Читать книгу Noche en Tintagel - Verónica Pazos - Страница 10
III
ОглавлениеHabía una vez un príncipe malvado, cruel, tan ruin que no podía beber de ninguna fuente, arroyo o río sin que este se tiñese de negro para siempre al contacto de sus labios. Su nombre era Pwyll y amaba la caza sobre todas las cosas. Pasaba días enteros en el bosque, solo con la compañía de sus perros, y ni los sirvientes se atrevían a reclamarlo ni el resto de nobles deseaba verlo.
Una mañana especialmente dorada de primavera los perros se adentraron más que nunca en el bosque, ladraban de forma incansable, y Pwyll trataba de seguirlos lo más rápido que podía, aunque no tardó en perderlos de vista. La luz se filtraba por la canopia y llegaba hasta el suelo, perpendicular y limpia. El único sonido que se escuchaba eran los suaves pasos del príncipe, amortiguados por una esponjosa hojarasca. Había tranquilidad en ese bosque.
Se agachó, tratando de buscar las huellas de los animales, seguir el rastro de pisadas y ramas partidas, pero tan solo encontró una capa de musgo que recubría toda la tierra. Al cabo de un rato, los vio.
Cinco sabuesos devoraban un ciervo abatido. Gruñían y se apartaban entre sí, luchando por quedarse con la porción más grande. Pwyll avanzó hacia ellos, sonriente. Sin embargo, se detuvo a los pocos pasos. Esos no eran sus perros.
Sintió que algo rozaba su pierna y, al girarse, vio que sus cinco perros estaban de vuelta a su lado. Uno de ellos se lamía la pata, mientras que los otros cuatro descansaban sobre la hierba, a su lado, como si nunca se hubiesen ido, como si siempre hubiesen estado ahí. Pwyll retrocedió de forma casi inconsciente; al hacerlo, los sonidos salieron de su acolchada mudez y volvieron a él, nítidos y crudos como el cascar de una castaña. Uno de los sabuesos levantó el hocico en su dirección. Apenas se distinguía el color de su pelaje bajo la roja sangre. El perro que se lamía la pata se enderezó entonces y la baba comenzó a gotear hacia el suelo. Pwyll sonrió al verlo y le acarició el lomo:
—¿Tienes hambre? —preguntó, con su voz acartonada—. Os fuisteis porque habíais olido al ciervo, ¿eh?
Los cuatro perros se incorporaron junto a su amo y comenzaron a jadear, ansiosos. Pwyll observó con cuidado a los otros animales, que habían dejado momentáneamente de comer para atender a los intrusos: eran mucho más flacos que los suyos, más débiles y enjutos, como si les hubiesen absorbido toda la grasa; tenían calvas en el pelaje y marcas de mordiscos, y dos de ellos, se fijó ahora que se habían movido, hasta cojeaban.
—Comeréis, entonces —azuzó a los suyos, dándole unas palmaditas en el lomo al que tenía más cerca y acercándose a los salvajes—. ¡Fuera, fuera! —les gritó con grandes aspavientos—. ¡Este bosque es una propiedad real!
Sus perros ladraron al unísono en un ensayado coro intimidatorio. Las encías quedaron expuestas tras sus sonrisas afiladas y el que estaba un poco más adelantado dio un salto en dirección al ciervo. Los otros cuatro lo imitaron y aquellos sabuesos extraños, retrocediendo vacilantes, no tardaron en alejarse tan rápido como lo permitía su hambre.
Pwyll rio a grandes carcajadas y observó complaciente cómo sus animales devoraban por completo lo que quedaba del venado. Apoyó la espalda contra un haya y esperó con gran paciencia a que hubiesen terminado el festín. Apenas recordaba ya el incómodo silencio que lo había acompañado en su persecución y se entretuvo en buscar, con el arco en la mano, algún conejo o ave que pudiese cazar.
No reconocía esa parte de los bosques.
El pelaje oscuro de los perros resplandecía, dorado, bajo el sol de la mañana, que no parecía haberse movido ni un solo palmo desde que había llegado. Pronto terminaron de carroñar lo que los otros habían dejado e, impulsados de nuevo por una presa invisible, emprendieron otra vez la carrera entre ladridos.
—¡Eh! —los llamó Pwyll, que, atento como había permanecido a los alrededores, no pudo ver en ellos ningún otro animal que pretendiesen seguir—. ¡Volved aquí!
El silencio era peligroso en los bosques. Los sonidos habían sido extirpados de nuevo en cuanto los perros abandonaron su lado. Sobre los huesos carcomidos del ciervo, habían comenzado a trepar las primeras hormigas, pero eso era todo. Ni ardillas, ni salamandras, ni erizos. Ni siquiera a través de los diminutos huecos que dejaban los árboles podía otear en el cielo un simple faisán.
Solo había un tipo de sonido que lograba distinguir, todavía estático frente al cadáver: el lejano, aunque constante, murmullo del agua viva.
Pwyll echó a caminar, sin prisa ahora que ya había comprobado a qué se dedicaban sus pequeños. El aire se había vuelto más húmedo, aunque él no lo notase, y pequeñas gotas de agua habían comenzado a agruparse bajo sus uñas, a pesar del sol. Giró hacia la derecha cuando no debía, confiado como estaba en su sentido de la orientación , y volvió a girar otra vez en el momento menos indicado, hasta que vio un pequeño arroyo que discurría con inusitada lentitud. Deseó beber de él, pero entonces se contaminaría y no podría volver a beber nunca. Aun así, caminó a su lado, porque seguramente los perros sí querrían beber.
No tardó mucho en llegar a un pequeño claro en el que el arroyo desembocaba en una laguna ancha como un día de verano. Tenía un precioso tono azulado y los árboles del bosque la respetaban guardándola con una muralla natural. La superficie estaba lisa, la hierba, inmutable. No había rastro de sus perros ni de los salvajes. Esa parecía ser la fuente de todo el silencio.
Justo en la orilla más cercana del lago había un hombre de espaldas a él.
Pwyll vio que llevaba ropas nobles, a pesar de que de poco le servirían la saya y las mallas en los dominios del bosque. Vestía por completo de negro, salvo por una pequeña franja plateada al final de las mangas.
—Buenos días nos dé Dios, amable amigo —se dirigió a él, acercándose con el mentón bien alto porque nunca había sido muy listo, pero le gustaba creerse valiente—. ¿Esperáis reuniros con una agradable doncella al amparo de estos bosques, quizá? Decid vuestro nombre, entonces, pues estas tierras pertenecen a la Corona.
El hombre se giró para mirarlo cuando habló y Pwyll se detuvo en cuanto lo hizo. Bajo el cuidado cabello negro, se ocultaba una calavera de ciervo, aunque no había rastro alguno de los cuernos. Pwyll pensó que quizá era uno de esos locos que huían a la montaña y se disfrazaban de salvajes a la manera de los hombres antiguos, pero no logró ver ningún resquicio de carne que indicase que se trataba solo de una máscara.
—Eran mis perros esos que espantaste —dijo—, a los que había alimentado con mi propia carne. Mi nombre es Arawn, Pwyll de Dyfed, y yo también soy un príncipe.
Su voz sonaba ronca, astillada, una plancha de madera aún sin limar. Pwyll lo comprendió entonces: todos los sonidos del bosque que habían huido lo habían hecho para congregarse en la garganta de aquel hombre.
—Exijo una compensación —continuó avanzando sobre la hierba con los pies descalzos, de dedos largos como piernas de niños—. Durante un año y un día, tú habitarás Annwn, el reino del Otro Lado, donde yo tengo mi corte, y yo habitaré la tuya, de tal manera que durante un año y un día sufras en tus carnes los dolores de la muerte y yo me dedique a cazar en compañía de los lobos. Durante ese año y ese día, insolente Pwyll, ambos cambiaremos nuestros rostros.