Brooke. Vio el choque; se vio alargando la mano hacia ella en la pesadilla sin poder alcanzarla, y experimentó una horrible agonía al comprender que no había podido salvar a su hermana, al único familiar que le quedaba…

De pronto hubo como un salto adelante en el tiempo. Debía ser de cuando había recobrado la conciencia, porque revivió unos dolores insoportables, un miedo atroz, y vio, entre el amasijo de los restos del vehículo siniestrado, sus agujas de tricotar…

–Tranquila, tranquila, no pasa nada –oyó decir a Lorenzo cuando se incorporó como un resorte en la cama, sollozando y balanceándose adelante y atrás, con las piernas dobladas y la cabeza agachada y apoyada contra ellas–. Solo ha sido una pesadilla. No era real. ¡Dio!, estabas chillando de tal manera que creí que había entrado un ladrón o algo así.

No, sí que había sido real, muy real, replicó Milly para sus adentros. Mil pensamientos revoloteaban frenéticos por su mente, en medio de una densa bruma de incredulidad. Tras la desesperación de haber estado todo ese tiempo con amnesia, de repente, de algún modo, había recobrado la memoria.

Su verdadero yo había vuelto sin fanfarrias a través de esa pesadilla, arrojando luz sobre todo lo que hasta ese momento había sido un vacío absoluto en su mente. Pero ahora que había recobrado la memoria y sabía quién era se sentía aún más inquieta.

Su hermana había muerto y todo el mundo había dado por hecho que había sido ella, Milly, quien había fallecido. ¿Cómo podría haber ocurrido algo así?, se preguntó. Sin embargo, cuanto más lo pensaba, más fácil le parecía de comprender. Al fin y al cabo, en el momento del accidente había llevado puesta la ropa de Brooke, y había sufrido heridas en el rostro. Nadie había advertido el gran parecido entre ambas, aunque probablemente se debiera a que la propia Brooke también debía haber quedado desfigurada por el choque.

Los ojos se le llenaron de lágrimas. ¿Cómo podría arreglar todo aquel lío? Lorenzo se quedaría destrozado cuando le contase la verdad. ¡Si ni siquiera sabía que se había quedado viudo! Había pasado meses cuidando de ella, preocupándose por ella cuando nadie más lo había hecho, y había acabado llevándola a su casa y a su cama porque creía, naturalmente, que era su esposa. Pero no lo era, era una extraña para él.

Temblorosa, se apartó de Lorenzo, que seguía intentando calmarla, y corrió al cuarto de baño. Abrió el grifo de la bañera para darse un baño, aunque en realidad solo era una excusa para estar sola un rato. Lorenzo se asomó a la puerta, pero le pidió que se marchase; le dijo que necesitaba un baño caliente y estar a solas para relajarse.

Minutos después, sentada en el agua tibia, las lágrimas comenzaron a rodarle por las mejillas a medida que iba adquiriendo plena consciencia de la magnitud de aquel embrollo. No sabía cómo iba a contarle a Lorenzo la verdad. Había despertado de una pesadilla para descubrir que estaba viviendo una pesadilla aún peor: estaba viviendo la vida de su hermana muerta, con un hombre del que se había enamorado pero que no la amaba a ella.

E-Pack Bianca septiembre 2020

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