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VII

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Igraine apoya una mano en la piedra de la pared, la retira, encalada, se limpia con el vestido que se acaba de poner, de tela más gruesa, tonos más oscuros, azul marino, rozando el negro. Aparta al fin la mirada del cielo.

—¿Sigue igual? —pregunta, ocultando su esperanza, Uther.

—Sigue igual —responde ella, sin ocultar su inquietud.

—Aún es pronto.

—¿Cómo puedes saberlo?

—No ha podido pasar tanto tiempo. Todavía no debemos preocuparnos, ya he convocado a los hombres.

Uther descansa sentado al borde de la cama, acaricia distraído las sábanas, recoge de la almohada un par de cabellos pelirrojos y los enrosca en su dedo anular antes de colocarse de nuevo los guanteletes. Igraine no lo ha visto, menos mal que no lo ha visto. ¿Cómo será, cuando descubra que era él? ¿Llegará a descubrirlo alguna vez? Gorlois debe morir, no solo por la guerra, nunca nadie muere solo por eso.

—Repítela —pide y no hace falta que especifique el qué.

Igraine enuncia de nuevo la profecía de Merlín. Apenas mueve los labios y las palabras parecen susurras por el murmullo aún cercano del mar:

—«La doncella y el dragón engendrarán en la torre al hijo de la luna».

Resplandece un silencio viejo y tenaz, se expande por todo el cuarto antes de que Uther lo apague con un manotazo al aire.

—Y crees que la doncella eres tú.

—¿Por qué si no habría de decírmelo?

—Y el dragón es Uther.

—Solo él puede serlo.

—La torre…

—Tintagel —completa ella—. ¿Y qué otra noche podría engendrarse al hijo de la luna sino esta?

Uther suspira y cierra los ojos al hacerlo.

—Está bien —dice mientras se incorpora—. Deberías habérmelo dicho antes.

—No sabía lo de la luna… —se excusa, y en el rabillo de su ojo brilla el silencio, ahora alto en el cielo, suspenso como una corona votiva.

Los colores cálidos han sido extirpados de este cuarto. El cabello de Igraine, lejos de las velas, ya no es tan naranja, su vestido ha dejado atrás el verde bosque, la luna lo ha impregnado todo, dentro y fuera, se ha filtrado hasta sus palabras y ahora las voces de ambos suenan lejanas y huecas como si ellos mismos fuesen la luna, ambos la misma luna. Uther jamás se había imaginado que sucedería de este modo.

—Ven… —pide apartándose para hacer sitio sobre la colcha—. Quiero estar un poco más contigo, antes de que el destino se te lleve.

No puede soportarlo, deja los guanteletes a un lado otra vez. Igraine accede y el colchón se hunde un poco con su peso. Uther aprovecha ese instante justo, cuando su cuerpo apenas ha rozado la tela, para ser la primera cosa en tocarla. Acaricia su mejilla. Igraine permanece con la vista fija en el suelo, las manos todavía tensas, apretadas alrededor del somier de madera.

—¿Qué crees que es exactamente el destino? —pregunta, al final.

—El destino es esta noche. —Uther no duda cuando responde, siente la verdad pegada a su lengua como el sabor de un asado bien especiado—. Que yo esté aquí, que tú estés conmigo, que la luna esté hermosa, que tú lo estés más, que las sábanas sean tan suaves, que tú lo seas más. El destino es como esta noche. Esta noche está destinada a terminarse.

Igraine afloja las manos, aunque todavía no se atreve a mirarlo. Entrelaza los dedos sobre su regazo.

—Esta noche está destinada a terminarse —le repite él—. No sé cuándo, pero terminará y llegará el amanecer y nada habrá pasado y todo estará aún por pasar.

—Antes me encantaba el crepúsculo… —Igraine ríe por primera vez desde que la conoce y es una risa breve y débil, pero ha sido una risa y Uther ha podido ver cómo sus ojos se encogían y se formaban arrugas nuevas sobre sus labios—. Ahora lo único que deseo es ver amanecer contigo. Cada día, a partir de hoy, solo veremos amanecer, prohibiré la noche, cuando venzas a Uther y seas el rey de toda Bretaña, y yo, tu reina… —dice, al fin mirándolo—. Entonces te pediré que prohíbas la noche, que ordenes a tus arqueros que apunten sus flechas hacia la luna y que no cesen sus disparos hasta que los primeros colores del arrebol rasguen el cielo como una tela barata.

Uther sonríe al oírla. Asiente varias veces.

—Eso haré. Te prometo que cuando sea rey, y tú, mi reina —puntualiza, muy sabio—, no volveré a dormir hasta que todo Camelot esté inundado de candiles y velas y antorchas y brillantes vidrieras que verterán su luz directamente sobre tu lecho.

—Y las gentes del continente vendrán a ver cuál es ese reino mágico en el que la noche es vasalla de su rey.

Ya casi puede besarla. Uther parpadea tanto que Igraine pierde de vista el color de sus ojos.

—No —niega riendo—. Las gentes del continente vendrán a ver cuál es ese reino mágico en el que la noche es vasalla de su reina.

Es él quien la besa ahora, pero Igraine no aparta los labios, y no es un beso ni tan breve ni tan casto. Uther comprende: «Ah, es por esto que la noche debe hacerse eterna».

—Ten un hijo conmigo —pide cuando se separan, sus pupilas como pozos sin luz—. Si tenemos un hijo juntos jamás podrá completarse la profecía. Uther no podrá engendrar contigo al hijo de la luna si ya llevas en tu vientre al hijo del mar.

Igraine baja la mirada y ve el mechón enroscado sobre el anular de su marido. Lo toma de las manos, aprieta con fuerza las palmas contra su dorso. Uther siente por primera vez todo el frío que habita en ella, toda la lluvia que ha traído consigo de Gales, todo el invierno que ha hecho de su cuerpo una madriguera.

—No lo detendría… —murmura, con gran pena—. Las profecías no pueden evitarse así…

—Podemos intentarlo. ¡Igraine…! ¡Amiga querida…!

—¡No insistas! —Se levanta de golpe, camina sin rumbo por el cuarto, descalza—. No quiero que nuestro hijo nazca así, en una noche como esta, como un remiendo para la profecía, ¿qué sería entonces de su destino? ¿No resultaría entonces maldito, yendo contra los designios divinos?

—La profecía la ha hecho un mago, un hijo del demonio —le recuerda, mordaz—, no un enviado del Señor. No hay nada de divino en ella.

—Pero sí en el destino, y la profecía a él se ata.

Recoge de la única cómoda que hay en la cámara una jarra de plata con adornos florales. Junto a ella, dos copas de bronce a juego.

—Hace noches que sueño con el mismo dragón —explica vertiendo un líquido rojizo en una de ellas—. Me mira mientras muerde una manzana y su interior resulta tan rojo como este vino, cae sobre mi vientre en pesadas gotas que se espesan, sin falta, en redondeadas cerezas. Cada vez que intento tomar una, se pudre antes de que la lleve a mi boca y el peso del dragón hace que no pueda incorporarme. Noto sus manos alrededor de mis muñecas y son manos, lo he dicho, no garras. Cálidas y firmes, se enroscan en mi piel hasta que no puedo diferenciarlas sin verlas, y su rostro se suaviza poco a poco, poco a poco, cada vez menos escamas, cada vez más cálido y firme; entonces me despierto y noto el corazón vibrante contra el pecho.

Uther traga saliva.

—¿Crees que es…?

—Uther —termina ella—. Estoy convencida de que es él. Ha de serlo.

Le tiende entonces la copa y se gira para servirse la otra, pero Uther observa con atención el contenido de la suya; sabe que no es vino. Lo huele: nunca había visto nada igual. ¿Será este el tónico de amor que Tristán e Isolda compartieron en un día fatal? Cuando sus destinos se unieron para siempre, lejos del tirano marido. Igraine se queda de pie frente a él, le ofrece su copa para brindar.

—Por la muerte del villano —propone.

Uther siente un peso inusitado en el estómago. Duda.

—¿Qué es esto que me ofreces? ¿Qué deliciosa bebida tendré el placer de compartir contigo?

—Oh, amado marido, ¡qué gracioso eres y en qué momentos tan poco oportunos! —Ríe de nuevo y bebe de su copa, luego, se inclina hasta tomar otro sorbo de la de Uther, sin dejar de mirarlo en ningún momento—. Ven.

Lo besa con los labios más rojos que de costumbre, más húmedos, también.

Uther se apara con una gran sonrisa, mira sin querer hacia la ventana para comprobar la luna. El reflejo que lo observa al otro lado del traslúcido vidrio no es otro que el de Uther Cabeza de Dragón.

Noche en Tintagel

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