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El contexto histórico sociopolítico

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Los estallidos sociales a los que nos referimos son expresión de fenómenos de larga data, que tienen que ver con los procesos vividos desde los sesenta en América Latina. Recordemos que los procesos de cambio en las distintas sociedades latinoamericanas adquirieron diversas maneras: algunos fueron de insurgencia, otros institucionales, algunos más desarrollistas o populistas. A su vez, las formas de erradicación y aplastamiento de los procesos revolucionarios en la región también variaron; en el Cono Sur fue a través de dictaduras militares: utilizando el monopolio del poder del Estado, se buscó el exterminio y liquidación de los movimientos revolucionarios o populistas o desarrollistas.

A partir de entonces la problemática central de los países del Cono Sur sometidos a dictaduras militares fue, por un lado, superar esos regímenes a través de lo que se llamó transiciones democráticas, y por otro, resolver el problema de las desarticulaciones que se habían producido entre Estado y sociedad dadas por la imposición de nuevos modelos económicos, en el marco de los procesos de globalización.

En los noventa y comienzos del siglo XXI, se desarrollan expresiones sociales o político-institucionales que buscaron una salida a las transformaciones que devinieron de los ochenta. Cabe mencionar el movimiento de Chiapas, en el México de 1994, que desde la insurgencia instala un contenido social que aspiraba a superar los modelos económico-sociales, con componentes, entre otros, étnicos, democráticos, antineoliberales y antiglobalización –como se le entendía en aquel momento–, y fórmulas a la vez institucionales y extrainstitucionales. Pero también hubo expresiones en los países que habían realizado las transiciones hacia la democracia, cuyos protagonistas fueron los gobiernos de izquierda en las distintas partes de la región. Estos gobiernos declararon el compromiso de implementar reformas políticas y sociales, aunque sin tocar sustancialmente la economía.

Independientemente del juicio que merece, el giro a la izquierda de la política institucional significó un intento por interpretar a las fuerzas sociales impactadas por las transformaciones neoliberales, y el intento por devolver al Estado una cierta capacidad para reconocer y desarrollar los derechos sociales, así como también resolver las enormes brechas en términos de desigualdad en América Latina.

Chile tiene un rasgo particular respecto de la región: la dictadura militar-civil de derecha realizó una revolución capitalista desde arriba que hoy se encuentra enraizada entre las personas. En efecto, no hay nada en la vida cotidiana de los chilenos y chilenas, independientemente del modo cómo los distintos sectores y generaciones lo internalicen, que no tenga algo que ver con lo que fue ese régimen. Así, la esfera del trabajo está regido por el Plan Laboral establecido en esa época, con algunas modificaciones que no tocan lo esencial; de un concepto de sistema nacional de salud se pasa a uno nacional, pero de servicios, con todo el impacto que ello tiene, especialmente en el actual contexto de la pandemia; la previsión social y el ahorro forzoso de las AFP han demostrado ser un fracaso en materia de seguridad social; las formas de organización del territorio –como la regionalización–; la educación y la abismante reducción de la matrícula en la educación pública, son solo algunos ejemplos de aquello. Chile es el único caso en el que se instala completamente un modelo neoliberal, es decir, la extrema mercantilización de todos los aspectos de la vida social y cotidiana, así como también el mantenimiento y profundización de las desigualdades sociales y económicas, con una débil acción correctiva por parte del Estado.

El modelo ha permanecido en el tiempo, no obstante las políticas de los gobiernos que se instalan en el Chile de la posdictadura. Ciertamente todas las reformas políticas y sociales en Chile se han realizado sin superar el modelo neoliberal que hemos descrito, lo que ha significado un aumento y profundización de las desigualdades y, por ende, de un creciente distanciamiento de la política respecto de la gente. Aun con múltiples reformas, la Constitución de la República que declara derechos, no los garantiza.

En este marco se fue generando un distanciamiento de la gente con el mundo político, lo que se denomina más bien la clase política. Y emergen los momentos de estallido, donde los estudiantes secundarios y universitarios cobran una presencia visible primordial.

La movilización estudiantil de 2001, conocida como «el mochilazo», fue un hito protagonizado por estudiantes secundarios de Chile, en pleno gobierno de Ricardo Lagos. En la «revolución pingüina» de 2006 –en el primer gobierno de Michelle Bachelet–, los estudiantes secundarios exigieron el derecho a una educación pública y la eliminación de la libertad irrestricta del dueño de un determinado establecimiento educacional que recibe financiamiento del Estado.

Entre 2011 y 2012 –primer gobierno de Sebastián Piñera– se produce un estallido de gran magnitud a través de movilizaciones que se centran fundamentalmente en tres grandes aspectos: educación pública y de calidad, reforma tributaria y nueva Constitución; es decir, transformación del modelo económico, cultural y político del país. La derrota de la Concertación da paso a un nuevo pacto de coalición, incorporando al Partido Comunista, que instala con más fuerza la necesidad de una reforma laboral. Esta nueva coalición –la Nueva Mayoría– recoge en su declaración las demandas emanadas de las manifestaciones sociales. Se plantea por primera vez un proyecto político que significa la superación del modelo de sociedad que había sido heredado de la dictadura, con la particularidad que hemos indicado en otras ocasiones, que es primera vez que tales demandas surgen propiamente del movimiento social y no de sus relaciones con el sistema partidario.

Tras la configuración de la nueva coalición de partidos que agrupaba a la centro-izquierda y el triunfo en las elecciones –que contó con nueve candidatos–, Michelle Bachelet recoge las demandas que se presentan a partir de las movilizaciones anteriores y lo plasma en su programa de gobierno. Dicho programa contempla reformas orientadas al fortalecimiento de la educación pública y el término del lucro, una reforma tributaria para reducir los problemas de desigualdad y, al mismo tiempo, contar con recursos para la reforma educacional, y la redacción de una nueva Constitución. Como resultado, se imprimen reformas al sistema educacional y se impulsa un proceso constituyente, que se vio truncado ante las diferencias sustantivas presentes en la coalición, generadas fundamentalmente por los casos de corrupción, problemas de liderazgo, y las diferencias sustantivas del Partido Demócrata Cristiano con la Nueva Mayoría. En este contexto, ocurre la ruptura de la coalición y el segundo triunfo eleccionario de Sebastián Piñera, voto minoritario respecto del padrón electoral –como viene ocurriendo desde la instalación del voto voluntario–, pero que al fin y al cabo representaría en parte el malestar frente al desempeño de los gobiernos anteriores.

Los anuncios de Piñera enfatizaron el crecimiento económico y la interrupción de las reformas que había impulsado Michelle Bachelet, pero se presentan en un contexto de fuertes brechas socioeconómicas y la progresiva expresión de movilizaciones de diversas agrupaciones que han ido cobrando mayor visibilidad (No + AFP, estudiantes secundarios y universitarios, feministas).

Política y movimientos sociales en Chile. Antecedentes y proyecciones del estallido social de Octubre de 2019

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