Читать книгу Noche en Tintagel - Verónica Pazos - Страница 5
PRÓLOGO
ОглавлениеDesde que descubrió los colores, el merlín había sentido una fascinación enfermiza por el dorado. Fascinación que achaca, en las noches de extrema tristeza, a la insistente falta de luz en los reinos de la muerte —en las tardes de especial nostalgia se atreve a recordar que el dorado era el color de los cabellos de su reina—. Todavía no se ha acostumbrado del todo a las sinceras risas de la corte humana, a sus caballeros andantes y a las alegres damas que siempre habían de cuchichear cuando pasaban a su lado. El día en que había llegado a Camelot el rey Custennin de Logres se encontraba ocupado en una partida de caza, como le había informado amablemente el senescal.
—Si así lo desea —había añadido, inspeccionando con curiosidad su atuendo extranjero—, puede esperarlo en el patio.
El merlín asintió y, tan bien educado que muchos de los allí presentes creyeron que había de ser un noble occitano, se acercó al maestro de armas y observó con atención cómo este templaba el acero en la fragua mayor. El calor solo podía verse avivado por la charla animada del resto de herreros.
—No parecéis un caballero, si se me permite la osadía. —El maestro se dirigió a él mientras se secaba el sudor de la frente. Todos sus aprendices callaron al instante.
—¿Por qué habría de serlo?
—Solo los caballeros y las reinas se interesan tanto por las cuchillas.
—Lo dudo de veras.
—¿Sois acaso un hombre de armas?
El maestro dejó las tenazas apoyadas sobre el yunque para poder mirarlo sin temor a quemarse o estropear su trabajo. El merlín negó, calmadamente.
—Desde luego que no.
—Y en vuestro acento no he notado rastro extranjero, a pesar de que vuestro atuendo así lo advierte.
—Desde luego que no.
—Hay un gran número de contradicciones en vuestra persona.
—Yo no lo habría dicho mejor.
—Entonces… —Los aprendices habían vuelto a cuchichear, pero todos contuvieron el aliento cuando su maestro se acercó al oído del merlín, convencidos de que así podrían oír algo—, ¿cuál es la traición que preparáis?
El propio merlín contuvo su aliento. El herrero alzó una ceja mientras lo observaba, se apartó de nuevo y se echó a reír con unas carcajadas tan secas que evidenciaban que sus pulmones no llevaban muy bien los gases de la fragua.
—Calmaos, desconocido, o cualquiera podría pensar mal de vos.
—No he venido a hacer ningún mal.
—No habría de dudarlo, aunque tampoco conozco qué es lo que venís a hacer. No me corresponde a mí saberlo, a no ser que necesitéis un orinal de latón. Nos estamos quedando sin latón.
Uno de los aprendices, el más bajito y delgado, con una gran verruga en su nariz curva, rio entre dientes y sus compañeros más cercanos le dirigieron miradas divertidas y codazos como amigable advertencia.
—No, gracias, no creo que…
El sonido de los cascos de los caballos era inconfundible. El trote era rápido, animado, sin ruedas de carros que pudiesen anunciar mercaderes; solo alegres voces, el cabalgar ligero de una victoria, algún relincho entre risas. El rey había vuelto. El senescal con el que antes había hablado levantó brevemente la vista de los inventarios que cubría, mientras que el herrero señaló hacia la entrada con su martillo.
—Quizá a nuestro señor sí le importe lo que venís a hacer.
El merlín dio las gracias con una inclinación de cabeza.
El rey Custennin era alto y ancho de hombros, con una firme mandíbula y poblada barba que recordaba a los monarcas de las leyendas. Junto a él, cabalgaban tres jóvenes que supo identificar como los príncipes, cada uno de ellos con el blasón de la casa cosido en su sobrevesta: tres coronas de oro sobre un campo de gules, rojo oscuro.
El que iba en último lugar, tan joven que todavía sería un paje, observaba cabizbajo cómo sus hermanos discutían con alegría el éxito de la caza.
«Él», había pensado el merlín, «habrá de engendrar al rey de toda Bretaña».
Desde que su padre había matado al último gigante, Uther había removido cada piedra de las islas en busca de un dragón.
Podía permitirse aquel tipo de aventuras, el trono había pasado limpiamente a su hermano mayor, Constans, y él ya era lo bastante mayor como para ser armado caballero. Solo necesitaba una gesta que lo acompañase.
El merlín lo había visto pasar de niño tímido a joven arrogante con tal rapidez que enseguida sospechó que el buen y honorable Uther jamás lograría hacer nada bueno, ni honorable.
—¡Vamos, Gorlois! ¡Quizá hoy te deje a Tesón!
—Seguro que es porque lo has hecho rabiar y temes que te muerda.
Uther se había reído ante la acertada respuesta de su amigo sobre su azor preferido. Sus ojos buscaron al merlín entre el tumulto del patio. Gorlois lo siguió, reticente en cuanto vio a quién se dirigía. Nunca había estado a favor de la magia, aunque fuese tan educado de disimularlo.
—Merlín —había llamado su atención, inclinando la cabeza para poder ver qué estaba escribiendo en sus notas—, ¿podemos aplazar las lecciones de hoy?
—Si las aplazamos, nunca sabréis qué pone aquí —respondió agitando el pergamino.
—Me lo puedes decir mañana. ¡Mira qué tiempo hace! ¡Qué día más espléndido y soleado! Ya oigo a los pájaros cantar, ni una sola nube, un milagro primaveral, los conejos habrán salido de las madrigueras, quizá sigan todavía adormilados, quizá encontremos un jabalí. Sería un desperdicio quedarse en el castillo después de tantos días de lluvia. ¡Mírate! Tú mismo estás escribiendo aquí, disfrutando del aire libre, ¿no sería una crueldad privarnos a nosotros, más jóvenes todavía, de ello?
El merlín no pudo evitar una sonrisa ladina al observar el rostro confuso de Gorlois. A diferencia de Uther, su amigo veía al mago casi tan joven como ellos, tan joven como el día en que había llegado al castillo.
El merlín se tomó unos instantes para observar la brillante corte de Camelot antes de responder. El alboroto constante y animado se había convertido en una tranquilidad a la que podría acostumbrarse: cuando cerraba los ojos la cortina de pestañas transformaba el patio de armas en un mar calmado, el olor de la brisa marina y una pegajosa capa de sal adherida a su piel. Odiaba tener que marcharse siempre. Sabía que no había otra opción. Todos tenían un destino y había dedicado demasiados años a buscar el suyo, errando de un lugar a otro, hasta comprender que lo había estado cumpliendo todo aquel tiempo. Marcharse. Jamás podría volver a nadar en una soleada tarde primaveral, los pájaros cantando, ni una sola nube. Su destino era marcharse.
—No creo que hoy podáis salir a cazar —les había acabado por decir—, Vortigern reina ahora. Ha matado a Constans. Ve a por tu otro hermano, debemos prepararnos.
El merlín había hablado con el tono monótono de lo que es conocido e inevitable. Las flores crecen en primavera, la cosecha se recoge en otoño, no debes alejarte del río en el bosque, tu hermano ha muerto, ya no eres un príncipe, recoge tus cosas, probablemente tú también mueras pronto.
Uther jamás debería haber sido rey: el tercer hijo de un rey traicionado, la sola idea de que pudiese oler el trono resultaba ridícula. Pero allí estaba, sereno y victorioso, ordenando construir dos dragones de oro con los que honrar su recién adquirido sobrenombre: Cabeza de Dragón.
—Creo que al fin he encontrado mi blasón —había confiado al merlín mientras supervisaba el tallado—. Así ya no tendré que usar el de mi hermano.
La muerte de un hermano era algo a lo que nadie podía llegar a acostumbrarse, pero Uther no tenía muchas más opciones y, confirmando las oscuras sospechas del merlín, se había acostumbrado a ello con mayor celeridad de lo que sería normal, de lo que sería prudente.
—Solo quedan los sajones y por fin el reino tendrá paz.
—¿Y después de los sajones? —El merlín esperó a que los canteros dejasen la sala para preguntar—. Antes estaba Vortigern, después su hijo, después el asesino de tu hermano, ahora los sajones. ¿Qué vendrá después? Quizá vuestro destino sea no poder cesar en la lucha.
Uther lo había observado en silencio durante un preciado y breve instante. Su rostro, antes jovial, se había ensombrecido como el día de la primera profecía.
—¿De verdad crees que eso es lo que me espera? ¿Lo que Dios ha dispuesto para mí?
—Desearía que no. Es imposible saberlo.
—Creía que mi destino sería unir a toda Bretaña… Tú mismo lo dijiste, Merlín. Cuando vimos, rojo, al dragón sobre el cielo.
El merlín había guardado silencio. Cada noche que pasaba estaba más convencido de que su presagio era cierto y Uther no tenía un destino esplendoroso, rutilante como una corona bajo la última luna, sino que más bien el futuro se le antojaba apolillado y carcomido, un pedazo incompleto de mapa, un hueco que, desesperado, intentaría llenar con conquistas sin comprender que jamás podría reconstruirlo de nuevo, recuperar su fulgor pasado.
—Desearía que así fuese —contestó—. Es imposible saberlo.
Cuando descubrió, ya adulto y armado, al conde Gorlois, el merlín pensó que era todo lo que un rey debía ser, a pesar de saber que parte de ello era debido a que su cabello también era dorado. Uther, sin embargo, jamás podría brillar tanto por muy pulida que estuviese su coraza y el merlín sospechaba que eso era algo que el propio monarca así aceptaba, pues rara vez se atrevía a llevar la corona y en multitud de ocasiones lo había descubierto espiando los metales más pálidos, inclinado sobre la hoja de una espada con esmerada atención —como si nadie más pudiese ver lo que él veía, aunque todos viesen lo que él veía—.
Gorlois llevaba una armadura de placas, el yelmo sostenido bajo el brazo, su frente sudorosa por el calor.
—Estoy deseando tener un hijo —rio Uther acercándose a él—, solo para que tú lo puedas entrenar.
—Con gusto lo haría, pero para eso necesitamos encontrarte una buena esposa. No puedo entrenar a tus bastardos.
Uther hizo un gesto para quitarle importancia.
—Todavía no he conseguido encontrar a ninguna cuya belleza y posición sean dignas del trono de Bretaña.
—¿Y qué tal si te centras solo en la posición? La corte ha comenzado a impacientarse, no tienes hermanos y, si mueres ahora, no habría nadie para…
—Qué bien que no tenga planeado morir pronto, entonces.
Gorlois frunció el ceño.
—Pero…
—¿Es eso lo que hizo que tomaras a la bella Igraine? ¿Poder engendrar hijos para que tu linaje no terminase? ¿Tanto te aterra?
—¡No! —repuso, con firmeza—. Claro que me aterra, como a todo hombre sensato, pero sabes bien que no fue por eso, el amor que siento por Igraine es puro.
—Seguro que no tiene que ver que sea conocida por su belleza en todo el reino… Estoy deseando que me la presentes. Deberías traerla al banquete de celebración.
—¿Qué celebración? ¿Estamos ya en Pascua?
—No, amigo. —Uther le puso la mano en el hombro, su rostro cansado, recordando las palabras del merlín que tanto se había esforzado en apartar—. Hemos de partir a la guerra una última vez.
El merlín observó la sombra recortada del rey. Su destino. Lo que fue, lo que será.