Читать книгу E-Pack Jazmin Especial Bodas 2 octubre 2020 - Varias Autoras - Страница 28

Capítulo 1

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ALGO sacó a Easton Springhill de un sueño profundo.

Se giró y miró el despertador, que marcaba las cuatro y veintiséis minutos de la madrugada. Las cortinas del dormitorio estaban abiertas, como siempre, porque le gustaba ver el paisaje de las cumbres nevadas cuando abría los ojos; pero en ese momento solo alcanzó a ver las estrellas en el cielo.

Suspiró y se volvió a tumbar. Sabía que ya no se podría dormir; además, se debía levantar de todas formas en poco más de una hora.

Odiaba despertarse antes de que sonara el despertador. Sobre todo cuando tenía la sensación de haber salido de un sueño maravilloso. Apenas recordaba unas cuantas imágenes, un eco vago; pero sabía que había soñado con él.

Se tumbó de lado y pensó que despertarse había sido lo mejor. Cuando Cisco entraba en sus sueños, ella se pasaba el resto del día en un estado extraño, suspendido. En parte, por la euforia de haber gozado de su compañía, aunque fuera en el mundo de su subconsciente; y en parte, por la depresión de despertar a otra jornada de duro trabajo en su rancho de Idaho. Sola, como siempre.

Sacudió la cabeza, molesta por la deriva de sus pensamientos, y se recordó que tenía una buena vida. Adoraba el rancho, adoraba a sus amigos y adoraba a sus sobrinos.

Lamentablemente, le faltaba lo que había deseado siempre desde su adolescencia.

Se sentó en la cama y se preguntó qué la habría despertado. Jack y Suzy, sus pastores escoceses, estaban ladrando en el exterior; pero eso no significaba nada; seguramente ladraban a un ternero o a algún roedor que había cometido el error de meterse en su territorio.

En cualquier caso, ya no podría conciliar el sueño. Sería mejor que aprovechara la situación para levantarse y trabajar un poco antes de afrontar las tareas diarias. Por desgracia, la contabilidad del rancho Winder siempre la estaba esperando.

Ya se había levantado y estaba buscando la bata cuando oyó un ruido que hizo eco en el interior de la casa, tan grande como vacía.

Se quedó helada y se preguntó qué diablos sería. Le había parecido una mezcla de chillido y aullido.

Un segundo después, oyó un golpe seco seguido de un tintineo, como si uno de sus tazones de plástico se hubiera caído de uno de los armarios.

Asustada y nerviosa, lamentó que los perros estuvieran en el exterior. Siempre permitía que el viejo Chester se quedara dentro de la casa, pero el pobre animal había fallecido durante el invierno.

Se puso unas zapatillas, se cerró la bata sobre la camiseta que llevaba y alcanzó el rifle preferido de su tío Guff, que siempre había insistido en que lo tuviera debajo de la cama, por si acaso.

Easton vivía sola en un rancho y a casi dos kilómetros del vecino más cercano. En tales circunstancias, solo una idiota habría despreciado la conveniencia de ser precavida. Y ella no era una idiota; al menos, en lo tocante a esos asuntos. Tenía la suerte de haber crecido con tres primos muy protectores.

Abrió un cajón de la mesita de noche, alcanzó dos cartuchos y los metió en la recámara. A continuación, alcanzó el teléfono móvil y se lo metió en el bolsillo, aunque no tenía intención de llamar a la policía sin comprobar antes lo que pasaba. Trace Bowman se reiría de ella si lo molestaba a esas horas porque un conejo se había metido en la cocina.

Salió del dormitorio y se maldijo a sí misma por haberse quedado en el piso de arriba después de la muerte de Jo. Habría sido más conveniente que se mudara a una de las habitaciones del piso bajo, pero se empeñó en mantener sus rutinas y en permanecer en el mismo lugar donde dormía desde los dieciséis años, cuando sus padres fallecieron.

Caminó hacia la escalera. Casi había llegado a ella cuando volvió a oír el ruido y se le erizó el vello de la nuca.

Definitivamente, no era un conejo. Sonaba más bien como un puma.

Pensó que eso explicaría los ladridos de los perros y recordó que había visto huellas de puma el día anterior; pero estaban más allá de los pastos del norte, al otro lado de la verja de su propiedad.

Además, no tenía sentido. Aunque hubiera cometido la estupidez de dejar una ventana abierta, ningún puma se metería en una casa; los grandes felinos eran animales solitarios que evitaban acercarse a los seres humanos.

Pensó que en eso se parecían a Cisco.

Cuando llegó al piso inferior, se le había acelerado el pulso. Se negaba a creer que un puma estuviera en la cocina de su casa. Supuso que, a pesar de sus precauciones habituales, habría dejado la ventana abierta; de ser así, cabía la posibilidad de que la brisa de mayo hubiera movido las cortinas y de que estas hubieran tirado la loción de manos y el jabón que tenía en el alféizar.

Era una tesis razonable, pero tenía un defecto: no explicaba el aullido.

Justo entonces, vio que en la cocina había luz. Sin embargo, nunca dejaba las luces encendidas. Y los pumas no se dedicaban a pulsar interruptores.

Ya había llegado a la conclusión de que no se trataba de un felino cuando oyó otro ruido, seguido por una maldición en voz baja.

Era un animal, sí; pero un animal racional.

Se apretó contra la pared del pasillo y dudó. No sabía si entrar en su despacho, echar el cerrojo y llamar a la policía o entrar en la cocina y apuntar al intruso hasta que las autoridades se presentaran en la casa.

Al final, optó por la primera opción. Entrar en la cocina era demasiado arriesgado; ni siquiera sabía si se enfrentaba a una persona o a varias.

Se dirigió lentamente al despacho; pero, a mitad de camino, oyó lo que parecía una risita y se quedó perpleja. Conocía a dos niños adorables que se reían del mismo modo; uno era Joey Southerland, el hijo de Quinn y Tess, que estaría durmiendo tranquilamente en su dormitorio de Seattle; la otra era Abby Western, que se encontraba en Los Ángeles con Mimi y Brant. Y no esperaba que la visitaran en mitad de la noche.

La risita se repitió unos segundos después. Easton cambió de opinión, dio media vuelta y entró en la cocina. Ya llamaría más tarde a la policía.

–Si se mueve, dispararé –amenazó–. Estoy hablando en serio.

Easton tardó un momento en reconocer al intruso. Jamás se habría imaginado que el supuesto puma resultaría ser un hombre con una niña en brazos. Y no un hombre cualquiera, sino Cisco del Norte en persona.

–Maldita sea, East… ¡Me has dado un susto de muerte!

Easton sacó los dos cartuchos de la recámara y dijo:

–¿Qué demonios estás haciendo aquí, Cisco? He estado a punto de disparar. ¿Por qué no me has llamado? ¿Y de quién es esa niña?

La niña volvió a reírse. Era de cabello negro, pestañas enormes, hoyuelos en las mejillas y unos grandes ojos azules.

–Es una larga historia. Te la contaré cuando bajes ese rifle.

–Empieza a hablar de una vez, Cisco. ¿A qué viene esto? Hace meses que no sé nada de ti; y de repente, te presentas sin avisar, en plena madrugada y con una niña en brazos.

Él suspiró. Parecía cansado.

–Lo siento mucho, East. Supongo que debería haberme quedado en algún hotel de la carretera, pero llegué anoche a Salt Lake, procedente de Bogotá, y la pobre Isabela se quedó dormida en cuanto la subí al coche. Decidí conducir hasta que se despertara, pero ha estado dormida todo el camino.

–Eso no explica tu presencia en mi casa. De hecho, no explica nada en absoluto; salvo el nombre de la niña y que has estado en Colombia.

Easton conocía muy bien a Francisco del Norte, al que todos llamaban, simplemente, Cisco. Sabía enredar a la gente; los confundía con todo tipo de historias y razonamientos hasta que ya no recordaban ni su propio nombre ni, por supuesto, lo que le hubieran preguntado.

–Oh, lo siento… ¿qué querías saber?

En otras circunstancias, Easton le habría dicho un par de cosas desagradables; pero era evidente que Cisco no se encontraba bien. En ese momento, osciló un poco y se apoyó en la mesa de la cocina como si no tuviera fuerzas.

Ella dejó el rifle en la encimera y tomó a la niña en brazos.

–¿Cuándo has dormido por última vez?

Cisco parpadeó. Las arrugas de su cara parecían más pronunciadas que nunca.

–¿Qué día es hoy?

–Miércoles –respondió ella–. Y por el tamaño de tus ojeras, cualquiera diría que no has dormido desde el lunes o desde el domingo de la semana pasada.

–Te equivocas. Eché una cabezadita en el avión.

Easton lo miró con espanto.

–¿Es que te has vuelto loco? ¿Has conducido desde Salt Lake en ese estado? ¡Podrías haber sufrido un accidente!

–No es para tanto –dijo con una sonrisa forzada–. Me conoces de sobra… recobro las energías con facilidad.

Easton pensó que no era cierto, que ya no lo conocía. Cisco y sus hermanos de adopción, Brant y Quinn, se convirtieron en sus mejores amigos cuando ella llegó al rancho Winder. Compartían secretos, hablaban de sus sueños y se divertían juntos. Pero luego, todo cambió.

La niña llevó una mano a su pelo y le pegó un tirón. Easton sintió un intenso dolor; pero no por el tirón, sino porque se acordó de otro niño, de cabello igualmente negro, que solo había tenido unos minutos entre los brazos.

–Lamento presentarme a estas horas, East. Tenía intención de llamarte por teléfono, pero ya era tarde cuando llegamos a Salt Lake.

Easton era perfectamente consciente de que todavía no le había dado ninguna explicación. Por lo visto, Cisco había mejorado sus tácticas evasivas.

–No sabía adónde ir –continuó él–. ¿Te importa que nos quedemos en el rancho? Solo serán unos días.

Ella quiso echarlos a él y a la niña que tan malos recuerdos le despertaba. Sin embargo, se dijo que no era para tanto; si podía dirigir un rancho de ganado sin ayuda de nadie, soportaría unos cuantos días con Cisco del Norte y su misteriosa niña.

–Sabes que no tienes ni que preguntarlo. Vivo sola en esta gigantesca y destartalada casa, llena de habitaciones vacías. Además, Brant, Quinn y tú tenéis acciones del rancho; es tan vuestro como mío –le recordó–. No te puedo echar a patadas.

–¿Aunque te apetezca?

Easton hizo caso omiso de su pregunta.

–¿La niña es tuya? –contraatacó.

–Claro que no –respondió él, indignado–. Si hubiera tenido una hija, os lo habría dicho.

–¿Por qué? Nunca nos cuentas nada.

Los ojos de Cisco brillaron con enfado.

–Pues no, no es mía –insistió.

–Entonces, ¿de dónde ha salido? ¿Qué estás haciendo con ella?

Él apretó los labios.

–Es una historia larga y complicada.

Ella no dijo nada; se quedó esperando a que ampliara la información. Era un truco que había aprendido de su tía Jo, quien siempre había sido una especialista en el arte de dejar que los niños que adoptaba se cavaran la tumba con sus propias palabras.

Cisco resultó no ser inmune a la táctica, porque, segundos más tarde, suspiró y siguió hablando.

–Sus padres eran amigos míos. A su padre lo mataron justo antes de que ella naciera, y su madre murió la semana pasada… pero antes de morir, me rogó que la llevara a Estados Unidos y la dejara con una de sus tías, que vive en Boise. Lamentablemente, su tía no se puede ocupar de ella hasta dentro de unos días.

Easton pensó que su historia tenía más agujeros que un queso de gruyer, pero no quiso presionarlo porque Cisco estaba tan agotado que parecía a punto de desmayarse.

Además, no quería que se quedara en el rancho. La mayor parte del tiempo, Easton estaba convencida de ser una mujer fuerte y capaz, pero, cuando él entraba por la puerta, despertaba todos los sentimientos que ella había sepultado a duras penas.

De haber podido, le habría dicho que se fuera a otra parte. Sin embargo, el rancho Winder era tan suyo como de ella, aunque él parecía haberlo olvidado.

–Seguiremos hablando cuando descanses un poco. Pondré sábanas limpias en tu cama. Tess y Quinn han convertido el antiguo dormitorio de Brant en una sala de juegos para el pequeño Joe, y Abby lo usa para echarse la siesta. Isabela puede dormir en la cuna.

–No hace falta que las cambies; lo haré yo –dijo Cisco–. De hecho, estoy tan cansado que me tumbaría a dormir en el suelo de la cocina si me lo permitieras.

–Dormirás mejor con sábanas limpias –insistió–. Quédate aquí y descansa unos minutos… si es que puedes seguir despierto, claro.

–Gracias, East.

Cisco le dedicó otra sonrisa llena de agotamiento y Easton odió la tensión que siempre había entre ellos, como si fuera una verja electrificada.

Pero no podía hacer nada al respecto. Lo había sobrellevado durante los cinco años transcurridos desde la muerte de su tía y podría soportarlo unos días más; a fin de cuentas, Cisco y la niña necesitaban un sitio donde quedarse.

Subió al dormitorio, se quito la bata y el camisón, se puso unos vaqueros y una camiseta, se lavó los dientes y se recogió el pelo antes de dirigirse al antiguo dormitorio de Cisco.

Sus tíos, Jo y Guff, no habían podido tener hijos propios; así que tomaron una decisión y se dedicaron a adoptar niños con problemas. Cisco no fue ni el primero ni el último, pero Quinn, Brant y él se entendieron tan bien que se querían tanto como si fueran hermanos de verdad.

Easton procuraba evitar su antiguo dormitorio. Era una habitación sin lujos, como las del resto de la casa; tenía cortinas de color verde y azul, una cómoda, una mesa, una silla y una cama grande. Al entrar en ella, se preguntó qué habría pensado Cisco cuando la vio por primera vez, en su infancia.

Se acordaba perfectamente del día en que Cisco llegó. Por aquel entonces, Easton tenía alrededor de nueve años; sus padres todavía no habían fallecido, y vivía con ellos en la casa del capataz, en la carretera que llevaba al cañón. Aquella mañana se había encaramado a una de las vallas y se dedicaba a observar a Brant y a Quinn mientras entrenaban a un caballo bajo la supervisión de Jo, que estaba esperando a Guff.

La camioneta de Guff, que siempre estaba impecablemente limpia, apareció poco después en el camino. Segundos más tarde, la portezuela del copiloto se abrió y Easton se encontró ante un chico de cabello negro y rasgos mediterráneos. Llevaba unos vaqueros que le quedaban demasiado cortos y una camiseta tan desgastada que parecía un trapo viejo.

Por supuesto, todos estaban informados de su llegada. Jo ya les había hablado del chico al que habían encontrado un par de semanas antes en las montañas, donde se había escondido de las autoridades después de que su padre falleciera en un accidente de trabajo.

Easton sabía que Brant y Quinn estaban preocupados por el chico nuevo, pero ella ardía en deseos de añadir otro hermanastro a su colección.

Bajó de la valla y caminó hacia la camioneta del tío Guff en compañía de Jo, consciente de que Brant y Quinn los seguían a cierta distancia. Guff pasó un brazo alrededor de los hombros de Cisco, que parecía perdido y asustado. Pero justo entonces, el recién llegado le dedicó una sonrisa tan aparentemente llena de seguridad que Easton se enamoró de él al instante.

Habían transcurrido veinte años desde entonces y Easton seguía sin saber si se había enamorado por la vulnerabilidad inicial de su mirada o por aquella sonrisa que intentaba enmascarar sus temores. Fuera como fuera, aquella misma noche se juró a sí misma que nunca lo dejaría de amar.

Suspiró, quitó las sábanas de la cama y puso unas limpias mientras se preguntaba cómo era posible que todavía siguiera fiel a aquel juramento.

A lo largo de los años, se había repetido una y otra vez que lo que sentía no era amor. Se decía que era un encaprichamiento juvenil, una tontería que la mayoría de las personas superaba con el paso del tiempo. Incluso se había esforzado por enamorarse de otros hombres.

De hecho, estaba saliendo desde el mes anterior con Trace Bowman, el jefe de policía de Pine Gulch. En principio, Trace era todo lo que podía desear: un hombre divertido, cariñoso y muy atractivo que, además, tenía su propio rancho en el pueblo.

Easton quería una familia; siempre la había querido, pero su sentimiento se había exacerbado al ver a Quinn y Tess con el pequeño Joey y a Brant y a Mimi con Abigail. De repente, necesitaba algo más que su trabajo; algo que no podría encontrar mientras siguiera encaprichada de Cisco del Norte.

Sabía que debía olvidarlo y seguir adelante, pero, cada vez que se creía liberada de aquella condena, él reaparecía y la volvía a conquistar con su sonrisa.

Habría dado cualquier cosa por ser una mujer tan fuerte como su madre y su tía Jo. Hasta había llegado a pensar que todo habría sido más fácil si Cisco se hubiera establecido en alguna parte en lugar de andar por ahí, yendo de un país a otro. Si hubiera dejado de viajar, ella habría dejado de preocuparse por él. Pero seguía viajando, lo cual significaba que no había encontrado lo que buscaba. Y, cuando se cansaba de deambular por el mundo, volvía al rancho, se quedaba unos días o unas semanas y reavivaba la antigua pasión.

Por desgracia, no podía hacer nada al respecto. El rancho Winder también era suyo.

No podía echarlo sin más, pero podía y debía controlar sus propios sentimientos.

Esa vez, las cosas serían distintas. Seguiría con su vida y asumiría definitivamente que Cisco era como el puma que había visto en los pastos del norte, una criatura salvaje y errante que no se podía domesticar.

E-Pack Jazmin Especial Bodas 2 octubre 2020

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