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El estallido o revuelta de Octubre de 2019 y sus proyecciones

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El creciente distanciamiento de la política respecto de la vida de la gente se refleja en una clase que giraba en torno a sí misma. Dicho distanciamiento, sumado al descontento y la centralidad de la economía, se traduce no solo en desconfianza hacia la política, sino también en su rechazo.

A través de los medios de comunicación se hizo visible un detonador del estallido: el aumento del valor de un boleto del Metro que tenía un valor de $800 a $830. Esto ya había ocurrido en otros países; y es que está en directa relación con la vida cotidiana. En Brasil la demanda fue por el pasaje libre; en Francia y Ecuador, el impuesto al combustible, entre otros países. El transporte sin duda es un tema esencial, y a este se sumaron rápidamente otras demandas urgentes.

A diferencia de otras movilizaciones que tenían un interlocutor relativamente definido, con un respaldo político que aparecía en algún momento con posibilidades de negociación, el estallido de octubre significó todo lo contrario. Estamos en presencia de movilizaciones sin un claro eje organizador, o con múltiples ejes y múltiples vocerías, aparentemente sin demandas sistematizadas; en definitiva, heterogéneas en su composición y expresión. Todo parece tratarse de una espontánea autoconvocatoria, sin una mesa política que estuviera detrás, que llegó a convocar a más de un millón de personas un 25 de octubre. No es casual, entonces, que las banderas partidistas fueran rechazadas en los lugares de reunión o que figuras dirigenciales fueran expulsadas en momentos de concentración. Pero no puede menospreciarse el potencial organizativo que tuvieron estas movilizaciones a través de los múltiples cabildos y reuniones territoriales autoconvocadas en las que se rechazaba la intervención propiamente partidaria.

Las movilizaciones suelen serlo desde movimientos, como es el caso de las movilizaciones feministas de mayo de 2018. La de octubre de 2019 es un estallido, y la pregunta es si este puede o no transformarse en movimiento. Lo cierto es que, mientras Sebastián Piñera reafirmaba su tesis de mantener el orden público por sobre todas las cosas, se inauguraría un proceso que debe culminar en una nueva Constitución.

Hay que reconocer que en el momento del estallido se expresaron tipos de violencia en su modalidad de acción directa. Un primer tipo, el más visibilizado mediáticamente, es el que va acompañado de situaciones de saqueo y destrucción de infraestructura –por ejemplo, de las estaciones de metro y asaltos al comercio–. Pero estas acciones, como hemos dicho, en manos de narcotraficantes y grupos anarquistas, o también personas sin adscripción alguna, no están asociadas a las demandas mayoritarias de las movilizaciones. Un segundo tipo de expresiones de violencia está representado en lo que fue denominado como «primera línea», que correspondía a grupos heterogéneos en su composición, que acompañaban a las marchas y velaban por su despliegue. Ahora bien, concentrarse solo en esos hechos de violencia es, a nuestro juicio, no entender la problemática de fondo y no reconocer el tercer tipo de violencia, la del Estado –de tipo estructural–, que se impuso desde un inicio a través de actos de violación de derechos humanos –detenciones arbitrarias, torturas y mutilaciones– por parte de las fuerzas armadas y de orden. Cabe por último reconocer la violencia que existe como gérmenes en la sociedad misma, y ella estriba en la destrucción del tejido social. En ese sentido, las movilizaciones van a jugar un papel muy importante en la necesidad de recomposición de ese tejido.

Hemos dicho que las movilizaciones se realizan al margen de la clase política, a diferencia, con excepciones, de la historia social chilena desde los años treinta del siglo pasado. Si bien bajo los gobiernos democráticos, como hemos señalado, se habían producido transformaciones importantes consideradas como modernización capitalista y mejoras muy importantes en las condiciones de vida material de la gente, este orden era visto como un reproductor de desigualdades, abusos y promesas no cumplidas. También era un rechazo a un orden institucional y político que consagraba la dimensión económico-social, lo que se expresaba en un profundo distanciamiento respecto de los actores del mundo político institucional y en la creciente deslegitimación tanto de las instituciones como de los actores que las encarnaban. En ello juegan tanto los factores más generales analizados más arriba como las particularidades históricas del caso chileno.

Lo que resulta paradojalmente significativo es que en una situación de profunda crisis social y de incapacidad de respuesta a las múltiples y diversas demandas expresadas con mucha energía y permanentes movilizaciones, con expresiones de violencia de sectores delictuales, pérdida de control del orden público por parte del gobierno y un nivel de represión con el carácter de violación sistemática de derechos humanos, la solución o salida parcial vino de la política institucional y de lo que se denomina la «clase política», ambas rechazadas por el «estallido». Ello a través de un acuerdo transversal (Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución), con algunas excepciones (Partido Comunista, entre otros), que generaba la posibilidad de un proceso constituyente a través de un Plebiscito y, en el caso de aprobarse la opción de la nueva constitución, su gestación a través del órgano que se decidiera en el Plebiscito, culminando con un Plebiscito ratificatorio de salida, esta vez con voto obligatorio.

Y esta solución, como lo muestran los resultados del 25 de Octubre de 2020, fue legitimada por la ciudadanía al concurrir a votar, pese a las suspicacias iniciales. Sin duda se trata de un acuerdo histórico: nunca ha habido en la historia de Chile una Constitución elaborada por la ciudadanía; la última fue impuesta por una dictadura y corregida básicamente por el parlamento y los gobiernos democráticos. Lo cierto es que estamos en presencia de una solución que viene del mundo político, el sector más deslegitimado, con los menores niveles de confianza o aprobación –los partidos políticos, el parlamento, el gobierno–. Por otro lado, hay una sociedad movilizada que en gran medida no comparte la salida institucional que plantea el Acuerdo, aunque se incorpora a ella críticamente con sus propios procesos de participación.

El proceso desencadenado abre dos grandes horizontes: la posibilidad de una nueva constitución económico-social y cultural de la sociedad –dejando atrás el modelo vivido en las últimas décadas–, plasmada en un nuevo texto constitucional elaborado por la ciudadanía, y la posibilidad de articular una nueva relación entre esta y la política. Y ese fue el doble significado del Plebiscito del 25 de octubre de 2020.

Política y movimientos sociales en Chile. Antecedentes y proyecciones del estallido social de Octubre de 2019

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