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Capítulo 6
La vida en la escuela

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De tanto hablar de Hasnnurt se me había olvidado hablar de la escuela.

La escuela era de élite, una gran escuela. Todo el mundo que entrase tenía que hablar bien, comer educadamente, y si eras niña, más de educación y buscarte amante.

Debíamos estudiar todo tipo de asignaturas: Eszraiga, esgrima, alquimia, arte, historia, lengua, y por supuesto matemática y deporte (sobre todo resistencia), esas eran las dos más importantes.

Los maestros eran bastante duros con sus alumnos y no se les podía comprar con dinero como en otras escuelas se hacía.

Les gustaba dar lecciones a los alumnos, sobre todo los profesores de deporte, los cuales hacían entrenamientos sorpresa por la noche y mandaban hacer trescientas flexiones, o peor, doscientas treinta y ocho abdominales (fíjate que puntillosos con los números).

Los profesores que se encargaban del tema teórico eran muy peculiares, les gustaba dar tres horas de álgebra y media de esgrima o de cultura histórica.

Un día, en clase, conocí a Glishac (y ya sé que a lo mejor he hablado de él antes)

Era un día soleado de verano. Tendría como unos once años. Era hora de esgrima, y el profesor nos enseñaba cómo manejar una espada de verdad.

—Primero, tenéis que concentraros en vuestro enemigo, es lo principal, poner vuestros cinco sentidos en la espada —explicaba—. después, solo atacar y contrarrestar los movimientos del rival. Vamos Saldir, ¿has comprendido la lección?

Saldir cogió una espada de dos manos, y el maestro una espada de una mano y un escudo. Al principio creíamos que el combate iba a ser aburrido, pero resultó ser bastante irónico. Saldir intentó acertar al maestro, pero este ni se percató.

Después de un buen rato de ataques de Saldir y esquives y defensa del maestro, el maestro encontró un hueco entre el pecho y el escudo de su rival, y, de un golpe, lo abatió sobre suelo (no lo mató, las espadas eran para entrenar, estaban desafiladas).

—¡Bravo, bravo! —exclamamos todos al unísono.

—Ahora es el momento de ponerlo en práctica —ordenó—. ¡¡Harold, presta atención o te meto una buena tunda!!

Harold era el niño más despistado de la clase. Siempre estaba en otros mundos, y su ofuscación mental era tan grande que a veces se le olvidaba lo que le acababan de decir. Era un caso perdido.

Saldir, en cambio, era trabajador y atento, pero un poco altivo cuando sacaba buenas notas.

Algunos como Veldar, Solhadar y Tebrinfiar eran los bufones de la clase. Sacaban malas notas, no hacían los deberes, y aunque, por ejemplo a Tebrinfiar le hubiesen metido unas veinte palizas en su vida como alumno, seguía siendo igual.

Había una niña llamada Filh que era el latir del corazón de todos los niños de la clase. Era como un imán para sus corazones. Rubia, de ojos azules, pelo infinito y rizado y de estatura perfecta para su edad. Yo la consideraba guapa, pero mi corazón estaba en Anne, de sutil pelo castaño hasta los omóplatos, inmensos ojos marrones y tez morena. Además, era tálmira, no como Filh, que era humana.

Teníamos tres elfos en clase. Ya sé que mi esposa actual es elfa, pero cuando tenía esa edad me parecían unos soberbios dada su belleza, su longevidad y estatura. Como los que tenía en clase, Telhy, Mordan y Kaloht, los tres hermanos (Telhy era chica).

Nunca se juntaban con tálmiros, porque les parecían una raza inferior, incluso menos inteligente.

El que peor me caía era Glishac, el hijo de Gaeler, rey de La Cruz Blanca.

Era el típico niño de padres muy ricos de la hermandad. Con pelo castaño y buena constitución. Glishac era un perfecto oponente para mi persona.

Él no era como los demás. Los demás teníamos las extremidades llenas de heridas mal curadas, pero él tenía los brazos intactos, y excepto alguna herida en las piernas debido a su pasión por jugar a la pelota, arañazos o roces no más. Por lo demás, no tenía heridas de maltrato, de palizas o heridas por confrontaciones a sangre fría con otros alumnos.

Total, que todos los maestros, alumnos o sirvientes le trataban como a un señor, debido al temor que inspiraba su padre por entonces.

Ahora te hablaré de la vida de los alumnos.

Los alumnos eran como auténticos rebeldes. La mayoría eran muy desobedientes, y solían llevarse grandes palizas de parte de los maestros.

Tenían derecho a matar a cualquiera si su honor se veía mancillado o si se le obligaba a ello.

Los alumnos tenían sus pandillas, y cada pandilla tenía un jefe, llamado caudillo. A los demás del grupo, se les denominaba esbirros.

Había como unos treinta grupos en la hermandad, de los cuales cinco mandaban a los demás: clan Raektor, clan Regor, clan Isglazig, clan La`gered, y clan Faert, quienes imponían su poder con mano de hierro.

Yo formaba parte del clan Isglazig, el cual me concedió un grupo de esbirros y un puesto de caudillo en segunda posición.

Mi misión era acabar con otros grupos, y subir de posición hasta convertirme en uno de los cinco.

Cada día en la hermandad era más peligroso.

Había llegado la primavera, época en la que se buscaba a un nuevo líder; y había que eliminarlo.

Nadie sabía cuál era el elegido: todos sospechábamos los unos de los otros, y a más de uno se le ocurría clavar una daga en la garganta de su compañero.

Permanecían ocultos, en la sombra. En cualquier momento podían acabar contigo.

Así era y así será por siempre.

Empecé a sentirme en peligro inminente, por lo que empecé a desconfiar de los demás.

Uno de esos inquietos días de primavera, una alumna llamada Dihalerth, la cual apenas conocía, se acercó a mí para hablarme.

Eran las once, y me encontraba en el patio de juego, con la espalda apoyada en la pared de una de las casas donde vivían los alumnos, en particular once aprendices experimentados.

A mi alrededor había un grupo de elitianos, los cuales estaban entrenando para los duelos que se aproximaban, un aprendiz gordinflón degustando una sabrosa tartaleta y algunos alumnos cotilleando o jugando a alguna especie de juego inventado sobre la marcha.

De golpe apareció Dihalerth por una de las puertas de los apartamentos.

Era un poco más baja que yo. Tenía el pelo castaño—rubio y las extremidades llenas de golpes y rozaduras.

En la cara destacaba una enorme herida todavía no cicatrizada, la cual le ocupaba desde el moflete derecho hasta la frente, rozando el ojo situado en el mismo lado.

Se acercó a mí y me dijo:

—Elior.

—¿Sí? —pregunté.

—Te reto a un duelo.[4]

—¿Qué? —pregunté asombrado.

—Sí, entre tú y yo, duelo con espada, sin escudo, cabeza descubierta, sin capa pero con el resto de la armadura puesta.

—Está bien —le respondí.

—Será a las seis de esta tarde, en la colina cerca de la escuela, donde las antiguas piedras rituales —dijo con severidad.

—Te espero en la colina.

—¡Y yo a ti! —me respondió.

La chica se marchó, y cerró la puerta de su dependencia de un golpe. Pero… ¿por qué querría enfrentarse a mí si ni tan siquiera nos conocíamos? La verdad es que los alumnos no estaban bien de la cabeza con tanto reto.

Llegó la hora del duelo. Había dormido con la armadura ya puesta, por lo que cogí mi espada, me reuní con mis esbirros, entre los que estaban Anne, Condor y Paola y nos dirigimos hacia la colina.

Allí nos esperaban diez alumnos armados con lanzas y espadas, y en el centro mi rival.

—Ya habéis llegado… —dijo nada más vernos llegar.

Mis compañeros se situaron alrededor de la zona de duelo, muy atentos con la mirada por si algo sucedía.

—¿Cuándo empezamos? —dije, ansioso de combatir.

Dihalerth se levantó y gritó en voz alta:

—¡El duelo se producirá limpiamente, sin trucos! Que nuestros hombres no intervengan a menos que sea necesario, y lo más importante: ¡El duelo será a muerte!

No me esperaba eso, ni lo de un duelo limpio. La mayoría de los duelos eran a primera sangre, pero algunos acababan mal por culpa del juego sucio o por los típicos alborotadores del grupo, los cuales solo te meten en problemas.

Pero un duelo a muerte… ¡No era normal!

Aun así, corriendo el peligro de morir, acepté.

—¡Que el duelo comience!

Ambos nos pusimos en postura de duelo, y nos miramos fijamente el uno al otro.

Sabía que mi rival no era fácil de doblegar. Dihalerth destacaba por su rapidez y por sus tan buenos reflejos, y lo sabían hasta los que no la conocían de nada.

Pero yo albergaba un poder mayor: el de mi espada, la cual no me había defraudado hasta ahora.

Y sabía que no me defraudaría.

El combate empezó. Los primeros mandobles no eran más que una amenaza que un posible golpe. Ambos nos preparábamos para la gran parte: el nudo del combate.

Durante el nudo, ambos empezamos a mandar mandobles y estocadas cada vez más potentes y difíciles de esquivar. Mi oponente luchaba sabiamente, sin intentos suicidas o estocadas que no llegasen a ningún lado.

Yo actuaba como siempre: luchando de manera astuta, buscando los huecos en el cuerpo y aprovechando las distracciones de mi adversario.

El primero en ser alcanzado fui yo. Un movimiento falso y Dihalerth aprovechó para herirme el brazo derecho.

Me hizo una gran brecha en el brazo, la cual llegaba desde la muñeca hasta casi el codo. Aun así seguí luchando.

Pasada una hora de intenso combate, nuestros cuerpos estaban cansados, y llegó el momento final: el momento en el que el mandoble más rápido sería el mandoble ganador.

La última imagen de mi rival fue cuando intentó acabar conmigo con un mandoble a la frente, pero lo esquivé y atravesé el vientre de mi oponente con la espada.

Cayó muerta, con la boca ensangrentada. Pero antes, me miró fijamente.

Ese fue el último gesto que recuerdo de la alumna Dihalerth. Y el duelo terminó.

Talmira

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