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Capítulo 4

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CISCO pensó que aquello era el paraíso.

Viajaba a lomos de su caballo preferido, Russ, cabalgando por un camino precioso desde el que se veían las montañas.

El cielo estaba despejado y olía a pino y a flores silvestres. Como Easton.

Ella cabalgaba a poca distancia, montando a Lucky Star. Cuando se giró para mirarla, le dedicó una sonrisa. Su cabello rubio flotaba en la brisa. Parecía más joven que antes e inmensamente feliz. De hecho, Cisco no la había visto tan feliz en mucho tiempo.

El día era tan perfecto que deseó que no terminara.

Pero todo tenía su final. De repente, el sol se ocultó tras un frente de nubes que anunciaban tormenta y el camino se volvió oscuro y peligroso. Easton bajó el ritmo y la distancia que los separaba aumentó.

Cisco siguió adelante de todas formas. Tenían que encontrar un lugar donde guarecerse de la lluvia, que había empezado a caer.

Por desgracia, el terreno resultaba muy poco recomendable en esas condiciones. El agua lo embarró enseguida y lo volvió más traicionero que de costumbre, porque estaba lleno de piedras sueltas.

En ese momento, se dio cuenta de que el caballo de Easton se estaba saliendo del camino e intentó avisarla, pero el viento soplaba en dirección contraria y ella no lo oyó.

–¡Para, Easton! ¡Vuelve atrás!

Easton se limitó a sonreír, ajena a su advertencia.

Un segundo más tarde, Lucky Star pisó mal y cayó con Easton por el precipicio.

–¡Easton!

Cisco despertó inmediatamente de la pesadilla y llevó la mano a la pistola que guardaba bajo el almohadón. Miró a su alrededor, confundido.

Solo había sido un sueño. Estaba en su antiguo dormitorio del rancho Winder.

Miró las cortinas que Jo le había hecho y devolvió la pistola a su sitio mientras se intentaba tranquilizar.

Solo había sido un sueño. Easton se encontraba bien. No lo había seguido al corazón de sus pesadillas. Por lo menos, en esa ocasión.

Ya se había calmado cuando oyó una especie de gemido. Tardó unos instantes en darse cuenta de que procedía del intercomunicador.

Era la niña, que estaba llorando.

Se levantó a toda prisa, a pesar del dolor de su costado, y se dirigió al dormitorio contiguo.

La habitación de Easton estaba a oscuras, y esperaba que siguiera así. Isabela era responsabilidad suya. Ya la había molestado bastante.

Sin embargo, se sentía decepcionado porque no la había visto desde el día anterior, desde que fueron a la consulta de Jake Dalton. Cuando volvieron al rancho, estaba tan agotado que solo tuvo fuerzas para subir por la escalera y echarse a dormir. Además, el efecto de la fiebre y de los antibióticos era tan fuerte que había dormido toda la noche, toda la mañana y parte de la tarde de un tirón.

Pensó en Easton y se preguntó si tendría sueños tan tormentosos como los suyos. Sin embargo, sabía que él no le convenía, que siempre le complicaba la existencia. Era mejor que mantuviera las distancias.

Entró en el dormitorio de la pequeña y se acercó a la cuna. No se había despertado; estaba gimiendo en sueños.

La tumbó de lado, le puso una mano en la espalda y le empezó a tararear una nana, cuyo origen ni siquiera recordó. Tal vez se la hubiera cantado su madre, aunque había fallecido cuando él era un niño de tres años y no tenía muchos recuerdos de ella.

Sus padres habían sido braceros que viajaban por todo el país, de cosecha en cosecha. Recogían lechugas, fresas, arándanos, manzanas, cualquier cosa que la tarjeta de residencia temporal les permitiera. Él había nacido en Texas, y siempre viajaba con ellos. Según su padre, había sido un buen chico que se quedaba junto a su madre cuando trabajaban en los campos; pero una vez, según le contó, se lanzó a la aventura y se perdió en California.

Cuando Mariana notó que había desaparecido, corrió en su busca. Lo encontró a punto de zambullirse en un canal de riego que iba muy crecido por las lluvias. Mariana no sabía nadar, pero se arrojó tras él y consiguió sacarlo del agua.

Desgraciadamente, fue lo último que hizo. Cuando los hombres llegaron, era demasiado tarde. Se ahogó sin remedio.

Cisco se frotó los ojos. Recordaba pocas cosas de aquel día. Recordaba la temperatura helada del agua y su temor y su confusión cuando vio que su madre no salía del canal.

Su padre nunca lo culpó por ello; pero, cuando Cisco creció, se sintió culpable de todas formas.

Desde entonces, había imaginado muchas veces que se lanzaba tras ella y que le salvaba la vida en el último momento. Pero no podía cambiar el pasado. No había podido evitar la muerte de su madre y tampoco lo había conseguido con Soqui.

Empezaba a pensar que daba mala suerte a las mujeres. Y no quería hacer daño a Easton.

Tras asegurarse de que la niña estaba completamente dormida, caminó hasta la ventana y apartó la cortina. La vista era la misma que la de su dormitorio; la misma de siempre, con las montañas al fondo y el granero en primer plano.

Cada vez que volvía al rancho, se sentía mejor. A fin de cuentas, era el único hogar que había tenido.

Cuando Jo y Guff lo adoptaron, estaba seguro de que duraría muy poco en aquel lugar. Se preguntaba por qué querrían a un niño delgaducho y problemático, al hijo de una pareja de trabajadores inmigrantes. Incluso llegó a robar una tienda de campaña que encontró en el desván, dispuesto a fugarse otra vez a las montañas.

No había olvidado el día en que llegó. Se acordaba del alto y canoso Guff, con su cara curtida por muchos años de trabajo al sol; se acordaba de la esbelta y menuda Jo, de ojos marrones y sonrisa encantadora; se acordaba de Quinn y de Brant, que eran mayores que él y a los que siempre intentaba agradar; pero, sobre todo, se acordaba de Easton.

Al verla por primera vez, pensó que tenía los dientes más blancos y la piel más clara que había visto nunca. Era realmente preciosa; de pelo rubio, recogido en una coleta y cubierto con un sombrero vaquero.

Y en esos momentos, veinte años después, seguía pensando lo mismo. Aún le parecía la mujer más hermosa de la Tierra.

Echó la cortina y salió del dormitorio. La herida le dolía tanto que sabía que no podría dormir, pero necesitaba descansar para cuidar de Isabela. No quería molestar a Easton más de lo necesario.

Jake le había recetado unas pastillas que le quitaban totalmente el dolor, pero tenían el inconveniente de que también le producían sueño. Decidió bajar a la cocina y tomar algo más suave.

Mientras se dirigía a la escalera, se acordó de las travesuras que hacía con Brant y Quinn. Quinn siempre había sido el líder del grupo, aunque él contribuía con ideas propias. Brant, que iba de chico bueno, intentaba evitar que se metieran en líos; pero lo conseguía muy pocas veces. La fuerza incendiaria y combinada de Quinn Southerland y Francisco del Norte era demasiado para alguien que intentaba cumplir las normas.

Los tablones de la escalera crujieron bajo sus pies. Eso tampoco había cambiado. Crujían tanto que, de niños, se descolgaban por la ventana para que nadie los oyera.

Cuando llegó abajo, echó un vistazo a su alrededor y pensó que la casa era demasiado grande y estaba demasiado vacía para que Easton viviera sola. Tal vez sería más adecuado que se mudara a la casa del capataz, donde ya había vivido con sus padres.

Pero no quería pensar en ella.

Entró en la cocina y abrió el armario donde Jo siempre había guardado las medicinas. Justo entonces, oyó un ruido a su espalda y reaccionó por instinto: alcanzó la primera arma que pudo encontrar y se giró con un cuchillo en la mano.

Era Easton. Llevaba unos pantalones sueltos y una camiseta vieja.

–Ya me has amenazado con una pistola y con un cuchillo. ¿Qué será lo siguiente? –ironizó–. ¿Llevas una ametralladora encima?

Él dejó el cuchillo en la encimera.

–Descuida. De momento, estás a salvo –declaró.

Easton sacó un vaso para servirse un poco de agua. Cisco hizo un esfuerzo por no admirar sus curvas cuando alzó los brazos.

–Siento curiosidad, Cisco –añadió.

–¿Curiosidad? ¿Respecto a qué?

Easton dio un trago de agua antes de hablar.

–¿Es que no duermes nunca? No me refiero aquí, sino a los sitios adonde vas cuando haces esas cosas de las que no hablas.

–Claro que duermo.

–¿Con una pistola bajo la almohada y un cuchillo al lado?

Cisco tendría que haber contestado afirmativamente, de modo que decidió hacerse el loco y cambiar de conversación.

–He bajado a buscar un ibuprofeno, pero no hay.

–¿Por qué quieres uno? ¿Las pastillas de Jake no te hacen efecto?

–Sí, pero me duermen.

Ella lo miró con intensidad, pero no dijo nada. Se limitó a abrir otro armario y a sacar un botecito, que le lanzó.

–Gracias.

–No hay de qué.

–Siento haberte despertado. Siempre olvido que esa escalera cruje terriblemente…

Easton sonrió.

–A veces pienso que Guff lo hizo a propósito cuando la construyó, para que sirviera como alarma –comentó ella–. Me descubrió in fraganti varias veces, durante mi adolescencia…

–Vaya, no sabía que hubieras sido tan rebelde, Easton Springhill. ¿Y adónde ibas, si se puede saber?

Ella lo miró con humor.

–A ningún sitio especialmente interesante. Yo no era tan traviesa como vosotros… en general, solo salía a montar.

–Sí, claro. Salvo cuando te venías con nosotros –le recordó.

–Sí, eso es cierto –admitió ella–. ¿Te acuerdas del día que os rogué que me llevarais con vosotros a Hidden Falls? No recuerdo cuántos años tenía… ¿trece, tal vez? Pero recuerdo que mi madre me lo prohibió porque decía que ya era mayor para hacer escapadas nocturnas con chicos.

–Lo recuerdo perfectamente.

Cisco no lo habría podido olvidar en ningún caso. Dejaron una nota a la madre de Easton para que no se preocupara, pero Guff no fue más clemente por eso. Los reprendió con aspereza y les recordó que Easton ya no era una niña, que se había convertido en una mujer y que debían tratarla con respeto a partir de entonces.

–Siempre fuimos una mala influencia para ti…

Easton arqueó una ceja.

–¿Y eso ha cambiado? –bromeó.

–No sé si ha cambiado, pero tus padres deberían haberte encerrado en la casa del capataz cuando Jo y Guff adoptaron a Quinn.

Ella se apoyó en el frigorífico y sonrió.

–Oh, vamos… mi vida fue mucho mejor gracias a vosotros. Brant y Quinn se convirtieron en los hermanos que no había tenido. Y en cuanto a ti…

Easton dejó la frase sin terminar.

–¿En cuanto a mí?

–Bueno, es evidente que no fuiste precisamente un hermano –murmuró.

Él suspiró y dio un paso hacia ella, haciendo caso omiso de las alarmas que se habían activado en su mente. Le gustaba demasiado y se sentía completamente dominado por el deseo, irresistiblemente atraído por su encanto.

Easton tragó saliva y lo miró con más intensidad, consciente de lo que pasaba.

En circunstancias normales, Cisco habría refrenado sus impulsos y habría salido de la cocina antes de cometer un error; pero su contención saltó por los aires cuando la miró a los ojos y comprendió que ella también lo deseaba.

–Cisco…

Sus palabras se perdieron contra los labios de Cisco.

Y le pareció maravilloso.

La boca de Easton estaba fría por el agua que acababa de tomar; pero le supo a menta, dulce. Su piel, profundamente femenina, tenía un aroma tan cálido como seductor.

Durante los momentos más oscuros de Cisco, cuando estaba en alguna misión de resultado incierto, se aferraba al recuerdo de los besos de Easton en la caseta del lago Windy que había construido con ayuda de Quinn y de Brant.

Recordaba el placer de tenerla entre sus brazos y el calor de su pasión. Recordaba cada instante, cada gemido, cada suspiro del tiempo que habían compartido cinco años atrás. Recordaba el ángulo de su cabeza cuando la acariciaba, el movimiento de sus manos cuando las llevaba a su camisa y, naturalmente, el éxtasis de entrar en su cuerpo.

Pero la realidad de su boca era mucho más placentera que los recuerdos del pasado.

Desgraciadamente, sabía que no podía durar. En cuestión de segundos, uno de los dos recobraría el buen juicio y rompería el contacto. Pero, de momento, Easton seguía aferrada a él, con las manos en su cintura.

Cisco la apretó contra la mesa de la cocina. Ya no le dolía nada; ni la herida del costado ni sus heridas interiores. Solo podía pensar en ella, en la única cosa de su vida que merecía la pena de verdad.

–Cisco –repitió.

Solo dijo eso. Su nombre.

Un sonido que le pareció increíblemente erótico; pero también, un sonido que le hizo reaccionar.

No podía hacer eso. No le podía hacer eso.

Las cosas ya estaban demasiado revueltas entre ellos. Cisco sabía que era culpa suya; a fin de cuentas, él era el canalla que había despertado sus sentimientos cinco años antes, cuando se aprovechó de su necesidad de cariño tras la muerte de Guff.

Por aquel entonces, Easton tenía veinticuatro años; pero a pesar de ello, seguía siendo virgen. Y Cisco se odiaba por haberle robado la inocencia.

Nada había sido igual desde aquella noche. Al día siguiente, tuvo que volver al trabajo y alejarse de Easton y del rancho Winder. Tres meses más tarde, cuando se recuperaba de una herida de bala, recibió una carta de Jo en la que mencionaba que Easton había aceptado un empleo en la asociación de ganaderos de Denver y que dejaba el rancho.

Cisco comprendió que lo dejaba por su culpa.

Su madre adoptiva no necesitó ser más explícita. Jo desconocía lo sucedido entre ellos, pero era evidente que había notado algo y que había llegado a la conclusión de que su huida estaba relacionada con él.

Cisco mantuvo las distancias durante dieciocho meses, hasta que Quinn lo llamó para decirle que iba a organizar una fiesta sorpresa para Jo y que, si no aparecía en el rancho, tomaría un avión, se presentaría en el agujero donde estuviera metido y lo sacaría de allí, literalmente, por el pescuezo.

Consiguió que le dieran un permiso y volvió a Estados Unidos. Easton había regresado al rancho, cansada al parecer de su pequeña aventura en Denver.

Cuando la vio de nuevo, le pareció más pálida y más callada que nunca. Ni siquiera se atrevía a mirarlo fijamente.

Desde entonces habían pasado tres años, pero las cosas habían cambiado poco. El azul de sus ojos se seguía oscureciendo cuando lo miraba y su cuerpo se seguía estremeciendo cuando la tocaba.

Pero ya no se estremecía. En ese momento lo besaba con seguridad, como si hubiera superado sus temores.

Cisco frunció el ceño y se repitió que estaban cometiendo un error; pero tuvo que echar mano de toda su fuerza de voluntad para dejar de besarla y apartarse.

Easton lo miró a los ojos, pero él no pudo interpretar su expresión. Al parecer, se había acostumbrado a ocultar sus sentimientos.

–Si Quinn y Brant estuvieran aquí, te darían una charla sobre la necesidad de que te mantengas alejada de lugares oscuros con hombres que no están en plena posesión de sus facultades, sobre todo si el encuentro se produce en mitad de la noche. Lo siento, Easton.

Tras unos segundos, su expresión cambió. Y esa vez la interpretó perfectamente. Estaba enfadada con él.

–Pero no están aquí, así que te has sentido en la obligación de decírmelo tú –dijo con sarcasmo–. La próxima vez, deberías atacarme con ese consejo en lugar de amenazarme con un cuchillo de cocina.

Cisco no dijo nada.

–Me voy a la cama –añadió ella.

–Está bien, pero no te preocupes por la niña. Me levantaré a primera hora y me encargaré de ella –afirmó Cisco–. Gracias por haberme ayudado estos días.

Easton lo miró una vez más, dio media vuelta y salió de la cocina, dejándolo a solas con sus remordimientos y sus recuerdos.

E-Pack Jazmin Especial Bodas 2 octubre 2020

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