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Capítulo 3 Charlotte

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—Puede dar una vuelta o quedarse aquí en el vestíbulo, lo que prefiera. El señor Eastwood todavía está con la cita anterior, pero no debería tardar.

Al parecer, hacía falta más de una persona para enseñar un ático de lujo. Por allí no solo estaba Reed Eastwood, sino también una azafata cuyo cometido era recibirme y entregarme un folleto de papel resplandeciente sobre la propiedad.

—Gracias —le dije, antes de que desapareciese.

Me quedé en el vestíbulo, sosteniendo mi bolso de color verde intenso de Kate Spade, que había encontrado en la sección de rebajas de T. J. Maxx, con la creciente sensación de que había cometido un grave error.

Debía recordarme por qué estaba allí. ¿Qué tenía que perder? Absolutamente nada. Mi vida era un desastre y, al menos, aquella visita satisfaría mi curiosidad por el autor de la nota azul; después, podría olvidarme de todo. Solo quería saber qué había sido de él, de los dos. Tras eso, seguiría con mi vida.

Treinta minutos después, seguía esperando. Oí una conversación apagada al otro lado del vestíbulo, pero aún no había visto salir a nadie.

Entonces me llegó a los oídos el sonido de unos pasos a lo largo del suelo de mármol.

El corazón se me aceleró y volvió a calmarse al ver a la azafata acompañando a una pareja de aspecto acomodado a través del vestíbulo, hacia la salida. Ni rastro de Reed Eastwood.

La mujer, que sostenía un perrito blanco, me sonrió antes de que los tres desaparecieran en el ascensor.

¿Dónde estaba?

Durante un instante, pensé que se había olvidado de mí por completo. El silencio reinaba en aquel lugar. ¿Habría una salida en la parte trasera? Aunque quizá debería haberme quedado en el vestíbulo, decidí pasear un poco y llegué hasta una enorme biblioteca.

Todo el espacio estaba forrado de paneles de manera oscura y masculina. Las estanterías abiertas cubrían todas las paredes, desde el suelo hasta el techo. A mis pies había una alfombra persa que probablemente costaba más de lo que yo ganaba en un año.

El olor de los libros era embriagador. Me acerqué a una de las estanterías y agarré el primero que me llamó la atención: Las aventuras de Huckleberry Finn, de Mark Twain. Recordaba que me habían hablado acerca de aquel libro en el colegio, hacía mil años, pero ni por asomo me acordaba de qué iba.

—Es la primera gran novela americana, aunque depende de a quién se lo pregunte.

Mi cuerpo se estremeció al oír su voz profunda y penetrante. Era una de esas voces que te traspasan por completo.

Me llevé la mano al pecho y me volví.

—Me ha asustado.

—¿Creía que estaba sola?

Al verlo, me quedé helada por completo. Reed Eastwood era tan oscuro e intimidaba tanto como aquella habitación. Con solo una mirada suya, las rodillas empezaron a temblarme. Era incluso más alto de lo que había imaginado y llevaba lo que, sin duda, era un traje hecho a medida. De verdad. Le sentaba de muerte y envolvía su torso como un guante. También llevaba pajarita y tirantes; en cualquier otro hombre, aquello me habría parecido ridículo, pero en él, con aquellos músculos y pectorales, resultaba increíblemente sexy.

Estaba en el umbral de la biblioteca, observándome con una carpeta en la mano. Pensé que era un poco maleducado, pero lo cierto es que no tenía la menor idea de cómo debía comportarse uno en esas circunstancias. ¿No era habitual que un agente inmobiliario saludara a un cliente? ¿O que se disculpara por el retraso?

—¿Lo ha leído? —Su voz volvió a hacerme vibrar.

—¿Qué?

—El libro que tiene en la mano. Las aventuras de Huckleberry Finn.

—Oh. Vaya… Sí. Creo que sí… En la escuela, hace muchos años.

Me estremecí cuando se acercó a mí al tiempo que me observaba con escepticismo, como si supiera que le había mentido. Me sentí inquieta. Sus ojos parecían de chocolate negro, eran de un oscuro color marrón. Y mientras me escudriñaban, los pezones se me erizaron.

—¿Por qué ha cogido ese libro en concreto?

—Por el lomo —contesté, con toda franqueza.

—¿El lomo?

—Sí. Es negro y rojo y combina bien con el resto de la sala. Destaca… Me ha llamado la atención.

Su boca se curvó en una ligera sonrisa, casi cínica, aunque no rio. Parecía que me estuviera estudiando. Su intensidad hacía que tuviera ganas de echar a correr. Mi idea alocada había quedado en un segundo plano. No se parecía en nada al hombre que había imaginado, el que había escrito aquella dulce nota azul.

No había venido para aquello.

—Bueno, al menos es sincera, supongo. —Ladeó la cabeza—. ¿No?

Para entonces, ya estaba sudando.

—¿Qué?

—Sincera.

Lo dijo como si me retara.

Me aclaré la garganta.

—Sí.

Se acercó y tomó el libro de mis manos. Sus dedos rozaron los míos y el ligero contacto fue electrizante. No pude evitar comprobar si llevaba una alianza en la mano izquierda; ni rastro del anillo.

—En su época, fue un libro polémico —dijo.

—Recuérdeme por qué.

«Recuérdeme». Como si alguna vez hubiera sabido la respuesta.

Reed pasó sus largos dedos por los demás libros de la estantería sin mirarme mientras respondía.

—Es una sátira de la sociedad sureña de finales del siglo xix, pero el enfoque del autor sobre el racismo y la esclavitud se interpretó de múltiples maneras. De ahí la polémica. —Por fin me miró—. Quizá no prestó atención cuando le explicaron en el colegio de qué trataba el libro.

Tragué saliva.

Mi primer descubrimiento acerca de Reed Eastwood fue que era un imbécil condescendiente.

Un imbécil condescendiente que tenía razón; no presté atención ese día.

Colocó el libro de nuevo en su sitio y me miró.

—¿Le gusta leer?

Cada pregunta que salía de su boca parecía un desafío.

—No. Antes… Leía novela romántica. Pero dejé de hacerlo.

Enarcó una ceja con actitud burlona.

—¿Novela romántica?

—Sí.

—Entonces, dígame, señorita Darling, ¿cómo es que alguien que no lee, aparte de alguna que otra novela romántica, se interesa por un ático que tiene una biblioteca que ocupa un cuarto de los metros cuadrados totales de la propiedad?

Solté lo primero que se me ocurrió. Cualquier cosa para evitar un silencio incómodo delante de aquel hombre.

—Creo que la biblioteca le añade carácter al apartamento. Estar rodeada de libros es muy sexy… Íntimo. No sé. Es algo que me parece sugerente.

«Dios, qué respuesta más estúpida».

Continuó observándome con mucha curiosidad, como si esperara que dijese algo más. Su mirada me incomodaba muchísimo, no solo porque estaba muy serio, sino también porque era sumamente atractivo. Tenía la raya del pelo peinada a un lado y, a diferencia del resto de su persona, no lucía perfecto. Una barba de tres días le cubría la mandíbula. Reed exudaba una energía peligrosa que contrastaba con su vestimenta, más bien formal. Algo en sus ojos me decía que no le costaría nada doblarme y darme una palmada en el trasero que sentiría durante varios días. Al menos, eso era lo que mi mente imaginaba.

Estar en aquella biblioteca, en silencio, y sometida a su potente mirada, me ponía nerviosa.

Finalmente dijo:

—¿Quiere que veamos el resto del ático?

—Sí, por favor. Para eso he venido.

—Claro —murmuró.

Suspiré de alivio, agradecida por el cambio de sala. La biblioteca empezaba a parecerme una mazmorra.

De espaldas, Reed era igual de impresionante. Observé la curva de su trasero moviéndose dentro de sus pantalones hechos a medida y traté de ignorar las imágenes sexuales que aparecieron en mi cabeza.

Me guio hasta una cocina enorme.

—Suelos de madera y, como ve, es una cocina gourmet, diseñada para un chef y reformada hace poco. Las encimeras son de granito y la isla central, de mármol. Los electrodomésticos son Bosch, de acero inoxidable. Todo de primeras marcas. Los armarios están hechos a medida y lacados en blanco. ¿Cocina usted, señorita Darling?

Me alisé el vestido negro hiperceñido que llevaba y contesté:

—De vez en cuando, sí.

—Estupendo. Bueno, pues dé una vuelta y, si tiene alguna pregunta, no dude en hacérmela.

¿Había empezado a comportarse con normalidad? Mi pulso se relajó un poco.

Paseé por la gran cocina. Mis tacones repiqueteaban contra el suelo. Reed apoyó su musculoso antebrazo sobre la isla central y me siguió con la mirada mientras su cuerpo permanecía inmóvil. Al parecer, la pausa en su intensidad había sido breve, porque volvía a generar ese campo eléctrico intangible.

Me obligué a dejar de mirarlo y asentí.

—Muy bonita.

—¿Alguna pregunta?

—No.

—¿Lista para la siguiente habitación?

—Sí.

La siguiente habitación era el dormitorio principal. Estaba en penumbra, pero la gran ventana de la estancia ofrecía unas vistas espectaculares de la ciudad y compensaba la semioscuridad.

—Este es el dormitorio principal. No deje de echar un vistazo al generoso vestidor. El baño adyacente tiene ducha de vapor, bañera con jacuzzi y suelos de mármol. Y como ve, la habitación tiene las mejores vistas del apartamento.

Me tomé mi tiempo, observándolo todo en un esfuerzo desesperado por parecer una compradora seria. Me siguió de cerca, y mi cuerpo se daba cuenta. Era como si tuviera una alarma íntima que detectaba su sexualidad y no me gustaba. No era un hombre amable ni dulce. No era Reed, al menos no era el Reed con el que había fantaseado. Se suponía que mi Reed iba a darme esperanza, pero el de verdad me dejaba sin aliento, lenta e implacablemente.

En cuanto hubimos recorrido el espacio del dormitorio, me miró y dijo:

—¿Alguna pregunta o comentario?

Debía poner fin a aquello. «Di algo».

—Creo que… Quizá sea demasiado grande para mí.

Se sentó en la cama y cruzó los brazos, con la carpeta todavía en la mano.

—Demasiado grande…

—Sí, creo que sería excesivo. Yo… Trabajo mucho. Y no tendría tiempo de disfrutar de un espacio como este.

Me miró con furia, visiblemente airado.

—Ah, ya. Las clases de surf para perros.

«¿Surf para perros?».

—¿Disculpe?

Señaló la carpeta con el índice.

—Su profesión. Rellenó su solicitud e incluyó su información personal y laboral. Parece un trabajo muy exigente: «Clases de surf para perros». ¿Cómo llega uno a tener esa profesión?

«Mierda. ¿Dónde me he metido?».

Llegados a este punto, era más fácil mentir que decir la verdad.

Empecé a balbucear tonterías:

—Como dice, es algo que requiere mucho tiempo y… compromiso. Se necesita mucha dedicación. Y mucha práctica.

—¿Y cómo se hace, exactamente?

«¿Que cómo se enseña a surfear a un perro? Ni puñetera idea».

—Pues hay que colocarse de pie en la tabla, con el perro delante, y… —No sabía cómo seguir.

—Surfear —añadió él, entre risas.

—Así es.

Reed se levantó de la cama y se acercó a mí.

—¿Y se gana bien la vida con eso?

Tragué saliva y negué con la cabeza.

—No.

Acto seguido, me preguntó, rápido como si fuera una bala:

—Entonces, ¿su familia es rica?

—No.

—Si su profesión no le permite ganar mucho dinero, ¿cómo piensa pagar un apartamento como este?

—Tengo otras maneras de…

Su mirada se volvió de hielo.

—¿De verdad? Porque, según su informe crediticio, no tiene ninguna manera de pagar un apartamento como este. De hecho, dice que prácticamente no tiene donde caerse muerta, Charlotte.

Pronunció mi nombre como si fuera una grosería, sacó un documento y lo sostuvo frente a mis ojos.

—¿De dónde ha sacado eso? —susurré, y le arrebaté la hoja—. ¿Me ha investigado?

—¿De verdad cree que voy a enseñar un apartamento de doce millones de dólares a cualquiera, sin antes comprobar si puede permitírselo? —replicó, en un tono todavía más iracundo—. No puede ser tan idiota.

La humillación se apoderó de mí.

—Comprobar la información financiera de una persona sin su consentimiento es un delito.

Me miró fijamente.

—Me dio su consentimiento cuando hizo clic en la casilla para enviar su solicitud. Me sorprende que no se diera cuenta de ello.

Relajé mi tono, una concesión defensiva.

—¿Lo sabía desde el principio?

—Por supuesto que sí —espetó en un tono despectivo—. Veamos algunas cosas más que no recuerda haber incluido en su solicitud.

«Ay, no».

Reed abrió la carpeta.

—Ocupación: profesora de surf para perros. Aficiones e intereses: los perros y el surf. Empleo anterior: supervisora nocturna de Tus Huevos. —Dejó la carpeta a un lado (más bien la arrojó sobre la cama) y los papeles saltaron por los aires.

—¿Qué hace aquí?

Estaba prácticamente muerta de miedo.

—Solo quería ver…

—Ver… —dijo, y apretó sus blanquísimos dientes.

—Sí, he venido a ver… —«A verte a ti»—… y no esperaba que fuese tan cruel.

Se rio con furia.

—¿Cruel? No tiene el menor respeto por el tiempo de una persona, ha mentido sobre quién es ¿y tiene la desfachatez de decir que soy cruel? Creo que debería mirarse al espejo, Charlotte Darling. Por sorprendente que resulte, parece que ese es su verdadero nombre. Por qué mintió acerca de todo lo demás y dio su nombre real es algo que no me cabe en la cabeza, aparte de que es una idiotez. Así que no, no soy cruel; porque si fuera cruel, habría llamado a mi personal de seguridad.

«¿Seguridad?».

Perdí la paciencia.

¿Cómo se atrevía? Solo había venido para verlo a él. Para asegurarme de que estaba bien, de que los dos estaban bien. Y aunque no podía admitirlo, su actitud tan desagradable desató un torrente de furia en mí.

—Vale, ¿quiere saber la verdad? Sentía curiosidad. Curiosidad por este lugar, por lo que parecía una vida totalmente opuesta a la que he vivido en los últimos tiempos. Quería cambiar. Llevo semanas desanimada y triste, así que ayer por la noche me emborraché un poco. Topé con este anuncio navegando por la red y lo encontré a usted. Quería venir a ver esto, no por maldad ni para hacerle perder el tiempo. Solo quería un poco de esperanza, creer en la posibilidad de que, algún día, las cosas mejorarán. Quizá quería fingir que no me va tan mal. Ni siquiera recuerdo haber introducido esa ridícula información, ¿vale? Solo sé que he recibido una llamada para confirmar la cita y me he lanzado a ello, pensando que quizá era cosa del destino. Que debía venir y experimentar algo especial, por una vez en mucho tiempo.

Reed no abrió la boca, así que continué hablando.

—Y sí leo, Reed. Me daba vergüenza decirte la verdad. Sigo leyendo novela romántica, pero solo los libros que tienen escenas de sexo duro, porque llevo mucho tiempo sin follar, porque no confío en nadie lo bastante como para dejar que se acerquen a mí desde que mi prometido me engañó con otra. Así que sí, Reed. Sí que leo libros. Muchos libros. Y utilizaría esta biblioteca hasta gastarle el suelo y las estanterías, pero los libros que guardaría en ella no serían esos que le gusta enseñar a sus posibles compradores. No serían tan elegantes.

Levantó un poco la comisura de los labios.

—Y sí, también sé preparar un buen guiso, sé cocinar. Pero jamás utilizaría esa cocina, porque es demasiado. Y, en cuanto al dormitorio, eso sí que sería un sueño. Como toda esta visita, un sueño que jamás viviré. Así que si quiere, llame a seguridad. Llámeles y dígales que soy una soñadora, Eastwood.

Salí lo más rápido que pude, pero no sin antes tropezar con la alfombra.

Un hombre para un destino

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