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Capítulo 7
ОглавлениеMIENTRAS el avión aterrizaba en el aeropuerto de Fiumicino, Mia temía estar cometiendo un grave error. Había dudado hasta el último minuto y llegó a Roma agotada y nerviosa. Temía volver a ver a Dante y, a pesar de sus valientes palabras, también al resto de la familia.
En realidad, no sabía qué estaba haciendo allí, pensó mientras paraba un taxi. Se decía a sí misma que iba al baile benéfico para honrar la memoria de Rafael, pero en el fondo sabía que no era eso.
No sabía si estaba preparada para hablarle del hijo que esperaban y si Dante volvía a tratarla con su habitual desdén, no le contaría nada. Era su secreto y ella decidiría si iba a revelarlo.
A pesar de los nervios, mientras se dirigía a La Fiordelise, el hotel donde tendría lugar el baile benéfico, no podía dejar de sonreír. Roma en primavera era una ciudad preciosa y ver las glicinias y lilas cubriendo las antiguas ruinas le pareció una maravilla.
Le habría encantado explorar la ciudad, pero no tenía tiempo. Al parecer, medio Londres había decidido arreglarse el pelo ese día y no había podido ir a la peluquería, de modo que tendría que peinarse y maquillarse ella misma. ¡Y también tendría que depilarse las piernas!
El taxi se detuvo frente al precioso edificio de mármol blanco que sería su hogar por esa noche.
–¡Signora Romano! –la saludó el portero cuando abrió la puerta del taxi.
Los empleados debían haber sido informados de su llegada. Después de todo, era la viuda de Rafael.
Una vez en el interior del opulento hotel, con alfombras persas y enormes columnas de mármol, Mia tragó saliva, nerviosa.
Su vestido era rojo. Iba a acudir al baile como la viuda de Rafael con un vestido rojo. Pero no tenía tiempo de seguir pensando en ello porque el propio Gian de Luca, el propietario de La Fiordelise, la recibió en la puerta.
Mia había olvidado lo que era estar en el mundo de los Romano.
–Estamos encantados de darte la bienvenida –dijo Gian, presentándole al gerente del hotel, que la acompañaría a su suite.
Mientras subía en el ascensor, Mia sintió un pequeño ataque de pánico por el vestido. Era rojo, de seda, con escote halter. Era un vestido sensual y precioso, pero dejaba los hombros y parte de la espalda al descubierto y no sabía si era apropiado para la reciente viuda de Rafael Romano.
–Espero que esté cómoda aquí –le dijo el gerente.
La suite era suntuosa, con paredes forradas de seda, preciosos cuadros, muebles antiguos y una cama con dosel.
Rafael le había dicho que el baile era un evento fastuoso y Mia sabía que, durante las negociaciones del divorcio, Angela había luchado para seguir siendo la anfitriona, pero su marido se había negado.
Mia hizo una mueca cuando el botones entró con su maleta, que contenía el vestido de seda, un par de zapatos de tacón, ropa interior, una falda vaquera, una camiseta y la bolsa de aseo. Nunca se había sentido menos preparada.
–¿Necesita algo, signora Romano? –le preguntó el gerente.
Tan asustada estaba pensando en esa noche que Mia se atrevió a pedir ayuda.
–La verdad es que no he podido ir a la peluquería.
–Ningún problema –dijo el hombre–. Le pediré a la peluquera del hotel que suba ahora mismo. ¿Necesita también una maquilladora?
–Pues… sí, la verdad es que me vendría bien. Muchas gracias.
La suite era preciosa, con un balcón frente a la Piazza Navona, llena de antiguas estatuas y fuentes. Mia intentaba controlar su nerviosismo mientras se decía a sí misma que todo iba a salir bien. Se habían llevado su vestido para plancharlo y tenía dos hadas madrinas dispuestas a prepararla para el baile.
Pero no sabía qué iba a pasar entre Dante y ella.
¿Tendrían oportunidad de hablar en privado?
Y si era así, ¿le diría que estaba embarazada?
Solo con pensar en Dante se ruborizaba. No podía dejar de recordar esa noche en Luctano… esa noche prohibida.
Después de ducharse, salió del baño envuelta en un esponjoso albornoz blanco para que empezase la transformación.
–Un maquillaje discreto –le dijo a la maquilladora.
–Por supuesto, signora Romano.
Durante su matrimonio con Rafael habían vivido discretamente en las colinas de la Toscana, pero ahora estaba viendo cómo era la vida de lujos de los Romano y la ponía nerviosa.
Cuando la peluquera estaba terminando de cepillarle el pelo, convertido en una melena larga y suave como la seda, Gian entró en la habitación con una caja en la mano.
–Es un regalo para ti.
Era una cajita de terciopelo negro, el color del que debería ser su vestido. Mia abrió el sobre, que contenía una tarjeta con una nota escrita a mano.
Gracias por venir.
Dante Romano
Mia abrió la caja y se quedó sorprendida al ver un par de exquisitos pendientes de oro rosa y diamantes de corte briolette.
Ahora entendía que Gian los hubiese llevado a la habitación personalmente. Debían valer una fortuna. Serían un préstamo para esa noche porque Dante no quería que pareciese una pariente pobre, aunque cuando se puso el vestido no lo parecía en absoluto.
Incluso ella dejó escapar una exclamación al verse en el espejo porque apenas se reconocía.
El embarazo había ampliado su busto y sus caderas eran más redondeadas, más voluptuosas.
El maquillaje no era tan sutil como había esperado, pero la maquilladora había dicho que era lo que el vestido pedía. Y el vestido pedía también los preciosos pendientes como toque final.
Pronto vería a Dante, pensó mientras bajaba al vestíbulo, donde se había reunido la familia para saludar a los invitados.
Y allí estaba Dante, con Ariana y Stefano. Ariana debió decir algo desagradable porque Dante se volvió hacia su hermana con cara de pocos amigos.
Al parecer, la joven había olvidado que, por esa noche, iban a dejar a un lado las diferencias.
–No parece una viuda de luto –la oyó decir.
–Déjalo ya.
Dante se volvió hacia Mia y lo único que pudo pensar fue: «gracias a Dios».
Gracias a Dios su padre no había podido acudir al baile el año anterior porque si la hubiera visto con ese vestido rojo habría ido al infierno de cabeza.
No llevaba la alianza ni el anillo de compromiso y cuando los pendientes reflejaron la luz de la lámpara de araña sintió cierto orgullo de que llevase sus diamantes esa noche.
Era tan bella, tan seductora y elegante que tuvo que hacer un esfuerzo para no acercarse y ofrecerle su brazo.
–Mia –la saludó cuando llegó a su lado–. Estás preciosa. Gracias por venir.
–Es un placer.
–¿Cómo estás?
–Estoy bien –respondió ella.
O, más bien, a punto de estallar por combustión espontánea.
Dante estaba guapísimo con una chaqueta de terciopelo tan oscuro como sus ojos, que brillaban de aprobación, y cuando la tomó del brazo tuvo que hacer un esfuerzo para poner un pie delante de otro.
Ariana y Stefano la saludaron con rígida amabilidad, pero pronto se alejaron, dejándola sola con Dante.
–¿Dónde está Roberto? –le preguntó mientras la escoltaba hacia el salón de baile
–No se encontraba bien. No es nada serio, pero por desgracia no podrá venir.
–Ah, vaya, lo siento.
–Yo no puedo ser tu acompañante. Sería inapropiado.
–No, claro –dijo ella, más que aliviada porque prácticamente había chispas saltando entre ellos.
–Pero se lo pediré a Gian…
–No tienes que buscarme un acompañante, soy perfectamente capaz de entrar sola.
–Muy bien, pero no voy a bailar contigo y creo que tú sabes por qué.
La dejó allí, sin aliento, tan mareada como si la hubiera besado. Haciendo un esfuerzo para calmarse, tomó aire y dio un paso adelante.
Todas las cabezas se volvieron cuando la viuda de Rafael Romano hizo su entrada en el salón. Podía oír susurros sobre el color del vestido, pero Mia se concentró en la preciosa decoración mientras se dirigía hacia la mesa presidencial.
El salón de baile era precioso, con paredes enteladas en brocado y enormes lámparas de araña que iluminaban las mesas adornadas con centros de fragantes gardenias.
Iba a ser una noche muy incómoda, aunque no había esperado otra cosa.
Estaba sentada entre un ministro, aunque no recordaba de qué, y Gian de Luca, en aquella cena de descontento. Ariana, guapísima con su vestido de noche, no le prestaba la menor atención, Stefano y Eloa solo tenían ojos el uno para el otro y Luigi y su mujer no se molestaron en saludarla siquiera.
Dante estaba sentado frente a ella, con la mujer del ministro a un lado y una joven rubia que lo miraba con total adoración al otro.
¿Había sido tan cruel como para ir con una cita?
El maestro de ceremonias anunció que brindarían con un champán de la bodega privada de Rafael Romano. Naturalmente, Mia levantó su copa y fingió tomar un sorbo, con un brillo de lágrimas en los ojos al recordar a su querido amigo.
El primer plato, ravioli relleno de queso Pecorino con una cremosa salsa de trufa, era perfecto, aunque estaba demasiado nerviosa como para poder disfrutarlo.
–Era el plato favorito de Rafael.
–Sí, lo sé –asintió Dante–. Ariana ha elegido el menú pensando en él y las trufas son de Luctano.
–Ah, qué bien –Mia miró a Ariana para felicitarla, pero la joven le dio la espalda para hablar con su compañero de mesa.
El segundo plato, un filetto di maiale alla mela verde, le hizo recordar el fragante aroma de las cocinas de Luctano, pero el recuerdo se agrió cuando la rubia puso una mano sobre el brazo de Dante y él le ofreció una sonrisa.
Mia estaba celosa por primera vez en su vida y decepcionada porque, por mucho que se lo negase a sí misma, la verdad era que quería estar a solas con Dante.
Había querido ese peligroso baile.
Cuando los camareros se llevaron los platos del postre, una selección de los dulces favoritos de Rafael, Eloa hizo un intento de entablar conversación.
–Ariana nos está ayudando con los preparativos de la boda.
–Ah, qué bien –dijo Mia–. ¿Cuándo os casáis?
–En mayo.
–Va a ser una boda maravillosa –dijo Ariana–. Hemos invitado a todo el mundo. A todos los que importan.
Estaba dejando claro que Mia no iba a ser uno de esos invitados y Eloa al menos tuvo la decencia de ponerse colorada.
Cuando la cena terminó, Gian se encargó de dar comienzo al baile con Ariana. Naturalmente, por respeto a Rafael, Mia se quedó sentada.
A pesar de la tensión y a pesar de las desagradables palabras de Ariana, le dolía que no la invitasen a la boda de Stefano y Eloa.
Eran las hormonas, se dijo a sí misma, intentando concentrarse en la charla del ministro. Aunque no sabía de qué estaba hablando porque no podía dejar de mirar a Dante que, como una pantera negra, iba de un lado a otro charlando con los invitados. Resultaba increíblemente atractivo con el esmoquin, pero ella no podía dejar de recordar su cuerpo desnudo.
Y luego llegó el infierno de verlo bailar con su cita.
Mia no había sentido celos hasta que conoció a Dante, pero ahora sentía como si le hubiera clavado un puñal en el pecho.
–Por supuesto, venimos todos los años, pero este año era de especial interés –estaba diciendo el ministro.
–Sí, claro. A Rafael le habría encantado.
–Pero no vinieron el año pasado.
–No, es cierto. Rafael no se encontraba bien.
–Entonces no sabíamos de su enfermedad, pero deberían habernos informado –dijo el hombre, claramente afrentado–. Yo he hecho mucho por la fundación…
Mia dejó de prestar atención cuando oyó reír a Dante. Nunca lo había visto reír de ese modo y apretó los dientes al ver que la rubia ponía una mano en su brazo.
Sus ojos se encontraron entonces y sintió el calor de su mirada como si estuviese tocándola, como si estuviese soltando el lazo del vestido. Sus pezones se irguieron y el roce de la tela era una tortura.
–¿No está de acuerdo? –le preguntó el ministro.
Mia no sabía de qué estaba hablando y le daba igual.
–Si me perdona un momento… –se disculpó, levantándose para ir al lavabo.
Una vez allí, se agarró a la encimera de mármol y se miró al espejo, que le devolvía una imagen desconocida. Estaba ruborizada y sus ojos brillaban tanto como los diamantes que llevaba en las orejas.
–Lo está haciendo bien, signora –le dijo una mujer de mediana edad–. Debe ser una noche muy difícil para usted.
–Gracias –respondió Mia.
Después de unos segundos, intentando calmarse, salió del lavabo y estuvo a punto de chocar con Dante.
–Ven conmigo –dijo él, tomándola del brazo para llevarla al jardín que rodeaba el hotel–. Voy a leer el discurso y quiero comentarlo contigo.
–Muy bien.
Cuando salieron al jardín, Mia respiró el aire fresco de la noche.
–¿Quién es? –le preguntó.
–¿A quién te refieres? –inquirió él, frunciendo el ceño.
–Tú sabes a quién me refiero.
Dante sonrió. Casi podía saborear sus celos. Era tan sorprendente que la fría y reservada Mia mostrase sus sentimientos.
–Es la hija del ministro. No he venido con ella.
–Pero estás tonteando con ella.
–¿Yo? No, en absoluto. Ella siempre flirtea conmigo, todos los años. Normalmente, vengo con una cita y esta noche está emocionada porque he venido solo. Pero no estoy solo –dijo Dante, dando un paso adelante–. ¿O sí?
Mia tuvo que tragar saliva antes de responder:
–No.
–¿Con quién estoy esta noche, Mia? –le preguntó él, con un tono provocativo, ronco y sexy.
–Conmigo.
–Así es y no lo olvides. Yo tengo que cumplir con mis obligaciones hacia la fundación, pero siempre vendré solo. Todos los años.
Y, con esas palabras, Dante cambió las reglas del juego. Había jurado que sería solo una noche más, pero pensar en verla cada año era tan tentador.
Cuando dio otro paso adelante, el mundo de Mia se encogió un poco más. Los sonidos del salón de baile se esfumaron y solo podía oír el latido del pulso en sus oídos.
–Veo que te has puesto los pendientes –murmuró él, alargando una mano para tocarlos.
–Gracias, son preciosos –dijo ella, con voz entrecortada–. ¿Debo dejarlos en la caja fuerte de la suite?
–Son tuyos, puedes hacer lo que quieras con ellos. Es un regalo.
–Dante, por favor, no me compres regalos.
–Pero quiero hacerlo.
–Deberíamos volver al salón –dijo ella, sabiendo que la situación empezaba a ponerse peligrosa.
Ahora que estaban solos no había forma de esconder el deseo que había entre ellos. Estaba temblando, y no por el fresco de la noche sino porque Dante empezó a deslizar un dedo desde su cuello hasta la curva de su cintura, provocando un torrente entre sus piernas.
–¿Sabías que Fiordelise es el nombre de la antigua amante del duque, el antepasado de Gian de Luca?
–No, no lo sabía –respondió ella, mirándolo a los ojos.
¿Estaba invitándola a ser su amante? ¿Era eso lo que quería? Porque ella estaba tan excitada como si estuvieran bailando, apretados el uno contra el otro.
–Dicen que el duque se reunía con sus ilustres invitados en esta mansión, antes de que fuese un hotel, pero siempre llegaba tarde porque estaba visitando a su amante, de modo que decidió traerla aquí… y jamás volvió a llegar tarde.
–No podemos hacer esto, Dante –murmuró Mia, apartando la mirada de sus labios.
–¿Por qué no? –preguntó él, deslizando una mano por su espalda–. Necesito hacerte Mia de nuevo.
Mia recordó aquella noche, cuando su mano había sido como un bálsamo mientras la hacía suya. Y tal vez Dante pensaba lo mismo porque se apretó contra ella, empujando sus caderas hacia delante.
–Alguien podría vernos –le advirtió, sabiendo que era imposible decirle que no.
–Estamos solos –dijo él, tomando su mano.
Durante un segundo, pensó que iba a besar sus dedos como había hecho aquella noche, pero en lugar de eso puso algo frío en la palma de su mano.
Mia no se atrevía a mirar y tardó unos segundos en comprobar que era una llave.
–Si me deseas esta noche, solo tienes que usar esta llave. Tenemos habitaciones contiguas.
Mia miró la llave, angustiada. Desde que recibió la llamada de Dante había luchado consigo misma antes de tomar la decisión de acudir a Roma. Intentaba convencerse de que no quería volver a acostarse con él, pero en el fondo sabía que era mentira.
Y no le había hablado del embarazo. No había tenido oportunidad hasta ese momento y…
De repente, se abrieron las puertas del jardín y Dante dio un paso atrás.
Stefano torció el gesto al verlos juntos.
–Dijiste que debíamos dejar a un lado la animosidad por una noche, pero esto… –su hermano lo miró con gesto desdeñoso–. Los discursos están a punto de empezar.
–Sí, claro.
Dante lo siguió, dejando a Mia con la llave en la mano y sin saber qué hacer. Volvió sola al salón de baile y ocupó su sitio, intentando no mirar a nadie mientras él subía a la tarima para hablar de su padre y de la importancia de la fundación.
Mia intentaba mostrarse serena y sonreír cuando era apropiado, pero la llave que guardaba en el bolso parecía pulsar como una alarma nuclear.
Solo podía pensar que esa noche estaría por fin con Dante Romano.