Читать книгу E-Pack Bianca septiembre 2020 - Varias Autoras - Страница 9
Capítulo 4
ОглавлениеME GUSTARÍA conocer algunos detalles sobre el accidente –le pidió Brooke a Lorenzo durante la cena, dos semanas después.
–No creo que sea buena idea –respondió él.
Por primera vez, a Brooke le entraron ganas de darle un guantazo a su marido por seguir tratándola como a una niña a la que tenía que evitar el más mínimo malestar.
–No estoy de acuerdo. De lo poco que me has dicho es que yo no iba al volante. ¿Quién conducía?
–Uno de mis chóferes. Desgraciadamente murió en el accidente –le explicó Lorenzo–. Se llamaba Paul Jennings.
Brooke palideció.
–¡Qué horror! Debería ir a ver a su familia para darles el pésame. ¿Me darás su dirección?
–No tienes por qué hacerlo. No estaba casado ni tenía hijos; vivía con su madre, una mujer anciana. Ya le he dado el pésame yo en nombre de ambos, y me he asegurado de que, durante el tiempo que le quede de vida, estará bien atendida y no le faltará de nada –le aseguró Lorenzo.
–Aun así creo que lo menos que puedo hacer es visitarla para darle el pésame en persona –respondió Brooke con firmeza.
Lorenzo casi puso los ojos en blanco ante aquel inesperado despliegue de preocupación por parte de Brooke. Apretó los labios. Cada vez que la miraba lo irritaba lo hermosa que era, lo… tentadora que era. Como en ese momento, sentada frente a él, con el cabello ensortijado enmarcándole el rostro. Aun sin maquillaje seguía estando guapísima. Y hasta se había puesto unos vaqueros normales y corrientes y unos zapatos planos. Estaba casi irreconocible, pero no iba a dejarse embaucar por esa transformación porque estaba seguro de que no duraría, de que era imposible que durase. Era inevitable que, cuando recobrase la memoria, volvieran a resurgir su carácter obstinado y su sed insaciable de cosas caras, amantes y exposición mediática. Y él, desde luego, se alegraría cuando ocurriera, porque al fin podría poner punto final a su matrimonio y alejarse de ella.
–¿Quieres que te cuente todos los detalles del accidente? –le preguntó–. ¿Aunque puedan alterarte?
Lo cierto era que ocultándole cosas tampoco la ayudaba a adaptarse en su regreso al mundo de los vivos.
Brooke, algo preocupada por esos detalles que no le había contado, asintió con vehemencia.
–Sí.
–Está bien. Iba otra mujer contigo en la limusina, y también murió –le dijo Lorenzo–. La policía no sabe por qué estaba contigo y, aunque indagué un poco acerca de ella antes del entierro, no encontré ninguna información que pudiera explicar qué hacía contigo ese día.
Brooke frunció el ceño.
–Sí que es raro… ¿Y quién era?
–Era camarera en una cafetería de Londres, aunque dejó su empleo ese mismo día, mencionando que le había surgido una emergencia familiar. Sin embargo, por lo que he podido averiguar sobre ella, ni siquiera tenía familia –le explicó Lorenzo, encogiéndose de hombros–. Supongo que jamás sabremos por qué te acompañaba ese día, a menos que recuperes la memoria.
Aquel asunto de la mujer misteriosa inquietó a Brooke igual que el descubrir que en su habitación no había demasiados objetos personales. Había hojeado una docena de álbumes con recortes de revistas con escandalosos titulares y fotos de ella en distintos clubes nocturnos con otros hombres, pero no había encontrado ni una sola fotografía de sus padres o de su infancia y adolescencia. Era como si hubiera vivido su vida exclusivamente a través de los medios y nada más le hubiese importado, y eso la entristecía, porque su anterior vida le parecía ahora superficial y vacía.
Y si su estilo de vida la inquietaba, tampoco podía decirse que su matrimonio gozase precisamente de buena salud, pensó con pesadumbre. Excepto a la hora de la cena, apenas veía a Lorenzo, y cuando había hecho el esfuerzo de levantarse temprano para desayunar con él no parecía haber apreciado su compañía y no había levantado la vista del Financial Times, el único periódico que entraba en la casa.
Resultaba irónico que hubiera pasado más tiempo con él estando en la clínica que ahora que estaba de vuelta en casa. Lorenzo se mostraba educado y agradable con ella, pero era casi como si para él no existiera.
Claro que todo en su relación era bastante extraño. Por ejemplo, ¿por qué Lorenzo no dormía con ella? ¿Habría hecho algo antes del accidente que lo hubiera molestado? ¿Sería que algo iba mal en su matrimonio? Había intentado ignorar los signos de que había problemas en su relación, pero tras dos semanas allí, con Lorenzo tratándola como a una invitada en vez de como a su esposa, no podía seguir desdeñando las sospechas que tanto la preocupaban.
–¿Por qué no me llevas nunca contigo a ninguna parte? –le preguntó, sorprendiéndose a sí misma. Nunca se había atrevido a ser tan directa con él.
Lorenzo levantó la vista del plato, y cuando fijó sus ojos entornados en ella el corazón le latió con fuerza y sintió un cosquilleo en el estómago.
–Siempre hemos llevado vidas sociales separadas –le explicó Lorenzo–. Además, por desgracia, si nos vieran juntos en público los paparazzi no nos dejarían en paz. Recuerda que eres la popular influencer que ha salido de un largo coma; hay mucha gente que siente curiosidad. Y, a diferencia de ti, a mí nunca me ha gustado que los medios hablen de mi vida privada.
Oírle decir aquellas cosas hizo a Brooke sentirse fatal.
–¿Quieres decir… que crees que si nos vieran juntos en público, saldríamos en las revistas?
–No es que lo crea, es que es lo que pasaría –respondió Lorenzo. Exhaló un suspiro y se echó hacia atrás en su asiento, increíblemente guapo, y tan calmado que la enfurecía–. Desde el día en que te traje a casa ha habido paparazzi apostados frente a la verja. Si hubieras salido de compras los habrías visto. Supongo que ahora mismo no te apetece convertirte en el centro de atención de los medios, ¿no?
–No –asintió ella.
–Ya, pero antes era lo que buscabas, la atención mediática –le recordó Lorenzo–, y los paparazzi no se darán por vencidos tan fácilmente.
Tras asestarle ese golpe descorazonador Lorenzo se marchó al trabajo y Brooke subió a su dormitorio y se puso a leer una novela que había comprado por Internet, junto con algo de ropa informal: vaqueros, camisetas, blusas…
También había comprado un vestido de color escarlata, corto y ligeramente escotado y unos zapatos de tacón. Se había decidido a comprarlo para darse un empujón a sí misma, para volver a ser la mujer que parecía que Lorenzo esperaba que volviera a ser. Sin embargo, ni siquiera estaba segura de que fuera a armarse de valor para ponérselo.
Respecto a lo que le había relatado sobre el accidente… Todavía no podía creer que hubieran muerto dos personas y ella hubiese sobrevivido. Tenía suerte de haber salido con vida, y tenía claro que en su primera salida iría a darle el pésame a la madre del chófer e ir al cementerio para visitar la tumba de la mujer que había ido con ella en la limusina ese día. Quería pensar que quizá hubiese sido amiga suya, porque había observado con tristeza que no parecía tener ninguna. ¿Es que había tenido algo en contra del resto de las mujeres? ¿O quizá otras mujeres habían tenido algo en contra de ella? El caso era que el no tener amigos ni familiares en los que apoyarse la hacía sentirse muy sola en algunos momentos.
Tenía que dejar de compadecerse, se dijo con firmeza, y siguió leyendo el libro mientras se preguntaba si sería capaz de reunir el coraje suficiente como para ponerse el vestido esa noche, y si Lorenzo se fijaría siquiera en lo que llevaba puesto, porque no parecía que la mirara demasiado. Y de pronto, cuando menos lo esperaba, la puerta se abrió de sopetón, haciéndola incorporarse sobresaltada.
Cualquiera diría al verla que Brooke era la viva imagen de la inocencia, pensó Lorenzo con ironía, entrando en la habitación como un vendaval. Allí sentada en la cama, con un libro en el regazo, mirándolo con los ojos muy abiertos, como un animalillo asustado.
Avanzó a zancadas y tiró sobre la cama el periódico sensacionalista que llevaba en la mano. El sensacional titular en grandes letras decía: ¡No sabe quién es!.
Estaba furioso consigo mismo por haber empezado a fiarse de ella de nuevo a pesar de que sabía que era una mentirosa y una manipuladora. No era habitual en él perder los estribos, pero al ver aquel titular se había sentido traicionado, aunque luego se había preguntado por qué, cuando Brooke no estaba haciendo más que lo que siempre había hecho: moldear su imagen pública y azuzar el interés de los medios.
Debía haber sabido que ocurriría algo así, haber esperado un comportamiento semejante de ella. Si se sentía engañado era culpa suya, por haber confiado en ella. ¿Cómo podía haber olvidado la clase de persona que era?
–Debería haberlo imaginado… –masculló–. ¡Te di un voto de confianza y tú, mientras, andabas buscando de manera sibilina la atención de los medios! –la increpó.
Brooke se había quedado de piedra. No podía creerse lo que estaba ocurriendo; Lorenzo nunca le había levantado la voz, pero en ese momento era evidente que estaba furioso con ella, porque esa ira se reflejaba en lo tensas que estaban sus facciones.
–¡Adelante, léelo y dime que esto no es cosa tuya! –la desafió con desprecio.
Temblorosa, Brooke tomó el periódico y lo primero que la sorprendió fue ver una fotografía de ella en la clínica con el vestido azul que se había puesto para una visita de Lorenzo. De inmediato se acordó de la agradable enfermera que había alabado su vestido y le había preguntado si podía hacerle una foto con el teléfono móvil. Ella, creyendo que, como le había dicho, lo que le interesaba era el vestido, le había dado permiso. Había sido una ingenua.
–Está claro que tu vanidad no podía soportar las especulaciones de la prensa de que podrías haber quedado desfigurada o en una silla de ruedas –masculló Lorenzo–. Dijiste que no querías convertirte en el centro de atención de los medios… ¿y vas y haces esto?, ¿les das una entrevista? ¡Madre di Dio!, ¡no sé ni por qué me sorprende!
–¿Una entrevista? –musitó ella.
Brooke temblaba por dentro, más intimidada por el arranque de ira de Lorenzo de lo que querría admitir. Nunca habría imaginado que pudiera llegar a mostrarse tan irascible.
–¡Sí, una entrevista! –la increpó él–. Mientras yo estaba ocupado, reforzando las medidas de seguridad para protegerte, tú estabas echando gasolina al fuego para llamar la atención de esos admiradores sin los que no puedes vivir.
Brooke trató de ignorar a su furibundo marido para concentrarse en el artículo. De inmediato reconoció algunos comentarios sueltos que le había hecho a la enfermera, y algunos detalles médicos que deberían ser confidenciales. Parecía que habían hecho un refrito con todo ello y lo habían publicado como si le hubieran hecho una entrevista.
–Yo no he concedido ninguna entrevista –le dijo a Lorenzo–. Una enfermera me dijo que le gustaba el vestido que llevaba y me pidió permiso para sacarle una foto. No tenía ni idea de que se la vendería a la prensa –le explicó incómoda–. Si lo lees verás que te estoy diciendo la verdad. Es una entrevista inventada. ¿Cómo iba yo a querer que la gente supiese que sufro de amnesia? Es muy embarazoso.
–Por desgracia para ti sé que no puedo creer una sola palabra de lo que me estás diciendo –replicó Lorenzo en un tono gélido–. Eres una mentirosa consumada. Mientes sobre las cosas más ridículas y luego, cuando se descubre la verdad, te encoges de hombros como si no fuera contigo. ¡Nunca he podido confiar en ti!
Aunque Brooke había logrado mantener la calma y el control sobre sus emociones mientras Lorenzo daba rienda suelta a su ira por un ingenuo error que había cometido, esas palabras la sacudieron como granadas de mano que explotaban al caer sobre ella. Aturdida, dejó a un lado el periódico, flexionó las piernas y se rodeó las rodillas con los brazos. Notó que se le revolvía el estómago y se sintió palidecer. ¿Había mentido a su marido varias veces y él lo había descubierto? ¿Era una mentirosa?
De pronto se dio cuenta de que era la primera vez que Lorenzo le contaba toda la verdad, sin paliativos, sobre sí misma. Solo la ira había conseguido que se mostrara sincero con ella. Durante unos minutos había dejado de tratarla como a una persona demasiado delicada para soportar la realidad.
Y ahora, de repente, se veía obligada a afrontar el hecho de que, por más que había intentado disculpar la fría actitud de su marido hacia ella, sí que había problemas en su relación. Lorenzo la veía como a una mentirosa en la que no podía confiar. Aturdida y espantada por esa revelación, se balanceó adelante y atrás, esforzándose por digerir esa dolorosa realidad.
Al verla reaccionar de ese modo, la ira de Lorenzo se esfumó al instante. Sintiéndose culpable por cómo le había gritado, maldijo su falta de autocontrol y se sentó junto a ella en la cama. De pronto parecía tan pequeña, tan perdida, tan distinta de la mujer a la que recordaba… Y entonces aceptó que tenía que enterrar el recuerdo de esa Brooke, porque era posible que jamás regresase.
–Lo siento. No debería haber perdido los estribos de esa manera –admitió con pesadumbre, tomando su mano–. Cuando vi ese artículo algo estalló dentro de mí y…
–Esta situación es muy estresante –apuntó Brooke en un murmullo, con voz temblorosa–. Y estoy segura de que a ti también te afecta.
No era que a él le estresara la situación, sobre todo porque sabía cosas que ella no podía recordar, pero sí se sentía culpable, horriblemente culpable por haberle generado esa angustia.
Brooke apartó su mano.
–No hace falta que sigas fingiendo –le dijo con un suspiro–. Ya lo has dicho: nuestro matrimonio no va bien. De hecho, eso explica muchas cosas.
Lorenzo, que no había esperado que llegase tan rápidamente a esa conclusión, vaciló un momento antes de atraerla hacia sí, a pesar de que ella se resistió un poco, para abrazarla.
–No, lo único que explica es que tengo muy mal genio, aunque normalmente soy capaz de mantenerlo bajo control –murmuró. Brooke temblaba entre sus brazos, esforzándose por contener los sollozos que se le escapaban–. No significa nada.
–Pero… ¡has dicho que siempre estaba contándote mentiras y que no podías confiar en mí! –exclamó ella, sin poder contener ya las lágrimas.
Lorenzo se sentía fatal por haber hecho que se alterara de ese modo, por haberla hecho llorar. ¿Cuándo se había vuelto tan resentido, tan falto de empatía, tan egoísta? Le había procurado todos los cuidados que había necesitado, pero desde que la había llevado allí con él la había ignorado todo el tiempo. Normal que se hubiese dado cuenta de que no estaba comportándose como lo haría un marido. Normal que le hubiese generado ansiedad en su delicado estado mental.
–Esas mentiras que te contaba… ¿eran sobre dinero? –le preguntó ella en un susurro entrecortado–. Quiero decir que… por toda la ropa que hay en el vestidor… da la impresión de que era muy derrochadora.
Lorenzo vio el cielo abierto ante su ingenua deducción. Era lo bastante rico como para mantener a mil esposas derrochadoras, y le haría menos daño dejando que creyera que habían discutido por sus gustos caros y porque le había mentido en cuanto a sus gastos, que contándole la verdad.
–Sí –asintió, aliviado al ver que la tensión de Brooke se disipaba un poco–. No es que no pudiéramos permitírnoslo, pero seguías gastando y ocultándomelo, y eso me enfadaba.
–Pues ya no lo haré nunca más –le susurró ella temblorosa–. Te prometo firmemente que no volveré a mentirte ni a gastar sin control. La tarjeta de crédito que me diste el otro día para comprar por Internet… Quizá deberías restringirme el límite de gasto.
Lorenzo inspiró profundamente.
–No creo que tengamos que preocuparnos por ahora. Solo has gastado unas doscientas libras –le contestó–. Te aseguro que esa cifra está muy por debajo de las cantidades que podías llegar a gastarte.
–Quizá el casarme con alguien con dinero como tú hizo que se me subieran los humos a la cabeza y me dejé llevar –sugirió Brooke, pensativa.
–En realidad no. No estabas precisamente pasando apuros económicos cuando nos casamos. De hecho, tu padre te dejó un buen fondo fiduciario antes de morir. Era importador de vinos y tú eras hija única.
Brooke puso unos ojos como platos.
–¿Tengo mi propio dinero? –exclamó con incredulidad.
–Sí, aunque cuando nos casamos acordamos que yo me haría cargo de todas las facturas.
Brooke todavía no podía creérselo.
–Se me hace tan raro… –murmuró–. No tengo la sensación de haber tenido nunca mucho dinero. Supongo que te parecerá absurdo, pero el que me sirvan, el ir en un coche con chófer, esta casa tan enorme… no sé, todo eso me hace sentir… abrumada –le confesó finalmente–. Suponía que era porque aún no había tenido tiempo para acostumbrarme a tu estilo de vida.
–Bueno, tus padres no eran ricos; solo gente de clase acomodada –le explicó Lorenzo.
El calor del cuerpo de Brooke y el roce de sus senos contra su camisa estaban aumentando el palpitante deseo en su entrepierna, recordándole cuánto hacía de la última vez que habían hecho el amor. Con la mayor delicadeza posible se apartó de ella y la hizo tenderse.
–Deberías descansar; siento haber sido tan brusco.
Brooke se incorporó.
–No pasa nada. La enfermera que me hizo esa foto se llamaba Lizzie, y si lees esa presunta entrevista verás que es falsa.
Lorenzo recogió el periódico de la cama y lo dobló a la mitad.
–Informaré a la clínica para ponerles al corriente sobre lo que ha hecho.
–¡No, por favor!; no quiero que tenga problemas –protestó ella.
–Brooke… Ha vendido una foto tuya a la prensa y ha divulgado datos médicos que son confidenciales. La clínica tiene el deber de proteger la intimidad de sus pacientes –murmuró Lorenzo, que aún sentía vergüenza por haber acusado a su esposa injustamente, y por haberla alterado.
No volvería a echarle la culpa de nada juzgándola por sus faltas del pasado. Hasta ese momento no había sido consciente de la responsabilidad que había asumido al llevarla consigo de vuelta a casa. Y ahora estaba atrapado: ni casado ni divorciado, sino que sus vidas se hallaban en un limbo.
Lorenzo se marchó al trabajo y Brooke salió al jardín. Le encantaba pasear por sus caminos de grava, y disfrutar del sol, de las flores y todo el verde que la rodeaban. Un perrillo saltó de detrás de unos matorrales y empezó a ladrarle. Brooke se rio porque era pequeñísimo, una bolita de pelo castaño con cuatro patitas muy finas.
–¡Eh! ¿Y tú de dónde has salido, amiguito? –le preguntó, sentándose en un banco cuando la curiosidad hizo al animalillo acercarse.
El perro apoyó las patas delanteras en sus pantorrillas, como reclamando su atención. Brooke lo acarició y al levantarlo del suelo se rio al descubrir que no era un perrito, sino una perrita. Dejó que se sentara en su regazo y continuó acariciándola.
El jardinero, que andaba cerca colocando plantas nuevas en un parterre, se quedó mirándola como sorprendido. Brooke se levantó, dejó al animalito en el suelo, y al ver que la seguía le preguntó al hombre:
–¿Sabe de quién es esta perrita?
–Se llama Topsy y es suya, señora Tassini –le contestó el jardinero sin la menor vacilación.
Parecía que su amnesia ya era del dominio público. Brooke se sonrojó ligeramente y se agachó para acariciar a la perrita. Sonrió, feliz de descubrir que tenía una mascota y que le gustaban los animales. La animaba saber que había algo de positivo en ella, y más cuando hasta el momento todo lo que había descubierto sobre sí misma le había parecido negativo, se dijo, pensando en sus gustos caros y en las mentiras que habían dañado su matrimonio.
Aunque, al mismo tiempo, era preferible ser consciente de que más adelante podría encontrar nuevos obstáculos, reflexionó apesadumbrada. ¿Qué otras cosas había hecho que no recordaba, y que la avergonzarían cuando las descubriese?
Esa noche Brooke se arregló más de lo habitual para la cena y cuando se miró en el espejo del vestidor ocurrió algo extraño. Se notó mareada y una serie de imágenes acudieron a su mente, como en fogonazos. Imágenes de otra mujer… No, no era otra mujer, pensó estremeciéndose. Era ella, vestida con una chaqueta negra y un vestido rojo. Se había alisado el cabello y estaba sentada en el asiento trasero de una limusina. Parpadeó al comprender que era un recuerdo, algo del pasado, y se sintió impaciente por contárselo al señor Selby, el psiquiatra.
Sin embargo, no le pareció lo bastante importante como para mencionárselo a Lorenzo, igual que tampoco le había mencionado que ya no le quedaban bien ninguno de los carísimos zapatos del vestidor. Debía haber engordado un poco desde el accidente y le apretaban un horror. Sin embargo, aquel recuerdo repentino que había tenido, aunque no le decía demasiado, era un comienzo prometedor de cara a recobrar por completo la memoria.
Como Lorenzo aún no había bajado cuando entró en el comedor, salió a la terraza que se asomaba a los jardines. Quizá podría sugerirle que cenaran allí fuera durante los meses de verano. La temperatura al atardecer era muy agradable y le encantaba poder estar al aire fresco.
Con Topsy detrás –no se había apartado de ella en todo el día–, bajó los escalones que descendían hasta el jardín, y echó a andar por un sendero que conducía a un área de bosque natural. Topsy, que iba en avanzadilla, se detuvo a unos metros y empezó a ladrar con ferocidad.
–¡Topsy! –la llamó, y de pronto apareció un hombre, como salido de la nada, y del susto Brooke se puso a chillar mientras retrocedía con el corazón desbocado.
El hombre pareció sobresaltarse, y antes de que pudiera reaccionar llegaron dos de los guardas de seguridad que Lorenzo había contratado y se lo llevaron.
En ese momento apareció el propio Lorenzo, que la rodeó con sus brazos, haciéndola sentirse segura aunque aún estaba temblando. Del alivio que sintió, se derrumbó contra él como una muñeca de trapo.
–¿Estás bien? –le preguntó Lorenzo–. Acababa de entrar en el comedor cuando te oí gritar y salí corriendo a ver qué pasaba.
–¿Quién era ese hombre? –inquirió ella con voz trémula–. ¿Qué hacía aquí?
–Era un tipo de la prensa intentando conseguir una foto –le explicó Lorenzo–. ¿No has visto la cámara que llevaba?
–No. Creí… creí que era un violador o algo así –balbució Brooke. Aún estaba pálida y temblorosa por el susto–. La culpa es mía. Está claro que la obsesión que tenía antes del accidente por conseguir atención mediática ha provocado esto.
–Pues claro que no; querías ser actriz y necesitabas darte a conocer. Ese mundo funciona así –le contestó Lorenzo–. Siento haberte dado la impresión de que tus metas profesionales eran una mala elección; hacías lo que tenías que hacer para conseguir tus aspiraciones.
«Pero, estando casada contigo, sí que eran una mala elección», añadió Brooke para sus adentros. Estaba claro que a él, que era un hombre muy reservado, lo último que le gustaba era que su esposa estuviera en el punto de mira de los medios. También estaba claro que antes del accidente eso a ella no le había importado demasiado. Tenía veintiocho años, así que difícilmente podría achacar su comportamiento a inmadurez. Había antepuesto su carrera a su matrimonio.
–¡Vamos, Topsy! –llamó a su mascota.
La perrita corrió hacia ellos, con la lengua fuera y las largas orejas agitándose en el aire. Brooke se agachó para levantarla y se puso a acariciarle la cabeza mientras le decía que era un gran perro guardián.
Lorenzo la observaba anonadado. A Brooke nunca le habían gustado los animales, pero un fan anónimo le había regalado aquel cachorro cuando los perros falderos estaban de moda. Brooke había llevado al animal a casa consigo, lo había dejado en la cocina y, hasta donde él sabía, no había vuelto a mirarlo.
Había llegado el momento de tener otra charla con el psiquiatra de Brooke para preguntarle cómo era posible que su esposa estuviese exhibiendo rasgos completamente nuevos en su personalidad, además de gustos muy distintos a los que tenía antes. Ya no estaba obsesionada con las ensaladas ni se preocupaba por su dieta. Tampoco usaba ya el gimnasio, y apenas bebía alcohol, a excepción de una copa de vino en la cena. Estaba observando tantos cambios que ya no sabía qué esperar cuando habría jurado que lo sabía todo de ella.
–¿Te apetece una copa después de este… incidente tan desagradable? –le propuso cuando volvieron dentro y pasaron al comedor.
–No es necesario; estoy bien. Pero agradezco que hayas venido en mi auxilio –murmuró ella, alzando la vista hacia él.
–No tienes que darme las gracias; esta mañana no me porté bien contigo. Te ataqué y te juzgué mal.
Ella lo miró a los ojos.
–No pasa nada –murmuró ella en un tono juguetón, avanzando hacia él–; ya te he perdonado.
–Pues no deberías perdonarme tan fácilmente –la reprendió él con una sonrisa sarcástica, al tiempo que retrocedía, intentando mantener las distancias entre ellos.
Sin embargo, no pudo evitar tensarse cuando la cálida mirada de Brooke le provocó una punzada de deseo en la entrepierna.
Brooke se dio cuenta de que, sin pretenderlo, estaba a punto de arrinconarlo contra la pared y se rio, sorprendida, preguntándose si Lorenzo siempre sería tan corto, tan serio, tan dado a decir y hacer solo lo correcto que ni siquiera se daba cuenta de cuando su esposa se le estaba insinuando.
Le puso las manos en la camisa para deslizarlas por su pecho, recorriendo con las yemas de los dedos cada centímetro de sus impresionantes músculos, y se puso de puntillas para apretar sus labios contra los de él.
Lorenzo hundió los dedos en su rizada melena, y ella sonrió contra su boca y se dejó llevar cuando hizo el beso más profundo. Ya no le quedaba duda alguna de que su marido la deseaba, se dijo con satisfacción; solo necesitaba un empujoncito.
En ese momento se oyó un ruido detrás de ellos, y Lorenzo la apartó como si le hubiesen arrojado agua hirviendo. Era Stevens, el mayordomo, que murmuró una disculpa y les anunció que la cena estaba servida.
Con las mejillas ardiendo, Brooke deseó que la tragase la tierra en ese momento y fue a sentarse a la mesa. Tomó su copa de vino para tomar un sorbo, no porque tuviera sed, sino para rehuir la mirada de Lorenzo. Estaba tan azorada por su atrevido comportamiento… Pero es que era como si Lorenzo fuese un imán que la atraía con tal fuerza que le era imposible resistirse.
La enfurecía que Lorenzo se comportara como si nada hubiera pasado, preguntándole por su día y otras cosas triviales. Sin embargo, se esforzó por calmarse. No era culpa de Lorenzo que ella quisiera que fuese la clase de hombre que diría que al cuerno con la cena y la llevaría al sitio más cercano donde pudieran tener privacidad para hacerle apasionadamente el amor.