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VI

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La luz de las velas iluminaba con avaricia su rostro, mitad oro, mitad piedra. Uther Cabeza de Dragón brindaba con vino especiado por la victoria que acababa de conseguir contra un caudillo sajón.

—¡Y nada de esto habría sido posible sin la inestimable ayuda de mi amigo, el muy noble duque de Cornualles! ¡Sir Gorlois, bebed conmigo!

Y allí había estado Gorlois en persona, brillante con el cabello dorado, del tono exacto de la miel que emanaba, espesa como gotas de sangre, de los labios de su esposa. Sonreía tanto que parecía que dos anzuelos se habían enganchado a sus comisuras y levantaba sobre su cabeza una copa de cobre labrado.

—¡Brindemos!

Todo el salón había gritado con alegría y Gorlois había hecho una leve reverencia en dirección a su rey, quien, todavía inocente de toda culpa, le golpeó el hombro con sincera gratitud.

—Es la primera vez que volvemos a Camelot después de tanto tiempo.

—Se hace extraño. —Gorlois se había detenido un segundo para tomar con elegancia el pañuelo que una de las sobrinas de Uther le tendía, le dio las gracias, no dijo nada más, no la miró más de la cuenta, no hizo ningún gesto equívoco—. Volver aquí después de tantos años… Sigue igual, pero yo no sigo igual. Hay cambios, pero sigue igual.

—¿Y qué opinión os merecen los cambios?

—Recordaba los dragones más grandes, la verdad, y más… dorados —bromeó—. Las murallas parecen más seguras ahora y, aunque lo he intentado, he sido incapaz de encontrar el boquete que sir Bors había abierto cuando éramos pequeños. Y hay muchos murales nuevos, yo mismo acabo de pintar uno en Tintagel, pero desde luego no puedo rivalizar con las riquezas de la Corona. Excelente vino, si también se me permite.

Uther soltó una larga carcajada e hizo un gesto para que uno de los sirvientes repusiera la bebida de su invitado.

—El vino no es mérito mío, me temo. Tampoco las murallas o los murales, pero estoy de acuerdo en que es una fortaleza impresionante, sí lo es…

—La nueva capilla también es de admirar, según me han informado.

—Así es, he conseguido traer aquí las reliquias de san Jorge, quien inspiró a nuestro joven Tristán para dar muerte al dragón. Verás que ya no huele a establo, como cuando el padre Sion se ocupaba de ella y decía que era un lugar tan sagrado que ni las lavanderas podían pasar. ¿Has podido visitarla?

—Todavía no he tenido el placer, pero mi esposa está deseando verla. Es ella quien me habló de sus impecables vidrieras y del retablo que guarda el altar. Es una mujer muy devota, quizá mañana alguna de vuestras damas podría acompañarla a atender allí los matines.

—Únicamente lo mejor para mi fiel compañero y todos aquellos a los que él ame tanto como yo lo amo a él en estos momentos. ¿Cuál de las hermosas damas que esta noche nos honran es aquella que ha tomado vuestro corazón? ¿Cuál es la bella Igraine que tantos años he sufrido por conocer?

Gorlois la señaló en un instante fatal y los terribles ojos de Uther ardieron con pasión en cuanto la vio. Igraine con un vestido verde y el cabello recogido con flores. Igraine de Cornualles. Igraine, la esposa de Gorlois. Uther se inclinó hacia delante sobre la mesa, a punto de ponerse en pie. Gorlois lo observaba con la mandíbula apretada.

Una llamarada brilló desde uno de los laterales, justo entre la mesa principal y las de los invitados. Igraine dejó de charlar con el resto de damas y fijó su vista en el juglar disfrazado de dragón que acababa de aparecer en escena, seguido de dos compañeros con las caras pintadas de vivos colores. Todo el salón estalló en aplausos y Uther volvió a acomodarse en su sitio.

—¡Atrás, fiera inmunda! —gritaba uno de los artistas, armado con una espada de madera decorada con tiras de tela—. Mi nombre es Uther y de ti he de ganar la cabeza del dragón.

La bestia arrojó una segunda llamarada y aquellos que ocupaban las primeras filas de las mesas se pegaron más a sus vecinos. Uno de los más jóvenes incluso llegó a levantarse y ocupar un sitio casi al fondo de la estancia, provocando las risas de sus amigos, que gritaban su nombre entre burlas.

El calor del fuego había llegado hasta el sitio de Igraine, que dirigió su mirada por primera vez a la mesa principal, donde su marido observaba con cierto recelo el espectáculo. A su lado, pudo verlo, por primera vez fijó la vista en él, allí donde estaba Uther Pendragón en persona, el hombre de los mil nombres, el rey de los mil siervos, que también la miraba a través de las llamas. Igraine bajó la cabeza de inmediato. Su madre la había advertido acerca de los hombres que miraban así, que posaban sus atrevidos ojos sobre ella, batiendo sus pestañas como alegres águilas del tamaño de gorriones, que veían en ella el contorno de una sopa caliente en invierno, de los hombres cuyas voces aparecían graves y cálidas como brasas de una hoguera familiar, siempre en otoño, quizá en invierno, nunca en verano. «Cuídate de los hombres que te miran con pupilas como ojos de la noche», le había dicho, peinándole el cabello el día antes de enviarla a Cornualles, «y de los hombres que te apartan con un roce casual en el brazo, cerca del codo, y se disculpan tantas veces que parecen honestos. Cuídate, ingenua Igraine, de los hombres que descargan sobre ti todo su amor como un torrente bosqueño, hasta hacerte creer que debes beber, ávida, de sus labios como un manantial».

—¡Mi señor, habéis sido herido! —El otro juglar se agachó para socorrer al que fingía ser Uther, retorcido en el suelo—. ¡No temáis, pues yo sabré vengaros!

Una tercera llamarada atacó entonces a los caballeros, más fuerte y grande, casi rozando los bancos de madera más cercanos. La conmoción entre los asistentes resultó total y varios niños apartaron con cuidado los vestidos de sus madres para poder ver entre las telas, lejos del peligro.

—¿No os parece excesivo? —Igraine no recordaba estar sentada junto a un hombre, así que, cuando se giró para ver quién le había hablado, solo encontró una nuca morena ocupada en untarse mermelada en el pan—. Alguien podría resultar herido.

—Es un día especial, mi señor —respondió tratando de descubrir su perfil—. Estos hombres ya habrán representado esta función en cien ocasiones, no hay de qué preocuparse.

—El rey parece preocupado.

Igraine había apretado con rabia los labios, evitando mirar hacia la tarima real.

—Supongo que es el trabajo de un rey preocuparse por todo —rebatió.

—No de este.

—¡Y con este filo certero, bajo la ayuda de santa Catalina, yo te doy muerte! —El falso Uther se había levantado y, fingidamente magullado, atravesó la axila del dragón hasta que este, exhalando una última bocanada de fuego, cayó muerto al suelo—. ¡Y en este día yo libero Camelot!

El verdadero Uther fue el primero en ponerse en pie, al que siguieron todos los presentes para aplaudir a los actores, que hacían grandes aspavientos y reverencias en todas direcciones, incluso el que había hecho de bestia se atrevió a acercarse a un grupo de doncellas a las que entregó flores de vibrantes colores y aún más vibrantes aromas. Gorlois aplaudía de forma calmada al lado del monarca, y fue también de los primeros en volver a sentarse, en continuar bebiendo vino y observar con gran desinterés cómo un nuevo grupo de bailarines llegaba para entretener a los invitados. Volvió la cabeza hacia su esposa, quien acababa de descubrir, en el silencio que la rodeaba hasta aislarla de la fiesta, que los ojos del hombre con el que había hablado eran blancos y blancas sus pestañas.

Noche en Tintagel

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