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Capítulo 4
ОглавлениеEL DÍA del entierro amaneció cargado de oscuras nubes de tormenta y Mia, que volvía a la casa sobre la grupa de Massimo, temió que fuese un mal presagio.
Massimo había sido el caballo de Rafael, su favorito, pero estaba demasiado débil como para montarlo. Era un precioso murgese negro, un animal muy grande, pero obediente y dulce.
Y aquel día estaba triste.
–Sabe que ocurre algo –le dijo uno de los mozos–. Los animales saben esas cosas.
–Sí, yo también lo creo –murmuró ella.
El hombre tenía la misma expresión de tristeza y preocupación que el resto de los empleados, pero después del entierro sabrían qué iba a ser de ellos.
Estaba segura de que Rafael les había dejado la casa a sus hijos, aunque no podía imaginarlos viviendo en Luctano. Seguramente pasarían por allí de vez en cuando, como hacían con el resto de las casas que tenían por toda Europa. Era una pena, pensó, mirando la orquídea que había cortado durante el paseo, porque era un sitio precioso.
Mia subió a su habitación a toda velocidad. Los parientes de Rafael empezaban a llegar y pensó que lo mejor sería quedarse allí hasta el último minuto.
Cuando salió de la ducha, Sylvia entró en la habitación con la bandeja del desayuno.
–Gian de Luca ha venido en su helicóptero –dijo el ama de llaves, enarcando una ceja–. El aparato lleva el escudo de armas en la cola y es perfectamente reconocible. Es un duque, no sé si lo sabe.
–No, no lo sabía.
–Pero no sé qué hace aquí. Gian no es de la familia.
Gian era el propietario del hotel La Fiordelise, donde Rafael y ella habían celebrado su boda, y tenía peor fama de mujeriego que Dante.
–Es un desprecio para los Castello –siguió Sylvia.
–¿Por qué?
–Porque Dante no ha permitido que los Castello vinieran en su helicóptero –respondió la mujer, suspirando–. En un funeral italiano siempre hay alguien ofendido, pero en fin, los preparativos van sobre ruedas. Dante lo tiene todo controlado.
Mia pensó que, a pesar de las apariencias, nada estaba controlado. Sentía náuseas y le daba pánico el día que la esperaba, pero intentó tomar algo de desayuno. Se había mareado durante el entierro de sus padres por la emoción, pero también porque tenía el estómago vacío y no quería volver a pasar por eso.
Con la ropa negra sobre la cama y el aire de tristeza que permeaba el aire, no podía evitar pensar en ese terrible momento de su vida.
Estaba de vacaciones en Nueva York, con sus padres y su hermano. Habían ido al teatro en Broadway y disfrutado de la bella ciudad, pero el último día, su padre había decidido alquilar un coche para visitar los Hampton. Mia le había aconsejado que no lo hiciese, recordándole que habían estado a punto de tener un accidente en Francia porque estaba acostumbrado a conducir por la izquierda, pero Paul Hamilton no le había hecho caso y su madre, Corinne, se había reído de su preocupación. Ese día lo habían pasado de maravilla, pero se hizo de noche mientras volvían a Manhattan. Su padre, cegado por unos faros, se había desplazado al carril contrario y habían chocado contra un coche que iba de frente.
Sus padres habían muerto inmediatamente, su hermano sufrió graves lesiones y ella se quedó atrapada entre los hierros. Estaba convencida de que habían sido horas cuando en realidad solo habían sido treinta minutos hasta que la sacaron del coche.
Sabía que habían sido treinta minutos porque había leído el informe forense muchas veces, igual que las interminables facturas del hospital.
Por suerte, tenía un seguro de viaje. Meticulosa y organizada, Mia se había hecho el seguro cuando compró el billete de avión. Sus padres también, de modo que sus cadáveres habían sido repatriados sin ningún problema, pero Michael, su hermano, no tenía seguro de ningún tipo.
Todo había sido horrible. Además de perder a sus padres, había tenido que vender la casa familiar, pero ni siquiera así había podido pagar todas las facturas del hospital, que le había cobrado hasta la última gasa.
Su hermano, que había quedado paralizado de cintura para abajo, sufría una depresión y ella estaba endeudada hasta las cejas, pero consiguió un puesto de secretaria en las oficinas de la empresa Romano en Londres. Recibía un buen salario, pero las facturas se acumulaban, el apartamento que había alquilado era demasiado pequeño para una silla de ruedas y… era demasiado para ella.
Mia tenía el corazón roto y estaba asustada y furiosa.
Furiosa con su padre por no haberle hecho caso, furiosa con su madre por no haberla apoyado y furiosa con su hermano, que había sido tan irresponsable como para viajar sin seguro a Estados Unidos. Aunque, por supuesto, el pobre había pagado un precio muy alto por ese error.
Tenía que vivir con todo eso y un día, mientras Rafael Romano visitaba la oficina y ella estaba al borde de un ataque de pánico después de hablar con uno de sus innumerables acreedores, él se había percatado de su angustia y le había preguntado qué le pasaba.
Aún la emocionaba recordar que en ese momento tan difícil, a punto de pedir el divorcio y con graves problemas de salud, Rafael había encontrado tiempo para preocuparse por ella.
Mia le había contado cuál era su situación y dos años después allí estaba, a punto de acudir a su funeral.
Pero esa mañana, cuando debería estar pensando en la generosidad y la amabilidad de Rafael, eran los recuerdos del accidente de sus padres los que la hacían temblar.
Podía oír la voz de su madre llamándola, diciéndole que aguantase, que alguien iría a sacarla de allí y que la quería. Pero el informe forense decía que su madre había muerto inmediatamente después del impacto.
Mia había leído el informe muchas veces y la asustaba. Más que eso, la aterrorizaba.
A los veinticuatro años le daba más miedo la oscuridad que cuando era niña porque no solo creía en los fantasmas sino que había oído hablar a uno.
«Cálmate», se dijo a sí misma mientras se vestía para el funeral.
El vestido de lana que había comprado en Florencia, adornado desde el cuello a la cintura con botoncitos de perlas, era una elección absurda para ese día porque le temblaban las manos, pero por fin abrochó el último botón.
Iba a ponerse máscara de pestañas, pero decidió no hacerlo porque, aunque no lloraba a menudo, aquel iba a ser un día difícil y no quería arriesgarse. Por supuesto, llevaría la alianza de casada y el anillo de compromiso, aunque se los quitaría por la noche, antes de irse.
Eran casi las once y, con desgana, tomó la orquídea que había cortado esa mañana y salió de la habitación.
La familia estaba reunida en el vestíbulo, todos vestidos de negro. Por suerte, Angela había jurado no volver a poner el pie en la casa mientras «aquella fresca» estuviese allí. Aunque Mia estaba segura de que haría una excepción para la lectura del testamento.
Había sido Angela quien quiso aquel arreglo entre Rafael y ella, pero le encantaba hacer el papel de víctima y, en su opinión, lo hacía demasiado bien.
Dante se dio la vuelta cuando Mia empezó a descender por la escalera y no dejó de mirarla hasta que estuvo a su lado.
–Ah, aquí está mi madrastra.
El odio por Mia era su única defensa. Tenía que recordar constantemente el caos que había provocado en su familia y decirse a sí mismo una y otra vez que la mujer de su padre estaba y estaría siempre fuera de su alcance.
Mia apretó los labios, sin decir nada. Solo unas horas más y sería libre, pensó.
El entierro de Rafael Romano iba a ser una gran ocasión. El hotel de la familia estaba lleno y no solo de invitados sino de periodistas, aunque no se les permitió que entrasen en la finca.
Mia descendió los escalones de piedra, intentando no mirar el coche fúnebre, pero cuando el conductor le abrió la puerta tuvo que hacer un esfuerzo para no salir corriendo.
Dante vio que subía al coche con gesto retraído, casi como si estuviera asustada. A pesar de lo que había dicho la noche anterior, que fuera sola en el coche era un insulto y todo el mundo se daba cuenta. Era una forma de dejar claro que nunca había sido parte del teatro de su familia.
No le habían dado una sola oportunidad.
Sabía que Mia Hamilton se había casado con su padre por dinero, ¿pero y si había habido amor entre ellos? La realidad era que su padre parecía feliz.
El brillo de lágrimas en sus ojos la noche anterior aún era capaz de conmoverlo y su voz entrecortada cuando dijo que no quería ir sola en el coche…
–Yo iré con Mia –dijo Dante entonces.
–Qué tontería –replicó Ariana, sarcástica–. ¿Por qué ibas a hacer eso?
Sin molestarse en responder, él se dirigió al coche y abrió la puerta.
–¿Qué ocurre? –preguntó Mia, dando un respingo.
–Nada –respondió Dante–. Imagino que podemos intentar estar un poco más unidos en este día tan triste.
–Ah, gracias.
Era un alivio que intentase dejar a un lado su animosidad y, además, la compañía de Dante hacía que ese momento fuese menos aterrador.
La procesión de coches empezó a moverse en dirección a los establos y Dante apretó los labios cuando vio que habían sacado a Massimo de su cuadra. Uno de los mozos, vestido de negro, sujetaba las bridas del animal, que golpeaba el suelo con los cascos.
Poco después llegaron a la casa del guardés, que se quitó el sombrero al paso del coche fúnebre.
Mientras recorrían los viñedos, Dante recordó los veranos que había pasado allí cuando era niño, los paseos con su padre por la finca. Cerró los ojos y recordó la última conversación que había mantenido con él…
Le había hablado de la reunión del consejo de administración del día siguiente, en la que tendría que dar explicaciones sobre su escandalosa vida privada.
–Oye, al menos no eres un Castello –había bromeado Rafael.
Los Castello vivían al otro lado del valle y tenían una cadena de restaurantes en Inglaterra, pero los hijos eran unos derrochadores y unos irresponsables.
–No dejes que el consejo dicte cómo debes vivir tu vida –le había aconsejado su padre–. Debes tener tu propia brújula, Dante. Además, yo me siento orgulloso de ti.
Lentamente, recorrieron el perímetro de la finca, bordeada de viñedos y campos de amapolas. Roberto, el abogado de su padre, salía de su casa en ese momento secándose las lágrimas con un pañuelo, pero Dante no lloró. No sabía hacerlo.
¿Su padre sabía que estaba a punto de morir?, se preguntó. Tal vez había intuido que el final era inminente y por eso quería volver a casa.
Tomaron la carretera flanqueada por altos cipreses, como soldados en posición de firmes. Más allá, el tapiz de viñedos de los Romano, que crecía con los años, y a lo lejos las casas del pueblo, pero hasta los rojos tejados parecían tristes aquel día.
Mia giró la cabeza para mirarlo y vio que estaba perdido en sus pensamientos. Aunque intentaba disimular, estaba emocionado y se le encogía el corazón por él como se le habría encogido por cualquiera que hubiese perdido a su padre. O tal vez ella misma necesitaba consuelo porque, sin pensar, alargó una mano para apretar la suya.
–Mia –dijo él, pronunciando su nombre con tono venenoso– aparta tus manos de mí.
Mia no había esperado esa reacción y fue como una bofetada.
Cuando entraron en la iglesia, se dirigió al primer banco, sintiendo cien ojos clavados en ella. A pesar del frío, unas gotas de sudor corrían entre sus pechos, pero mantuvo la cabeza bien alta durante el servicio religioso y también mientras Dante leía el panegírico.
–Rafael Romano era hijo de Alberto y Carmella, y el hermano mayor de Luigi…
Mia era capaz de entender casi todo lo que decía, pero iba un paso por detrás ya que tenía que traducir sus palabras.
–Era un hombre muy activo y siempre decía que ya habría tiempo de descansar cuando hubiese muerto.
Dante contó que Rafael se había casado con Angela a los diecinueve años y que, según ella, había sido un matrimonio lleno de amor, risas y sorpresas.
Sí, era verdad, a su padre siempre le había gustado sorprenderlos.
Habló después del pequeño negocio familiar, que Rafael había convertido en un imperio, siempre comprando más terrenos con los beneficios, más viñedos…
–Pronto abastecerían a los mejores restaurantes de Florencia, Roma, París, Londres…
Dante hizo una pausa, porque aquella era la parte más difícil para él. Tenía que pintar la imagen de una familia feliz y no le gustaba mentir. Sus padres se peleaban a menudo cuando él era pequeño. Aún recordaba las broncas y cuánto había temido que se separasen, pero la llegada de los mellizos les había dado una segunda oportunidad, de modo que recordó la paz que Stefano y Ariana llevaron a su familia.
Mia notó el ligero temblor en su voz. ¿Por qué estaba tan pendiente de Dante Romano? ¿Por qué era tan consciente de él? ¿Y por qué diantres lo había tocado?
Incluso ahora, en el funeral de su marido, sintió un cosquilleo en la mano con la que había tocado la de Dante. En aquella iglesia que olía a cerrado, sentía como si estuviese a su lado de nuevo, respirando el aroma de su colonia masculina.
–Mi padre siempre había querido una hija –estaba diciendo él, mirando a Ariana, que lloraba en silencio– y estaba tan contento de tener otro hijo…
Siguió hablando hasta que, por fin, llegó la parte más difícil del discurso y Mia se puso tensa cuando empezó a hablar en su idioma.
–Mi padre quería a su familia y, sin embargo, siendo Rafael, había sitio en su vida para más amor y tiempo para más sorpresas. Hace dos años se casó con Mia Hamilton… –hizo una pausa, como luchando contra el dolor que había causado ese capítulo de la vida de su padre–. Yo sé que Mia fue un gran consuelo para él y que llevó paz a sus últimos años de vida. Lo sé porque él mismo me lo dijo.
No podía decir que hubiesen recibido a Mia con los brazos abiertos o que el amor de Mia y Rafael hubiera sido evidente para todos, pero debía lidiar con la realidad e intentó hacerlo con el mayor respeto.
Mia bajó la mirada, emocionada al saber que Rafael había dicho eso y agradeciendo que Dante lo hiciese público. Porque era cierto, Rafael y ella habían sido grandes amigos.
–Tristemente –concluyó Dante– ya no habrá más sorpresas. Por fin ha llegado el momento de descansar para él –su voz se rompió por fin–. Siempre lo echaremos de menos.
El entierro fue terrible.
Ariana no dejaba de sollozar y Stefano tenía que hacer un esfuerzo para contener las lágrimas mientras Dante apretaba los puños a los costados.
Ella estaba algo apartada, bajo un enorme roble, sintiéndose a la vez enferma y helada mientras bajaban el ataúd. Cuando fue su turno de echar un puñado de tierra en la tumba, sus piernas parecían de goma y temía desmayarse, pero Dante le pasó un brazo por la cintura. Podría haberle espetado: «No me pongas las manos encima» como había hecho él, pero se limitó a darle las gracias en voz baja.
Dante la llevó al borde de la tumba y guio su mano para que tirase la orquídea sobre el ataúd.
Estaba hecho. Todo había terminado.
Mia cerró los ojos, aliviada.
–Gracias –dijo de nuevo mientras se dirigían al coche.
Dante decidió volver andando a la casa porque necesitaba calmarse y conservar el poco sentido común que le quedaba.
Y entonces llegó la lectura del testamento de Rafael Romano.
Dove c’è’ un testamento, c’è’ un parente.
«Donde hay un testamento, hay un pariente». Desde luego que sí.
Luigi estaba sentado en la primera fila con Stefano, Ariana y Angela, que por fin se había dignado a entrar en la casa. Dante se quedó de pie frente a la ventana del estudio porque quería ver la reacción de Mia.
Al final, todo fue como habían esperado. La primera división de los bienes se había hecho tras el divorcio de sus padres y la segunda después de su diagnóstico de un cáncer terminal.
La residencia de Luctano sería para Dante, la casa de Suiza para Stefano y la de París para Ariana. Había otra propiedad más pequeña en Luctano que sería para Luigi y su exesposa recibiría las joyas y las obras de arte.
Mia Romano, su esposa recibiría dos apartamentos en Londres, cierta cantidad de dinero y las joyas que le había regalado durante su matrimonio, con el acuerdo de que no reclamaría nada más. Tenía un periodo de gracia de tres meses para abandonar la residencia de Luctano.
Dante había esperado que recibiese algo más, pero imaginó que le habría sacado dinero a su padre durante esos dos años porque no hubo ninguna reacción por su parte. Seguía escuchando a Roberto con su típica actitud fría e inescrutable.
Seguramente impugnaría el testamento y le daba igual. Dejaría que se gastase el dinero de la herencia en abogados.
–Rafael esperaba que su viuda siguiera representándolo en el baile anual de la fundación Romano –estaba diciendo Roberto.
Dante miró a su madre, que tenía los labios fruncidos. Recordaba sus lágrimas cuando supo que no volvería a ser la anfitriona del suntuoso baile. Siempre había sido su noche favorita y su padre solía decir: «Angela no es sola la bella del baile sino la bella de Roma».
Pero la anfitriona sería Mia, su viuda, hasta que volviese a casarse. Ella no reaccionó… o tal vez sí porque le pareció ver que se ruborizaba.
No podía dejar de mirarla.
Esos labios carnosos, esos ojos sin lágrimas. Le gustaría tomar su mano, dejar todo aquello atrás, llevarla a su habitación y perderse en ella.
Pero, por supuesto, no iba a hacerlo.
–Rafael encarga la dirección de la fundación Romano a sus hijos… –Roberto soltó el documento para tomar un sorbo de agua–. Y se hará una donación de un millón de euros a su proyecto benéfico favorito.
Dante tuvo que disimular una sonrisa al pensar que unos caballos de carreras jubilados iban a recibir más que Mia.
Sí, había humor negro hasta en los días más oscuros.
Cuando Roberto terminó de leer el testamento, Stefano y Eloa se fueron con Luigi y su mujer y, poco después, Dante acompañó a su madre y a Ariana al coche.
–Iré a casa de Luigi dentro de un rato. Antes tengo que hablar con Roberto.
–No vayas por mí –dijo su madre–. Ariana, dile a Gian que espere un momento.
–¿Gian?
–Ariana y yo queremos volver a Roma y le he pedido a Gian que nos lleve. Quiero irme lo antes posible. Es demasiado doloroso estar aquí.
Dante se acercó a su hermana para darle un beso.
–¿Estás bien? ¿Vas a dormir en casa de mamá?
–No, creo que mamá quiere estar sola. Me iré a mi apartamento.
–Quédate aquí –sugirió Dante. Pero Ariana torció el gesto–. No quería decir en la casa sino con tío Luigi o en el hotel.
–No, quiero volver a Roma lo antes posible.
Dante decidió que prefería a Ariana peleona y discutidora porque le preocupaba verla tan triste.
–Cuida de ella, mamá.
–Sí, claro.
–En cuanto Mia se vaya de aquí y todo esté solucionado, pondré la casa a tu nombre. Imagino que papá me la dejó a mí por si Mia impugnaba el testamento…
–No quiero la casa –lo interrumpió su madre.
Eso lo sorprendió. Su madre había llorado muchas veces por la casa de Luctano, diciendo cuánto le gustaría volver allí.
–Pero siempre has dicho…
–Dante, este ya no es mi sitio. Es precioso, pero no quiero los dolores de cabeza de una propiedad tan grande. Además, mi amor por esta casa murió hace tiempo. Prefiero mi apartamento en Roma.
–¿De verdad te gustó alguna vez?
Vio que su madre parecía sorprendida por la pregunta y lamentó de inmediato haberla hecho, pero la muerte de su padre había creado tantas dudas. Aunque, evidentemente, su madre no tenía intención de aclarar nada.
Roberto ya se había ido y Dante suspiró, intentando sentirse aliviado porque todo había ido bien. Ningún drama, ninguna escena, ninguna pelea. Y su padre había sido enterrado donde quería.
Entonces, ¿dónde estaba el alivio?
La muerte de su padre había provocado muchas preguntas. ¿Su madre no quería la casa después de haber llorado tanto por ella?
Recordaba las peleas de sus padres cuando era niño, recordaba que su madre iba a visitarlo al internado de Roma a menudo. Siempre sola.
El signor Thomas, pensó entonces. Ese era el hombre al que había visto paseando por la calle con su madre.
Su tutor del colegio.
Dante siempre había tenido la impresión de que le mentían y nunca más que en ese momento.