Читать книгу E-Pack Jazmin Especial Bodas 2 octubre 2020 - Varias Autoras - Страница 29
Capítulo 2
ОглавлениеCISCO se llevó una mano al costado. Estaba agotado y la herida le dolía terriblemente. No deseaba otra cosa que dormir. Y, por si eso fuera poco, en esos momentos sentía remordimientos por haber vuelto al rancho.
Su intención original consistía en volar a Boise, dejar a la pequeña con sus parientes y marcharse sin que nadie supiera que había regresado a Estados Unidos, pero las cosas se complicaron. Cuando por fin consiguió hablar con Sharon Weaver, la tía de Isabela, resultó que se había marchado de Boise para asistir al entierro de su padre y que no volvería hasta varios días después.
Se sintió tan perdido que decidió ir al rancho y pedir ayuda a Easton. Ella siempre había sabido qué hacer. Desde niña, sabía afrontar cualquier dificultad que se le presentara.
Además, el rancho Winder era su hogar. O, más bien, Easton era su hogar.
Se llevó una mano a la rosa de los vientos que llevaba tatuada en el brazo izquierdo y miró a Isabela, que sonreía ajena a cualquier preocupación.
–Esto te parece muy divertido, ¿verdad?
La niña soltó unos sonidos ininteligibles y él se alegró de que se portara tan bien. Sabía que había hecho lo correcto al llevarla a Estados Unidos. Socorro, su madre, a la que todos llamaban Soqui, se lo había rogado en su lecho de muerte.
Y Cisco estaba en deuda con ella. Entre otras cosas, porque le había fallado; porque no había sabido protegerla. Soqui había arriesgado la vida por terminar el trabajo de su esposo y vengar su muerte a manos del narcotraficante que lo había asesinado el año anterior.
Pero esa vez no le fallaría. Le había prometido que dejaría a Isabela con sus familiares y cumpliría la promesa.
Aunque tuviera que quedarse en el rancho Winder y enfrentarse a sus demonios del pasado. Aunque tuviera que enfrentarse a Easton.
Justo entonces, ella reapareció en la cocina con el aroma a flores silvestres que siempre llevaba en la piel. Se había cambiado de ropa y se había hecho una coleta que le caía sobre la espalda como una cinta del color del trigo.
Su aspecto era profundamente dulce e inocente.
Cisco la encontró tan deseable que, durante unos segundos, su arrepentimiento se impuso a todo lo demás; incluida su preocupación por el futuro de Isabela. La echaba tanto de menos que a veces no lo podía soportar. Pero echaba de menos a la Easton de verdad, no a la mujer contenida y cuidadosamente educada en la que se había convertido por culpa de su estupidez y de su deseo descontrolado.
–Ya he cambiado las sábanas de la cama. Te puedes acostar cuando quieras.
–Gracias, pero estoy bien.
–No seas idiota. Acuéstate y duerme un par de horas. Cuidaré de la niña mientras pongo al día la contabilidad del rancho –afirmó–. Burt y los chicos tardarán un rato en llegar.
Burt McMasters era el capataz; había empezado a trabajar en el rancho después de que los padres de Easton perdieran la vida en un accidente.
En aquella época, Cisco ya se había alistado en la Infantería de Marina; pero, cuando supo lo ocurrido, cruzó el país para asistir al entierro. En cuanto entró en el rancho, Easton se arrojó a sus brazos y rompió a llorar; fue como si solo pudiera expresar sus sentimientos cuando él estaba presente.
–No necesito dormir dos horas; con una, me basta y me sobra –declaró–. Pero, si puedes echar un ojo a la niña, te lo agradecería.
Ella lo miró con escepticismo, porque el aspecto de Cisco no podía ser peor. Sin embargo, asintió y dijo:
–Como quieras. Burt y yo tenemos que hacer unas cosas más tarde, pero estaré libre hasta entonces.
–No te molestes. No la he traído aquí para que hagas de niñera.
–Estoy segura de ello.
Cisco supo que lo había dicho en serio. Easton quería saber por qué la había llevado al rancho, pero no podía responder a esa pregunta.
En ese momento, notó que su visión se empañaba y se dio cuenta de que estaba al borde del desmayo. Necesitaba tumbarse.
–Gracias, Easton; te debo una.
Ella se giró hacia la niña y le sonrió.
–Solo dormiré una hora –insistió él–. Siento haberte metido en este lío…
–Ve a dormir, Cisco. Yo me ocupo de todo.
Él asintió. Su Easton siempre había sido capaz de ocuparse de todo.
Subió al dormitorio con grandes dificultades; se encontraba tan débil que, cuando llegó al final de la escalera, estaba cubierto de sudor.
Pensó en darse una ducha rápida para quitarse la suciedad del viaje y no manchar las sábanas limpias, pero no tenía fuerzas y se tumbó sobre la colcha.
Solo una hora. No necesitaba nada más.
Una hora en una habitación que olía al paraíso, a Easton. Porque, en lo tocante a él, Easton y el paraíso eran lo mismo.
–Iré cuando pueda, Burt. Lo siento; no esperaba que surgieran complicaciones.
Easton estuvo a punto de suspirar tras la sucinta respuesta de Burt McMasters, que siempre había sido un capataz trabajador y entregado plenamente a sus ocupaciones. Ella lo adoraba y le estaba muy agradecida; era consciente de que, sin su ayuda, habría tenido que vender el rancho cuando a Jo le diagnosticaron el cáncer.
Pero Burt tenía un defecto; tendía a ser impaciente y malhumorado cuando le rompían los planes.
–Sí, ya lo sé, es una lata, pero no puedo hacer nada. Empieza a vacunar a las reses; yo iré en cuanto me sea posible. Seguro que Luis y tú os las podéis arreglar hasta que llegue.
–Sí, supongo que sí.
Burt suspiró y añadió con su voz grave:
–Ten mucho cuidado. No me agrada que Cisco esté de vuelta en el rancho. Sé que Jo y Guff lo querían tanto como a los demás, pero desde mi punto de vista, ese chico siempre ha sido una fuente de problemas.
Easton se resistió al impulso de defender a Cisco. No podía negar que había sido un adolescente rebelde e imaginativo y que, en consecuencia, los había arrastrado a todos a un sinfín de complicaciones. Además, Burt tenía motivos para estar enfadado con él; no había olvidado la broma que le había gastado años atrás.
Una noche, consiguió convencerlo de que un oso negro estaba merodeando por el campamento donde se encontraban. A la mañana siguiente, mientras Burt hacía sus necesidades en mitad del bosque, Cisco se escondió detrás de unos arbustos e imitó el rugido de un oso. Burt se asustó tanto que salió corriendo sin subirse siquiera los pantalones.
Normalmente, Easton le habría dado la razón; en efecto, Cisco era una fuente de problemas. Pero se equivocaba en una cosa: ya no era ningún «chico».
–Venga, Burt, sabes que Cisco no me haría daño –mintió–. Lo sabes perfectamente. Es de la familia.
Al otro lado de la línea telefónica, Burt soltó un taco.
–De todas formas, me disgusta –insistió–. ¿Es que no sabe que tenemos mucho que hacer? Lleva tanto tiempo viajando por el mundo que quizás no se acuerde de lo problemática que es esta época del año en un rancho de ganado.
–Seguro que se acuerda, Burt. Vivió aquí mucho tiempo –le recordó–. Pero necesitaba descansar unos días y el rancho era su mejor opción… además, no olvides que es propietario de parte de las acciones.
–Como si pudiera olvidarlo –murmuró.
–En fin, tengo que dejarte. Como ya te he dicho, iré en cuanto pueda.
–De acuerdo. Pero ten cuidado –repitió Burt.
Cuando cortó la comunicación, Easton miró a la niña y se dio cuenta de que tenía hambre.
–No te preocupes, cariño. Te prepararé el biberón y luego iré a ver cómo se encuentra ese granuja del que hablaba Burt.
Entró en la cocina y preparó la leche; por fortuna, tenía mucha práctica como tía honoraria de Joey y de Abby y sabía lo que tenía que hacer. Tras comprobar la temperatura, llenó el biberón y se lo dio a la pequeña, que empezó a succionar.
Entonces, miró el reloj de la pared.
Habían pasado tres horas.
Cisco le había prometido que solo necesitaba dormir una, pero, como en tantas otras ocasiones, había mentido.
Al cabo de un rato, cuando la niña ya se había quedado dormida, la tomó en brazos, la llevó al piso superior y la tumbó en la cuna. Mientras la tapaba con la manta, se preguntó qué le habría pasado a su madre. Cisco había comentado que había muerto, pero sin añadir nada más. También había dicho que no era hija suya, pero Isabela tenía unas pestañas tan largas y un pelo tan negro como el de él.
Tras mirarla durante unos segundos, encendió el intercomunicador que Quinn había instalado para que Tess y él pudieran oír a su pequeño cuando se despertaba. Después, salió de la habitación, cerró la puerta y avanzó por el pasillo hasta llegar al dormitorio de Cisco.
De repente, sintió un cosquilleo en el estómago. Supo que se debía a la perspectiva de verlo otra vez y se maldijo para sus adentros, pero tomó aire y llamó a la puerta.
Cisco no respondió.
Easton volvió a probar, con más fuerza que antes. Y con idéntico resultado.
Automáticamente, frunció el ceño. A Cisco no se le pegaban las sábanas; siempre parecía a punto de hacer algo divertido y apasionante. Jo solía sacudir la cabeza y decir que dormía poco porque tenía miedo de perderse algo interesante.
Además, Easton lo conocía lo suficiente como para saber que su cansancio tampoco era una excusa. Lo había visto mil veces al final de una dura jornada de trabajo, cuando montaban un campamento y se metían en sus sacos de dormir. Incluso entonces, permanecía alerta y se despertaba al menor sonido, aunque solo fuera el viento que azotaba la tienda de campaña.
Giró el pomo de la puerta, incómoda. Cabía la posibilidad de que se hubiera marchado. No habría sido la primera vez que huyera de sus obligaciones por el procedimiento de abrir la ventana y descolgarse por el arce que se alzaba a ese lado de la casa.
Sin embargo, le pareció improbable. Cisco podía ser muchas cosas, pero no carecía de sentido de la responsabilidad. No era capaz de abandonar a la niña.
–¿Cisco? ¿Estás bien?
En ese momento creyó oír un gemido y se preocupó. Podía ser una simple pesadilla, pero debía comprobarlo; a fin de cuentas, había llegado al rancho en un estado deplorable.
Entró en el dormitorio con cautela. Cisco no había huido; estaba tumbado en la cama, encima de la colcha, parcialmente desnudo de cintura para arriba. Parcialmente, porque alrededor de su estómago había una venda blanca con una mancha de sangre en el lado izquierdo.
Se acercó y notó que estaba cubierto de sudor. Supo que tenía fiebre incluso antes de tomarle la temperatura.
–Oh, Cisco… ¿qué te ha pasado ahora?
–No te lo puedo decir –murmuró él entre sueños–. No preguntes…
Easton le tocó el hombro. Le parecía increíble que hubiera conducido toda la noche, en esas condiciones, desde el aeropuerto de Salt Lake.
–Despierta, Cisco. Estás enfermo. Tenemos que llevarte al médico.
Cisco entreabrió los ojos y dijo algo ininteligible antes de cerrarlos otra vez.
–Despierta –insistió ella–. Vamos, Cisco.
Easton volvió a mirar la venda y tuvo la impresión de que tenía más sangre que antes.
No sabía qué hacer. Podía llamar a una ambulancia para que lo llevaran al hospital; pero, si era una herida de bala, la policía abriría una investigación. Y, si Cisco había cometido algún delito, tendría problemas.
Respiró hondo y deseó que Quinn o Brant estuvieran en el rancho. Ellos habrían sabido cómo actuar.
–Cisco, por favor… –rogó.
Easton ya había tomado la decisión de no llamar a una ambulancia. Jake Dalton era la mejor opción; tenía una clínica privada en Pine Gulch y sabía que sería discreto. Pero no podía llevarse a Cisco sin ayuda. Necesitaba que cooperara un poco.
Lo agarró de los brazos y lo sacudió.
–Vamos, despierta de una vez.
–Easton… –murmuró él–. Hueles tan bien… hueles a flores.
–Despierta de una vez, idiota. Si no te despiertas, tendré que pedir una ambulancia.
Él frunció ligeramente el ceño, pero no reaccionó.
–¡Cisco! –exclamó.
Súbitamente, Cisco cerró los brazos alrededor de su cuerpo y la besó.
Durante unos segundos, Easton se quedó sin habla y sin poder pensar. No la había tocado en varios años; no la había tocado ni una vez desde el entierro de Guff; no le había dado ni una simple palmadita en la espalda.
Y, sin embargo, en ese momento la besaba con pasión.
Se dejó llevar un poco, dominada por el deseo. Pero era consciente de que Cisco no sabía lo que estaba haciendo; se comportaba así por la fiebre.
Por fin, logró reaccionar y se apartó de él.
–Maldita sea, Cisco… despierta de una vez.
Cisco abrió los ojos de golpe, metió una mano debajo de la almohada, sacó una pistola y la apuntó con ella.
Easton mantuvo el aplomo.
–Deja de apuntarme con eso, vaquero.
Él sacudió la cabeza, como intentando despejarse, y la miró con desconcierto.
–¿East? ¿Eres tú?
–Por supuesto que sí. Aparta esa pistola –repitió con calma–. Nadie te va a hacer daño.
Cisco no parecía muy convencido; pero, al cabo de unos segundos, la apartó.
–¿Qué ocurre?
–Dímelo tú. Tienes fiebre y estás sangrando mucho. Voy a llamar a Jake Dalton.
Cisco se sentó y Easton notó su gesto de dolor.
–No, no… Me harían demasiadas preguntas.
–Lo siento, pero voy a llamar a Jake de todas formas. No tengo tiempo para ocuparme de una niña y de un cadáver a la vez.
–No me estoy muriendo –protestó él, pasándose una mano por el pelo–. Sólo es una herida sin importancia.
–¿Una herida sin importancia? –repitió Easton, escéptica.
–Sí. Me clavaron un cuchillo durante una pelea en un bar. Pero descuida… he pasado por cosas peores.
Ella entrecerró los ojos.
–No lo dudo, pero es evidente que esa herida sin importancia se ha infectado. Tienes mucha fiebre, Cisco. Será mejor que te despabiles y que inventes una historia más verosímil que una trifulca de bar. Jake no es tan crédulo como yo.
Cisco parecía contrariado, pero no tenía fuerzas para discutir con ella.
–¿Dónde está la niña?
–Está durmiendo, aunque supongo que tendré que despertarla para llevarla con nosotros –respondió–. ¿Y bien? ¿Qué prefieres que hagamos? Puedo llamar a una ambulancia y llevarte a un hospital o puedo llamar a Jake para que te trate en su clínica. Si prefieres lo segundo, tendrás que levantarte y caminar hasta mi camioneta.
Él suspiró.
–Entonces, caminaré.
Easton sabía que andar no era lo más conveniente para su estado, pero Cisco era terco y no tuvo dudas de que lo conseguiría.
Alcanzó su camisa, que había dejado en el respaldo de la silla, y se la dio. Él se la puso con grandes esfuerzos, pero tardaba tanto en abrocharse los botones que ella suspiró, se acercó y solventó el problema.
Una vez más, se dijo que solo la había besado porque tenía fiebre y no sabía lo que hacía. Una vez más, intentó hacer caso omiso de lo que sentía por él.
A fin de cuentas, tenía otras preocupaciones más inmediatas. Por ejemplo, cómo ayudar a un hombre de ochenta y cinco kilos a bajar por la escalera.
Cuando terminó de vestirse, Cisco no era el único que estaba sudando.
–¿Cómo conseguiste conducir desde Salt Lake? –preguntó mientras lo llevaba a la puerta del dormitorio.
–No fue difícil. Tomé la I 15 en Idaho Falls y luego giré a la derecha –bromeó.
Ella lo miró con cara de pocos amigos.
–Me alegra que todo esto te parezca tan divertido, pero a mí no me lo parece. Te podrías haber desmayado. Podrías haberte salido de la carretera y haberte matado con la niña.
Él le dedicó una sonrisa de arrepentimiento.
–Lo sé, lo sé… Discúlpame, Easton. No debí venir al rancho –dijo–. No debí meterte en mis problemas.
Antes de salir de la casa, Easton decidió llevarlo en el coche y no en la camioneta porque en el coche podía instalar una sillita para la niña. Mientras la montaba, pensó en lo fácil que había sido su vida hasta que Cisco se presentó. Solo se tenía que preocupar por el precio de los terneros y de los pastos, por el caprichoso clima de Idaho y por el arroyo que estaba a punto de desbordarse e inundar sus tierras.
Pero las cosas habían cambiado.