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Capítulo 9
ОглавлениеMIA NO estaba enfadada por su reacción. ¿Cómo iba a estarlo cuando ella misma se había hecho todas esas preguntas?
Incluso podía perdonar que quisiera una prueba de ADN porque Rafael le había hablado sobre las falsas demandas de paternidad contra las que había tenido que luchar en los tribunales. Tristemente, había gente dispuesta a hacer lo que fuera para poner sus manos en la fortuna de los Romano.
No, no había esperado que Dante la creyese y confiase en ella ciegamente, pero le dolía.
Mia se quitó el vestido y lo colgó en una percha. Luego, con manos temblorosas, guardó los pendientes y los metió en la caja fuerte, pero estaba tan angustiada que marcó los primeros números que se le ocurrieron.
Intentando poner orden en aquel caos, se quitó el maquillaje y se cepilló el pelo como haría cualquier día normal, pero le resultó imposible conciliar el sueño porque contarle la verdad a Dante le había estallado en la cara.
Dante tampoco logró conciliar el sueño. De hecho, paseó por su habitación hasta la madrugada, luchando contra la tentación de volver a la suite y sacarla de la cama para solucionar aquello.
La rabia lo cegaba, pero debía admitir que no había tomado las precauciones debidas esa noche y todo aquello era culpa suya.
Se había llevado la botella de champán, pero no la había tocado porque necesitaba pensar con claridad. No podía olvidar sus mentiras, pero se debatía entre las dudas y el pánico.
Sí, auténtico pánico.
Iba a tener un hijo.
Había sido un problema cuando lo cargaron con Alfonzo, pero ahora no se trataba de un perro sino de un hijo, con brazos, piernas y dientes. Bueno, o los tendría algún día.
Un ser humano.
Una persona de la que él sería responsable, como si su maldita familia no fuera suficiente.
Tendría que compartir la tutela con Mia, que vivía en Londres, porque ni se le ocurría que pudiesen vivir juntos. Lo único que había evitado toda su vida era una relación seria.
Pero eso había sido antes de la bomba, claro. Y había sido exactamente eso, como si una bomba hubiese estallado en su cerebro.
A las seis de la mañana sonó su teléfono. Era Sarah, su ayudante. Dante miraba la puerta que comunicaba con la habitación de Mia mientras Sarah le contaba que unas fotografías de ellos en el jardín del hotel habían salido al mercado.
–¿Sabes quién las ha hecho? –le preguntó.
–No, no lo sé. Tal vez Mia te tendió una trampa…
Sarah era suspicaz por naturaleza, como él, y por supuesto pensaría que Mia le había tendido una trampa, pero Dante no lo creía.
–No ha sido una trampa. Fui yo quien la llevó al jardín.
–Ya, pero…
–Déjalo, Sarah –la interrumpió él.
En realidad, daba igual quién hubiese hecho las fotografías. Lo que importaba era lo que pasaría cuando fuesen publicadas y sabía que no había ninguna posibilidad de que no salieran a la luz.
Después de hablar con su abogado, se levantó para llamar a la puerta de la habitación contigua.
–¡Mia! –la llamó.
No hubo respuesta y volvió a llamar un par de veces antes de empujar la puerta. Esparcidas por el salón estaban las pruebas de su encuentro: su camisa, las bragas de Mia, las rosas tiradas por el suelo y una hoja de papel escrita a mano.
Dante, no sé cómo decirte esto…
Dante, hubo un problema con la pastilla…
Dante…
Y ahora él tenía que contarle aquello.
–¿Mia?
La puerta se abrió entonces y Mia salió de la habitación poniéndose un albornoz.
–¿Es hora del segundo asalto? –le preguntó, irónica.
–No he venido para discutir. Quiero que te vistas y hagas la maleta.
–No te preocupes, Dante. Me marcho.
–¿De verdad crees que te he despertado para echarte de aquí? Tenemos que irnos ahora, juntos. Voy a llevarte a Luctano, donde podré controlar mejor la situación.
–¿Qué situación?
–Anoche nos hicieron fotos en el jardín… fotos comprometedoras.
Dante vio que ella palidecía.
–¡No!
–Me temo que sí.
–¿Las has visto?
–No, me lo ha contado Sarah, mi ayudante.
–Pero si ni siquiera nos besamos –dijo ella. Sus labios no se habían rozado, pero estaban pegados el uno al otro–. Oh, no…
Se le doblaron las piernas y Dante la tomó del brazo para sentarla en el sofá, mirándola mientras enterraba la cara entre las manos. Parecía desolada y, a pesar de las palabras de Sarah, ni por un momento pensó que pudiese estar actuando.
–Podemos irnos ahora porque las fotografías aún no han sido publicadas, pero te garantizo que no tenemos mucho tiempo.
Parecía tan sereno cuando ella no podía ni poner un pie delante de otro.
–Dante, no puedo viajar en helicóptero.
–No importa, iremos en mi coche.
–Pero empiezo a trabajar mañana –protestó ella.
Claro que cuando se publicasen las fotos tal vez ya no tendría trabajo, pensó, angustiada.
Dante vio el vestido colgando de una percha y los zapatos cuidadosamente colocados debajo, un orden tan reñido con el caos al que acababan de ser lanzados con la publicación de esas fotografías.
–A pesar de lo que dije anoche, es evidente que tenemos que hablar. Pero, por el momento, solo tenemos que irnos de aquí.
Mia se puso la camiseta y la falda vaquera y guardó el resto de sus cosas en la maleta.
–¿Dónde está tu equipaje? –le preguntó después.
–Sarah se encargará de ello –respondió Dante mientras abría la puerta y le hacía un gesto para que lo precediese–. ¿Qué te ha pasado en la pierna?
Mia bajó la mirada y vio un moratón donde se había clavado el tacón del zapato la noche anterior.
–Es culpa tuya.
La ciudad, bañada por una preciosa luz dorada, aún no se había despertado y las calles desiertas le parecieron más bonitas que nunca, pero nada de eso podía tranquilizarla.
–¡Me he dejado los pendientes en el hotel! –exclamó Mia entonces.
–No importa.
–Los dejé en la caja fuerte.
–Sarah vendrá a buscarlos. Está esperando en mi apartamento.
–¿Vamos a tu apartamento?
–Sí, necesito solucionar un par de cosas antes de irnos.
Vivía en Campo Marzio, en el centro histórico de Roma, en un edificio protegido por una verja de hierro y un guardia de seguridad. A pesar de las circunstancias, Mia sentía curiosidad por conocer su casa… pero no estaban solos.
Sarah, su ayudante, estaba allí y, aunque la saludó amablemente, era evidente que no tenía interés en ella, de modo que mientras ellos hablaban se dedicó a echar un vistazo.
La decoración del salón, de techos muy altos, era una fabulosa mezcla de muebles antiguos y modernos. Había alfombras por todas partes, grandes sofás de cuero y enormes cuadros de arte contemporáneo que contrastaban de maravilla con los antiguos escalones de la Plaza de España que veía por la ventana.
Pero la mayor sorpresa fue un diminuto perro blanco sentado en uno de los sofás. Dante no parecía el tipo de hombre que tendría un perro pequeño, o ningún perro en realidad. El pobre tenía los ojos blanquecinos debido a las cataratas y permanecía inmóvil mientras Dante acariciaba sus orejas.
–¿Recuerdas el código de la caja fuerte? –le preguntó.
Mia lo pensó un momento.
–Uno, dos, tres, cuatro –respondió por fin, poniéndose colorada.
Él hizo una mueca mientras se despedía de Sarah.
–Deberíamos irnos –dijo después.
–¿Nos llevamos al perro? –le preguntó Mia.
–No, Alfonzo vive tumbado en ese sofá y odia que lo muevan. ¿Necesitas algo?
–Café –respondió ella.
No había sitio en su cerebro para pensar en nada más en ese momento.
Compraron bollos y café por el camino y desayunaron en el coche.
–Es como si fuéramos fugitivos –comentó Mia.
–Un poco –admitió Dante–. Pronto sabrán dónde estamos, pero al menos no te pillarán llegando a Heathrow cuando se publiquen las fotos.
Su móvil sonó en ese momento y Dante habló durante unos minutos.
–Era Sarah –dijo después–. Los pendientes están en mi apartamento.
–Gracias.
–Uno, dos, tres, cuatro –Dante sacudió la cabeza–. ¿No se te ocurrió una combinación más fácil?
–Anoche no pensaba con claridad. Suelo ser más cauta.
Era culpa suya, además. Dante había puesto su ordenada vida patas arriba. Y, sin embargo, no quería estar en ningún otro sitio aquel domingo por la mañana.
–No te imagino con un perro.
–Yo tampoco, te lo aseguro.
–¿Cuántos años tiene?
–Más de cien en años perrunos. Era de una mujer que vivía en el apartamento de abajo. Cuando se la llevaron al hospital, Sarah se ofreció a darle de comer.
Sarah. Mia apretó los labios al imaginarlo revolcándose en la cama con su ayudante. De nuevo, volvió a sentir como si tuviese un puñal clavado en el pecho…
–Cuando la mujer murió, Sarah dijo que se lo quedaría, pero resulta que su marido es alérgico a los perros.
Ah, Sarah estaba casada. Sin darse cuenta, Mia dejó escapar un suspiro.
–Así que te lo quedaste tú.
–Qué remedio. Desde entonces vive en mi sofá.
«Y tú le acaricias las orejas».
A pesar del inminente desastre, era un alivio que Dante supiera del embarazo y eso la animó a preguntar:
–¿Estás enfadado porque no te lo dije anoche, antes de…?
–No, estoy enfadado porque no me lo dijiste cuando te pregunté y porque no se te ocurrió llamarme cuando lo supiste.
–Lo pensé, pero no sabía qué hacer.
–Te pregunté cómo estabas y me dijiste que todo estaba bien. Dos veces.
–La primera vez no lo sabía. No había tenido náuseas y no había nada que me hiciese pensar que podría estar embarazada.
–¿Y la segunda vez?
–Acababa de descubrirlo y estaba intentando hacerme a la idea –respondió Mia–. Por primera vez en dos semanas no me había dormido llorando y no quería arriesgarme a una discusión.
–Pero parecías muy tranquila por teléfono –insistió Dante.
–No lo estaba, te lo aseguro.
–Anoche usé un preservativo y no dijiste nada.
–Iba a decírtelo…
–En realidad, me alegro de que no lo hicieras. No se debe interrumpir el sexo. Si estamos en la cama y oyes la noticia de que el mundo se acaba, por favor no me lo digas.
Mia sonrió.
–Muy bien.
–Aunque eso no va a pasar… por ahora. Tenemos que discutir este asunto con calma.
Fueron en silencio durante largo rato, los dos pensativos. Para Mia, el «por ahora» ofrecía si no esperanza, al menos la posibilidad de que aquello no terminase del todo.
Mientras que para Dante sencillamente significaba que la atracción estaba ahí y era absurdo negarla.
–¿Has ido al ginecólogo?
–Sí, claro. Voy a tener el bebé quieras tú o no.
–Al menos, en eso estamos de acuerdo–dijo Dante.
–Lo creas o no, yo no había planeado este embarazo.
–Tal vez no, pero creo que era tu plan C.
–¿Qué?
–Creo que querías tener un hijo con mi padre para quedarte con su dinero y cuando él murió…
–Estás totalmente equivocado –lo interrumpió ella, suspirando–. ¿Y cuál era mi plan B?
–Impugnar el testamento.
–Pero no lo he hecho.
–Porque ya no hay necesidad. Estás esperando un hijo mío, ¿no?
Mia sacudió la cabeza.
–¿Por qué eres tan desconfiado?
–Porque todo el mundo miente –Dante se encogió de hombros–. Mi perfecta familia es un nido de mentirosos.
Mia tragó saliva porque ella, tal vez mejor que Dante, sabía que estaba diciendo la verdad.
–Creo que mi madre tiene una aventura desde hace tiempo –siguió él mientras tomaba una curva.
–¿Puedes ir más despacio?
Aunque conducía por debajo del límite de velocidad, Dante levantó el pie del acelerador al ver que estaba pálida.
–Tal vez mi padre decidió que era su turno de engañarla y entonces apareciste tú. Pero como estaba demasiado enfermo para darte un hijo y acceso permanente a su fortuna, recurriste al plan B.
–Pero no he impugnado el testamento.
–No, porque viste la oportunidad del plan C.
–¿Que consiste en qué?
–Un revolcón conmigo.
–¡Por favor! ¿Estás diciendo que yo te seduje esa noche? Pobre Dante…
–No he dicho que yo sea una víctima. Los dos estábamos más que dispuestos. Solo digo que viste la oportunidad y la aprovechaste, por eso no tomaste la pastilla.
–Si crees eso, es que no me conoces en absoluto –replicó Mia–. Y conduce más despacio, por favor.
–Voy por debajo del límite de velocidad.
De todas formas, Dante levantó el pie del acelerador y tomó las curvas como un turista cuando conocía esa carretera como la palma de su mano.
Mia dejó de pisar un freno invisible y admiró los campos de amapolas y los altos cipreses. Había pensado que nunca volvería a Luctano, pero no había tiempo para disfrutar del bello paisaje porque debía concentrarse en la enormidad de lo que estaba pasando.
–¿Puedes evitar que publiquen esas fotos?
–No, ya se han vendido.
–¿Como lo sabes?
–Por la vibración de mi móvil, casi podría pensar que llevo en el bolsillo tu vibrador en lugar de mi teléfono.
–¿Qué? ¡Eso es repugnante! –exclamó ella.
Dante no sabía por qué estaba siendo tan grosero. Tal vez porque estaba furioso consigo mismo por su debilidad esa noche y porque tenía la horrible sensación de que la mujer que lo fascinaba estaba riéndose de él.
–Has tardado dos años en tener a otro Romano entre las piernas. Imagino que debías necesitar algo para ayudarte entre uno y otro.
Mia lo miró, perpleja.
–Eres asqueroso –le espetó–. Yo nunca he necesitado eso en toda mi vida.
–¿Entonces te excitabas pensando en los millones de mi padre?
–¿Perdona? ¿No recuerdas que era virgen cuando nos acostamos juntos por primera vez?
Sí, Dante lo recordaba bien. Y no lo entendía. ¿Estaba diciendo que él había sido no solo su primer amante sino su primer orgasmo? Sentía tal curiosidad que estuvo a punto de detener el coche en el arcén.
Cuando la miró de soslayo vio que parecía realmente ofendida y, por una vez en la vida, se sintió avergonzado por su comportamiento.
–No lo hagas –le advirtió cuando la vio sacar el móvil del bolso–. Es mejor que no leas los artículos.
–Quiero saber lo que dicen…
Un segundo después, Mia dejó escapar un grito de angustia y soltó el teléfono como si la quemase.
Eran unas fotos tan íntimas que apenas se reconocía a sí misma. Estaba claramente encendida, excitada. No había un solo botón desabrochado, pero sentía como si el mundo entero hubiera sido invitado a su dormitorio.
–¿Qué ocurre?
Mia no respondió. Estaba inmóvil, mirando el teléfono con gesto de pánico, temblando de los pies a la cabeza.
Dante giró el volante y detuvo el coche en el arcén para ver qué era lo que tanto la había conmocionado.
Los titulares eran brutales, uno de ellos en particular.
De Mamma Mia a madrastra Mia!
La fotografía había sido tomada con un móvil, pero era lo bastante clara como para capturarla mirándolo apasionadamente a los ojos mientras él prácticamente la aplastaba contra la pared.
Dante se excitó al recordar el calor de su cuerpo mientras ponía la llave en su mano, con la certeza de que esa noche iban a hacer el amor.
–Esa no soy yo –dijo Mia en voz baja.
–Sí eres tú –replicó Dante.
Pero estaba empezando a entender que aquella era una faceta de Mia que solo él había visto y de la que ella parecía inconsciente.
El móvil de Mia empezó a sonar en ese momento.
–Es mi hermano. Debe haber visto las fotos –murmuró, tomando aire–. Hola, Michael… sí, pero deja de preocuparte. Todo va bien. Solo es un malentendido.
De modo que tenía un hermano con el que se llevaba bien, pensó Dante. ¿Por qué no lo había invitado a la boda, o al entierro de su padre?
–Michael, estoy bien. De hecho, me dirijo a Luctano ahora mismo con Dante. Voy a apagar el móvil, pero puedes llamarme al fijo si me necesitas. De verdad, estoy bien.
Si no estuviese tan pálida Dante la habría creído. Era evidente que quería tranquilizar a su hermano.
¿Habría hecho lo mismo cuando él la llamó para preguntarle si iría al baile benéfico?
¿Quién era Mia?, se preguntó entonces. Era como un camaleón. Seductora, pero reticente, tímida a veces y otras apasionada. Esposa, virgen y embarazada.
–Vamos a casa –dijo Dante, arrancando de nuevo.
Cuando se acercaban al lago, Mia miró la tumba de Rafael y supo que no podría dormir allí esa noche.
–Quiero alojarme en el hotel.
–¿Por qué? Los periodistas no se atreverán a entrar en la finca, pero el hotel se llenará de paparazis y eso es precisamente lo que queremos evitar.
–Dante, de verdad no quiero dormir en la casa.
–En la finca hay guardias, así que no podrán molestarnos.
Mia sacudió la cabeza. No era la prensa lo que la asustaba sino la tumba de Rafael.
–Me da miedo –le confesó.
Dante, que no conocía el miedo, soltó una carcajada.
–Si ves algún fantasma ya sabes dónde encontrarme…
–¡No digas eso!
Sylvia los recibió en la puerta de la residencia con una sonrisa en los labios.
–Me alegro mucho de verla, signora Romano. ¿Cómo está?
–Bien, gracias.
–¿Quiere que suba su maleta a la suite o…?
Mia supo entonces que había visto las fotografías.
–Sí, dormiré en la suite –se apresuró a responder–. Aunque no llevo nada de ropa en la maleta.
–Dejó aquí ropa para lavar –le recordó Sylvia mientras la seguía por la escalera–. Está guardada en el armario.
Mia no estaba preparada para ir a Luctano, pero Luctano sí estaba preparado para ella.
–Ah, gracias, Sylvia.
–¿Qué le ha pasado en la pantorrilla?
–Ah, no es nada. No tiene importancia.
Mia se puso colorada al ver que Dante la miraba con una pícara sonrisa antes de dirigirse a su habitación.
La ayudó un poco, tal vez más de lo que debería, estar de vuelta en la preciosa suite que había sido su refugio durante dos años.
–Me alegro de tenerla de vuelta –dijo Sylvia.
–¿Cómo estás tú?
–Todo ha estado muy tranquilo desde que se fue –le contó el ama de llaves–. Dante no suele venir por aquí, así que es casi una casa fantasma.
Mia tragó saliva, asustada.
–Ya veo.
–Pero es bueno tener a alguien para quien cocinar. Serviré el almuerzo a la una, si le parece bien.
–Estupendo.
Cuando Sylvia salió de la habitación, Mia miró en los cajones y en el armario. No había mucho donde elegir. El vestido negro que había llevado durante el funeral y las bragas negras que Dante le había quitado esa noche…
Por suerte, también había unos pantalones de montar, una camiseta de color crema y unas botas, de modo que al menos podía cambiarse de ropa.
Se tumbó en la cama, agradeciendo aquel respiro de las acusaciones, aunque entendía sus sospechas. Después de todo, había estado casada con Rafael durante dos años y, por supuesto, su hijo pensaba que era solo por el dinero.
¿Cómo iba a contarle la verdad sin desvelar el secreto de Rafael? Era una cuestión que la mantenía despierta por las noches.
Había cerrado los ojos y estaba intentando descansar un rato cuando el ruido de un helicóptero hizo que saltase de la cama.
Pero no era la prensa sino el helicóptero de Gian de Luca. Gracias a la observación de Sylvia sobre el escudo en la cola, Mia reconoció el aparato y tragó saliva al ver que Ariana Romano bajaba por la escalerilla. Parecía enfadada, fuera de sí.
Dante había salido de la casa y se acercaba a su hermana, que levantó una mano para abofetearlo…
–Esta es por mí –le espetó mientras le daba una bofetada–. Y esta es por…
Dante sujetó su mano antes de que pudiese golpearlo. No tenía que decir que la segunda bofetada hubiera sido en nombre de su madre.
–¿Cómo has podido? –le espetó Ariana–. ¡Con ella!
–No es asunto tuyo.
–Después de todo lo que le ha hecho a nuestra familia. Te odio por lo que has hecho, Dante.
–Ven dentro y podremos hablar tranquilamente.
–¿Está ella aquí? –preguntó Ariana con tono desdeñoso–. ¿Has traído a esa zorra a Luctano?
–¡Que Dios lo ayude! –exclamó Dante entonces.
–¿A quién te refieres?
–Al hombre que se case contigo.
Ariana volvió llorando al helicóptero.
–¡Maldita sea! –exclamó Dante, enfadado con su hermana, pero sabiendo que la haría sufrir aún más cuando supiera que Mia esperaba un hijo.
Porque quisiera o no, iba a tener un hijo.
Dante miró los altos robles y supo que tenía que hablar con su padre, pero cuando llegó frente a la tumba de Rafael no sabía qué decir.
«¿Siento el escándalo que he provocado con tu mujer?».
«¿Lamento mucho tener un hijo con ella?».
«¿Siento mucho avergonzar a la familia?».
Aunque, en realidad, le encantaría repetir ese error. Tantas veces como fuera posible.
En cuanto al bebé…
No se disculparía por eso, pero por avergonzar a la familia sí debía disculparse. A su padre siempre le habían hecho gracia sus aventuras y solía decirle que viviera su vida mientras no le hiciese daño a nadie, pero una relación entre Mia y él le haría daño a todos.
De modo que miró la sepultura buscando respuestas, o inspiración, o absolución, pero solo había más preguntas.
–Pensé que rompiste tu matrimonio con mamá por Mia –empezó a decir–. Pensé que estabas loco de deseo, que habías perdido la cabeza. Parece que estaba equivocado y lo siento.
Dante no lo entendía. Tal vez no lo entendería nunca.
–¿Mamá tenía una aventura? ¿Mia fue una venganza?
Por supuesto, no obtuvo respuesta a ninguna de esas preguntas.