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ОглавлениеI. ESPAÑA Y LA REVOLUCIÓN CIENTÍFICA: ASPECTOS HISTORIOGRÁFICOS, REFLEXIONES Y PERSPECTIVAS
En un artículo incluido en la Géographie moderne de la Encyclopédie Méthodique, en 1782, Nicolás Masson de Morvilliers, tras ponderar diversos aspectos de la geografía española y de sus habitantes, preguntaba: ¿qué se debe a España? Desde hace dos siglos, desde hace cuatro siglos, desde hace seis, ¿qué ha hecho por Europa? Aunque finalmente Masson reconocía que había claros signos de recuperación, la cual sería posible finalmente con la ayuda de las metrópolis ilustradas, particularmente de Francia. Entre las causas aducidas por Masson estaban la despoblación de España, la gran cantidad de frailes y monjas, la Inquisición, los impuestos excesivos, el régimen dietético de los españoles, el clima y la emigración de los españoles.1 Por la misma época, una afirmación similar acerca de las deudas a España había sido lanzada en suelo italiano por varios autores, particularmente Girolamo Tiraboschi y Saverio Bettinelli, aunque más centrada en la literatura: según estos autores, los españoles, desde la época de Séneca y Marcial, habrían importado a Roma el mal gusto que habría corrompido las letras latinas, y en la época moderna Góngora y sus discípulos habrían introducido de nuevo esa misma corrupción en la literatura italiana.2
En un artículo dedicado a la filosofía española de los siglos XVII y XVIII, el destacado estudioso Anthony Pagden (Pagden, 1988: 139) afirmaba: «España nunca experimentó una revolución científica o alguna cosa semejante que se pueda acomodar a una descripción de este tipo». Otro muy notable historiador, Allen G. Debus, bien informado del desarrollo de la historiografía de la ciencia en España, a juzgar por la amplia bibliografía que cita, ha escrito un artículo dedicado a «Paracelsus and the Delayed Scientific Revolution in Spain». Ahora, en este caso, estamos ante un retraso, no una inexistencia. Según Debus: «Sería difícil defender que la ciencia y la medicina ibéricas fueron innovadoras como lo fueron la ciencia inglesa, francesa, italiana o alemana» (Debus, 1998: 147-148). Afirmación que Debus ilustra en parte por la reacción española a la obra de Paracelso y a la medicina química: todo queda explicado por el esfuerzo de Felipe II para preservar la ortodoxia religiosa. Afirmaciones semejantes se pueden encontrar en otros autores; aunque, es justo decirlo, también ha aumentado, y aumenta cada día, el interés de los historiadores por la historia de la actividad científica y filosófica en la Península y en las Islas.
Cuando, en los años 70, me sumé al programa de mi maestro, el profesor López Piñero, de reconstrucción de la actividad científica en la historia de España, uno de los primeros textos que leí fue la obra de Marie Boas: The Scientific Renaissance. En este magnífico libro, al mismo tiempo que se ponderaba y elogiaba la literatura española de historia natural sobre América, se decía, a propósito de la difusión de la obra de Copérnico: «Por alguna perversidad del desarrollo intelectual, países como Inglaterra y España, previamente atrasados en los avances culturales y sobre todo en los científicos se hicieron eco muy pronto de las novedades astronómicas. Quizás esto se debió a que no estaban en firme posesión de las antiguas». Esto, que puede ser cierto para Inglaterra, es, desde luego, totalmente erróneo para el caso español.
David Goodman, uno de los mejores conocedores de la actividad científicotécnica española del siglo XVI, de la que ha ofrecido una rica y compleja imagen, al referirse al siglo XVII español coincide en parte con estas conclusiones. Así, en una síntesis sobre «The Scientific Revolution in Spain and Portugal» afirmaba (sin duda obligado por las exigencias de la síntesis): «tan completo fue el colapso que es difícil encontrar alguna contribución a la Revolución Científica del siglo XVII». No obstante, en otro trabajo matizaba que en 1680 comenzó «un esfuerzo conjunto para modernizar la ciencia española».
Concluiré este pequeño repertorio de citas con una anécdota reciente: en un Congreso internacional de historia de la Ciencia dedicado a Galileo y celebrado en territorio español, un destacado estudioso americano dijo en sus conclusiones que aquella reunión mostraba que España podía considerarse ya un país moderno (moderno, bien entendido, no postmoderno: aún más recientemente, se puedo escuchar en Boston, en una reunión dedicada a los jesuitas y la cultura, una conferencia sobre un filósofo y naturalista español del siglo XVII, Juan Eusebio Nieremberg, al que se calificaba de moderno, premoderno y postmoderno a la vez).
La cuestión de ¿qué se debe a España?, planteada por Masson, se considera uno de los orígenes de la llamada polémica de la ciencia española, y está sin duda relacionada con la llamada «leyenda negra» (término inventado por el político e historiador Julián Juderías en 1913).3 Sobre esta supuesta «leyenda» decía Pierre Chaunu: «La leyenda negra es el reflejo de un reflejo, una imagen doblemente deformada, la imagen exterior de España, tal y como la España la ve. La especificidad de la leyenda negra radica no en la supuesta especial intensidad negativa de las críticas, sino que la imagen exterior ha afectado a España más que su imagen exterior ha afectado a cualquier otro país. La leyenda negra es por tanto, por así decirlo, el conjunto de rasgos negativos que la conciencia española descubre en la imagen de sí misma» (Chaunu, 1964). En la misma línea François Lopez apuntaba certeramente que toda la Ilustración española fue una gran revisión del legado del pasado y de las tradiciones nacionales. Nunca, añadía, la imagen de España proyectada en los otros países ejerció, al recibirse en el país, tanta influencia sobre el pensamiento y el actuar de la elite instruida. Probablemente no hubo en esa época ni una sola gran empresa intelectual que no tuviera por finalidad confesa rehabilitar a la nación denigrada por los extranjeros y abrir los ojos a los propios españoles (Lopez, 1999: 332-333).
En este último sentido, los debates de la época de la Ilustración produjeron trabajos nada desdeñables. Recordaré aquí las obras de Francisco Lampillas y Juan Andrés, dos jesuitas expulsos, que marcharon a Italia e intervinieron en la polémica contra Tiraboschi y Betinelli. Lampillas, en su Saggio storico apologetico della Letteratura Spagnuola contro le preggiudicate opinioni di alcuni moderni scritori italiani (1778-1781, 6 vols.), mostró un amplio conocimiento de la actividad, digamos hispánica, en medicina, historia natural, navegación, arte militar, filosofía natural y humanismo en sus diferentes orientaciones y manifestaciones. Por otro lado, Lampillas reconoció los pocos progresos realizados en España en el período más reciente en matemáticas y física; rechazó, sin embargo, la atribución a factores como el clima, esgrimido por sus oponentes, así como el concepto de un «temperamento nacional» o «genio» inalterable. Ante todo eso, introdujo una perspectiva histórica y adoptó un punto de vista relativista.4
En la época contemporánea, es decir, en los siglos XIX y XX hasta la Guerra civil, la polémica acerca de ¿qué se debe a España? o «de la ciencia española» continuó, con resultados diversos. La crisis de los ideales ilustrados, que se manifestó dramáticamente en los Años de la Guerra de la Independencia y el reinado de Fernando VII, hizo de nuevo muy difícil el desarrollo normal de la actividad científica española, aunque desde luego no lo ahogó totalmente; ello dio de nuevo argumentos a los más pesimistas acerca del papel y posibilidad de la ciencia en la historia española. Conservadores y liberales incorporaron en sus combates ideológicos la cuestión de la ciencia española; pero, al propio tiempo, se realizaron repertorios bio-bibliográficos de gran utilidad y estudios monográficos o historias, por parte de algunos científicos, de las propias disciplinas centrados en las realizaciones españolas en diversos periodos.
Algunos destacados científicos, como Cajal, criticaron, por su insuficiencia o inconsistencia, las teorías esencialistas propuestas como explicaciones de la debilidad de la cultura científica en España. Cajal, no negaba la influencia de algunos de estos factores, como la intolerancia religiosa o el orgullo y arrogancia española, aunque criticaba su exageración: «nuestros males no son constitucionales, sino circunstanciales, adventicios», concluía el sabio.5
Sin embargo, las explicaciones basadas en el «carácter nacional» y en los rasgos esenciales de lo «español» continuaron siendo utilizadas por historiadores tan relevantes como Sánchez Albornoz y Américo Castro. Américo Castro afirmó que la ciencia fue una víctima de las guerras contra el Islam, que produjeron el efecto de alentar determinados valores y prácticas (honor, coraje, fervor religioso) y desalentar otros (racionalidad, ciencia, trabajo manual). «Nunca hubo en España auténtico y propio pensamiento científico», afirmaba Castro en 1953, ya que este pensamiento habría sido ajeno al modo de existir de los españoles, a su «vividura».6 Para Sánchez Albornoz, Castro había exagerado tanto la extensión como la naturaleza del contacto entre musulmanes y cristianos, que fue conflictivo y por lo tanto no podía conducir a un intercambio cultural creativo; además, la mayoría de los componentes de la cultura «española» serían idiosincrásicos o estaban formados por elementos romanos, góticos u otros no semíticos. En su España, un enigma histórico Sánchez Albornoz apenas dedicó a la actividad científica una docena de páginas de las 1.500 de la obra, con muchos errores y siguiendo la peor tradición apologética.
En los años sesenta una nueva generación de historiadores de la medicina y de la ciencia comenzó a desarrollar un programa de reconstrucción de la actividad científica en la historia de España. Sus protagonistas trataron de superar los planteamientos de la polémica de la ciencia española mediante la investigación rigurosa y el recurso a los nuevos presupuestos, orientaciones y modelos de la historia social de la medicina y de la ciencia. Sin duda, la personalidad más destacada en este sentido fue José María López Piñero, y la obra más importante, en el tema que nos ocupa, Ciencia y técnica en la sociedad española de los siglos XVI y XVII. Esta obra, aparecida en 1979, puede considerarse una síntesis de la historiografía existente sobre el tema hasta esta fecha, incluidas las contribuciones del propio por López Piñero y sus colaboradores o discípulos. Formado en Alemania, en historia de la medicina, López Piñero asimiló los presupuestos de la historia social de la medicina de Sigerist a través de Erwin Ackernecht, presupuestos que trataría de aplicar a la actividad científica en general; asimismo, se familiarizó con las ideas y propuestas de la escuela de los Annales y con el programa planteado inicialmente por Henri Berr de «histoire intégral» o «historia total». López Piñero enarboló como uno de los objetivos principales de su labor como historiador contribuir a esta historia integrando en ella la actividad científica y técnica. También se interesó por la tradición funcionalista y por la obra de Merton, aunque no estaba de acuerdo en recurrir como causas explicativas, a motivaciones y valores de raíz religiosa, como el calvinismo. Para López Piñero, los mecanismos por los que la actividad científica se desarrolla o no, son principalmente formales y conscientes, es decir, institucionalizados y canalizados por la acción de todas las instituciones de los grupos dominantes que detentan el poder. No obstante, López Piñero también reconoció que la represión ideológica fue una de las causas destacadas de la decadencia de la actividad científica en España y de su relativo aislamiento, con lo que acabó presumiendo consecuencias no anticipadas de acciones no dirigidas conscientemente contra la ciencia. Asimismo, al referirse a los «valores impuestos por la moral contrarreformista», reconoció su peso negativo, si bien como un elemento secundario en una «dinámica socioeconómica muy compleja».7 Su historia social de la ciencia se refiere principalmente al externalismo social: de qué manera actuarían las estructuras de poder y las necesidades sociales y económicas como mecanismos selectivos de las alternativas en la ciencia. En cuanto al externalismo cognoscitivo y los planteamientos constructivistas en la línea del strong programme, López Piñero nunca ha negado su legitimidad, al menos en su versión moderada; y en el caso de la medicina ha insistido en el concepto de sistemas médicos de las diferentes culturas. Pero no le ha interesado mucho la sociología del conocimiento científico propiamente dicha y entendida como el estudio de la influencia causal de los factores sociales y no-científicos en las corrientes intelectuales y en los contenidos conceptuales de la ciencia. En cualquier caso, lo que me parece interesante subrayar, como perspectiva u orientación básica de López Piñero, es su interés por reconstruir la actividad científica, agrupada en diversas áreas, que trató de establecer según la organización propia de los saberes y prácticas en la época en estudio.
Una cuestión básica para tratar el tema de España y la Revolución Científica es el de delimitar qué se entiende por «España» en los siglos XVI y XVII. Una solución habitual es entender por tal el conjunto de reinos de la época que constituyen la actual España, con todas las cautelas que imponen las enormes diferencias administrativas, y de otros órdenes. Como señala Maravall, al hablar de la Monarquía española hay que distinguir tres planos: cada reino peninsular, el conjunto de los reinos de tradición hispánica y el conglomerado imperial que había venido a constituirse bajo la Corona de España. Esto último quizás afectaba más a la política que a la estructura del Estado naciente, aunque aquella –el complejo imperial– perturbó y acabó destrozando a ésta (la estructura del Estado); por ello, añade Maravall, se podría titular esta fase de la historia española: la Monarquía contra el Estado. En lo que se refiere a la ciencia y a la técnica, los tres niveles afectaron a la actividad científica: el proyecto imperial, la construcción del Estado moderno y la diversidad de los reinos peninsulares, con su propia organización político-social y sus propias tradiciones culturales.
Otra cuestión es la relativa a qué entendemos por Revolución Científica y todos los debates asociados: revolución versus continuidad, cómo definir y delimitar el cambio científico, qué entendemos por ciencia en los siglos XVI y XVII y la conveniencia o no de mantener este término, con todas las cautelas hermenéuticas necesarias. Sin entrar a discutir esta cuestión, ahora sólo quiero señalar la provisionalidad de las afirmaciones comparativas sobre el nivel de la actividad cientificotécnica y filosófica en «España», como en cualquier otra área geopolítica o cultural de la Europa de los siglos XVI y XVII. Tanto más, por cuanto carecemos de estudios comparados basados en criterios adecuados y homogéneos de comparación que permitan establecer un balance entre los procesos generales y los culturalmente específicos. Como es sabido, la pesadilla de todo editor de estudios comparados es lograr que los autores utilicen criterios que permitan posteriormente tal comparación. Por poner un ejemplo, el libro editado por Porter y Teich (1992) sobre The Scientific Revolution in National Context, pionero en este planteamiento de la Revolución Científica, no va más allá de un conjunto de ensayos muy interesantes pero sin una auténtica perspectiva comparada y sin que se hagan explícitos los problemas de definir las «naciones» europeas estudiadas en esta época: «Italy», «German Nations», «Poland», «Spain and Portugal», etc… Aunque estamos completamente de acuerdo con los editores del volumen en que los procesos de cambio científico global no pueden ser aislados y entendidos sin tener en cuenta cuestiones de lenguaje, educación, redes de comunicación, instituciones, economía, relaciones sociales y políticas, religión, mecenazgo y otros elementos comparables. Sin embargo, como dice Pyenson (2002: 264-265), no queda claro en este libro que la «nación» sea una unidad de análisis mejor que las comunidades lingüísticas, las regiones, ámbitos geográficos determinados o definidos o las ciudades.
Hemos de considerar también las cuestiones de cronología y periodificación. Y a la hora de evaluar los procesos de evolución cultural y científica y cambio cultural-científico, hemos de dar cuenta adecuadamente de los substratos culturales y esclarecer qué fenómenos estimularon el cambio cultural y dirigieron su velocidad y dirección; asimismo, en qué medida los substratos culturales anteriores limitaron el alcance de tal cambio. Y también ha de atenderse al impacto del contacto cultural. La interpretación de Américo Castro acerca de la configuración de la cultura española, tuvo el mérito de desacreditar para siempre la idea de una España eterna al plantear que esta cultura fue el resultado de la interacción entre cristianos, musulmanes y judíos en la España medieval. Pero, como señala Glick, esta interpretación pierde toda su fuerza explicativa al privar a esa interacción de su sentido evolucionista de competición. Según Glick, Castro no sería tanto un neoidealista hegeliano, influido por Dilthey (el erlebnis de Dilthey sería la vividura o vivencia de Castro), como un neolamarckiano: la competitividad se convierte en Castro en un impulso interior, no diferente a la «fuerza vital» de neolamarckianos confesos como George Bernard Shaw. Finalmente, en la perspectiva de Castro, los procesos culturales se habrían desarrollado en un vacío social, independiente en gran medida de las fuerzas sociales.
En relación con todo esto, el esfuerzo realizado por Beatriz Helena Domingues en su libro Tradição na Modernidade e Modernidade na Tradição. A Modernidade ibérica e a Revolução Copernicana es muy digno de consideración. Sobre todo al replantear la cuestión de la peculiaridad española a partir de una amplia discusión del concepto de modernidad y de una crítica del finalismo en la historiografía de la ciencia. Finalismo que sólo considera un camino predeterminado hacia dicha modernidad, entendida ésta asimismo de manera unívoca. Helena también critica el recurso a la doctrina del «carácter nacional»: «la opción ibérica, dice Helena, no fue resultado de ningún carácter nacional, sino de un desarrollo histórico y cultural que puede y merece ser dilucidado». Sin embargo, esta autora no consigue liberarse de las ideas de Américo Castro. Como se advierte en la cita, Helena habla de «opción ibérica» y en otros lugares de su libro da a entender con más claridad que el caso español, o «ibérico» fue resultado de una elección consciente de un supuesto sujeto histórico: Iberia o España: «Mucho más que algo completamente aparte o exótico en relación a la tradición europea occidental (el caso ibérico) fue otra lectura de la misma tradición». Por ello propone el nombre de modernidad medieval. Y aunque se puede entender todo ello como un tropo, el riesgo es oscurecer la perspectiva evolucionista.
En lo que se refiere a la actividad científico-técnica y filósofica en la España bajomedieval, comparada a la del resto de Europa, estuvo afectada por cuatro factores de particularismo, como ya señaló Guy Beaujouan: la presencia musulmana, la debilidad de las universidades, la precoz madurez de las lenguas peninsulares y el papel excepcional de los judíos. Los monasterios, las catedrales, las cortes y círculos nobiliarios, y las aljamas judías fueron, junto con algunas, muy pocas, universidades, los lugares donde se cultivaron los saberes científicos, médicos y filosóficos. En los últimos años se han realizado un buen número de investigaciones que han permitido reevaluar aspectos importantes de esta actividad, tanto para la Corona de Castilla como en la de Aragón. En cuanto a la primera, ha aparecido recientemente una obra de síntesis; y en cuanto a la segunda, está ya editada una obra similar relativa a los países de lengua catalana.8 Pero algunas cuestiones permanecen sin una explicación satisfactoria. Una de ellas es lo que Luis García Ballester llamó «reflujo de la escolástica»: los libros de filosofía natural y medicina traducidos en Toledo (y en el Sur de Italia) «fluyeron» hacia los centros intelectuales europeos, para volver luego a los centros hispanos esos mismos libros, una vez reconocidos y valorados en Bolonia, Padua, Aviñón, Viterbo, París u Oxford. Y algo similar sucedió, al parecer en astronomía, con las Tablas Alfonsíes. Otro aspecto relacionado es: ¿porqué en el ámbito hispánico, en las coronas de Castilla y Aragón, no se siguió durante los siglos XIV y XV el ritmo de creación de universidades que se dio en la Europa Central, cuando por demografía, riqueza circulante y existencia de minorías propicias pudo hacerse? De ahí que lo más interesante en la actividad científica y médica se llevó a cabo principalmente fuera del mundo académico, en la sociedad cristiana y en el seno de la minoría judía (habría que excluir el caso muy especial de Montpellier, que perteneció a la corona de Aragón hasta 1348, con personalidades de tanto relieve como Arnau de Vilanova; Salamanca, en cambio comenzó su periodo de esplendor en la segunda mitad del siglo XV).9
Esta tradición ofrece importantes contrastes con el panorama del siglo XVI. En este siglo se crearon en la Península un considerable número de universidades (18 en la Corona de Castilla y 12 en la de Aragón), algunas de notable relieve, como las de Alcalá y Valencia. Otras, ya existentes, como la de Valladolid, se consolidaron y alcanzaron mayor importancia. Por otra parte, las corrientes nominalistas, tanto en lógica (la lógica «terminista»), como en filosofía natural y en teología, que apenas habían tenido eco en la España de finales de la Edad Media, alcanzaron una gran difusión en la primera mitad del siglo XVI en las universidades de Salamanca, Alcalá, Valencia, Valladolid y Zaragoza. Ello tuvo lugar en gran medida gracias a un buen número de profesores españoles, formados en París bajo la influencia de John Maior y Jerónimo Pardo, que fueron protagonistas destacados de dichas orientaciones, importándolas a su regreso a España o influyendo en los profesores de las Universidades españolas con sus libros.
Durante gran parte del siglo XVI la actividad científico-técnica y filosófica en los reinos peninsulares tuvo una gran vitalidad, en estrecho contacto con las corrientes europeas, y con algunas peculiaridades propias derivadas de la tradición medieval y de nuevos factores aparecidos en el escenario en relación con la nueva configuración política y las ambiciones imperiales. Hechos como la expulsión de los judíos o su conversión forzosa tuvieron sin duda un efecto negativo para el cultivo de la medicina y de ciertas actividades técnico-científicas, pero este efecto es difícil de precisar dado el gran número de judíos conversos que siguieron desempeñando sus profesiones, especialmente la de medicina. Como acertadamente lo ha expresado Goodman (1991:131): «la Sociedad española del siglo XVII no podía prescindir de sus médicos conversos». En todo caso, el problema de los conversos contribuyó mucho a la atmósfera de sospecha e intolerancia, siempre muy negativo para la actividad científica.
En las Universidades de Salamanca, Alcalá y Valencia, en las enseñanzas en la facultad de artes (lógica y filosofía) convivieron en las primeras décadas del siglo las corrientes nominalistas y realistas (la enseñanza según las tres vías o «perspectivas») con las orientaciones humanistas. Hacia mitad del siglo las corrientes nominalistas fueron desapareciendo, bajo la presión del humanismo y de la vuelta al llamado «verdadero Aristóteles». Pero si bien es cierto que algunos humanistas como Pedro Juan Núñez insistían en la necesidad de una rigurosa hermenéutica del Corpus Aristotélico, complementado con otros materiales de otras corrientes doctrinales y con materias científicas, la tendencia fue, frecuentemente, más a volver hacia el siglo XIII –Tomás de Aquino, en especial, pero no únicamente– que al «verdadero Aristóteles». Doctrinas como las de la intensio y remissio de las formas y todas las cuestiones de la tradición de los llamados calculatores se exponían ahora, en las obras de las últimas décadas del siglo, de manera breve y confusa o simplemente se ignoraban o rechazaban porque mezclaban las matemáticas y la física. No obstante, los filósofos jesuitas continuaran dedicando atención a estos temas, bajo la influencia de Domingo de Soto, en las obras del cual aún se discutían ampliamente los temas del movimiento, tanto desde el punto de vista de las causas como de los efectos.
En las primeras décadas del siglo los profesores españoles de lógica, filosofía y teología que estudiaron y enseñaron en París y en España, también se interesaron por cuestiones de matemáticas, astronomía y geografía, siguiendo la tradición de los calculatores mertonianos: así Pedro Ciruelo, profesor de teología en Alcalá, es autor de una obra enciclopédica que incluía varios tratados de astronomía, astrología y matemáticas y comentarios a los Analytica posteriora de Aristóteles en los que consideraba las matemáticas como ejemplo perfecto de demostración aristotélica. Junto a Ciruelo, cabe citar, como especialmente relevantes, a Pedro Margalho, Juan Martínez Silíceo, Pedro de Espinosa y Gaspar Lax entre los profesores de lógica y filosofía que también publicaron textos de las disciplinas matemáticas. En las últimas décadas del siglo, se advierte entre los profesores españoles un esfuerzo por demarcar con claridad las matemáticas de la filosofía natural, aunque no siempre de manera consistente. Ello puede verse, por ejemplo, en la obra médico-filosófica de Francisco Valles, quién, a pesar de sus protestas contra la mezcla de las matemáticas y la filosofía natural, no deja de recurrir a las matemáticas para resolver determinados problemas (como, por ejemplo, el de los grados de las cualidades, sobre el que introduce una larga discusión). En su discusión de la gravedad, Valles se basa en Arquímedes para explicar el carácter relativo del peso.10
Las Universidades de Valencia, Alcalá y Salamanca también contaron con cátedras de matemáticas, en las que se enseñaba un amplio repertorio de materias, incluida la cosmografía (geografía matemática y descriptiva y cartografía) y algunos de sus profesores intervinieron activamente en los debates cosmográficos y cosmológicos y circularon entre los espacios académicos, cortesanos y los relacionados con las navegaciones. La introducción de la obra de Copérnico en los Estatutos de 1561 de la Universidad de Salamanca no fue efecto de ninguna especial perversidad del desarrollo intelectual, como decía Boas (Boas, 1970). Fue obra de los hermanos Aguilera, que residieron en Roma en los años 40, siendo Juan de Aguilera médico de los papas Pablo III y Julio III. Los Aguilera frecuentaban las reuniones en el Palazzo Colonna, a las que asistían otros españoles como Andrés Laguna, y en el ambiente italiano los Aguilera debieron conocer el De revolutionibus. Por otra parte, la cátedra de matemáticas y astronomía de la Universidad de Salamanca llevaba ya más de un siglo funcionando con profesores competentes. El propio Juan de Aguilera la desempeñó como sustituto en 1538. A partir de 1578 la cátedra la desempeñó Jerónimo Muñoz, uno de los científicos más destacados de la España del siglo XVI: matemático, astrónomo, geógrafo, cartógrafo, helenista y hebraísta, Muñoz fue requerido para ocupar la cátedra ofreciéndole un salario equiparable a las cátedras mejor retribuidas. Tanto en Valencia, que fue su primer destino como catedrático de matemáticas (lo había sido de hebreo en Ancona), como en Salamanca, Muñoz impartió una enseñanza de gran calidad de aritmética, geometría, trigonometría, óptica o perspectiva, introducción a la astronomía, geografía y cartografía (incluidos los rudimentos de la geodesia), modelos planetarios y uso de tablas e instrumentos. También se ocupó de cuestiones de ingeniería e hizo experiencias de balística descritas por su discípulo, el tratadista de ingeniería militar Diego de Álava. Muñoz se consideraba perfectamente legitimado para discutir cuestiones cosmológicas como astrónomo –aunque, en sus Comentarios a Plinio, leídos en Valencia, al exponer con claridad sus ideas cosmológicas también usó hábilmente su condición de teólogo, profesor de hebreo-Sagradas Escrituras–. Muñoz intervino activamente en los debates cosmológicos de la época, especialmente en relación con la supernova de 1572. Sus ideas cosmológicas eran afines a la tradición estoica y antiaristotélicas en aspectos fundamentales y fueron criticadas por algunos filósofos y teólogos aristotélicos; Muñoz, tras su texto sobre la supernova y un folleto sobre el cometa de 1577 ya no publicó más obras (se conserva, en cambio, un buen volumen de manuscritos), pero continuó defendiendo sus ideas en Salamanca, donde formó un buen número de discípulos: dos de ellos le sucedieron en la cátedra de Salamanca, y siguieron defendiendo ideas similares, aunque más cautelosamente; otros se orientaron hacia la cosmografía y se convirtieron en cosmógrafos del Consejo de Indias y miembros de la Academia de Matemáticas de Madrid. Estos últimos, los cosmógrafos y matemáticos de la corte, apenas insinuaron las cuestiones cosmológicas y adoptaron una postura pragmática hacia la astronomía, al servicio de la geografía matemática, la cartografía y el arte y ciencia de navegar, como lo hizo el gran matemático, tutor de príncipes y cosmógrafo mayor de Portugal Pedro Nunes.11
La cartografía, la geografía, la astronomía náutica y el arte de navegar fue impulsada por el gobierno, sin duda en relación con el reconocimiento, control y dominio de las nuevas tierras descubiertas y la expansión territorial ultramarina. También en relación con los territorios europeos de la monarquía. A tal efecto se crearon nuevas instituciones. Todo esto es bien conocido en sus líneas generales: en Sevilla se creó la Casa de la Contratación con diversos cargos asociados como el de Piloto Mayor (1508), encargado de examinar a los pilotos y dirigir la elaboración del mapa patrón; el oficio de «cosmógrafo y maestro de hacer cartas y astrolabios y otros ingenios para la navegación» (1523); nuevos puestos con un cometido similar (1537); «cosmógrafos de honor», como Pedro Medina; y finalmente, ya en la época de Felipe II, en 1552 se creó la cátedra de cosmografía y arte de navegar. En la corte, Carlos V fundó el Consejo de Indias (1524), en el que se creó en 1571 el puesto de cronista-cosmógrafo mayor de Indias, que se separaría en dos. Finalmente, en 1582 comenzó a funcionar la llamada Academia de Matemáticas de Madrid, impulsada por Juan de Herrera, donde se enseñaba un repertorio de disciplinas matemáticas análogo al de la Universidad de Salamanca, si bien con mayor énfasis en lo relacionado con la cosmografía y la náutica. También inicialmente se enseñaba en la Academia materias relacionadas con la ingeniería militar, si bien finalmente se estableció una cátedra independiente de esta materia, dependiente del Consejo de Guerra.12
En el reinado de Felipe II y a partir de la Contrarreforma, el control ideológico y la represión de la libertad de pensamiento comenzó a pesar muy negativamente en el desarrollo de la ciencia y la filosofía. No hace falta recordar la pragmática de Felipe II prohibiendo a los españoles estudiar o enseñar en el extranjero, que dificultó considerablemente la comunicación con el resto de Europa a los intelectuales españoles. Pero, por otra parte, como han puesto de relieve López Piñero, David Goodman y otros diversos autores, también en esta época se dio un impulso notable a determinadas actividades científico-técnicas, en relación con los intereses del estado y de la monarquía. Todo ello ha llevado a algunos historiadores a señalar que fue precisamente el carácter excesivamente utilitario y pragmático de la promoción de la actividad científico-técnica, aislada del pensamiento especulativo, y sometido este a un severo control, lo que marcó sus límites y dificultades para desarrollarse creativamente y asimilar las nuevas corrientes de pensamiento.13
En conjunto, las realizaciones españolas (en España o por autores afincados en este país) en el siglo XVI en campos como la geografía, la cartografía, el magnetismo terrestre, la astronomía (sobre todo, pero no únicamente, en relación con la náutica) o la historia natural fueron muy notables, y aunque en muchas ocasiones el secreto impuesto por el gobierno limitó su difusión, no la impidió, y por diversos cauces entraron a formar parte del patrimonio europeo del saber. También fueron notables las contribuciones en el campo de la técnica, como han puesto de relieve varios autores y especialmente Nicolás García Tapia. Y aunque algunas realizaciones importantes fueron llevados a cabo por ingenieros extranjeros, se puede decir que los españoles hicieron obras de gran importancia, algunas de las cuales constituyeron hitos en la ingeniería del momento. Esto fue lo que ocurrió en el campo de la ingeniería hidráulica, sobre todo en la construcción de presas y azudes y en los molinos, algunos de cuyos tipos, como los llamados de regolfo, fueron los precedentes de las turbinas hidráulicas actuales.14
No considero necesario extenderme comentando también las actividades en el campo de la medicina, bien conocidas gracias a los trabajos de López Piñero y otros autores; baste recordar que en España se asimiló con rapidez la renovación anatómica simbolizada por Vesalio, por discípulos directos de este, que hicieron algunas contribuciones; y que la Universidad de Valencia contó con la primera cátedra dedicada a los medicamentos químicos: un caso excepcional de incorporación del movimiento paracelsista a una institución académica.15
En el siglo XVII, la actividad científica descrita experimentó una profunda decadencia, paralela a la intensa crisis y decadencia en el ámbito político, económico y social que experimentó España, muy especialmente Castilla, pero también los otros reinos peninsulares. Los intentos desesperados de los nuevos monarcas y sus ministros para mantener una posición hegemónica en Europa no llevaron sino a nuevos desastres y a profundizar en la crisis. Sobre las causas, tanto de la decadencia político-económico-social, como de la científico-técnica, y la interacción entre ambas, aún no existe una descripción o modelo satisfactorio y unánimemente aceptado. No obstante, conviene recordar, en primer lugar, que la crisis económica, política y social no fue un fenómeno exclusivamente español, aunque, ciertamente, España fue sin duda uno de los países donde fue más intensa. Segundo, que la correlación decadencia político-económico-social y decadencia científico-técnica no es nunca perfecta. Tercero, que esta decadencia relativa no tiene que confundirse con ausencia de actividad científico-técnica. En su libro Ciencia y técnica López Piñero no ofreció una explicación articulada de la decadencia de la actividad científica, paralela a la política, económica y social, aunque a lo largo de su obra presentó o sugirió una constelación de factores: el avance de la Contrarreforma, con la consiguiente hegemonía del escolasticismo contrarreformista y la represión de la actividad científica; el declive económico y la «traición de la burguesía», es decir, el que los estratos medios de las ciudades, que constituían uno de los núcleos básicos de la actividad científica, no se convirtieran en una burguesía propiamente dicha y adoptaran, por el contrario, los valores impuestos por la moral contrarreformista; el retroceso consiguiente de la secularización; la actitud agresiva y excluyente hacia los judíos conversos, entre los que abundaban los médicos y científicos; el cambio regresivo de la mentalidad de los grupos políticos dirigentes y finalmente, los condicionamientos socioeconómicos, políticos y religiosos. Naturalmente, todos estos factores deben ser cuidadosamente cualificados en cuanto a su verdadero significado, contenido y alcance, y cabe preguntarse también si, aún siendo necesarios son suficientes para ofrecer una explicación convincente. Junto a ellos, habrá que ponderar también las peculiaridades, limitaciones y fragilidad que tuvo, en el siglo XVI la actividad científico-técnica en el ámbito hispánico.
Recientemente, Mordechai Feingold proponía, como una de las claves explicativas del éxito de Inglaterra al adaptarse rápidamente en el siglo XVII a las nuevas corrientes científico-filosóficas y técnicas, que ello se debió en parte a la gran debilidad del pensamiento escolástico y su escasa presencia en las universidades inglesas en el siglo XVI.16 En el caso de España, el enorme espesor que este pensamiento fue tomando hizo cada vez más difícil su eventual evolución y transformación.
Pero, en todo caso, crisis, aislamiento y decadencia no debe confundirse con ausencia de actividad científico-técnica digna de ser tenida en cuenta. Además, y como siempre suele suceder, el aislamiento científico y filosófico distó mucho de ser completo. El propio López Piñero propuso la periodificación de la actividad científica española del siglo XVII en tres fases: la primera, que correspondería aproximadamente al tercio inicial de la centuria, en la que dicha actividad habría sido básicamente una prolongación de la renacentista, ignorando las nuevas corrientes científicas. La segunda, que comprendería a grandes rasgos los cuarenta años centrales del siglo, se caracterizaría por la introducción en el ambiente científico-médico español de algunos elementos «modernos», que fueron aceptados como meras rectificaciones de detalle de las doctrinas tradicionales o meramente rechazados. Finalmente, en las dos últimas décadas del siglo, algunos autores rompieron abiertamente con los esquemas clásicos o tradicionales e iniciaron la asimilación sistemática de las nuevas corrientes filosóficas y científicas europeas.17
Esta periodización que durante bastante tiempo nos ha proporcionado un marco general de trabajo, es muy problemática, como el propio López Piñero ha reconocido, porque plantea la cuestión de forma asimétrica. En efecto, presupone un modelo o proceso de revolución científica determinado, y el caso español como uno de aislamiento, y separación del modelo europeo, aislamiento que se superaría después a través de la recepción de la «ciencia moderna» elaborada en Europa. Pero la llamada Revolución Científica fue un largo proceso de cambios, cuya cronología es difícil de precisar; y tan poco riguroso y convincente es, a nuestro juicio, reducir el escenario de la Revolución Científica a unos países determinados, como tratar de describirla según un modelo determinado o a partir de las realizaciones de un pequeño grupo de grandes figuras o genios. Por otra parte, no olvidemos, sobre el tema del aislamiento español, que la monarquía hispánica incluía en el siglo XVII, además de los territorios peninsulares e insulares varios territorios europeos (los reinos de Nápoles y Sicilia, el Milanesado, los Países Bajos y el Franco Condado), además de los americanos. Asimismo, que el control de la circulación de saberes y prácticas es un empeño que siempre fracasa, como la historia muestra una y otra vez.
En todo caso, lo que es indudable (invirtiendo la afirmación de Pagden) es que, si en el siglo XVII hubo una decadencia relativa de la actividad científica, finalmente «España experimentó una “revolución científica” o una serie de cambios que pueden plausiblemente acomodarse a su descripción»: la mecánica newtoniana, la química de Stahl, Boerhaave y Lavoisier, la naciente ciencia de la electricidad, la botánica de Linneo, las diversas corrientes en fisiología y medicina, las nuevas tecnologías, incluida la máquina de vapor, la nueva instrumentación científica, las nuevas organizaciones científicas (sociedades y academias), la introducción de la ciencia en la esfera pública, el periodismo científico, y otros rasgos de lo que se considera la ciencia-técnica europea moderna se pueden reconocer en la España del siglo XVIII, además de la circulación de las nuevas corrientes filosóficas: el mecanicismo, el sensualismo de Locke y Condillac, las corrientes leibnizianas, las corrientes deístas, el hedonismo materialista, etc.18
La cuestión que preocupó a los historiadores españoles e hispanistas es si esa revolución (renovación y cambios) comenzó súbitamente en España con la nueva dinastía borbónica o bien estuvo «preparada» (en sentido retrospectivo, claro) ya en el siglo XVII. En relación con ella, hoy ya contamos con un buen conjunto de estudios, que se han sumado a las últimas décadas a los trabajos y a la síntesis de López Piñero y otros autores anteriores, sobre la renovación científica o el movimiento novator, relativos tanto a las disciplinas matemáticas y físico-matematicas como a las médicas y biológicas. Estudios que muestran sin dudas que si bien el desarrollo del período ilustrado fue favorecido por las exigencias y objetivos del nuevo estado borbónico y las políticas reformistas de sus líderes, fue también continuación de un proceso de renovación iniciado en el siglo XVII en contextos «regionales» o locales, con cierto patrocinio o sanción por parte del gobierno en algunos casos.
Sobre la actividad en algunos campos y el tema del «aislamiento» o «atraso», en relación con el estado actual de la historiografía y las nuevas perspectivas historiográficas, me limitaré a señalar algunos puntos:
En el siglo XVII, la enseñanza de la lógica y la filosofía natural en las universidades españolas siguió las ideas y orientaciones que habían dominado al final del siglo anterior: ideas y orientaciones que parecen justificar la expresión de «bastión del escolasticismo tardío» utilizada por autores como Trentman (1998) para referirse a España como un todo (juntamente con Portugal). En este siglo se publicaron en la Península y fuera de ella por autores peninsulares un considerable número de obras de estos temas (lógica, ética, filosofía natural y metafísica, además de teología), en forma de comentarios, o de tratados reunidos frecuentemente en Cursus philosophicus, habitualmente en relación con la enseñanza en las universidades y órdenes religiosas. Pero una buena parte de estas obras no han sido leídas o analizadas nunca o, en todo caso, analizadas con criterios hermenéuticos y historiográficos satisfactorios (para nosotros, hoy en día). Y además de las obras impresas, hay un considerable conjunto de manuscritos que esperan un paciente análisis. Muchas de estas obras (presumiblemente la mayoría) pueden caracterizarse, sin duda, según la primera de las cuatro categorías adelantadas por Charles Schmitt (1983), en la medida en la que muestran una ignorancia de las nuevas orientaciones filosóficas y científicas del siglo XVII y tienen poco a ver con ellas. Otras, las menos, caerían dentro de la tercera categoría de Schmitt: la aceptación ad hoc de algunas nuevas doctrinas en el marco de una organización y estructura básicamente peripatética. Un ejemplo de esta categoría sería el Cursus de Francisco de Oviedo; o el de Rodrigo de Arriaga, publicado en Amberes, París y Lyon y difundido en España de manera aún por precisar. Otros, finalmente, iniciaron la ruptura con la tradición aristotélico escolástica, bajo la influencia de otras corrientes filosóficas, tales como las distintas formas de atomismo o corpuscularismo que circulaban por Europa; tal es el caso del médico, profesor de medicina y filosofía natural en la Universidad de Salamanca Luis Rodríguez de Pedrosa, o de otros médicos influidos por autores eclécticos como Danniel Sennert. En las últimas décadas del siglo XVII el eclecticismo se hizo ya mucho más claro y evidente en algunos autores. Por otra parte, en obras de los autores escolásticos, en su esfuerzo por conceptualizar y esclarecer las grandes cuestiones de la tradición aristotélico-escolástica podemos encontrar nuevos conceptos más próximos al pensamiento llamado moderno (como, por ejemplo, lo ha mostrado Baldini a propósito de Gabriel Vázquez en relación con el estudio del movimiento).19
Ciertamente, en el ámbito hispánico, en este siglo el interés de los profesores de filosofía por las disciplinas matemáticas fue muy escaso, acentuándose la relación de subordinación y distinción entre las áreas. Las disciplinas matemáticas y físico-matemáticas fueron cultivadas por cosmógrafos, ingenieros, arquitectos, y profesores de estas materias en la Universidad y por los matemáticos jesuitas. En las décadas centrales de la centuria el número de cultivadores fue escaso y su relieve también muy limitado si se lo compara con los grandes centros europeos de Inglaterra, Francia, Holanda e incluso Italia. El núcleo más importante lo constituyeron los matemáticos jesuitas del Colegio Imperial de Madrid, donde en 1625 se crearon los Reales Estudios, que incluían dos cátedras de matemáticas y otras de cronología e historia natural, además de las de lógica, filosofía, etc. Los jesuitas, además, asumieron el puesto y tareas del cosmógrafo mayor del Consejo de indias y la cátedra asociada. Se conserva un considerable volumen de manuscritos de los matemáticos y naturalistas del Colegio Imperial: Hugo Sempilius, Claude Richard, Jean Charles della Faille, Francisco Antonio Camassa, José Martínez, Francisco Isasi, Juan Eusebio Nieremberg, entre los de las primeras generaciones; José de Zaragoza, Juan Carlos Andosilla, Bartolomé Alcázar, Jacobo Kresa, Jean François Petrey, Pedro de Ulloa, entre los de la segunda mitad del siglo XVII. Su estudio está poniendo de relieve el alcance de su labor y sus esfuerzos por mantenerse bien informados de los progresos en estas materias y sus precauciones para mantenerse dentro de lo permisible. También los condicionamientos y limitaciones de su tarea.20 Algunos de los jesuitas citados, como José de Zaragoza –por citar un español– eran matemáticos de gran inteligencia: Zaragoza, además de sus trabajos de astronomía –fue el primero en observar el cometa de 1677, como reconoció Cassini– formuló varios teoremas de matemáticas, como el de Ceva, cuatro años antes que Ceva, y elaboró un amplio y original programa de trabajo en geometría, pero la escasa difusión de su obra impidió su reconocimiento en Europa. Otros núcleos de actividad matemática existían también en Mallorca, Valencia o Salamanca. En Mallorca, Vicente Mut –administrador e ingeniero– y sus colaboradores leían a Galileo, Brahe, Kepler, Gassendi, Boulliau, Lansberg, Cassini, Kircher y Riccioli. Mut mantuvo correspondencia con Kircher y sobre todo, con Riccioli. Riccioli incorporó una enorme cantidad de observaciones y determinaciones de Mut en sus obras. Mut apuntó que las trayectorias de los cometas podían ser parábolas.21 A través de las matemáticas «mixtas» o «físico-matemáticas»: la música o armonía, la mecánica, la hidrostática, la arquitectura civil y militar, la artillería, la geografía matemática, la óptica, la astronomía y la cronografía, los matemáticos españoles, jesuitas o no, fueron asimilando y difundiendo las nuevas ideas y procedimientos científicos.22
La actividad en historia natural en relación con el Nuevo Mundo disminuyó considerablemente en el siglo XVII, pero no desapareció, como lo prueban obras como la de Bernabé Cobo (1580-1657), que incluye el primer estudio detallado de la flora del Perú. Por su parte, Juan Eusebio Nieremberg difundió por Europa en su Historia Naturae las contribuciones de los naturalistas ibéricos del siglo XVI, incluida una parte importante de la extraordinaria obra de Francisco Hernández. La botánica continuó enseñándose y practicándose con dignidad en algunas facultades de medicina como la de Valencia; en Cataluña, la familia de los Salvador desarrolló una intensa actividad botánica, colaborando estrechamente con Tournefort.23
Como las investigaciones más recientes están poniendo de relieve, la obra de Paracelso así como la «chemical philosophy» en general circularon mucho más en el siglo XVII de lo que se suele afirmar, a pesar de las prohibiciones. López Piñero mostró ya en 1972 la existencia de manuscritos de alquimia de la primera mitad del siglo XVII que incluían traducciones de obras de Paracelso. Por otra parte, el uso de medicamentos químicos debió estar muy difundido, ya que estos preparados figuran descritos en los principales textos farmacéuticos españoles de la época. Destacados médicos que criticaban algunas de las teorías de Paracelso, no dejaban de prescribir el uso de medicamentos químicos en determinados casos. En los reinados de Felipe II y Felipe IV se mantenía el oficio de destilador real (destilatorio del Palacio del Buen Retiro) y en el de Carlos II se llegó a crear un Real Laboratorio Químico.24 Médicos como Gaspar Bravo de Sobremonte, catedrático de la Universidad de Valladolid y médico de cámara de Felipe IV y Carlos III que conocía perfectamente la obra de Harvey, Aselli, Pecquet, Highmore y otros modernos, trataba de conciliar las nuevas ideas con las de Galeno. También aceptaba el uso de medicamentos químicos, aunque criticaba las doctrinas de los paracelsistas (López Piñero, 1972, 1976).
Como hemos avanzado, siguiendo a López Piñero (1979), en las últimas décadas del siglo XVII, los que deseaban romper con el saber tradicional y sus presupuestos adoptaran un programa más o menos claramente delineado de asimilación de los nuevos procedimientos e ideas filosóficas y científicas. Naturalmente, se trataba de grupos minoritarios, que hubieron de enfrentarse frecuentemente con la oposición de los conservadores, que seguían siendo mayoría, o simplemente con la indiferencia de una gran parte de las elites dominantes.
El mismo López Piñero observó que las resistencias a la renovación no fueron las mismas en los diferentes campos de estudio o disciplinas. Resultado de ello fue que el movimiento de renovación consiguió mayor claridad y energía en los campos de la medicina y en los saberes químicos y biológicos asociados. En cambio, en matemáticas, astronomía, cosmología, filosofía natural y otras materias relacionadas, el movimiento fue menos coherente que en las disciplinas y saberes biomédicos. En consecuencia, el eclecticismo habría tenido más importancia en esas materias que en medicina, biología o química. Un posible signo de esta diferencia podría ser la diferente actitud ante las propias tradiciones de los matemáticos y los médicos. Como han puesto de relieve recientemente Alvar Martínez y José Pardo (1995), comentando las respuestas suscitadas por la afirmación de Régis que los españoles, juntamente con los lusitanos y los moscovitas, permanecían sumergidos en las tinieblas, los médicos renovadores opusieran generalmente un discurso orientado a legitimar la nueva ciencia y la nueva medicina rechazando o ignorando la tradición propia. Los renovadores en el campo de las disciplinas fisicomatemáticas, como los valencianos Corachán o Tosca, se consideraban continuadores de una tradición representada en el siglo XVII por los matemáticos y filósofos jesuitas y por figuras como Sebastián Izquierdo, Vicente Mut, José de Zaragozá, Juan Caramuel o Hugo de Omerique, tradición que les servía para legitimar su propia actividad. Con todo, estas cuestiones merecen aún nuevas búsquedas en la línea de las desarrolladas por los autores citados.
Por otra parte y como también ha subrayado reiteradas veces López Piñero, aludiendo al relativo retraso de la historiografía del siglo XVII (en relación a España), aún queda mucho por hacer: necesitamos seguir profundizando en el conocimiento de la actividad desarrollada en este siglo, en relación tanto con las tradiciones propias y ajenas (intereses, objetivos, problemas a los que se quiere responder, mecenazgo, roles, profesiones y ocupaciones, demandas, exigencias, condicionamientos, controles…), como con el cambiante contexto europeo y la dialéctica continuidad-cambio. Todo ello, en una forma consonante con los objetivos de la actual historiografía de la ciencia, su pluralidad de perspectivas y modelos y sus criterios historiológicos. Para ello, además de interesarnos por los descubrimientos, ideas, teorías y escuelas de pensamiento, hemos de dirigir nuestra atención a la ciencia como una actividad, como una indagación o «caza» de los secretos de la naturaleza, según una metáfora muy difundida en la época, como acción y resolución de problemas, y no privilegiar el conocimiento sobre la acción.25
1 Géographie moderne, t. I, pp. 554-568, de la Encyclopédie Méthodique, Paris, 1782. Se puede leer en versión castellana, en García Camarero y García Camarero (1970), pp. 47-53.
2 Sobre esta polémica, véase Batllori (1966) y Lopez (1999).
3 Véase García Cárcel (1998).
4 Sobre Lampillas, véase Batllori (1966) y Lopez (1999), especialmente pp. 328 y ss.
5 Véase el texto de Cajal sobre la cuestión en García Camarero y García Camarero (1970), pp. 373-399. Véase también una revisión reciente de algunos aspectos de la «polémica» en NietoGalán (1999).
6 En un artículo publicado en El Nacional, Caracas, 5 de febrero de 1953, titulado «Mínorías y mayorías» y reproducido en Castro (1973), pp. 177-185. Sobre las ideas de Castro y Sánchez Albornoz, véase Glick (1992), pp. 118 y ss.
7 Véase un interesante análisis de estas cuestiones en Glick (1996).
8 Historia de la ciencia en la Corona de Castilla, 4 vols., Valladolid, Junta de Castilla y León, 2002; los dos primeros volúmenes están dedicados a la Edad Media y los coordinó Luis García Ballester, autor también de García Ballester (2001). La ciència en la història dels Països Catalans se ha publicado en tres volúmenes. Véase Vernet y Parés, dirs. (2004-2009).
9 Véase García Ballester (2001).
10 Véase Navarro (2002e). En conjunto, la evolución de la filosofía natural en este período exige más búsqueda analítica: muchos textos deben ser aún leídos o analizados por primera vez; otros han estado estudiados, pero frecuentemente con criterios que ya no son los nuestros.
11 Sobre la enseñanza de las disciplinas matemáticas en las universidades, véase Navarro Bro-tons (1998, 2006a, 2006b). Sobre Muñoz, véase además Navarro y Rodríguez (1998). Sobre la actitud de los cosmógrafos, véase Navarro Brotons (2004, 2009).
12 Véase López Piñero (1979); Goodman (1990); Vicente Maroto y Esteban Piñeiro (1991). Este último, fundamentalmente, para la Academia de Matemáticas.
13 Según mis conocimientos, el primero que sugirió esta tesis y la propuso de forma muy general fue Menéndez Pelayo: «En este país de idealistas, de místicos, de caballeros andantes, lo que ha florecido siempre con más pujanza no es la ciencia pura (de las exactas y naturales hablo), sino sus aplicaciones prácticas, y en cierto modo utilitarias». Para Menéndez Pelayo este «utilitarismo» fue una de las principales causas de la decadencia científica española. Véase su «Discurso leído en su recepción pública ante la Real Academia de Ciencias» (Madrid, 1983), publicado en García Camarero, García Camarero (1970), pp. 309 y ss. Véase también el capítulo 2 del presente libro.
14 Véase García Tapia (1989, 1990).
15 Véase López Piñero (1979).
16 En su intervención en el Simposio: «The Universe of Learning in the Sixteenth and Seventeenth Centuries» celebrado el año 2002 en la Herzog August Bibliothek de Wolfenbüttel.
17 Véase López Piñero (1965).
18 Sobre la actividad científica en la España del siglo XVIII, véase la síntesis de Lafuente y Peset (1988). Véase también el volumen editado por Sellés et al. (1988); los capítulos relevantes en Vernet (1975); López Piñero et al. (1988); Peset, dir. (2002); Vernet y Parés (2004). Acerca de las ideas filosóficas, véase Sánchez Blanco (1991); para la física, véase también Navarro Brotons (1983b). La obra, ya clásica, de Sarrailh (1954), usada juiciosamente sigue siendo una valiosa fuente.
19 Véase Baldini (2004). Baldini muestra como Vázquez se acerca mucho a las nuevas concepciones del movimiento de Galileo y Descartes.
20 Véase Navarro Brotons (1996) y el capítulo XIV del presente libro.
21 Véase Navarro Brotons (2002d) y Navarro Brotons, ed. (2009).
22 Véase Navarro Brotons (1978a, 1997, 2002e y f).
23 Sobre Valencia, véase Felipo (1991) y sobre los Salvador, Camarasa (1989).
24 Véanse los trabajos reunidos en Puerto Sarmiento et al. (2001). También Gago et al. (1981) y Rey Bueno (1998).
25 Sobre la metáfora de la caza, véase Eamon (1996). Sobre la ciencia como actividad y resolución de problemas, véase Bennet (1998).