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Resolver o gestionar conflictos: ¿qué pueden hacer los gobiernos?

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El solo hecho de reconocer la conflictividad territorial en los términos acá descritos es un paso necesario para delinear una agenda que ponga en el centro de sus preocupaciones la complejidad de unas dinámicas que no se resuelven ni con mejor regulación ni con más políticas sociales, ni con más esfuerzos de mitigación.

Para avanzar hacia la resolución de los conflictos la única agenda posible es una de reformas de carácter estructural tanto en el plano económico como en el político.

En lo económico, los especialistas postulan la urgencia de diversificar nuestra matriz productiva e invertir en formación de capital humano, para disminuir nuestra dependencia del precio de los commodities en el mercado internacional, incrementar la productividad y agregar valor a la producción nacional, todavía predominantemente extractiva (Landerretche, 2011).

En lo político, los conflictos expresan la urgencia de una agenda que vuelva a poner el valor de lo colectivo en el centro de la construcción de propuestas de desarrollo. Pero no solo eso, se requiere también abordar desde lo público las consecuencias que derivan de las enormes asimetrías de poder e información que existen entre los gobiernos, los empresarios y la ciudadanía en general. Más transparencia, más participación, mejores mecanismos de rendición de cuentas son algunos de los mecanismos formales.

Un giro sustantivo del modelo de desarrollo y convivencia en esta dirección, que valore y apoye una mayor diversidad de proyectos de vida, producción y bienestar, debiera reducir en forma considerable las fuentes de conflictos derivados de la resistencia a una industria extractiva que hoy se impone como la única vía de desarrollo posible y cuenta, para su despliegue, con el aval (y subsidio) de todas las fuerzas políticas y económicas de carácter nacional.

No obstante, una política industrial agresiva capaz de transformar las bases del modelo no terminará con los conflictos derivados de la instalación de zonas de sacrificio. Lo que cabe acá es impulsar cambios institucionales que incrementen las regulaciones a la (nueva) actividad económica y reduzcan la asimetría en el poder de negociación de las partes en conflicto.

En ausencia de reformas estructurales como las esbozadas, una opción reformista menos radical consiste en optar por gestionar adecuadamente los conflictos, evitando escaladas de violencia que hoy aquejan a muchos países de la región, mitigando el daño sobre poblaciones afectadas y equiparando las condiciones para el diálogo y la expresión de intereses y demandas de los distintos actores en disputa. En efecto, en muchas ocasiones la presencia de una situación de conflicto implica también una oportunidad para, a partir de la crisis generada por el mismo, abrir posibilidades de alcanzar nuevos arreglos institucionales que impacten en dinámicas de desarrollo más inclusivas y sostenibles. La presión política que surge de las manifestaciones derivadas de los conflictos puede ayudar a reformar las políticas estatales y empujar al cambio institucional progresivo (Bebbington, 2012). Pero para ello se requiere –insistimos una vez más– partir por reconocer la emergencia de conflictos como un problema que no se resuelve con políticas productivas y sociales compensatorias.

Entre las reformas necesarias destaca en primer lugar todo el conjunto de medidas ya mencionadas, tendientes a regular la actividad económica en el sentido de una mayor responsabilidad ambiental y social, incrementando el costo de las sanciones por incumplimiento.

Un ámbito complementario de reformas, comúnmente menos explorado en referencia a una mejor gestión de conflictos socio-territoriales, es el relativo al fortalecimiento de la descentralización y el desarrollo territorial.

Puede resultar crítica, por ejemplo, la entrega de mayores atribuciones a los gobiernos regionales para que tomen decisiones estratégicas sobre el ordenamiento territorial, siempre y cuando quienes encabecen dichos gobiernos sean autoridades democráticamente electas, por cierto.

Asignar un carácter vinculante al Plan Regional de Ordenamiento Territorial (PROT), como lo hace la última reforma a la Ley de Gobiernos Regionales aprobada en marzo de 2018, puede significar un paso decisivo para una gestión integral del territorio, que ponga en común intereses, muchas veces en conflicto, de actores como el sector privado, las organizaciones sociales, los gobiernos locales o la comunidad organizada. Una discusión sustantiva sobre cómo compatibilizar en un mismo espacio geográfico la producción (minera, pesquera, forestal, agrícola) a distinta escala, con respeto a las identidades locales y protección del medioambiente, junto con otros usos del territorio, significa un paso sustantivo para una mejor articulación de la institucionalidad pública, para la cual el PROT será de cumplimiento obligatorio. Pero más importante aún, si se toma en serio la obligación que establece la ley de someter el PROT a consulta pública, este instrumento puede contribuir al bienestar de las comunidades.

Como vimos al hacer referencia a la investigación de Rimisp13 sobre dinámicas territoriales rurales, no hay dinámica de desarrollo territorial posible sin la existencia de un actor territorial colectivo. Tomarse en serio el fortalecimiento de las capacidades de acción colectiva requiere mucho más que regular procesos de consulta previa y resguardar condiciones formales para un diálogo equitativo: requiere reconstruir confianzas, acortar brechas cognitivas y socioeconómicas, comprender y valorar las propuestas de sentido de las comunidades territoriales, sentarse a la mesa a dialogar de manera franca, dar muestras reales de apertura, entender y valorar la diversidad. Una agenda compleja, pero necesaria, para repensar las prioridades y estrategias del progresismo latinoamericano.

Política y movimientos sociales en Chile. Antecedentes y proyecciones del estallido social de Octubre de 2019

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