Читать книгу Noche en Tintagel - Verónica Pazos - Страница 8
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Podría no haber sido una tormenta tan violenta, podría no haberse hecho de noche, Gorlois podría no haberla enviado a Tintagel, Uther podría no haber suplicado a Merlín hasta que su voz se hubo marchado, ya agotada, hacia el mar. Pero es una tormenta muy violenta, es una noche muy cerrada, Tintagel está sobre el agua y Uther está en Tintagel.
—No se puede asediar Tintagel. —Uther repite con sorna las palabras de su amigo Ulfin—. Así que no lo asediamos.
Ulfin quiere reírse, aunque está demasiado oscuro como para que Uther note o no su sonrisa y Ulfin no puede dejar de mirar los muros, que son demasiado altos y demasiado gruesos y ellos, Uther y él, son demasiado pocos.
—Un plan brillante, desde luego —termina por contestar—. ¿Dónde está Merlín?
—En el agua. —Uther recoge su yelmo y echa a caminar con él debajo del brazo—. Está intentando colarse por el pozo.
—¿Por el pozo? —Ulfin lo sigue a grandes zancadas; el sonido de su armadura resonaría más si no fuese por los rayos—. ¿Cómo demonios va a salir del pozo?
—Dijo que necesitaba ver el rostro del duque —se limita a responder.
Ulfin enarca una ceja. Decide que él no sabe de magia como no sabe del amor que lleva a su amigo a viajar a Tintagel, como tampoco sabe de la construcción de los muros o de la rotación de cultivos en otoño. Ulfin sabe de muy pocas cosas, pero entiende la lluvia. Las hojas de los árboles arrojan gruesas gotas a sus mejillas cuando alza el rostro para observar el cielo. Uther lo llama desde un poco más lejos, cuando descubre que se ha quedado atrás, dice su nombre dos o tres veces y Ulfin se disculpa, aunque no demasiado, antes de seguirlo.
—Mira esto…
Uther traga saliva y señala el mar, que se derrama hacia las últimas líneas de bosque. Los peñascos sobresalen de su oleaje como puñales en el pecho de la Virgen, piensa Ulfin, como clavos en la puerta que hemos de tirar, piensa Uther.
—¿Y Merlín ha decidido lanzarse ahí?
Uther sacude varias veces la cabeza antes de hablar, rumiando el color blanquecino de la espuma, tan abundante que parecen estar ante un mar de cal. El contraste con el cielo es casi insoportable.
—Es un mago.
Ulfin se esfuerza en no suspirar, resignado.
—Ya sé que es un mago, pero eso no lo exime de ser mortal.
—Creía que justo eso era lo que significaba ser un mago.
Una de las nubes mayores se aparta con gentileza, dejando paso a la luna, que intentaría reflejarse sobre el agua si la zozobra de esta lo permitiese.
—Está llena —anuncia Uther.
—¿Es eso bueno o malo?
—Da igual, la tormenta la tapará de nuevo. Vamos.
Ulfin sospecha que, si el cielo estuviese completamente desnudo y recién nacido, la luz haría evidente el engaño que Uther pretende, y casi lo desea.
Su amigo camina por el límite del bosque, hacia el castillo, y Ulfin lo sigue con obligada diligencia, aunque de vez en cuando todavía mira al cielo.
—¿Cómo vamos a saber si Merlín ha tenido éxito? —pregunta.
—Supongo que nos lo hará saber.
—Ya, pero ¿cómo? Quiero decir… sin él no podemos entrar en el castillo.
—Pues nos lo dirá desde fuera. —Uther levanta el brazo para pedirle que se detenga cuando ya se puede divisar, con cuidado entre los troncos, el sendero que sube a Tintagel—. Mira, ahí siguen los guardias.
El camino es estrecho y sin barandas, hecho de roca sin pulir ni tallar, roca bárbara e intratable para una fortaleza bárbara e intratable —el mar, no Tintagel, aunque eso solo lo piensa Ulfin—.
Uther sonríe casi sin querer mientras busca con obcecada devoción las ventanas del torreón, que sobresale en el centro. Se pregunta si Igraine estará dormida, leyendo, tejiendo, si estará peinándose los cabellos frente a un espejo engarzado de piedras traídas de Persia, anhelando un caballero que la rescate como en las grandes historias. Quizá, opina Ulfin, añorará a su marido.
—Es hermosísima… —murmura Uther.
—Es una buena fortaleza, desde luego —corrobora su amigo, a pesar de que sabe que no es eso a lo que se refiere—. ¿Es ese Merlín?
Ambos se inclinan hacia delante y los tres guardias apostados en las puertas caen dormidos, o muertos, al suelo. Tras ellos hay una figura escuálida, menuda, apenas humana. Ulfin no lo reconoce por la túnica purpúrea, ni por la larga barba que se enrosca en su cintura, sino por cómo la lluvia se aparta, con sutileza, con temor o respeto, para no tener que rozarlo.
Ulfin se coloca el yelmo, Uther no y Ulfin lo mira de reojo, llegando a sospechar, como en una traición, que quizá quiere que lo descubran. Las ventanas del torreón, después de todo, se ven desde aquí.
—¡Merlín! —lo saluda el rey cuando llegan a su altura, y ni siquiera observa los guardias que, Ulfin comprueba agachándose para levantarles las viseras, han muerto—. ¡Lo has conseguido, amigo!
—Están muertos —anuncia Ulfin.
Pero Uther abraza con fuerza a Merlín y sonríe tanto que parece que los labios le van a cortar el rostro.
—Mejor tres muertos aquí que trescientos en Domilioc —se excusa Merlín.
—¿Qué debemos hacer ahora, amigo? —insiste Uther—. ¿Has visto a Gorlois? ¿Puedes convertirme en él?
—Puedo darte su aspecto.
—¡Eso quería! ¡Oh, carísimo amigo! Pinta en mi rostro el suyo y hazme ser igual a Gorlois de Cornualles, esposo de la bella y dulce Igraine, y, por lo tanto, hombre más cercano a Dios que jamás haya podido encontrarse en toda Bretaña. Haz que no seamos distinguibles en ni un solo rasgo, que mis ojos sean como los suyos y mi boca y mi nariz y mi voz. Iguálame en peso y altura, en todo lo que se pueda percibir a la vista, salvo, quizá, el corazón.
Merlín obedece y cambia por completo la apariencia de Uther, a quien Ulfin no reconoce ya ni por la armadura, hecha a la manera de la de Gorlois. El cabello es ahora más corto y más fino, quizá más claro si la lluvia no lo apagase. Uther se retira uno de los guanteletes para poder tocarse el rostro.
—¿Ya? ¿Ya está? ¿Tan fácil?
—Tan fácil. Ven, Ulfin, ahora nosotros debemos convertirnos en estos guardias.
Ulfin no se mueve. Merlín avanza en su lugar. Pasa la mano por delante del rostro del caballero y este no siente la necesidad de acariciarlo para comprobar que ha tenido éxito. Prefiere pensar que no, a pesar de que ahora el yelmo que lleva parece haber aumentado un poco en el peso. El mago repite el proceso con su propio aspecto y la túnica se convierte en una armadura de placas, vibrante con la lluvia. La lluvia. Ulfin se pregunta si será la primera vez que Merlín la siente, aunque, si este cuerpo no es el suyo, no la estará sintiendo de verdad. Piensa en cómo eso puede aplicarse a Uther, que vuelve a abrazar al mago.
—Cuando regresemos a Camelot te daré todo el oro que pueda conseguir, los manzanos más abundantes de Cornualles, el vino más sabroso de las coronas mediterráneas. ¡Todo! ¡Todo lo que pidas se te dará!
—Pido una única cosa: aquello que aún no tienes, pero que, al término de esta noche, tendrás.
Uther acepta tomando su mano entre las suyas y apretándola con fuerza.
—Todo lo que pidas, amigo mío —repite—. ¡Deséame suerte! ¡Y tú también, silencioso Ulfin! Que esta noche dure muchos días.
Y, persignándose, empuja la puerta para entrar en el castillo.
Ulfin duda un segundo si debe seguirlo. Si debería acercarse a él y advertirlo acerca de lo que pretende hacer, del pecado que supone la traición, de Judas, del nacimiento demoníaco que otorgó sus poderes a Merlín, de Igraine, de Gorlois, de Tintagel. «Todavía puedes hacer lo correcto», piensa, «asediemos Tintagel, caigamos al mar como estos guardias que ahora Merlín arrojará para ocultarlos. Podemos volver a Camelot, beber juntos, cazar jabalíes, organizar un torneo, buscar a la dama más bella, no tiene por qué ser Igraine, no tiene por qué ser esta noche, no tiene por qué ser en Tintagel».
Pero tampoco se mueve en esta ocasión. La lluvia se vuelve ya intolerable.