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Capítulo 1 Charlotte

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Hace un año, no me habrían pillado ni muerta en un sitio así. A ver, aclaremos una cosa: no soy una esnob. De pequeña, mi madre y yo pasábamos horas en busca de conjuntos en tiendas de segunda mano. Y eso era cuando se conocían como tiendas solidarias y se encontraban, en su mayoría, en barrios de gente trabajadora. Hoy en día, la ropa de segunda mano recibe el nombre de vintage y se vende en el Upper East Side por una pequeña fortuna.

Vamos, que lo de «ligeramente usado» no era ninguna novedad para mí, ni siquiera antes de la gentrificación de Brooklyn.

No, que fuera de segunda mano no me importaba. El problema de los vestidos de novia usados son las historias que me imaginaba que tenían.

«¿Qué hacen aquí?».

Saqué un Vera Wang con escote corazón, corpiño cruzado y falda de tul en cascada del perchero. «Expectativas propias de cuentos de hadas. Divorciados al cabo de seis meses». Un delicado vestido con encaje de corte sirena diseñado por Monique Lhuillier. «El novio murió en un terrible accidente de coche». La novia que nunca llegó al altar debió de donarlo, destrozada, a la iglesia para su mercadillo anual de segunda mano. Y una compradora astuta lo encontró, lo compró por una ganga y recuperó su inversión con creces al revenderlo.

Todos los vestidos de segunda mano tienen una historia y la mía se incluía en la categoría «Resultó que era una rata que me engañaba». Suspiré y volví al mostrador, donde dos mujeres discutían en ruso.

—Es de la colección del año que viene, ¿sí? —preguntó la mujer más alta, que tenía unas cejas pintadas desiguales y extrañas.

Traté de no mirarlas, pero fui incapaz.

—Sí, es de la colección de primavera de Marchesa.

Habían estado hojeando los catálogos, aunque veinte minutos antes, al entrar, les había dicho que el vestido era de una colección que todavía no estaba a la venta. Supongo que querían hacerse una idea de los precios originales del diseñador.

—No creo que lo encuentren ahí. Mi suegra… —me corregí al momento—… Mi exsuegra está emparentada con uno de los diseñadores, o algo así.

Las mujeres me observaron un instante y retomaron su discusión.

«Vale».

—Supongo que necesitan más tiempo —murmuré.

Hacia el fondo de la tienda, encontré una sección llamada «echo a medida». Sonreí. A la madre de Todd le habría dado un infarto si la hubiera llevado a una tienda con carteles llenos de faltas de ortografía. Ya se había quedado atónita cuando fuimos a ver vestidos de novia a una tienda en la que no le sirvieron una copa de champán mientras yo me probaba los vestidos. Dios, el estilo de vida de la jet set me había nublado el juicio y había estado a punto de convertirme en una de esas zorras estiradas.

Deslicé las yemas de los dedos por los vestidos a medida con un suspiro. Probablemente, las historias de esas prendas serían más interesantes. Novias eclécticas, con un espíritu demasiado libre para sus novios o futuros maridos aburridos. Mujeres fuertes que se enfrentaban a todo, que participaban en manifestaciones políticas, que sabían lo que querían.

Me detuve frente a un vestido blanco de corte en A, bordado con rosas de color rojo sangre. El corpiño también tenía detalles bordados en rojo. «Dejó a su novio banquero por su vecino, un artista francés, y se puso este vestido para casarse con Pierre».

Estas mujeres no necesitaban vestidos de diseño, porque sabían exactamente lo que querían y no les asustaba pedirlo. Seguían el dictado de su corazón. Sí, me daban envidia. Antes, yo era una de ellas.

En el fondo, era una chica echa a medida, así, con la falta ortográfica. ¿Cuándo había perdido mi independencia y me había vuelto una conformista? No había tenido los redaños de admitir lo que sentía ante la madre de Todd y, por ello, había terminado con aquel vestido de novia elegante y aburrido entre las manos.

Al llegar al último vestido de la sección, tuve que tomarme un momento.

«¡Plumas!».

Nunca había visto unas tan hermosas. El vestido no era blanco, sino de un rosa pálido. Era el vestido perfecto. Justo el que habría escogido si hubiera elegido uno echo a medida. No era un vestido cualquiera, era el vestido. Sin tirantes, con una ligera curva en el escote, del que brotaban plumas más pequeñas y discretas. Un bordado en encaje precioso cubría el corpiño y la falda era divina, ceñida en la zona de los muslos y con vuelo a partir de las rodillas, hasta el dobladillo. Y la parte inferior era un crescendo de plumas. Este vestido cantaba. Era mágico.

Una de las mujeres del mostrador se fijó en que lo observaba.

—¿Puedo probármelo?

Asintió y me acompañó al vestidor de la parte de atrás.

Me desnudé y me puse el vestido con mucho cuidado. Por desgracia, el vestido de mis sueños era demasiado pequeño para mí. Aquel era el resultado de utilizar la comida como una vía de escape emocional.

Me limité a no subir la cremallera y a admirar mi reflejo en el espejo. Así. Así no tenía el aspecto de una mujer de veintisiete años que acababa de romper con su prometido porque este le ponía los cuernos. No parecía alguien que se veía obligada a vender su vestido de novia para dejar de comer ramen dos veces al día.

Aquel vestido me hacía sentir como si no tuviera ninguna preocupación en el mundo. No quería quitármelo, pero empezaba a sudar, y no podía estropearlo.

Antes de desvestirme, contemplé por última vez la imagen del espejo y me presenté a la persona imaginaria que admiraba a mi nuevo yo.

Permanecí de pie con los brazos en jarra, llena de confianza, y me dije: «Hola, soy Charlotte Darling». Rompí a reír porque sonaba como una presentadora de televisión.

Después de quitarme el vestido, reparé en algo de color azul en el interior. Era un trozo de papel, prendido al forro.

«Algo prestado, algo azul, algo viejo y algo nuevo». Ese era el dicho, ¿no? ¿O era al revés?

Se me ocurrió que quizá aquello fuera ese «algo azul».

Me acerqué el vestido para leer la nota. En el papel estaba grabado «De la oficina de Reed Eastwood». Acaricié las letras mientras la leía.

Para Allison:

«Ella dijo: “Perdóname por ser una soñadora”, y él le tomó la mano y respondió: “Perdóname por no estar aquí antes para soñar contigo”». (J. Iron Word)

Gracias por hacer todos mis sueños realidad.

Te quiere,

Reed

El corazón me latía con fuerza. Aquello era probablemente lo más romántico que había leído jamás. Ni siquiera podía imaginar cómo había terminado aquel vestido allí. ¿Cómo era posible que una mujer en su sano juicio renunciara a un sentimiento tan poderoso? Si antes ya me parecía que el vestido era perfecto, ahora simplemente lo era todo para mí.

Reed Eastwood la había amado. «Ay, no». Esperaba que Allison no hubiera muerto. Porque un hombre capaz de escribir algo así no deja de querer a la mujer a la que le ha declarado su amor.

La dependienta me llamó desde el otro lado de la cortina.

—¿Todo bien?

Corrí la cortina y la miré.

—Sí, sí. Es que me he enamorado de este vestido, la verdad. ¿Sabe ya cuánto podría pagarme por el Marchesa?

Negó con la cabeza.

—No damos dinero. Solo vales para otros vestidos.

«Mierda».

El dinero me hacía falta de verdad.

Señalé el vestido de plumas.

—¿Cuánto costaría este?

—Podríamos intercambiarlo por el Marchesa.

Resultaba tentador. Aquel vestido era como un tótem para mí, sentía que las palabras de la nota las podría haber escrito mi prometido perfecto. No quería imaginarme la historia del vestido. Quería vivirla, crear mi propia historia con él. Quizá no en aquel momento, pero algún día, en el futuro. Quería un hombre que me valorase, que quisiera compartir mis sueños y que me amase incondicionalmente. Quería un hombre que me escribiese una nota como aquella.

Ese vestido tenía que estar en mi armario para recordarme cada día que el amor verdadero existía.

Así que las palabras salieron de mi boca antes de que pudiera cambiar de opinión.

—Me lo quedo.

Un hombre para un destino

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