Читать книгу E-Pack Jazmin Especial Bodas 2 octubre 2020 - Varias Autoras - Страница 30
Capítulo 3
Оглавление–¿UNA pelea en un bar? ¿Pretendes que me lo crea?
Maggie Dalton quitó el termómetro a Cisco y sacudió la cabeza. Estaba tumbado en la camilla de la clínica de Pine Gulch y se sentía más estúpido que en toda su vida.
O no tanto. Ciertamente, aquélla no era la situación más estúpida en la que se había metido. Aún se acordaba del día en que un adolescente le disparó porque no reconoció la contraseña del campamento que vigilaba y lo tomó por un enemigo. Paradójicamente, acertó con lo segundo; pero él no tenía forma de saberlo.
También estaba el asunto del narcotraficante de Panamá, cuyos esbirros lo torturaron durante horas cuando descubrieron que era un infiltrado.
–Es la verdad –respondió al cabo de unos segundos–. Estaba en Barranquilla cuando un borracho me atacó porque creyó que estaba coqueteando con su chica.
–¿Y estabas coqueteando con ella?
Cisco pensó que seguramente habría coqueteado con la mujer en cuestión si hubiera existido. Pero ni lo habían herido en un bar ni había sido un borracho celoso, sino un delincuente con más músculos que cerebro.
–No me acuerdo –mintió–. De todas formas, no era tan bonita como tú.
Maggie lo miró con exasperación y aumentó la presión del tensiómetro hasta que Cisco soltó un grito de dolor.
Maggie siempre le había caído bien. Era un par de años mayor que él, pero la conocía desde el colegio, cuando solo era una alumna que se llamaba Magdalena Cruz. Pine Gulch era una localidad pequeña, y como el rancho de su familia se encontraba en la misma dirección que el rancho Winder, coincidían en el autobús.
Cuando supo que la habían herido en Afganistán, donde trabajaba como médico de campaña, se llevó un gran disgusto. Maggie perdió una pierna en un atentado y en esos momentos llevaba una prótesis, pero parecía haberse adaptado bien.
–Cisco, puedes insistir todo lo que quieras con esa historia de la pelea en un bar, pero no me la creo.
–Eres una mujer de corazón duro, Magdalena.
–No lo voy a negar. Pregunta a Jake si quieres –declaró con una sonrisa–. Pero, dime, ¿de dónde ha salido la niña?
Cisco sintió un dolor mucho más intenso que el de la herida. Isabela se había quedado huérfana por culpa suya, porque no había sabido proteger a su madre.
Cuando permitió que Soqui participara en la operación, supo que se estaba equivocando. Pero estaba decidida a acabar con el asesino de John, su esposo, y no fue capaz de negarle esa posibilidad.
En esos momentos, ya no tenía remedio. Soqui había muerto a manos de los hombres de el Cuchillo, un narcotraficante extremadamente peligroso; sin embargo, Cisco se sentía como si el gatillo del arma que la mató lo hubiera apretado él.
–Su madre era amiga mía –se limitó a decir.
–¿Era?
–Sí. Murió la semana pasada –dijo–. Pero te aseguro que la documentación está en regla… me concedió su custodia antes de morir.
Cisco no había olvidado ese momento. Casi podía ver el suelo lleno de cadáveres, incluido el de el Cuchillo, donde Soqui se desangraba poco a poco. No sabía cómo, pero estaba seguro de que Soqui sabía que terminaría pagando con su vida, de que lo sabía desde el principio, desde que le rogó que la dejara participar en la operación.
–Tengo papeles… –dijo con su último aliento–. Están escondidos debajo de la pila… son de la custodia de Isabela. Lleva a mi pequeña con la familia de Johnny, por favor. Prométeme que la llevarás, Francisco…
Cisco no se pudo negar. Se lo debía. Le había fallado y ella había muerto por su culpa, pero haría lo que fuera por concederle su último deseo.
–Todo es legal, Maggie –insistió–. Tiene una tía en Boise. Iba a dejarla con ella, pero está de viaje y no volverá hasta dentro de unos días.
Maggie le limpió la herida con sumo cuidado, pero él se estremeció de dolor.
–Lo siento, Cisco. Tengo que limpiarla un poco para que Jake le pueda echar un vistazo.
–No te preocupes.
–¿Por qué no te curaron la herida en Colombia?
Cisco podría haber contestado que tenía que sacar a la niña del país antes de que el hermano de el Cuchillo descubriera su existencia y antes de que las personas a las que el mafioso había sobornado o extorsionado cambiaran de idea y le impidieran salir de Colombia. Pero, naturalmente, se lo calló.
–Porque quería disfrutar de tus dulces cuidados, Meg.
Ella sacudió la cabeza, pero sonriendo.
–¿Y qué pasará cuando Jake te cosa? ¿Volverás a algún antro en busca de pelea, hasta que te encuentres con alguien que maneje mejor una navaja?
Él no supo qué decir. Estaba atrapado en su propia red de mentiras y no tenía ni idea de cómo escapar. El Cuchillo había fracasado en su intento de asesinarlo, pero Cisco no se hacía ilusiones al respecto; sabía que, más tarde o más temprano, alguien lo encontraría y le daría muerte.
De hecho, tenía suerte de seguir con vida.
En ese momento, Maggie ladeó la cabeza y lo miró con intensidad. Magdalena Cruz Dalton siempre había sido una mujer muy perceptiva.
Pero Cisco era un as en estrategias de distracción.
–He oído que tienes dos niños muy guapos –dijo.
–Sí, una niña y un niño. Sofía y Charlie. Nos mantienen muy ocupados.
–Suena bien…
–Tal vez deberías quedarte por aquí hasta que la herida se cure. Easton lleva demasiado tiempo sola en ese rancho tan grande.
–Pero no estará sola todo el tiempo… Sé que Mimi y Brant la visitan a veces, al igual que Quinn y su familia –le recordó.
–Sí, eso es verdad. Y tiene suerte, porque la familia es lo más importante –comentó Maggie–. Es algo que he aprendido en estos últimos años.
Cisco pensó en su extraña familia. Jo y Guff se habían hecho cargo de un grupo de niños problemáticos sin demasiada esperanza. Eran delincuentes juveniles, víctimas de abusos o, simplemente, huérfanos solitarios. Y, sin embargo, contra todo pronóstico, habían conseguido crear una familia.
Una familia de la que Easton siempre había sido el centro, el corazón. Incluso cuando solo era una mocosa rubita que seguía a los chicos.
–No te vas a desmayar, ¿verdad?
–¿Bromeas? –dijo él con una sonrisa, aunque estaba al límite de su resistencia–. ¿Y perderme un minuto de tus atenciones? Tendría que ser idiota…
De repente, se oyó la voz de un hombre.
–Lo eres. Eres un idiota que se ofreció de diana de un objeto punzante. Y un idiota que se llevará su merecido si no deja de coquetear con mi esposa.
Cisco giró la cabeza y miró a Jake Dalton, el único médico de Pine Gulch. Estaba en la entrada de la consulta, mirándolo con ironía.
–Hola, Jake. Ha pasado mucho tiempo…
Jake entró y se lavó las manos.
–Sí, creo que no nos habíamos visto desde que volví de la universidad y adornaste mi camioneta con papel higiénico –declaró con humor.
Cisco se alegró de que Jake se hubiera convertido en un médico capaz de cuidar a un tipo que le había hecho la vida imposible en su juventud.
Por lo visto, le había perdonado sus pecados. Seguramente, porque no conocía ni la mitad.
–Hay que llevarlo a un hospital, ¿verdad?
Jake entrecerró los ojos y respondió:
–Digamos que no puedo hacerme cargo de él.
–Eso no es una respuesta.
–Easton, sabes perfectamente que la ley me impide hacer otra cosa. Lo siento mucho. Tengo las manos atadas.
Easton hizo una mueca de desagrado. Por mucho que Jake Dalton le gustara, odiaba todo lo que representaba: los médicos, los hospitales, el olor de los antisépticos y la enfermedad con su presencia constante.
Pero, sobre todo, odiaba el sentimiento de pérdida.
Tenía la impresión de que cada vez que trataba con un médico, perdía a alguien. Había empezado con la muerte de sus padres, cuando ella solo era una adolescente estúpida que creía tener un control total de su universo.
Su padre falleció en el acto la noche de aquel enero tormentoso en que su coche chocó frontalmente con otro.
Su madre sobrevivió al accidente y la llevaron a un hospital de Idaho Falls, donde tuvo ocasión de verla; pero Janet Springhill falleció en la mesa de operaciones.
Más tarde, Guff sufrió un infarto. Fue ella misma quien lo encontró en el suelo del granero y le prestó los primeros auxilios mientras esperaba la llegada de la ambulancia, pero murió durante el trayecto a Idaho Falls. Easton, que los seguía en su coche, se enteró cuando llegaron a su destino.
Luego, Jo enfermó de cáncer y recibió tratamiento en ese mismo hospital, donde murió dieciocho meses después.
Estaba harta de tanto dolor. Cansada de tantas pérdidas.
Por supuesto, Easton era consciente de que los hospitales también eran lugares asociados con la vida; a fin de cuentas, había estado presente cuando Mimi dio a luz a Abby. Pero su experiencia general no podía ser más negativa.
–Se niega a que lo llevemos a un hospital –continuó Jake–. Le he dicho que se puede quedar en el pueblo si alguien cuida de él.
Easton dio por sentado que ese alguien tendría que ser ella.
–¿Qué cuidados necesita?
–Fundamentalmente, que alguien se ocupe de que descanse lo suficiente y no haga tonterías –respondió Jake.
–Eso es muy fácil de decir –murmuró ella, sacudiendo la cabeza–, pero sospecho que no va a ser tan fácil de hacer.
–Haz lo que puedas. Cisco tiene que descansar para recuperarse de esa infección. Pero, si le sube la fiebre, avísame de inmediato.
–Por supuesto.
Jake la miró con expresión sombría. Easton conocía muy bien esa expresión; la preocupación por sus pacientes y por las personas que cuidaban de ellos era una de las grandes virtudes del único médico de Pine Gulch.
–Te daré el mismo consejo, East. Tómatelo con calma. Si no puedes con él, contrata a alguien del pueblo para que cuide a nuestro amigo.
Easton pensó que su idea era bastante razonable; estaba demasiado ocupada para cuidar de Francisco y de una niña pequeña. Pero, por otra parte, Cisco le había pedido ayuda; había ido al rancho porque la necesitaba. Y era la primera vez en diez años que acudía a una persona de su familia cuando tenía un problema.
–Creo que me las arreglaré. Solo serán unos días. He hablado con Burt y me ha dicho que los chicos y él podrán cuidar del rancho.
–¿Estás segura?
–Deja de preocuparte por mí, Jake. No soy tu paciente –respondió.
Easton le dedicó una sonrisa llena de cariño. Le estaba muy agradecida por su apoyo durante la enfermedad de Jo. De no haber sido por él y por la enfermera del hospital, Tess Claybourne, quien después se casó con Quinn y se convirtió en Tess Southerland, no habría sido capaz de soportar aquellos días.
–Está bien… pero no te agobies demasiado, Easton. Tienes la fea costumbre de preocuparte por todos excepto por ti misma.
Ella reaccionó con una mueca burlona.
–Oh, vamos. No me dirás que soy la única persona en esta habitación que tiene ese defecto, ¿verdad?
–Buena respuesta, East –ironizó Jake–. Pero asegúrate de que se toma sus medicinas y llámame inmediatamente si tienes alguna duda o su estado empeora.
–Lo haré.
–En tal caso, dejaré que te lo lleves. Estará contigo dentro de un minuto.
–Gracias, Jake.
Jake sonrió y la dejó en la sala de espera para atender a otros pacientes. Como era el único médico de la localidad, siempre estaba ocupado.
–Es un gran hombre, Isabela; el tipo de hombre en el que te deberías fijar cuando crezcas. Una persona encantadora y digna de confianza.
La niña sonrió y Easton sintió una punzada en el pecho. Tenía miedo de encariñarse con ella, porque Cisco la llevaría con su familia cuando se recuperara.
Segundos más tarde, la puerta de la clínica se abrió y apareció un hombre alto, uniformado y de cabello rubio. Era el jefe de policía de Pine Gulch.
Los ojos verdes de Trace Bowman se iluminaron al verla.
–¡Easton! ¡Qué sorpresa!
Trace se acercó y le dio un beso en la mejilla. Olía muy bien a jabón y a loción para después del afeitado.
–¿Qué ocurre? ¿Estás enferma? –continuó–. ¿De quién es esta maravilla?
Isabela lo miró con fascinación y se rio cuando Trace empezó a hacer el tonto para ganársela.
–Oh, es una larga historia… Pero no te preocupes, no estoy enferma –respondió ella–. ¿Y tú? ¿Qué haces en la clínica?
Trace se encogió de hombros.
–He venido a hablar con Jake sobre uno de sus pacientes de la semana pasada. Nuestro amigo sospecha que era víctima de abusos y quiero informarle del estado de la investigación –respondió.
Easton maldijo a Cisco para sus adentros por haberse presentado justo entonces. Estaba empezando a salir con Trace y era evidente que los dos deseaban llegar más lejos.
Le gustaba mucho; más que ninguno de los hombres con los que había salido. Tenía conversación, escuchaba sus opiniones y era fiable. Todo el mundo se llevaba bien con Trace y con su hermano Taft, que ejercía de jefe de bomberos.
Pero no estaba enamorada de él. Por mucho que lo intentaba, no conseguía enamorarse.
Su corazón pertenecía a Cisco.
–Me alegra que nos hayamos encontrado… precisamente te iba a llamar porque no podré salir el viernes que viene –le informó–. Lo siento mucho, Trace. Tenía ganas, pero estoy demasiado ocupada.
Él pareció decepcionado.
–No te preocupes; nos veremos otro día. El cine no va a dejar de proyectar películas, y en cuanto a la reserva en el restaurante Jackson Hole, se puede anular… Pero ¿qué ha pasado? ¿Va todo bien?
Easton pensó que todo iba mal. Trace era el hombre que le convenía; un hombre seguro y muy atractivo que se preocupaba sinceramente por ella y por la comunidad en la que vivían. Sin embargo, ya no se podía engañar a sí misma. Nunca se enamoraría de él.
Justo entonces, Cisco apareció. A pesar de estar pálido y de tener ojeras, se las había arreglado para parecer tan rebelde y peligroso como de costumbre, con el pelo revuelto y su barba de tres días. El contraste con Trace, tan rubio y tan repeinado, no podía ser mayor.
–Hola, Bowman…
Trace no se alegró de ver a Cisco.
–Hola, Del Norte –dijo con frialdad–. ¿Qué haces aquí? Me habían dicho que estabas encerrado en una cárcel de Guatemala.
Easton se llevó una sorpresa. No sabía nada de ninguna cárcel de Guatemala.
–Me soltaron por buen comportamiento –ironizó.
La animosidad que se profesaban los dos hombres era tan obvia que hasta la pequeña Isabela lo sintió.
–Ya he terminado, East. ¿Nos vamos a casa? –dijo Cisco.
Easton no era tan ingenua como para no darse cuenta de que la mención de la casa tenía la intención de molestar a Trace.
–Sí, claro… Pero antes tengo que recoger las cosas de Isabela.
–Te esperaré en el coche.
Cisco salió de la clínica. Caminaba con aparente normalidad, pero Easton se dio cuenta de que sus movimientos eran más precisos de lo normal.
Cuando se quedaron a solas, Trace frunció el ceño.
–Veo que no bromeabas al decir que la historia es larga de contar. Los asuntos concernientes a Francisco del Norte suelen estar tan retorcidos como una escala de cuerda en mitad de un vendaval –afirmó.
–Lo siento.
Easton ni siquiera supo por qué se disculpaba. Ella no tenía la culpa de lo sucedido; a decir verdad, ni siquiera era culpable de haberse enamorado de Cisco durante su adolescencia y de seguir enamorada de él.
Trace la acompañó a la salida y le abrió la puerta. La tarde olía a lilas y a primavera.
Mientras caminaban hacia el aparcamiento, Trace comentó:
–Ten cuidado con Cisco. Siempre se mete en problemas.
Ella asintió, pero no dijo nada.
–¿Se va a quedar en el rancho?
Easton volvió a asentir.
–Sí, pero solo durante unos días. Está convaleciente de una herida y va a llevar a la niña con su familia, que vive en Boise –respondió–. Estoy segura de que no se quedará más de una semana. Nunca se queda más tiempo.
Trace apretó los dientes.
–¿Por qué se tiene que alojar en el rancho? ¿Es que no tiene adónde ir?
–El rancho Winder es su hogar. Jo y Guff le dejaron parte de las acciones, al igual que hicieron con Quinn, Brant y yo misma.
En realidad, no eran propietarios con los mismos derechos. Easton tenía el cincuenta y uno por ciento de las acciones y Quinn, Brant y Cisco se repartían el cuarenta y nueve restante. Era lo más razonable; al fin y al cabo, ella se encargaba de todos los asuntos del rancho desde la muerte de Jo.
–Sobórnalo para que se marche. Seguro que necesita dinero.
Ella ya había considerado esa opción. Podía hacerle una oferta y adquirir su parte de las acciones, pero tenía un buen motivo para desestimarla; si se las compraba, cabía la posibilidad de que no se volvieran a ver.
Nerviosa, decidió cambiar de conversación.
–Siento no poder verte el viernes. Te prometo que te llamaré en cuanto las cosas se tranquilicen –declaró.
Por la expresión de Trace, Easton supo que se había quedado con ganas de decir algo más; pero, afortunadamente para ella, se mordió la lengua.
Un segundo después, la besó. No era la primera vez que la besaba, pero nunca lo había hecho con tanta pasión; era como si quisiera demostrarle que pertenecía a él.
Easton intentó dejarse llevar, pero no pudo. El regreso de Cisco lo había cambiado todo.
Rompió el contacto y dio un paso atrás, perfectamente consciente de que el amor de su vida los estaba mirando desde el interior del coche.
–Será mejor que me marche.
–Está bien, pero llámame cuando puedas –dijo Trace con una sonrisa encantadora–. Estoy deseando volver a verte. De hecho, llámame en cualquier momento si me necesitas… estaré en tu rancho en un abrir y cerrar de ojos.
Easton asintió.
–Gracias, Trace.
El policía se marchó y ella sentó a la niña en la sillita que había instalado en el asiento trasero. Después, se sentó al volante y arrancó.
Ya habían salido del pueblo cuando Cisco rompió el silencio.
–¿Estás saliendo con Bowman?
Ella apretó las manos en el volante.
–Hemos salido unas cuantas veces, sí, pero no sé hasta dónde llegaremos –respondió, escueta–. Es un buen hombre. Me gusta.
–Y se nota que tú le gustas a él. Te ha besado como un perro marcando el territorio.
–Una metáfora encantadora –ironizó ella–. Pero exageras.
–¿Tú crees?
–Yo no soy el territorio de nadie.
Easton se dijo que ella solo se pertenecía a sí misma.
Con la salvedad del trocito de su corazón que pertenecía a Francisco del Norte.