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Capítulo 4 Charlotte

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—¡Maldita sea!

Había logrado contener las lágrimas hasta dar con unos baños en el vestíbulo de la torre Millenium. Hasta que me metí en uno de los cubículos, lo tenía todo bajo control. Sin embargo, al ver que no había papel higiénico, abrí el bolso y rebusqué un paquete de pañuelos de papel mientras seguía acuclillada sin sentarme en la taza. Me temblaban tanto las manos después del numerito en el ático que se me cayó el bolso al suelo y todo el contenido salió disparado. El teléfono golpeó el elegante mármol y la pantalla se hizo añicos. En ese momento, rompí a llorar.

Como ya no me importaban un comino los gérmenes, me senté en el retrete y lloré a lágrima viva. No era solo por lo que había sucedido en el ático. Lloraba por mi vida, quería desahogarme por todo lo que llevaba encima. Si mis emociones eran una montaña rusa, me encontraba en la parte exacta en que levantas los brazos y te dejas caer hacia abajo a cientos de kilómetros por hora. Por suerte, el baño estaba vacío, porque cuando estoy triste de verdad, tengo la mala costumbre de hablar conmigo misma.

—¿En qué demonios pensaba? ¿Surfeo para perros? Dios, soy una idiota. Al menos, podría haberme avergonzado delante de un hombre que no intimidara tanto, ¿no? Uno que no fuera alto, de pelo oscuro y un Adonis de pies a cabeza, con actitud de superioridad. Y hablando de hombres, ¿por qué narices los guapos siempre son los que se portan peor?

No esperaba ninguna respuesta, pero llegó una.

Una mujer me respondió desde el otro lado del cubículo.

—Cuando Dios hizo el molde para los hombres guapos, preguntó a una de sus ángeles qué debía añadir para que fueran más atractivos. El ángel no quería faltarle al respeto empleando una palabra malsonante, así que se limitó a decir: «Dales un buen palo». Por desgracia, Dios puso la pieza en la parte de atrás, así que ahora todos los hombres guapos nacen con un palo metido en salva sea la parte.

Solté una carcajada sin poder evitarlo junto a un resoplido lloroso.

—No hay papel higiénico en el retrete. ¿Podría pasarme un poco?

Una mano y un poco de papel aparecieron por debajo de la puerta del cubículo.

—Aquí tienes.

—Gracias.

Después de utilizar la mitad del papel para sonarme la nariz y secarme la cara y la otra mitad para limpiarme, inspiré profundamente y empecé a recoger el contenido de mi bolso del suelo.

—¿Sigue ahí? —pregunté.

—Sí, quería asegurarme de que estás bien. Te he oído llorar.

—Gracias, estoy bien.

La mujer estaba sentada en un banco delante de un espejo cuando por fin emergí de mi escondite. Debía de tener unos setenta años, llevaba un traje de lo más elegante y estaba acicalada a la perfección.

—¿Estás bien, querida? —me preguntó.

—Sí, estoy bien, gracias.

—No lo parece. ¿Por qué no me cuentas qué te ha ocurrido?

—No quiero molestarla con mis problemas.

—A veces resulta más fácil hablar con una desconocida.

«Supongo que es mejor que hablar sola».

—La verdad es que no sabría por dónde empezar.

La mujer hizo un gesto para que me sentara a su lado en el banco.

—Empieza por el principio, querida.

Solté un bufido.

—Estaremos aquí hasta la semana que viene.

Sonrió con calidez y dijo:

—Tengo todo el tiempo del mundo.

—¿Seguro? Parece estar a punto de asistir a una reunión importante o a una fiesta en su honor.

—Es una de las pocas ventajas de ser la jefa, que puedes escoger tu propio horario. Venga, ¿por qué no me cuentas lo del surf para perros? ¿Eso existe? Porque tengo un perro de aguas portugués que podría estar interesado.

* * *

—… y he salido corriendo. O sea, no culpo a ese hombre por enfadarse, es cierto que le he hecho perder el tiempo. Pero me ha hecho sentir como una idiota simplemente por tener sueños.

Llevaba más de una hora hablando con Iris, mi nueva amiga. Tal y como me había pedido, empecé por el principio. Le hablé de mi compromiso, de mi ruptura con Todd, de mi trabajo, de la nueva prometida de Todd, de la solicitud para visitar el ático que había enviado borracha perdida y de la escena consiguiente que me había llevado a llorar como una magdalena en el lavabo del edificio. Por alguna razón que no entendí, hasta le conté que era adoptada y que, algún día, quería buscar a mi madre biológica. No creo que eso tuviera nada que ver con todo lo que me había hecho sentir mal ese día, pero, aun así, compartí ese detalle, junto con mi triste y larga historia.

Cuando por fin terminé, se reclinó y comentó:

—Me recuerdas a alguien que conocí hace mucho tiempo, Charlotte.

—¿De verdad? ¿Así que no soy la única chica sin oficio ni beneficio que sufre una crisis nerviosa en este baño mientras usted trata de lavarse las manos?

Sonrió.

—Ahora te contaré yo una historia, si tienes tiempo.

—Lo único que tengo es tiempo.

Iris empezó a hablar.

—En 1950, una joven de diecisiete años se graduó en el instituto. Su sueño era ir a la universidad para estudiar Empresariales. Por aquel entonces, no era muy habitual que las mujeres estudiaran una carrera universitaria, y muy pocas se decidían por Ciencias Empresariales, una disciplina que se consideraba masculina. Una noche, poco después de graduarse, la joven conoció a un carpintero muy guapo. Él la cortejó y, en poco tiempo, la chica formaba parte de su mundo. Aceptó un trabajo como secretaria y atendía los pedidos de las familias para las que trabajaba el carpintero, y, por las tardes, ayudaba a su suegra a cuidar de la casa. Olvidó sus sueños de estudiar y los dejó de lado. El día de Navidad de 1951, el hombre le propuso matrimonio y la mujer aceptó. Pensaba que, al año siguiente, viviría el sueño americano y se convertiría en ama de casa. Pero tres días después de Navidad, reclutaron al hombre para alistarse en el Ejército, junto con algunos de sus amigos. Muchos de ellos se casaron con sus prometidas antes de partir; sin embargo, el carpintero no quiso hacer eso. Así que ella le prometió que esperaría a su regreso y que se dedicaría a trabajar todo el tiempo que él estuviera fuera en el negocio de carpintería de la familia. Cuando el soldado volvió a casa, cuatro años después, ella ya estaba lista para disfrutar de su cuento de hadas. Sin embargo, el primer día que la vio, él le contó que se había enamorado de una secretaria en la base a la que lo habían destinado y rompió su compromiso. Incluso tuvo la desfachatez de pedirle que le devolviera el anillo de pedida para dárselo a su nueva novia.

—Vaya —comenté—. ¿He mencionado que la nueva prometida de Todd lleva mi anillo de compromiso? Ojalá nunca se lo hubiera tirado a la cara.

Iris siguió hablando:

—Ojalá no lo hubieras hecho. Esta chica de la que te hablo se negó a devolver el anillo al carpintero y le dijo que se lo quedaba como compensación por los cuatro años de vida que había perdido. Después de un par de días lamiéndose las heridas, desempolvó su dignidad y, con la frente muy alta, vendió el anillo. Utilizó el dinero para pagarse sus primeras clases en la universidad.

—Guau, bien por ella.

—Bueno, la historia no acaba ahí. La mujer terminó la carrera, pero le costaba terriblemente encontrar un trabajo. Nadie quería contratarla para llevar una empresa, porque solo tenía experiencia laboral como secretaria para el negocio de carpintería de la familia de su exprometido. Así que se dedicó a inflar un poco su currículum profesional. En lugar de decir que había sido secretaria, escribió que había sido gerente; y en vez de decir que se encargaba de mecanografiar los presupuestos y contestar el teléfono, dijo que era la encargada de calcular los precios y negociar los contratos. Gracias a su nuevo currículum, consiguió una entrevista de trabajo en una de las empresas de gestión inmobiliaria más grandes de Nueva York.

—¿Y le dieron el trabajo?

—No. Al parecer, el director de recursos humanos de la empresa conocía a su exprometido y sabía que había mentido acerca de sus responsabilidades en la carpintería, por lo que se se burló de ella en la entrevista.

—Vaya, igual que me ha pasado a mí hoy con ese tipo arrogante.

—Exacto.

—¿Y qué sucedió después?

—A veces, la vida te guarda sorpresas. Un año más tarde, después de conseguir un puesto de trabajo y ascender en una empresa de gestión inmobiliaria rival de la otra, más pequeña, recibió el currículum del señor Locklear, el hombre que se había burlado de ella durante su primera entrevista. Lo habían degradado y buscaba otro trabajo. Así que la mujer lo llamó, con la intención de devolverle la pelota después de aquella entrevista nefasta. Pero al final se portó bien con él y lo contrató, porque estaba cualificado y, al fin y al cabo, ella había mentido en su currículum.

—Caray. ¿Y no se arrepintió de contratar al señor Locklear?

Iris sonrió.

—No, en absoluto. Después de que la mujer le diera algún rapapolvo y retirara el palo que llevaba puesto en salva sea la parte, trabajaron la mar de bien juntos. De hecho, fundaron su propia empresa de gestión inmobiliaria, y esta se convirtió en una de las más grandes del estado. Antes de morir, los dos celebraron los cuarenta años de relación laboral, treinta y ocho de los cuales estuvieron casados.

Por su sonrisa, comprendí a quién se refería.

—Supongo que usted se llama Iris Locklear.

—Así es. Y lo mejor que me ha pasado en esta vida fue que un soldado rompiera su promesa. No estaba destinada a ser ama de casa y había olvidado mis sueños. ¿Tu sueño era ser una encargada de compras en unos grandes almacenes, Charlotte?

Negué con la cabeza.

—Estudié Bellas Artes en la universidad. Soy escultora.

—¿Cuándo fue la última vez que trabajaste en una escultura?

Dejé caer los hombros.

—Hace unos años.

—Pues tienes que volver a dedicarte a eso.

—No se gana mucho dinero.

—Tal vez tengas razón, pero debes buscar una manera de disfrutar de la vida que tienes mientras trabajas para lograr la vida que quieres. Así que te aconsejo que busques un empleo que te permita pagar las facturas y que te dediques a esculpir por las noches. O durante los fines de semana. —Sonrió—. Eso evitará que navegues por internet y que rellenes solicitudes falsas para visitar áticos de lujo.

—Tiene razón.

—Todo sucede por un motivo, Charlotte. Tómate esto como una pausa para revaluar tu vida y lo que quieres hacer. Es lo que yo hice. Solo encontrarás la felicidad verdadera dentro de ti, no en los demás; no importa cuánto los quieras. Hazte feliz a ti misma y el resto ya vendrá. Te lo prometo.

Y así era, tenía toda la razón. Estaba tan ocupada regodeándome en mi miseria y lloriqueando que había olvidado las cosas que de verdad me gustaban y me hacían feliz. Las cosas que me definían. La escultura, los viajes… Sentí el impulso inaplazable de ir a casa y preparar una lista de todo lo que quería hacer.

—Muchísimas gracias, Iris —dije, y la abracé con fuerza. No me importaba que solo una hora antes aquella mujer hubiera sido una total desconocida.

—De nada, querida.

Me lavé las manos y me miré en el espejo, haciendo lo que pude por arreglarme el maquillaje. Cuando hube terminado, Iris se puso en pie.

—Me gustas, Charlotte.

Me reí.

—Pues claro, le recuerdo a usted.

Me tendió su tarjeta.

—Busco una asistente. Si quieres el puesto, es tuyo.

—¿De verdad?

—De verdad. El lunes a las nueve de la mañana. La dirección está en mi tarjeta.

Boquiabierta, contesté:

—No sé qué decir.

—No digas nada. Pero tráeme una pieza de cerámica que hagas este fin de semana.

Un hombre para un destino

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