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Capítulo 2

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LA JOVEN tendida en la cama sentía como si estuviera atrapada por un pesado sueño del que despertaba a ratos. Oía voces, pero no las reconocía. También oía ruidos aislados, como leves pitidos y zumbidos, pero tampoco sabía qué podían ser. Por más que se esforzaba, era incapaz de moverse. No lograba articular los dedos de las manos, ni de los pies… ni siquiera podía abrir los ojos. Los brazos y las piernas le pesaban.

A veces también había una voz profunda, masculina, más diferenciada, y aunque tampoco la reconocía, empezó a aferrarse a ella cuando la oía, desorientada como estaba, igual que un náufrago se aferraría a un salvavidas.

No alcanzaba a entender lo que decía. Tal vez fuera un televisor, y se preguntaba si siempre tendrían sintonizado todo el tiempo un canal extranjero porque parecía que aquel hombre estuviese hablando en otro idioma, o al menos con acento de otro país.

Y a veces se escuchaba música de fondo, música clásica sobre todo, y ocasionalmente cantos de pájaros, olas y ruido de lluvia, como si alguien hubiese recopilado los sonidos más diversos para ella. Le encantaban los cantos de los pájaros porque la hacían sentir que, si pudiera despertarse del todo, sería como despertar al amanecer de un nuevo día.

De pie junto a la ventana, Lorenzo estudiaba en silencio el rostro de su esposa. Si no fuera por los tubos y las máquinas, cualquiera diría que Brooke solo estaba dormida, con los rizos rubios enmarcando su rostro. La había trasladado a una clínica privada, cuando el hospital ya no podía hacer nada más por ella, y el personal la llamaba «la bella durmiente». Llevaba quince meses en estado vegetativo.

Quince meses ya…, pensó, pasándose una mano por el pelo, quince meses en los que su vida había girado en torno a su esposa, postrada en cama y sin visos de recuperarse. Quince meses en los que Brooke había entrado y salido de la unidad de cuidados intensivos, en los que la habían sometido a distintas intervenciones quirúrgicas. Sus huesos rotos se habían soldado, los cortes y los moratones habían desaparecido; los mejores cirujanos plásticos habían reconstruido con esmero sus facciones, y cada día un fisioterapeuta le movía los brazos y las piernas para que no perdiese el músculo. Y, sin embargo, seguía sin despertar.

Asegurarse de que se repararan todos los daños físicos que había sufrido en el accidente había mantenido motivado a Lorenzo aun cuando el personal de la clínica había empezado a perder la esperanza de que Brooke despertara.

No podía dejarla ir; no podía permitir que desconectaran las máquinas. Sin embargo, estaba empezando a darse cuenta de que, por más especialistas a los que consultara y más cuidados que le proporcionaran, el dinero no lo hacía omnipotente, y era posible que Brooke jamás volviera a abrir los ojos.

Se sentó en una silla, junto a la cama, y bajó la vista a sus cuidadas uñas. Había contratado a una manicura para que se las arreglaran con regularidad, y a una peluquera para que le lavara y arreglara también el cabello. Era lo que ella habría querido, aunque le había dicho a la peluquera que no se lo alisara, como acostumbraba hacer Brooke. Ella no habría estado de acuerdo con ese cambio, pensó, sintiéndose algo culpable, mientras acariciaba distraído sus rizos rubios.

–Una vez te amé –le dijo en un tono casi desafiante, en el silencio de la habitación.

Uno de los dedos de Brooke se movió ligeramente. Lorenzo se quedó paralizado y miró fijamente su mano, que seguía en la misma posición. No, tenía que haber sido su imaginación, se dijo. No era la primera vez que había tenido una impresión de ese tipo.

Lo entristecía que Brooke estuviera tan sola. Los paparazzi habían intentado colarse en el edificio para sacarle una foto, pero no había ido a verla ningún amigo. Él era el único que la visitaba. Solo habían llamado para preguntar por ella su agente y algunas personas con las que mantenía una relación profesional, y cuando se enteraron de que se había quedado en coma dejaron de llamar. La fama de la que tanto se había vanagloriado Brooke había sido tristemente fugaz. De hecho, después del accidente había habido un estallido de titulares en los periódicos y especulación en los medios al respecto, pero parecía que todo el mundo se había olvidado ya de ella.

A la mañana siguiente, las máquinas que había junto a la cama empezaron a emitir pitidos de alarma. La joven se despertó y, frenética, paseó la mirada por aquella habitación desconocida antes de que llegaran dos enfermeras. Las dos mujeres se miraron entre preocupadas y emocionadas.

La joven intentó agarrar el tubo que tenía en la garganta porque no podía hablar, pero las enfermeras se lo impidieron y trataron de tranquilizarla diciéndole que el médico llegaría enseguida y que no tenía de qué preocuparse.

¿Que no tenía de qué preocuparse? ¡Pero si no podía moverse! Solo podía mover una mano, y se notaba el brazo raro, como adormecido… Su pánico iba en aumento, y no disminuyó siquiera cuando llegó el médico y le quitó el tubo de la garganta. No dejaba de hacerle preguntas, preguntas que ella no era capaz de responder. No sabía quién era, ni cómo se llamaba, y tampoco sabía por qué estaba en aquel lugar. Era como si su mente estuviera completamente en blanco. Experimentó un alivio ridículo cuando al menos logró recordar el nombre del primer ministro y en qué año estaban.

–¿Qué me ha pasado? –preguntó con voz entrecortada–. ¿He estado enferma?

–Sufrió un accidente –dijo el doctor, y cruzó una mirada con las enfermeras.

–¿Y cómo me llamo? –inquirió ella, temblorosa.

–Brooke… Brooke Tassini.

El nombre ni siquiera le resultaba familiar.

–Su marido llegará enseguida.

Brooke puso unos ojos como platos.

–¿Tengo marido?

Las enfermeras sonrieron con picardía.

–Ya lo creo, y un marido muy guapo, además –respondió una de ellas.

Brooke bajó la vista a su mano, pero no encontró en ella ningún anillo. ¿Estaba casada? Dios… ¿Y también tenía hijos?, preguntó a las enfermeras. No, le dijeron, o al menos no que ellas supieran. Brooke sintió alivio al oír su respuesta, aunque también culpable: ¿acaso no le gustaban los niños? En todo caso, si la inquietaba tener un marido al que no recordaba, peor aún habría sido haberse olvidado de sus hijos.

Cuando Lorenzo llegó, el médico lo recibió en el pasillo. El hombre, de mediana edad, no paraba de balbucear, entre nervioso y emocionado. No ocurría todos los días que un paciente de la clínica saliera del coma.

–Tiene amnesia postraumática –le estaba diciendo–, lo cual es perfectamente comprensible después de un traumatismo craneal tan fuerte como el que sufrió. Un psiquiatra podrá asesorarle mejor que yo, pero de momento lo más importante es que no le diga a su esposa nada que pueda aumentar su confusión. Yo no le mencionaría aún nada sobre las personas que murieron en el accidente ni tampoco que estaban… bueno, en proceso de divorciarse –farfulló, visiblemente incómodo por mencionar algo tan personal–. Bastante alterada está ya en su situación. Intente calmarla y no le dé demasiada información.

¿Brooke tenía amnesia? Lorenzo no sabía si debía creerse algo así de una mujer que estaría dispuesta a hacer cualquier cosa para conseguir la atención de los medios. ¿Qué mejor manera de volver a ocupar las portadas que con una historia como aquella? Se sintió mal por pensar que pudiera estar fingiendo, pero sabía por experiencia que Brooke tenía una habilidad especial para el engaño.

Incorporada y recostada en un par de almohadones, Brooke se quedó sin aliento cuando la puerta se abrió. El que se suponía que era su marido estaba allí, en el umbral. No había nada en él que le resultase familiar, aunque no sabía cómo podría haber olvidado a un hombre así.

De pelo negro y ojos castaños, debía medir más de metro ochenta, era ancho de hombros y estrecho de caderas. Iba vestido con un traje gris oscuro, camisa blanca y corbata azul, y no podría ser más guapo, pensó, sintiendo que le ardían las mejillas.

Sin embargo, si era su marido… ¿por qué se había quedado parado en la puerta? El médico le había explicado que había estado en coma; lo normal sería que corriera a su lado con una sonrisa de alivio y felicidad. Pero aquel tipo no tenía pinta de sonreír muy a menudo. De hecho, la intimidaba bastante ahí plantado, mirándola fijamente.

–Brooke… –murmuró él, con una expresión desprovista de emoción. Entró, cerrando tras de sí, y se acercó a la cama–. ¿Cómo te encuentras?

Al oír su voz, Brooke se quedó paralizada momentáneamente. Su voz le resultaba familiar.

–Conozco tu voz… ¡Recuerdo tu voz! –exclamó–. Desde que me desperté, es lo primero que he recordado… pero no te reconozco –murmuró contrariada–. Me han dicho que eres mi marido. ¿Es verdad?

Lorenzo no podía apartar la vista de ella. Estaba preciosa, con el cabello algo revuelto cayéndole sobre los hombros, con esos increíbles ojos azules, casi violetas, mirándolo de un modo angelical. Por alguna razón no parecía la misma. Tal vez porque no estaba acostumbrado a verla sin maquillar. Brooke era de las que se pintaban nada más levantarse, por más que le había dicho que no necesitaba maquillaje para estar guapa.

Claro que… era normal que estuviese distinta. Para empezar, estaba más delgada. Parecía frágil y hasta más joven. Los cirujanos plásticos habían hecho un trabajo impecable «restaurando» su rostro después del accidente, aunque los cambios –por más leves que fueran– no escapaban a su aguda mirada. Su boca parecía un poco más ancha, sus labios algo más carnosos y su nariz un poco más corta. Y esa mirada en sus ojos azules…

Brooke casi nunca dejaba entrever sus emociones a los demás, pero en ese momento veía incertidumbre en sus ojos además de curiosidad.

–Sí, estás casada conmigo –le confirmó.

Habría querido decirle la verdad, que estaban en proceso de divorcio, porque no quería más mentiras entre ellos, pero se atuvo a las recomendaciones del médico. Necesitaba que Brooke confiara en él porque no tenía a nadie más que se hiciera cargo de ella en esos momentos.

Brooke tragó saliva y cerró los ojos un momento. Estaba empezando a dolerle la cabeza.

–¿Un poco de agua? –le ofreció Lorenzo, levantando el vaso con pajita que había dejado la enfermera en la mesilla.

–Sí, gracias –Brooke tomó un sorbo–. Tengo tantas preguntas…

–Te las contestaré todas una por una.

–Todo esto se me hace tan raro… ¿Por qué no te recuerdo pero sí recuerdo tu voz? –exclamó ella con frustración–. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? Nadie quiere decírmelo.

–Más de un año –contestó Lorenzo. Brooke puso unos ojos como platos–. Después de las primeras semanas, al ver que no salías del coma, el pronóstico de los médicos no era demasiado optimista, así que me da mucha alegría verte de vuelta en el mundo de los vivos –bromeó.

–¿Ah, sí? –murmuró Brooke, enarcando una ceja–. Y entonces… ¿por qué no lo demuestras?

–¿Que lo demuestre? –inquirió él, frunciendo el ceño.

–No sé, que sonrías o algo para parecer feliz de verdad. Has entrado todo serio, como si fueras la Parca –le dijo ella, sonrojándose por su atrevimiento–. Aquí me siento tan sola…

Apartando de su mente las dudas que le rondaban sobre si Brooke no estaría fingiendo su amnesia, Lorenzo le puso la mano en el hombro y le dijo:

–No estás sola.

–Siéntate a mi lado –le pidió Brooke, dando un par de palmadas en el colchón con mucho esfuerzo.

Él dio un respingo, como si le hubiese pedido que se metiese en la cama con ella, y acercó una silla para sentarse. Parecía que era muy reservado y muy seco, pensó Brooke. De hecho, le costaba imaginar haber tenido relaciones íntimas con alguien así, y la sola idea hizo que se le subieran los colores a la cara.

–¿Cuánto tiempo llevamos casados? –le preguntó.

–Tres años.

Entonces sí que debían haber tenido relaciones, pensó, sintiéndose incómoda de nuevo. Claro que él también debía sentirse incómodo, viendo que su esposa no se acordara de él.

–Siento mucho todo esto –murmuró–. Siento no poder acordarme de ti, y haberte dado tantos problemas.

–No me has dado ningún problema –replicó Lorenzo, sorprendido por sus disculpas.

No parecía la misma. Brooke siempre había sido muy egoísta y no pensaba en los demás salvo cuando podía utilizarlos para sus propósitos. Al verla bostezar, decidió que quizá deberían dejar las preguntas para otro momento.

–Creo que necesitas descansar; será mejor que me vaya y vuelva mañana –le dijo levantándose–. Además, tengo que hacer los trámites para que te trasladen a otra clínica más adecuada a…

–Pero es que yo lo que quiero es irme a casa –protestó ella–. No quiero quedarme aquí

–Me temo que eso es imposible. Necesitas rehabilitación para recuperar la movilidad y los consejos de un profesional especializado para tratar la amnesia –le explicó Lorenzo.

–¿Y no podrías quedarte un rato más? –le suplicó ella–. ¿No podríamos hablar un poco más? Hay tantas cosas que necesito saber…

Lorenzo se quedó callado un momento antes de volver a sentarse con un suspiro.

–De acuerdo. ¿Qué quieres saber?

–Pues, no sé… ¿Cómo nos conocimos? –inquirió ella. Se notaba cansada, pero su mente no podía parar; era un hervidero de preguntas.

–En una fiesta, en Niza. Yo había ido allí por negocios.

–¿Eres empresario? –inquirió Brooke.

–Banquero.

–No me gustan los bancos –murmuró ella. ¿Por qué había dicho eso?, se preguntó sorprendida.

Lorenzo también frunció el ceño.

–¿Por qué no te gustan los bancos?

A Brooke le pesaban los párpados.

–No lo sé –reconoció con una sonrisa soñolienta–. No sé por qué se me ha pasado ese pensamiento por la cabeza y lo he dicho en voz alta.

–Se te cierran los ojos. Te dejo para que descanses –insistió él, levantándose de nuevo–. Mañana nos vemos.

–¿No vas a darme ni un beso de despedida?

Aquella pregunta, hecha con una ingenuidad casi infantil que era risible, teniendo en cuenta que Brooke nunca había sido precisamente recatada, dejó a Lorenzo descolocado.

–Nada de besos –respondió–. Te estás cayendo de sueño y a mí, cuando beso a una mujer, me gusta que esté bien despierta.

–Eso es cruel –murmuró ella, cerrando los ojos.

Lorenzo vio que se había dormido. Debería estar buscando en Internet clínicas para periodos de convalecencia. Debería estar buscando al mejor psiquiatra para que la tratara de la amnesia. Pero en vez de eso se quedó allí de pie, observándola en silencio y sintiéndose mal porque le había mentido: al día siguiente no iría a verla porque tenía que volar a Milán para asistir a una conferencia internacional sobre banca.

Además, a pesar de llevar tres años casado con Brooke, de repente tenía la sensación de que no la conocía de verdad. Claro que a veces las personas se comportaban de un modo distinto dependiendo de las circunstancias. Quizá Brooke era así cuando se sentía insegura, y era normal, porque en ese momento ni siquiera sabía quién era. Seguro que cuando volviera a disponer de su fabuloso vestuario, de su maquillaje, y ocupara de nuevo los titulares de la prensa del corazón, volvería a ser la mujer a la que recordaba.

Brooke se dejó caer en la silla frente al escritorio del doctor Selby, su psiquiatra, y dejó a un lado el bastón que usaba para caminar. Después de la sesión de fisioterapia siempre se encontraba dolorida y la leve cojera que aún sufría entorpecía sus movimientos, pero no se quejaba porque el simple hecho de poder volver a andar ya le parecía una bendición.

–¿Cómo has estado estos últimos días, Brooke? –le preguntó el psiquiatra, mirándola por encima de la montura de sus gafas.

–Muy bien, aunque sigo sin tener ningún recuerdo –respondió ella con incomodidad–. Todo se me hace aún muy extraño. Hace unos días Lorenzo me regaló un maletín de cosméticos para reemplazar el que se destruyó en el accidente. Tuve la sensación de que esperaba que la sorpresa me entusiasmara, pero no sé para qué sirven la mitad de las cosas que trae el maletín. Aun así, me maquillé un poco para su siguiente visita. No quería que pensara que no apreciaba su regalo.

–Parece que la opinión de Lorenzo te importa mucho –observó el doctor.

–Bueno, es normal, ¿no?, es mi marido.

–Claro, claro. El caso es que ahora mismo dependes por completo de él, pero sería más sano para ti que intentaras recobrar poco a poco tu independencia a medida que vayas recobrando las fuerzas.

Brooke asintió con tirantez. En los últimos dos meses había aprendido a ignorar los consejos que no le hacían gracia. Y es que todo el personal de la clínica de rehabilitación parecía querer darle consejos. Y no solo eso; desde su llegada había ido de sorpresa en sorpresa: había descubierto que el hombre con el que estaba casada era extremadamente rico, que antes del accidente había sido famosa, una conocida influencer y aspirante a actriz que solía despertar la atención de los medios.

Esas revelaciones la habían chocado porque se veía como una persona introvertida y con poca confianza en sí misma. Le había preguntado a Lorenzo cuándo podría disponer de un teléfono móvil o un portátil para buscar información en Internet sobre su vida antes del accidente, pero él había insistido en que no era buena idea, que había más posibilidades de que recuperara sus recuerdos si no los forzaba.

–¿Qué haré si no recupero la memoria? –le preguntó al psiquiatra.

–Lo superarás volviendo a empezar de cero. Has tenido mucha suerte. Los daños que sufriste en el accidente fueron graves, pero aparte de la amnesia no te han quedado secuelas –le recordó el doctor Selby.

Sí, pero no podía recordar a su marido, y era algo que la atormentaba cada vez que Lorenzo iba a visitarla. Sin embargo, no podía ir a visitarla tan a menudo como había esperado. Por lo que se veía era un hombre muy ocupado, que tenía que viajar al extranjero varias veces al mes. De hecho, parecía que había acertado con su impresión inicial sobre Lorenzo: era muy reservado, y raramente la tocaba. Era evidente que lo incomodaba profundamente que no lo recordara, pero el que pareciese no querer rozarla siquiera tampoco la ayudaba a sentirse cómoda con él. Era algo que tendría que hablar con él… y cuanto antes mejor.

Además, Lorenzo no se había apartado de ella durante todos esos meses que había estado en coma. ¿Por qué ahora de repente guardaba las distancias con ella? ¿Es que ya no la amaba? ¿Tal vez había dejado de encontrarla atractiva? ¿Estaría pasando su matrimonio por un mal momento?

Esa tarde, después de su sesión diaria de fisioterapia, fue a su habitación a arreglarse. Lorenzo iba a ir a visitarla, y no quería recibirlo en camiseta y pantalón de chándal. Buscó algo que ponerse entre la ropa que le había traído de casa unos días antes, aunque no fue tarea fácil. Todas aquellas prendas le parecían ahora demasiado llamativas y poco prácticas. Finalmente se decantó por un vestido azul. El color era demasiado brillante, casi chillón, pero si se lo había comprado sería porque le había gustado. Lorenzo estaba acostumbrado a verla pintada y a la última moda, y tenía la esperanza de que podría derribar las barreras entre ellos si veía que estaba esforzándose por agradarlo.

Tras darle instrucciones a su chófer para que lo recogiera más tarde, Lorenzo se bajó del coche. Alzó la vista hacia la fachada de la clínica y apretó los labios, preparándose para otra visita a su esposa. Si no recobraba la memoria, antes o después se vería obligado a contarle que antes del accidente habían estado tramitando su divorcio. Pero el psiquiatra le había advertido que no estaba preparada para enfrentarse a esa realidad, que él se había convertido en su punto de apoyo, y que verse desprovista de repente de ese apoyo podría afectar a su estado mental, ya de por sí frágil, y hacer que su recuperación sufriera un fuerte retroceso.

Ya había tenido fuertes disensiones con sus abogados por las advertencias que le habían hecho con respecto a visitar a Brooke. Le habían dicho que yendo a verla solo conseguiría que el juez se convenciera de que concederle el divorcio obstaculizaría lo que podría considerarse como una posible reconciliación.

Y eso no era lo que él quería, desde luego que no. No quería seguir casado con ella. Sabía que tenía que poner un límite a su compasión, pero en el fondo sabía que no era eso lo que lo preocupaba. El verdadero problema era que la deseaba. De hecho, parecía como si de repente la deseara más que nunca. Pero… ¿por qué? Porque estaba distinta, tan distinta que a veces no podía creérselo. Por ridículo que resultara, la Brooke de ahora le gustaba. Tal vez hubiera sido así antes de que él la conociera, antes de que se hubiera apoderado de ella el ansia por ser famosa. Además, ya no parecía obsesionada con su aspecto, y para su sorpresa así, al natural, resultaba incluso más hermosa.

Y era evidente que no estaba fingiendo, porque la Brooke a la que recordaba nunca habría sido capaz de fingir de un modo convincente esa mezcla de inocencia e ingenuidad que ahora exhibía. De pronto veía en ella cualidades que jamás había visto: se preocupaba por él, no se comportaba de un modo egoísta ni caprichoso… Sin embargo, estaba decidido a no caer de nuevo en las arenas movedizas de las que tanto le había costado salir. Brooke se estaba recuperando bien y pronto podría volver a cortar lazos con ella.

Cuando entró en la habitación, Brooke, que estaba sentada en uno de los dos silloncitos que había junto a la ventana, se levantó como un resorte. Parecía como si quisiera que viera que se había arreglado y maquillado, que supiera que estaba haciendo progresos.

–Hoy pareces más… tú –comentó Lorenzo, al ver que estaba mirándolo expectante.

El brillo de emoción en los ojos azules de Brooke lo inquietó.

–Creo que estoy preparada para marcharme… para ir a casa contigo –le dijo–. Estoy segura de que sería mejor para mí estar en un sitio que me sea familiar. Aquí son muy amables conmigo, pero me estoy volviendo loca encerrada aquí. Esto es tan aburrido… Tus visitas son los únicos momentos que espero con ilusión cada semana.

Lorenzo dominó con dificultad su consternación.

–Mañana hablaré con tus médicos. No queremos precipitarnos, ¿verdad? Al fin y al cabo, hace dos meses no podías ni andar.

–¡Pero cada día me siento más fuerte! –protestó ella–. ¿Es que no lo ves?

–Pues claro que lo veo –contestó él con suavidad–, pero hasta que no hayas recobrado la memoria, es demasiado arriesgado.

Brooke apretó los puños, sin poder contener ya la frustración que llevaba reprimiendo durante días.

–¿Y entonces qué?, ¿tendré que quedarme aquí toda mi vida como paciente? –le espetó enfadada–. ¡Porque me han dicho, y supongo que a ti también, que puede que no llegue a recuperar jamás la memoria!

Lorenzo apretó los dientes. Sí, se lo habían dicho, pero había estado ignorando esa posibilidad con la esperanza de que sí recuperara la memoria y así pudieran dar carpetazo a su matrimonio y que cada uno siguiera su camino.

–Siéntate –le dijo–. Vamos a hablar de esto con calma.

Brooke volvió a sentarse y él ocupó el otro sillón y la escrutó en silencio. Parecía que había estado impaciente por que llegara para pedirle que la llevara a casa, y sentía que estaba siendo cruel aunque sabía que no tenía otra opción. Estaba preciosa, con el ensortijado cabello tapándole parte de la cara, los carnosos labios fruncidos en un mohín de enfado y las largas piernas asomándole por debajo del vestido.

–Antes del accidente… –comenzó Brooke en un tono vacilante–… nuestro matrimonio estaba pasando por un mal momento, ¿no es así?

La verdad era que no quería que le respondiera que sí, pero sentía que tenía que preguntarle y ser lo bastante fuerte como para afrontar la realidad por dolorosa que fuera. Si había problemas en su relación, no sería justo ni para él ni para ella que siguieran fingiendo lo contrario.

Lorenzo la miró desconcertado.

–¿Qué te hace pensar eso?

–Tampoco hay que ser un genio para darse cuenta –contestó ella en un murmullo–. No me tocas nunca, a no ser que no puedas evitarlo. Ni tampoco mencionas nunca nada personal, y si te hago alguna pregunta de ese tipo me sales con evasivas. Además, es evidente que no quieres que vuelva a casa. Sé sincero, Lorenzo; lo soportaré. Y luego puedes irte a casa o volver al banco, porque parece que trabajas dieciocho horas al día.

Lorenzo apretó los dientes, lleno de frustración. Habría sido el momento perfecto para hablarlo si no tuviera que tener en cuenta el delicado estado de Brooke. Además, había lágrimas en sus ojos.

Enfadada consigo misma, Brooke se las enjugó con impaciencia con el dorso de la mano.

–Deja de tratarme como a una niña; deja de escoger las palabras cuando me hablas. ¡Tengo veintiocho años, por amor de Dios, no soy una cría! La amnesia es frustrante, pero estar todo el día aquí metida, preguntándome qué clase de relación tenemos es un auténtico suplicio… –exclamó levantándose y dándole la espalda, decidida a no llorar delante de él.

Aturdido, Lorenzo se levantó y le puso una mano en el hombro, pero ella se revolvió, girándose hacia él para decirle con fiereza:

–¡Vete a casa! Ya hablaremos otro día…

Lorenzo no pudo contenerse. La asió por los brazos y, cuando se encontró inclinándose contra su voluntad para besarla, se increpó mentalmente por ese momento de debilidad. Sin embargo, conocía demasiado bien a las mujeres como para no darse cuenta de que si Brooke, que le había rodeado el cuello con los brazos, se lo estaba permitiendo, era para ponerlo a prueba. Aun así, no había nadie observándolos y solo sería un beso breve, se dijo cuando ella abrió la boca en una muda invitación.

La pasión con que estaba besándola sorprendió a Brooke. Los labios de Lorenzo acariciaban los suyos con fruición, justo lo que había estado ansiando durante todas aquellas semanas interminables sin ser consciente de ello.

Se aferró a sus anchos hombros pues sentía que le flaqueaban las piernas, mientras se deleitaba con la embriagadora sensación de los labios de Lorenzo contra los suyos. Le faltaba el aliento, se notaba mareada, y estaba experimentando toda una miríada de sensaciones que eran completamente nuevas para ella.

No, era imposible que fueran nuevas para ella, se corrigió; era solo que no las recordaba. Y, sin embargo, la chocaban los rápidos latidos de su corazón, lo duros que se le habían puesto los pezones, y lo sensibles que los notaba al roce contra la tela del vestido. También el calor que notaba entre los muslos, como un ansia palpitante, y la incipiente erección de él contra su abdomen.

Lorenzo despegó finalmente sus labios de los de ella y la hizo sentarse de nuevo. Solo había sido un beso, se repitió. ¿Y qué era un beso? Sin embargo, se sentía tan irritado consigo mismo por haber vuelto a sucumbir a la tentación que apretó los puños y retrocedió un par de pasos.

–Ha sido maravilloso –murmuró Brooke con una enorme sonrisa, completamente ajena a sus pensamientos–. Ahora me siento mucho mejor con respecto a lo nuestro.

–Estupendo –respondió él entre dientes.

Se sentía completamente descolocado. En los tres años que llevaban casados, Brooke jamás lo había besado de ese modo, ni le había mostrado ni un ápice del deseo que había dado por hecho que sentía por él cuando se habían casado.

Fijó sus ojos en ella y le dijo:

–No soy un hombre dado a expresar mis emociones.

–No hace falta que lo jures –apuntó ella–; es bastante evidente. No lo has hecho en ninguna de tus visitas. Me preocupaba que nuestra relación no fuera bien, y ahora mismo estás muy tenso.

Lorenzo estaba empezando a sentirse como si estuviera sentado en el banquillo de los acusados.

–No estoy tenso –replicó.

Pero no tenía razón; sus facciones no podían estar más tensas, pensó Brooke. Y, sin embargo, a pesar de lo reservado que parecía, había demostrado tanta emoción en aquel beso… ¿O habría sido solo deseo? ¿Y cómo podía ser que no fuera capaz de diferenciar entre una cosa y la otra cuando llevaban tres años casados, cuando no había olvidado cosas como los nombres de las estaciones o los días de la semana? Tragó saliva. Tenía miedo de dejarse llevar por sus expectativas, de esperar demasiado de él.

–¿Me llevarás a casa esta semana? –le preguntó sin rodeos–. Aunque los médicos no estén de acuerdo, yo me siento preparada para irme. No puedo quedarme aquí para siempre… ¿O es que preferirías que me quedase?

Al oír la ansiedad en su voz, Lorenzo se sintió como si le hubiesen dado un latigazo. Por más que intentase ocultárselo, era evidente que estaba estresada y preocupada, y volvió a maravillarlo ese poder leer en ella como en un libro abierto cuando nunca había podido hacerlo.

–Pues claro que no; hablaré con ellos.

Satisfecha con esa respuesta, Brooke lo miró a los ojos.

–Te prometo que no te causaré ningún problema. No tengo una depresión ni una enfermedad mental; solo he perdido la memoria. Y solo quiero recuperar mi vida… –murmuró. «Y a mi marido», añadió para sus adentros.

De pronto se encontró sonriendo ante la perspectiva de reunir a Brooke con toda la ropa que tenía en su vestidor, con sus joyas y con los álbumes que atesoraba, llenos de artículos de la prensa rosa que hablaban de ella. Estaba seguro de que eso la ayudaría a recobrar la memoria. ¿Cómo podía haber esperado que la recobrara encerrada en un entorno completamente aséptico, sin el menor estímulo, privada de todo lo que valoraba y de todo aquello con lo que disfrutaba? En aquella clínica privada no había nada que pudiera resultarle familiar ni que respondiera a sus gustos. Sí, la llevaría a «casa» con él, a Madrigal Court, y allí, con toda probabilidad, recobraría la memoria y recordaría que lo odiaba.

E-Pack Bianca septiembre 2020

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