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Capítulo 7 Charlotte

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El ambiente cambió por completo en cuanto Reed entró en mi despacho. Era el tipo de atmósfera que me recordaba a cuando estaba en la escuela y la profesora de repente apagaba las luces para calmarnos a todos. La diversión había llegado a su fin.

De pronto, noté que me sudaban las palmas de las manos.

Di un sorbo al macchiato de caramelo con hielo que Max me había traído del Starbucks frente a la oficina y traté de mantener la compostura, aunque sin mucho éxito. No había nada en Reed que no me intimidara: su estatura, su pajarita, sus tirantes y su profunda voz. Pero lo que me resultaba más intimidante era el hecho de que sospechaba que me odiaba. Sí, así era.

Su hermano, Max, en cambio, era todo lo contrario: encantador y cercano. Si esto fuera un instituto y no una enorme empresa, Max sería el payaso de la clase y Reed, el profesor gruñón.

Max había contribuido por un momento a que olvidara la reprimenda de Reed, pero la tregua había acabado.

Reed lanzó una mirada de reprobación a Max y dijo:

—¿Qué haces aquí?

—¿Qué crees que hago? Dar la bienvenida a nuestra nueva empleada, que es más de lo que has hecho tú.

Reed lo miró como si quisiera clavarle un puñal. Parecía todavía más molesto porque hubiera compartido con Max el incidente de antes, pero no había podido evitarlo. Max me había preguntado qué me pasaba y yo había decidido contarle la verdad. Lo que me pasaba era Reed Eastwood.

En cambio, el Eastwood más joven me había dicho que no me tomara como algo personal lo que su hermano mayor hiciera o dijese, porque, a veces, Reed también lo trataba con severidad. Me aseguró que Reed no era ni la mitad de duro de lo que parecía, pero que, por lo visto, había tenido un año horrible. Me resultaba difícil creer que fuese la misma persona que había escrito aquella dulce nota azul. Y eso me hizo pensar en Allison. ¿Lo habría dejado por su actitud? Desde luego, era una posibilidad que cada vez me parecía más plausible. Me sentí ligeramente culpable por estar al tanto de su fallido compromiso y que él no tuviera la menor idea de que había ido en su busca.

Reed hizo un gesto en dirección a su hermano.

—¿No tienes nada que hacer, Max? No sé, ir a que te abrillanten los zapatos o algo.

Max se cruzó de brazos.

—No. De hecho, tengo el día libre.

—Menuda sorpresa.

—Vamos… Ya sabes que soy el presidente del comité de bienvenida. —Max dio un sorbo a su café y se acomodó todavía más en el sofá de cuero negro.

—Resulta muy curioso lo selectivo que es ese comité. No has ido a dar la bienvenida al nuevo contable que ha empezado a trabajar hoy.

—Era mi siguiente visita en la ronda.

—Ya. —Reed lanzó una mirada de escepticismo a su hermano.

Los dos eran similares, pero con diferencias. Aunque guardaban cierto parecido y ambos eran muy guapos, Max tenía el pelo más largo y parecía más salvaje y libre, con una sonrisa que daba a entender que todo le importaba un ardite. Reed era más formal y siempre parecía enfadado. No solía sentirme atraída por ese tipo de hombre, pero había algo inalcanzable en él que me llamaba la atención. Con su constante coqueteo, Max me había dejado claro que, si quería, seguramente tenía el camino libre con él, pero, de algún modo, eso le hizo perder interés. Por contra, ni siquiera estaba segura de si Reed me odiaba o no, pero su misteriosa personalidad me cautivaba.

—Bueno, pues lo siento, pero necesito hablar con Charlotte —contestó Reed—. Sobre un asunto de trabajo de verdad, a diferencia de tu visita de ahora. Así que déjanos a solas, por favor.

* * *

Me incorporé en la silla mientras Reed cerraba la puerta tras su hermano. A diferencia de Max, no se sentó en el sofá. No, este hermano prefirió quedarse de pie con los brazos cruzados mientras me miraba con desprecio. Y no pensaba soportarlo ni un segundo más. Me levanté, me quité los zapatos de tacón y me subí a la silla.

—¿Se puede saber qué hace? —preguntó con los ojos entrecerrados.

Imitando su postura, me crucé de brazos y lo miré con desdén.

—Lo miro igual que usted a mí.

—Bájese de ahí.

—No.

—Señorita Darling, bájese de esa silla antes de que se caiga y se haga daño. Estoy seguro de que sus largos años como profesora de surf de perros le hacen creer que es capaz de aguantar incólume en una silla con ruedas, pero le aseguro que, si se cae y se rompe la crisma contra el borde de la mesa, se hará daño.

Dios, era un capullo presuntuoso.

—Si quiere que me baje, tendrá que sentarse para hablar conmigo.

—De acuerdo. Baje, por favor —respondió entre suspiros.

Decidí fingir que me caía antes de bajarme, y Reed dio un salto y se plantó a mi lado para sujetarme.

«Vaya, vaya. El señor Maligno tiene un lado caballeresco». No pude evitar sonreír.

—Lo ha hecho a propósito —comentó, enfadado.

Salté y señalé las dos sillas que había frente a mi mesa.

—¿Por qué no nos sentamos, señor Eastwood?

Murmuró algo ininteligible, pero tomó asiento.

Coloqué las manos sobre la mesa y le obsequié con una amplia sonrisa.

—Dígame, ¿de qué quiere que hablemos?

—De nuestro viaje de mañana.

Iris había mencionado que tenía que ir a enseñar una casa en el este de la ciudad mañana, pero, como no tenía ni idea de que su nieto era quien era, no había caído. «Perfecto, un día entero con un tío que me odia». Y yo que pensaba que había empezado mi nuevo trabajo con buen pie… En lugar de eso, tendría encima a un hombre que se moría de ganas de perderme de vista, como un halcón, observándome hasta que cometiera el más mínimo error.

—¿Qué información quiere darme del viaje? —pregunté, con un bolígrafo y una libreta para tomar notas.

—Para empezar, saldremos a las cinco y media en punto.

—¿De la mañana?

—Sí, Charlotte. Por lo general, a la gente le gusta visitar las propiedades grandes, con muchas hectáreas, cuando todavía hace sol.

—No hace falta que sea tan condescendiente. Tan solo soy nueva, ¿sabe?

—Sí, soy plenamente consciente de ello.

Puse los ojos en blanco y escribí «cinco y media» en mi cuaderno de notas, y añadí en mayúsculas y subrayé dos veces «en punto».

—A las cinco y media —repetí—. De acuerdo. ¿Quiere que quedemos en la estación de tren?

—Iremos en coche.

—De acuerdo.

—Tengo una llamada telefónica a las siete de la mañana con un cliente de Londres. Cuando Lorena y yo pasamos el día fuera atendiendo visitas, suelo conducir yo durante la primera hora. Cuando llegamos al final de la autopista, desayunamos y ella me releva, para que yo me ocupe de las llamadas y me ponga al día con los correos electrónicos antes de llegar a la propiedad.

—Eh… Yo no conduzco.

—¿Qué quiere decir?

—Que no tengo carnet de conducir, así que no podremos hacer turnos.

—No, si ya lo he entendido. Solo me preguntaba cómo es posible que una mujer de veintitantos años no tenga carnet de conducir.

Me encogí de hombros.

—No me ha hecho falta hasta ahora. Mucha gente que vive en la ciudad no conduce.

—¿Nunca ha intentado sacárselo?

—Está en mi lista de pendientes.

Reed exhaló otro suspiro audible y negó con la cabeza.

—De acuerdo. Conduciré yo. Envíeme por correo electrónico su dirección y la recogeré allí. Esté lista a en punto.

—No.

—¿Cómo que no?

Supuse que era un hombre que no estaba acostumbrado a oír la palabra «no» muy a menudo.

—Quedemos en la oficina, mejor.

—Es más fácil que pase a recogerla por su casa, a esa hora.

—No pasa nada. No me siento cómoda pensando que sabe dónde vivo.

Reed se frotó la cara con las manos.

—Es consciente de que puedo acceder a su dirección en la base de datos de recursos humanos en cualquier momento, ¿verdad?

—No es lo mismo. Hay una gran diferencia entre saber dónde vivo y enseñarle dónde vivo.

—¿Qué diferencia?

—Bueno… —Me recliné en la silla y señalé la ropa que llevaba puesta—. Ahora mismo, sabe que estoy desnuda debajo de toda esta ropa, pero eso no significa que tenga que enseñarle los pechos.

Sus labios se curvaron en una sonrisa traviesa mientras deslizaba los ojos por el sutil escote de mi camisa.

—No creo que se parezca en absoluto, pero como quiera.

Reed tenía la habilidad de ponerme nerviosa con una mirada. Me erguí y agarré el bolígrafo y el cuaderno de nuevo.

—¿Alguna cosa más?

—Vamos a enseñar la casa de Bridgehampton a dos familias. Es una residencia valorada en siete millones de dólares y nuestros clientes esperan discreción. Tendrá que quedarse en la puerta de la casa para evitar que nadie más entre durante la visita. Si la segunda familia llegase demasiado pronto, su cometido es llevarlos a la salita que hay en la parte delantera de la casa, justo al lado del vestíbulo principal, y procurar que se queden allí.

—De acuerdo, no hay problema.

—Asegúrese de que las mesas del catering se coloquen en esa habitación, para que pueda ofrecer un refrigerio a los clientes mientras esperan. Por supuesto, nada más llegar, debe ofrecerles algo de beber a las dos familias, pero también es una manera discreta de lograr que los clientes que llegan antes se desplacen a otro espacio, mientras yo termino con la visita en curso.

—¿Catering?

—Sí, de Citarella. Tiene todos sus datos en el directorio de proveedores. Descargue la información de contacto en su móvil, por si surgiera algún problema.

Ladeo la cabeza y pregunto:

—Y ¿por qué contratamos un catering para las visitas de Bridgehampton? El ático que fui a ver era más caro que esta mansión.

Reed sonrió con una actitud burlona.

—Porque le dije a Lorena que no le ofreciera nada, dado que ya sabía que no iba a comprar nada de nada.

—Vaya.

—Sí, vaya. Y por favor, vístase adecuadamente. Nada ceñido que pueda distraer.

Eso me ofendió. Yo siempre iba vestida de manera apropiada al trabajo.

—¿Distraer? ¿Qué quiere decir? ¿Y distraer a quién, a ver?

Reed se aclaró la garganta.

—No importa. Vístase con algo como lo que lleva puesto ahora. Es una jornada de trabajo, no una excursión a los Hamptons. Y no repita «a ver».

—¿Cómo?

—No denota una buena gramática.

Puse los ojos en blanco.

—Dios, debió de ir a un internado de esos que son solo para chicos, ¿verdad?

Reed ignoró mi comentario.

—Hay un folleto sobre la propiedad en su carpeta. Debería familiarizarse con los detalles de la residencia, por si le preguntan algo concreto y yo no estoy disponible.

—Vale, ¿algo más? —pregunté, y anoté lo que dijo.

Se metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó su móvil.

—Necesito su número de móvil, por si hubiese algún cambio de planes.

Empecé a teclear.

Nombre propio: Charlotte.

Apellido: Darling.

Empresa:… Esbocé una sonrisa interior mientras sopesaba la idea de escribir «Tus Huevos», pero luego rectifiqué. Al menos, creía haber sonreído para mis adentros.

—¿Qué hace? —preguntó Reed, y estiró el cuello para mirar la pantalla.

—Nada.

—Entonces, ¿por qué me ha parecido ver que esbozaba una sonrisa maligna?

Le tendí el móvil.

—Mi abuela siempre decía que una dama debe sonreír como un ángel y guardarse sus pensamientos malignos para sí.

Se levantó, entre gruñidos.

—No me extraña que Iris y usted se entiendan a la perfección.

Sin decir que la conversación había terminado, Reed se encaminó a la puerta.

—Por cierto, iba mirando el móvil cuando nos hemos chocado esta mañana. Mi abuela me ha dicho que llevaba un jarrón en las manos y que se le ha roto. Tráigame el recibo y le reembolsaré el importe.

Negué con la cabeza.

—No hace falta. Solo me gasté unos dólares. Lo hice yo.

Enarcó las cejas.

—¿Usted?

—Sí, soy escultora. Y hago cerámica. Bueno, lo era y lo hacía. Cuando Iris y yo nos encontramos en el baño, se lo conté y le dije que era algo que echaba de menos. Me animó a retomarlo, a recuperar la costumbre de hacer cosas que me hacen feliz. Así que pasé el fin de semana en el torno de cerámica, haciéndole ese jarrón. Era para ella. Llevaba varios años sin hacerlo y la verdad es que Iris tenía razón. Tengo que concentrarme en las cosas que me hacen feliz en lugar de lamentarme por un pasado que no puedo cambiar. Y trabajar en ese jarrón fue un primer paso en la dirección correcta.

Reed me miró con una expresión indescifrable y, luego, se giró y se marchó sin decir palabra. «Será idiota…». Un idiota guapo y arrogante que resultaba igual de atractivo de espaldas que cuando me miraba.

* * *

Más tarde, me fijé en una nota azul que había sobre mi escritorio. No supe qué hacer y, antes de cogerla, medité durante unos segundos. Era del mismo tono azul que la nota que había encontrado en el vestido de novia.

Me estremecí. Casi había olvidado aquella preciosa nota y las emociones que había experimentado al descubrirla. No podía imaginar que el hombre desagradable y distante que había conocido fuera el mismo que había escrito aquellas románticas palabras. El Reed que conocía era un hombre frío y pragmático y aquello hacía que sintiera todavía más curiosidad acerca de lo sucedido.

Suspiré.

«Una nota azul de Reed».

«Para mí».

«Es surrealista».

En la parte superior, había un membrete en relieve que leía «De la oficina de Reed Eastwood». Suspiré profundamente y leí el resto:

Charlotte:

Si tiene alguna pregunta más sobre Bridgehampton, no deje de teclearla en el aire y enviármela.

Reed

Un hombre para un destino

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