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LA SALUD MENTAL Y EL DERECHO A LA TRANSFERENCIA

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JOSÉ ANTONIO NARANJO

… conservar su salud mental. Es decir, ser de acuerdo a la norma del hombre que consiste en que él sabe que hay imposible y que, como decía aquella encantadora mujer, «Nada para el hombre es imposible, lo que no puede hacer, lo deja». Es lo que llaman salud mental1.

J. LACAN.

Esta cita de Lacan nos advierte que la salud mental conlleva un punto de imposibilidad. Hoy, por contra, el nuevo amo parece empeñado en hacernos creer que reorganizando el saber, ese imposible podría disolverse. Esa reorganización del saber se traduce en lo que se llama «salud mental» como reordenación de lo psíquico.

Parecía que estábamos lejos de aquel siglo XVII en el que J. Locke escribía estas líneas: «... no puede haber sino un solo poder supremo, que es el poder legislativo, al que los demás están y deben estar subordinados. Sin embargo, por ser el legislativo únicamente un poder fiduciario para actuar en orden a ciertos fines, queda en el pueblo un poder supremo, el de anular o alterar el legislativo, cuando encuentra los actos legislativos contrarios a la confianza depositada en el mismo»2. Por tanto, por encima incluso del Parlamento, queda, para J. Locke, el poder soberano del pueblo para «anular o alterar» aquellos actos o pronunciamientos legislativos que contravengan los intereses de ese pueblo —y por ello, su influencia, la de Locke, en la Constitución estadounidense y en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano es innegable. Ítem más: J. Locke fue un ardiente defensor de un espacio, reservado a la privacidad, donde no le reconocía al príncipe ningún poder para legislar.

Pues bien, la inmixión del legislador en lo psíquico, vuelve la distancia a aquel siglo XVII sólo cronológica, ya que, ahora, bajo el manto de la evaluación, como pretendido avance técnico, de lo que se trata es de un cambio ético: el de que la democracia, que hasta ahora conllevaba un límite, se deslimita por la invasión de lo privado3 —de ahí que la posición de Locke contra el apoderamiento de lo privado nos convoca, tres siglos después, a todos.

Es esta una breve referencia para señalar que ha habido antecedentes, unos notables y otros anónimos, para acotar al Otro del poder. Lo que ahora extraña es que sea en estados liberales —por los que tanto luchó Locke— donde veamos el retorno de ese amo, munido de las armas de la evaluación y la reglamentación, como la neonata Ley de Ordenación de las Profesiones Sanitarias, de 21 de noviembre4. Reglamentado todo y todos, si algo falla, se sabrá donde acudir. El protocolo de intervención vale sobre todo para ir contra el profesional cuando algo falló, y cada profesional estará potencialmente fuera de la norma cuando su proceder escape al protocolo.

Primero, la evaluación; después, la prospectiva, en cuyo horizonte está la prevención. Prevención, ¿de qué? De todo y de todos —y así podemos leer en el curso de J.-A. Miller de este año: «Estamos en la época de la prevención, la prevención sanitaria y también la prevención guerrera, es el mismo espíritu»5.

El amo retoma lo que fue siempre su interés: controlar a todos, bajo la excusa de prevenir los actos de algunos. Cada sujeto será una ficha, y cada casuística, un informe. Pero lo nuevo es que, para el amo actual, la existencia de los sujetos que se apartan de la norma le permite, no el control, sino la industria de la prevención y el control6. Hay en esto una lógica implacable, pues si se trata de sacar réditos de la prevención, ¿cómo no invadir lo psíquico? En efecto, lo psíquico se convierte en un factor de la economía —son los llamados gastos sanitarios, cada vez mayores—, pero que, en manos privadas, convierten el malestar de las masas en una fuente de pingües beneficios. Por tanto, el primer secreto que se oculta detrás del proteccionismo del poder ante el «vacío legal», y de lo que, por ejemplo, habla la L.O.P.S. en su «Exposición de motivos» es de la conversión de lo «psi» y de la llamada «salud mental» en un mercado, en una fuente de ingresos.

Y si lo psíquico se convierte en un factor de la economía, la economía se convierte en un factor de lo psíquico, primero, por la llamada «racionalización» de esos gastos, que acabará tomando como «intervención» o acto pertinente, sólo aquel que es rentable, y, segundo, porque esta «racionalización» de los gastos acabará por desplazar a la clínica. Este borramiento de la clínica por la economía es el segundo de los grandes secretos que guarda en su interior lo que se vende como evaluación7. Evaluación: faltaba la ANAES española, pero ya se nos anuncia su posible creación bajo el significante «Centro Nacional de Evaluación». En efecto, uno de los candidatos a la presidencia en las elecciones generales de marzo de 2004, llevaba ese proyecto en su programa electoral.

En esa vuelta de tuerca de la que hablábamos, ahora le ha tocado el turno a lo «psi» —que es el nombre que se ha dado a lo íntimo, lo privado, eso de lo que el sujeto no habla más que bajo transferencia. Y, mientras el analista ofrece la posibilidad de la transferencia para lo íntimo, el amo ofrece la evaluación cuantificadora; mientras el analista ofrece la posibilidad de la emergencia de la verdad, el amo la reduce al silencio mediante una evaluación que miente sobre lo real, ya que lo que importaría evaluar es inevaluable; y mientras el análisis postula un saber hacer con la diferencia, el amo postula el Uno identificatorio. La salud mental, en base a esto, es la entronización del Uno en el campo «psi» —como apunta la cita de Lacan que encabeza este trabajo— un Uno que hace norma en lo «psi», y de la norma en el campo psi sólo hay un paso a la norma en lo social. Y es al instaurar la norma, cuando la «salud mental» muestra su verdadero alcance, que no es otro que el de constituirse en el nuevo criterio para el orden público, como muy pertinentemente lo mostró J.-A. Miller en su momento. Entonces, frente a la «globalización de lo psíquico», frente a la absorción de lo subjetivo en lo general, el psicoanálisis es la apuesta por la producción de la diferencia, por la singularidad. Y es que el psicoanálisis sabe que sólo cuando un sujeto tiene un espacio para su diferencia, puede mantener un vínculo con el Otro que no sea tan dañino ni para el sujeto ni para el Otro. Esta diferencia es la diferencia de su goce, la particularidad de su verdad. Cuando esta verdad, cuando este goce no encuentran un lugar para alojarse, se propician las respuestas del sujeto, tan abundantes como disruptivas.

En España, con la L.O.P.S., el amo ha regulado sobre las profesiones sanitarias, en una ley que no puede ocultar los oscuros intereses que la mueven a la concertación con centros privados —y ya hemos sabido de centros que ofrecen cursos para la especialización en psicología clínica—, el adelgazamiento del número de los «psi» hasta casi su anulación, la medicamentalización de ese campo «psi», y todo esto bajo un manto de cientificidad tan exigente como falso —sobra decir que esta ley no menciona, ni por una sola vez, al psicoanálisis: simplemente, para la L.O.P.S., el psicoanálisis no existe.

Esta ley atañe no sólo al estatuto de los profesionales y a su carrera, sino que afecta también a su modus operandi, lo que llama la «normopraxis». Es una verdadera O.P.A. sobre lo psíquico porque concierne a los profesiones actuales y futuros, a los centros, y a la práctica —a la práctica porque instituye una defensa sin fisuras del automaton de los procedimientos. Con este automaton, ¿qué hará el profesional frente a las contingencias que se presenten en un tratamiento, ya que lo real ignora los protocolos? ¿Cómo asentar en un protocolo de actuación lo que escapa al procedimiento, lo que puede sobrevenir en una cura, y que exige lo que nosotros llamamos el acto analítico? Por eso, si los psicoanalistas retrocedemos en nuestro deber de defender el derecho de todo sujeto a buscar su causa en la palabra y en la transferencia, ¿quién quedará para recoger la verdad, proscrita por los estándares? ¿Dónde buscará asilo esa verdad cuando se la haya degradado en pseudoexactitud?

Ese amo ha encontrado, no en la ciencia, sino en las falsas ciencias, no sus consejeros áulicos, sino su guardia pretoriana, sólo que él está interesado en esa alianza —una alianza interesada por cuestión de dividendos. Decimos falsas ciencias porque el verdadero científico sabría del límite de su ciencia y no se pronunciaría cuando algo escapa de su campo. Sabe, por ejemplo, que el paradigma de las ciencias naturales no es aplicable al campo «psi», entre otras razones, porque en aquellas el experimento es imprescindible, mientras que las llamadas ciencias humanas sólo pueden aspirar a la experiencia, única e irrepetible. El verdadero científico, o la verdadera ciencia, saben que lo psíquico es diferente a lo orgánico, que no es cuantificable, y que la causalidad de las ciencias naturales no rige en ese campo. Y algunos, es verdad que son los menos, saben también que eso no arroja nuestro campo al desafuero, pues son sabedores de que la racionalidad es un campo mayor e históricamente anterior al de la propia ciencia, o sea, que hay una racionalidad que no pasa por la cuantificación —la lógica es un ejemplo, y el psicoanálisis es otro, porque a lo que Freud llamó inconsciente fue a una racionalidad que escapaba para siempre a la cuantificación.

A ese primer error se añade otro: creer que hay algo a priori —como esa barbaridad actual de la llamada «salud mental»—, y luego habilitar medios para su medida. Doble error, porque, primero, ningún epistemólogo, ni Lacan tampoco, admiten que el objeto sea anterior a una ciencia, y, segundo, porque, en este caso, el objeto de estudio, la pretendida norma de la «salud mental», no se logra definir8. Lo cierto es que el objeto de toda ciencia es producido por lo que luego será esa ciencia. Y, si esto está claro, podemos medir mejor el engaño actual: primero se inventa ese disparate llamado salud mental, y, después, se pone a punto la llamada epidemiología de la salud mental, esa «falsa ciencia despótica»9. Despótica porque esta disciplina está sostenida en una igualación repudiable, la de lo normal, mera cuestión estadística, con la norma, cuestión ética. Y despótica porque, instaurada la norma, sólo queda la segregación de los que de ella se aparten.

De nuevo podríamos pensar que, al amo, las precisiones epistemológicas le importan un bledo. Eso es cierto, pero con una excepción: cuando las consecuencias le estallan en sus instituciones o en la calle. De nosotros, analistas, dependerá, en gran parte, hacer ver esas consecuencias, incluso antes de que se produzcan, para que el amo, como la pulsión, pueda encontrar algún límite, y el psicoanálisis, su posibilidad; una posibilidad surgida de que la verdad subjetiva no entra en los protocolos, como el goce no entra completamente en la norma, y que sólo la transferencia puede hacer que la verdad y el goce consientan en pasar a la palabra, a una palabra libremente dirigida a un «psi».

El libro blanco del psicoanálisis

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