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Capítulo 3
ОглавлениеHUBO muchas miradas de soslayo mientras Mia se sentaba en la cabecera de la pulida mesa. Después de todo, era la señora de la casa y todos la detestaban por ello.
–Dei morti parla bene –dijo Dante, levantando su copa.
Mia conocía esa expresión: «habla bien de los muertos».
Tomó un sorbo del oscuro líquido, un vino del viñedo privado de Rafael, y tuvo que hacer un esfuerzo para tragar porque le sabía amargo.
Un segundo después, Luigi ofreció un brindis mirándola directamente.
–‘Dove c’è’ un testamento, c’è’ un parente.’
«Donde hay un testamento hay un pariente».
Era un dicho familiar, pero la implicación de que Mia estaba allí solo por el dinero era evidente.
Mia ni siquiera parpadeó ante el menosprecio, aunque tampoco levantó su copa y, a pesar de sí mismo, Dante tuvo que admirar su fortaleza. Y, a pesar del odio que sentía por ella, tuvo que salir en su defensa.
–Eso es cierto, Luigi. No tengo la menor duda de que tú estarás en el estudio para la lectura del testamento –dijo, mirando alrededor–. Todos vosotros estaréis allí.
Mia no había esperado el menor apoyo de Dante y, aunque lo agradecía, no se atrevió a demostrarlo. Le parecía tan raro estar en la misma habitación, compartiendo una cena con él.
Se sentía rara cada vez que Dante estaba cerca. Sabía que la detestaba, pero la hacía sentirse extrañamente consciente de su cuerpo.
Cuando sirvieron el primer plato, Dante fue directo al grano:
–El coche fúnebre llegará a las once y la comitiva saldrá de aquí poco después. Naturalmente, tú irás detrás del coche fúnebre –dijo, mirando a Mia.
–¿Con quién? –preguntó ella.
–Eso depende de ti. Imagino que habrás invitado a alguien para que te apoye tras la muerte de tu marido –después de decir eso, Dante se volvió hacia sus hermanos–. Yo iré detrás, con Stefano, Eloa y Ariana. Y Luigi, tu familia irá en el tercer coche.
–¿Y dónde irá mamá? –preguntó Ariana.
–Mamá esperará en la iglesia.
–Pero no es justo que mamá no vaya en el coche cuando era su…
–Déjalo, Ariana.
Su hermana fue la primera en abandonar el barco. Tirando el tenedor sobre el plato, Ariana se levantó y salió en tromba del comedor.
Dante apartó la copa de vino.
–La comitiva recorrerá toda la finca –siguió explicando–. Primero, pasaremos por los establos y luego daremos una vuelta por los viñedos y las residencias de los empleados. De ese modo, podrán salir para saludar al coche fúnebre antes de ir a la iglesia.
Iba a ser una procesión muy larga, pensó Mia. La propiedad de Rafael incluía las residencias de los empleados, el lago, los establos, el interminable campo de amapolas.
Le angustiaba la idea de ir sola detrás del coche fúnebre porque le recordaba el funeral de sus padres y eso era algo en lo que no quería pensar de ningún modo.
El silencio durante la cena era insoportable, pero mientras retiraban los platos Sylvia puso una mano en su hombro y Mia levantó la mirada para esbozar una sonrisa de agradecimiento.
Dante se percató del gesto. Los empleados la adoraban, algo que era evidente cada vez que visitaba a su padre, y eso lo desconcertaba. Ese gesto de apoyo dejaba claro que Mia era respetada y querida en la casa.
Estaba preciosa a la luz de las velas. Tenía los ojos algo hinchados, pero aparte de eso no había señales de que hubiese llorado. De hecho, dudaba que hubiese derramado una sola lágrima por su padre.
Ella giró la cabeza en ese momento y, aunque esperaba una mirada de desaprobación, no fue así. A pesar de su clara animadversión, la mirada de Dante no era desdeñosa.
Mia se sentía atrapada por esa mirada.
Sabía que Eloa estaba hablando, pero no podía oír lo que decía porque era como si Dante y ella estuvieran solos en el comedor.
Durante esos dos años se había obligado a sí misma a ser distante, pero ahora no podía apartar la mirada. Durante dos años había hecho lo imposible para ignorar el cosquilleo que evocaba su presencia, para negar la excitación que provocaba en ella, pero en ese momento era incapaz de contenerla. Sentía calor en el cuello, en las mejillas, en los pechos. Sin decir una palabra, Dante hacía que tuviese que cruzar las piernas.
Era como si la puerta de acero empezase a abrirse y, por primera vez desde que se conocieron, se permitió a sí misma buscar su mirada.
«Ah, estirada Mia», pensó Dante mientras giraba la cabeza. «No vas a hacerlo, de eso nada».
Sylvia sirvió el segundo plato, pero el ambiente era cada vez más tenso. Ahora era Mia quien quería tirar el tenedor y salir corriendo.
–¿Dónde se sentará Angela en la iglesia? –preguntó la mujer de Luigi entonces.
–Donde ella quiera.
–¿Pero en qué banco? Debería sentarse con los hijos de Rafael en el primer banco.
–Mia se sentará en el primer banco –respondió Dante–. La etiqueta dicta que la exesposa se siente detrás.
Aunque él sabía que eso no iba a ocurrir. Su madre querría sentarse en el primer banco, pensó, sintiendo una rara punzada de simpatía por la viuda de su padre.
–Mi padre será enterrado frente al lago, en una ceremonia corta, solo con sus hijos y… –Dante tragó saliva– su esposa. Luego volveremos aquí para tomar una copa antes de leer el testamento. Yo leeré la elegía, pero… ¿Mia?
Ella levantó la mirada, sorprendida al escuchar su nombre.
–¿Sí?
–¿Quieres que diga algo en particular?
Mia no había esperado que pidieran su opinión y no sabía cómo responder sin ofender a los que habían querido a Rafael. Después de todo, ella sabía mejor que nadie que su matrimonio había sido una farsa.
–Ya le dije a tu padre todo lo que quería decirle. Seguro que lo que hayas escrito estará bien.
–¿Entonces no quieres añadir nada?
Mia no sabía qué decir y el silencio se alargó hasta que Luigi se levantó de la silla, mirándola con tal desagrado que, por un momento, temió que le tirase la copa de vino a la cara.
–Me voy a la iglesia. Allí, al menos, podré estar con mi hermano por última vez.
–Nosotros vamos también –dijo Stefano–. ¿Vienes, Dante?
–Antes tengo que solucionar un par de cosas –respondió él.
–Vendré a buscarte después para la vigilia.
Mientras salían de la casa, Mia los oyó comentar que su viuda era incapaz de derramar una sola lágrima, y menos declarar su amor por su difunto marido.
–Bueno, todo ha ido bien –comentó, irónica, cuando se quedaron solos.
–No podía ir bien. No entiendo por qué mi padre pidió que cenásemos juntos.
–Yo tampoco –dijo Mia, sin mirarlo–. Dante, no me importa que tu familia se siente en el primer banco. Yo puedo sentarme atrás…
–No te sentarás atrás, yo hablaré con mi madre –la interrumpió él–. El problema es que no sé qué debo decir en la elegía. ¿Debo hablar de lo feliz que hiciste a mi padre en sus últimos años? ¿Debo decir que, por fin, mi padre conoció al amor de su vida? Imagino que querrás que diga algo sobre vosotros.
Mia torció el gesto. Lo que acababa de sugerir sería una ofensa para Angela y para sus hijos.
–No hace falta. Ya le dije a tu padre todo lo que tenía que decirle.
–Ya, claro –asintió él, con tono desdeñoso.
La tensión era insoportable y Mia se levantó de la silla.
–Si me perdonas –murmuró.
–No necesitas mi permiso para levantarte, pero márchate si quieres, me da igual.
Mia subió a su habitación, angustiada. Sylvia había cerrado las cortinas y, después de ducharse y ponerse el camisón, se metió en la cama, temiendo el día siguiente.
No podía dejar de recordar el entierro de sus padres y la idea de ir sola tras el coche fúnebre le hacía sentir náuseas.
Quería un té, una tila, algo caliente y relajante, pero no pensaba bajar a la cocina hasta que Dante se hubiera ido.
Aunque entonces estaría sola en la casa.
Le daba miedo estar sola en la casa por la noche. De hecho, le daba pánico.
Sylvia y su marido vivían en una casita cerca de la residencia, pero jamás los llamaría para algo tan trivial como hacerle un té. Sí, aquella sería su última noche en la casa porque, por tonto que pareciese, le daban pánico los fantasmas. No podía quedarse allí sabiendo que Rafael estaba enterrado en la finca. Ya había hecho las maletas y al día siguiente, después de la lectura del testamento, se iría de Luctano para siempre.
Los Romano querían que se fuera y ella se lo pondría fácil.
Estaba leyendo en la cama cuando Stefano volvió para buscar a su hermano. Cuando la puerta se cerró y oyó pasos sobre la gravilla del camino, se puso una bata y salió de la suite.
Encendió la luz del pasillo y bajó por la escalera sobresaltándose con cada ruido, pero cuando abrió la puerta de la cocina se dio cuenta de que no estaba sola. Porque allí, en silencio, con una copa de coñac en la mano, estaba Dante.
–Ah, pensé que habías ido a la vigilia –dijo al verlo, abrochándose el cinturón de la bata a toda prisa.
–No, he decidido no ir –respondió Dante–. Vi a mi padre el día que murió, así que no necesito verlo ahora.
Mia asintió con la cabeza. No se le ocurría nada peor que pasar la noche en una iglesia con un cadáver.
–Iba a hacerme un té. ¿Quieres uno?
Dante negó con la cabeza.
–No, gracias. Me voy al hotel. Ah, y hay un pequeño cambio de planes para mañana. Stefano insiste en que Eloa acuda al entierro.
–¿Y no te parece bien? Están comprometidos y van a casarse.
–Ya, bueno, esperemos que Roberto redacte un acuerdo prematrimonial.
–¿No crees que puedan estar enamorados?
–Que Dios los ayude si es así, el amor solo causa problemas.
–Qué cínico eres.
–Dice la joven y desolada viuda –replicó él, sarcástico.
Mia le dio la espalda y Dante intentó no notar el ligero temblor de su mano mientras se preparaba el té. Le sorprendía que se hiciera el té ella misma en lugar de llamar a Sylvia. La había imaginado sentada en la cama, tocando la campanilla para que le llevasen una bandeja… pero apartó esa imagen de su mente porque no quería imaginar, ni por un segundo, a Mia en la cama.
Tenía que hacer un esfuerzo para no mirar sus curvas bajo la bata de seda. Algo había cambiado entre ellos desde la muerte de su padre. Las reglas que se había impuesto para evitarla empezaban a derrumbarse.
Miró hacia la ventana, pero la noche era tan oscura que podría estar mirando un espejo.
–Dante, no quiero ir al entierro…
–Lo siento, pero tienes que hacerlo. ¡Eras su mujer!
–Sí, lo sé, pero no quiero ir sola en el coche.
–¿Dónde están tus parientes, tus amigos? –le preguntó Dante.
Por lo poco que le había contado su padre, sabía que sus padres habían muerto, pero no sabía mucho más sobre su vida.
–No he llamado a nadie.
–¿Por qué no? ¿Es que se han cansado de tus juegos? Tienes un hermano, pero no estuvo en la boda y tampoco está aquí hoy, aunque creo recordar que el año pasado tú fuiste a su boda. ¿Te preocupa que venga y revele alguna de tus mentiras?
–Dante…
–No es un castigo que vayas sola en el coche sino un gesto de cortesía. No es culpa mía que no tengas a nadie que te acompañe.
Ella se volvió, airada.
–¿Esperas que los vecinos me tiren fruta podrida o algo así?
Dante vio un brillo de lágrimas en sus ojos azules. Era la primera muestra de emoción desde que llegó. De hecho, era la primera vez que mostraba emoción desde el día que se conocieron y, a pesar de sí mismo, lo conmovió. Quería ofrecerle consuelo, tomarla entre sus brazos…
Su deseo por ella era perpetuo, un fuego que tenía que apagar constantemente, pero cada día era más difícil.
–¿Pensabas que iríamos juntos a la iglesia como una familia unida? No me hagas reír.
–Me voy a mi habitación –dijo ella, tomando la bandeja.
–Saldremos de aquí a las once –anunció Dante.
–Muy bien.
En sus ojos vio un brillo que no se atrevía a descifrar. Puro desdén, pensó, nada más que eso. No podía ser nada más.
Siempre había sido consciente de la potente sexualidad de Dante, pero ahora, de repente, era consciente de la suya propia. Consciente de que estaba desnuda bajo el camisón. Sus pechos se habían vuelto extrañamente pesados y parecía haber chispas en el aire. La puerta de acero se abría cada vez más y le daba pánico ver lo que podría haber detrás.
–Buenas noches –se despidió, con voz ronca, antes de dirigirse hacia la escalera.
Estuvo a punto de tropezar y solo pudo respirar cuando cerró la puerta de la habitación.
Olvidándose del té, se dejó caer sobre la cama, angustiada. Y la llamaban «la reina de hielo», pensó. Estaba ardiendo por él. Sentía cosas que no había sentido nunca antes de conocer a Dante.
Había pensado muchas veces que le faltaba algo, que debía tener algún problema porque nunca había tenido el menor interés por el sexo.
Incluso en la universidad, cuando escuchaba perpleja la obsesiva charla de sus compañeras sobre los chicos y las cosas que hacían con ellos, a ella le parecían sucias y la dejaban con el estómago revuelto.
No había ninguna razón para ello. No había sufrido ningún trauma, nada que pudiese justificar esa actitud, pero así era. Había salido con un par de compañeros, pero ningún beso la había excitado y el roce de sus lenguas le daba asco. Y, por supuesto, hacer algo más que eso era inimaginable.
Aunque su matrimonio con Rafael le había dado una oportunidad única para curar después de la tragedia que había caído sobre su familia, la verdad era que también le había dado la oportunidad de esconderse de algo con lo que tarde o temprano tendría que lidiar.
Un matrimonio sin sexo le había parecido una bendición, pero esos sentimientos, aunque profundamente enterrados, estaban ahí. Dante los había despertado.
Mia llevaba unos días como ayudante personal de Rafael y los rumores habían empezado a circular cuando Dante Romano entró en el despacho de su padre. Y, en un minuto, en unos segundos, había entendido todo lo que se había perdido en esos años.
Sus ojos oscuros la habían dejado transfigurada y la profunda voz ronca había provocado un cosquilleo en la boca de su estómago. Su aroma, tan masculino, se había quedado grabado en su memoria y cuando le pregunto quién era tuvo que hacer un esfuerzo para encontrar su voz.
Mia estaba allí para consumar un acuerdo sugerido por Angela Romano. Iba a casarse con Rafael, pero su violenta reacción al ver a Dante hizo que pensara en dar marcha atrás.
Aunque era imposible porque ya se había gastado parte del dinero que había recibido a cambio del acuerdo.
No era más que un enamoramiento adolescente, se dijo a sí misma. Pero, a pesar de sus intentos de aplastarlo, ese tonto enamoramiento había crecido y provocado un fuego que no sabía cómo apagar.
En ese momento, mientras pensaba en Dante, quería cerrar los ojos e imaginar que la besaba. Desearía que estuviera en la suite con ella, en su cama…
Mia dejó escapar un gemido de frustración, luchando para no tocarse mientras pensaba en él porque sería…
Desastroso, terrible.
«Dante te odia», se recordó a sí misma.
Solo tendría que soportar el día siguiente y volvería a ser Mia Hamilton en lugar de una esposa trofeo. Haría lo que pudiese para rehacer su vida.
Y jamás volvería a encontrarse con Dante Romano.