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Capítulo 8 Reed

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Llegué al semáforo de la esquina con quince minutos de antelación. Charlotte ya estaba allí, de pie frente al edificio. Estaba esperando a que se pusiera verde, así tenía tiempo de contemplarla desde la distancia. Echó un vistazo al reloj y, luego, a su alrededor, en la acera, antes de acercarse a una botella de agua vacía que había en el bordillo. La recogió y se puso a buscar más.

¿Qué narices hacía? ¿Buscaba botellas en las calles de Manhattan para conseguir el centavo que le daban a uno al reciclarlas? Aquella mujer estaba realmente loca. ¿Quién tenía tiempo para hacer algo así? La observé mientras se dirigía a otro objeto, lo recogía, caminaba hacia otro, hacía lo mismo… «Pero ¿qué…?».

El semáforo se puso en verde, así que giré a la derecha y me detuve en la calle de un solo sentido que había frente a nuestro edificio. Charlotte dio un cauteloso paso hacia atrás y, acto seguido, se inclinó para ver quién estaba al volante. Se había pasado todo el rato recogiendo porquería infestada de microbios de una calle de Nueva York, pero le preocupaba que el conductor de un Mercedes S560 tuviera algún problema. Bajé la ventanilla de cristal tintado y pregunté:

—¿Lista?

—Ah, sí. —Miró a la derecha, luego a la izquierda y levantó el índice antes de acercarse a mitad de la manzana—. Un segundo. —La seguí con la mirada y vi que se acercaba a una papelera y tiraba toda la basura que había recogido. «Estupendo. No solo se dedica a limpiar las calles al amanecer, sino que, cuando se inclina, esa falda le hace un culo increíble».

Abrió la puerta del asiento del copiloto y se metió en el coche.

—Buenos días.

«Y encima, está animada. Perfecto».

Señalé la guantera.

—Tengo toallitas.

Frunció la nariz, sin comprender.

—Para que se limpie las manos —añadí con un suspiro.

Volvió a esbozar aquella sonrisa traviesa. Levantó las manos y me enseñó las palmas, agitándolas frente a mí.

—¿Tiene fobia a los gérmenes?

—Límpiese las manos, por favor.

Sería un día muy largo…

Puse en marcha el motor y conduje hacia el túnel mientras Charlotte obedecía. Ninguno de los dos volvió a hablar hasta que salimos de la ciudad y llegamos a los peajes del otro lado de Manhattan.

—¿No tiene uno de esos dispositivos para pasar de forma automática? —preguntó, con la vista puesta en el enorme cartel de la cola de «solo efectivo» en la que me había colocado.

—Un teletac. Sí, pero la última vez que lo utilicé conduje con el otro coche y me lo he dejado ahí.

—¿Su otro coche es una camioneta o algo así?

—No. Es un Range Rover.

—¿Para qué necesita dos coches?

—¿Por qué hace tantas preguntas?

—Vaya, no hace falta que sea tan maleducado. Solo intentaba conversar con usted —dijo, y miró por la ventanilla.

En realidad, el Rover era de Allison. Pero no iba a mencionarla delante de aquella mujer. Había dos coches más en la cola, así que me metí la mano en el bolsillo para sacar un billete de veinte dólares y me percaté de que tenía la cartera en la guantera.

—¿Le importaría sacar mi cartera de la guantera? —le pedí.

Continuó mirando por la ventanilla.

—¿Qué tal si añade un «por favor» a esa frase?

Frustrado y con solo un coche delante en la cola, me incliné bruscamente y saqué yo mismo la cartera. Por desgracia, eso me permitió disfrutar de una espectacular vista de las piernas bronceadas y torneadas de Charlotte. Cerré la guantera de un golpe, malhumorado.

Tras pasar el peaje e incorporarnos a la autopista hacia Long Island, decidí comprobar las habilidades de nuestra nueva asistente.

—¿Cuántas habitaciones y baños tiene la casa que vamos a enseñar hoy?

—Cinco habitaciones y siete baños. Aunque no tengo ni idea de para qué necesitaría alguien siete baños.

—¿De qué material es la piscina?

—De hormigón proyectado. También está calefactada. Y tiene la forma de un lago de montaña, mármol italiano importado y una cascada.

Sí que había hecho sus deberes, pero no iba a dejar que saliera airosa tan fácilmente.

—¿Extensión?

—La casa principal tiene cuatrocientos cuarenta y un metros cuadrados. La casa de la piscina otros sesenta, y también tiene calefacción.

—¿Número de chimeneas?

—Cuatro dentro y una fuera. Todas las interiores son de gas; la exterior, de leña.

—¿Electrodomésticos?

—Viking, Gaggenau y Sub-Zero. Además hay una nevera y un congelador de la serie Pro Sub-Zero en la cocina y otra unidad combo en la casa de la piscina. Y en caso de que lo dudase, las tres neveras combinadas cuestan más que un Prius nuevo. Lo he comprobado.

«Mmm». Quería que metiera la pata, así que le pregunté algo que no aparecía en el folleto.

—¿Y quién ha sido el encargado de la decoración?

—Carolyn Applegate, de la empresa de diseño de interiores Applegate y Mason.

Libraba una batalla de lo más extraña en mi interior. Aunque mi intención era ponerla en un aprieto para que cometiese un error, una parte de mí estaba exultante por que no lo hubiera hecho.

—Y es «la encargada» —murmuró.

—¿Cómo?

—Es una mujer, por lo tanto es «la encargada».

Tuve que fingir una repentina tos para disimular mi sonrisa.

—Bien. Me alegra ver que ha hecho los deberes.

Llegamos a la residencia Bridgehampton una hora antes de la primera visita. Los encargados del catering ya estaban allí, disponiendo todo en su sitio. Tenía que hacer algunas llamadas y responder algunos correos electrónicos, así que le dije a Charlotte que diera una vuelta por la casa para familiarizarse con el terreno. Media hora después, la encontré en la sala principal, escudriñando una pintura.

Me acerqué a ella por detrás.

—La dueña es una artista. Ninguna de sus pinturas están incluidas en la venta de la casa.

—Sí, lo he leído. Es muy buena. ¿Sabía que visita residencias de ancianos para escuchar las historias de cómo la gente conoció a sus maridos y mujeres y luego pinta la imagen que ve al oír sus historias de amor? Me pregunto si esta es una de ellas. Es tan romántica…

En el cuadro se veía a una pareja cenando en un restaurante, pero la mujer parecía mirar a un hombre que estaba sentado en la mesa al lado de ella, disimulando una sonrisa.

—¿Qué parte le parece romántica? ¿La mujer que mira al hombre con el que no ha ido a cenar? ¿O la parte donde el pobre hombre al que mira no se da cuenta de que dentro de unos meses le hará lo mismo a él?

Contemplé la pintura y me compadecí del pobre hombre sentado frente a la mujer. «Confía en mí, amigo. Es mejor que descubras ahora que no te es fiel».

Charlotte se giró y me miró.

—Vaya. Es usted todo corazón.

—Soy realista.

Se llevó las manos a las caderas.

—¿De verdad? Dígame algo positivo sobre mí. Un realista ve todos los aspectos de la gente, tanto los buenos como los malos. Lo único que ve en mí es lo negativo, desde que nos conocimos.

Charlotte era bajita, incluso cuando llevaba tacones. Y con la escasa distancia que nos separaba, tenía una vista impresionante de su blusa de seda. Creo que si hubiese compartido con ella los pensamientos positivos que me venían a la cabeza en ese momento, se habría molestado. Así que di media vuelta y me alejé de ella.

—Estaré en la cocina cuando llegue la primera visita.

* * *

Incluso los idiotas saben obsequiar a la gente con algún cumplido cuando es necesario. Y quizá había sido demasiado duro con Charlotte. Pero había algo en ella que me ponía de los nervios. Transmitía cierta inocencia que yo no podía evitar querer destrozar y no estaba seguro de por qué.

—Lo ha hecho muy bien hoy —comenté al cerrar la puerta, y llevé la mano hacia delante para dejar pasar a Charlotte.

Tenía un carácter redomadamente complicado, por lo que no aceptó el elogio sin más. Se llevó la mano al oído y esbozó una sonrisa burlona.

—¿Cómo? Creo que no lo he oído bien. Tendrá que repetirlo.

—No se haga la lista conmigo. —Fuimos juntos hacia el coche. Abrí la puerta del asiento del copiloto y esperé a que se instalara para cerrarla.

Cuando salíamos de la propiedad, pregunté:

—¿Cómo sabía todo eso de Carolyn Applegate?

La primera clienta no parecía muy convencida con el diseño interior de la casa, pero Charlotte dejó caer algunos nombres de famosos que habían contratado los servicios de la diseñadora que se había ocupado de la decoración de la casa y, desde entonces, la mujer empezó a ver la finca con otros ojos. Es posible que aquella sutil acción comercial resultara crucial para la venta de la casa.

Desde luego, Charlotte no era normal, pero tenía que admitir que el instinto de mi abuela casi siempre era el correcto. No había llegado tan lejos por accidente. Iris veía el valor de la gente y parecía que no se había equivocado con Charlotte. Quizá era yo quien había permitido que mis sentimientos por otra rubia preciosa me nublaran el juicio.

—Google —contestó—. Busqué el nombre de los actuales propietarios y en la página web de la diseñadora vi que habían contratado sus servicios. Luego, investigué para qué otros clientes había trabajado. Cuando mencioné que también había decorado la casa de Christie Brinkley, a unos pocos kilómetros de distancia, la mirada de la señora Wooten se iluminó, así que busqué la página con el móvil y le mostré las fotos de la casa de Christie, donde se veía que tenía la misma tela en los cojines del sofá.

—Pues ha funcionado. Su opinión sobre la casa ha cambiado gracias a eso. Y que fingiera que le gustaba el pequeño monstruo que ha venido con la segunda pareja ha funcionado a las mil maravillas.

Frunció el ceño.

—No fingía. El niño era adorable.

—Pero si no paraba de gritar.

—Tenía tres años.

—Sea como sea, me alegro de que le hiciera callar.

Negó con la cabeza.

—Algún día se convertirá en el marido desgraciado de una pobre mujer y en el padre impaciente de algún crío.

—No, no lo haré.

—¿Ah, no? ¿Acaso se porta mejor con las mujeres con las que sale?

—No, simplemente no planeo casarme ni tener hijos. —Tenía los nudillos blancos de la fuerza con la que me aferraba al volante.

Charlotte no dijo nada, pero la expresión de su rostro me reveló que acababa de abrir una puerta hacia algo que la intrigaba y sobre lo que iba a reflexionar durante todo el viaje de regreso a casa. No podía permitirlo, así que retomé la conversación sobre el trabajo.

—Tendrá que enviar un correo electrónico de seguimiento a las dos parejas, en mi nombre. Deles les gracias por haber venido a ver la propiedad y pídales cita para una llamada telefónica la semana que viene.

—De acuerdo.

—Y llame también a Bridgestone Properties, en Florida. Pregunte por Neil Capshaw. Dígale que es mi nueva asistente y pregúntele por la venta de la casa que los Wooten tienen en Boca. Les mandamos muchos clientes, así que no tendrán inconveniente en compartir esa información con usted. Si los Wooten tienen un comprador para esa propiedad, es posible que se decidan a comprar la casa de verano de Bridgehampton más pronto que tarde.

Había sacado su móvil para tomar notas.

—Vale. Correos de seguimiento a los compradores. Llamar a Capshaw. De acuerdo.

—También tengo que reprogramar mi cita de mañana a las cuatro de la tarde. Intente pasarla a las cuatro y media.

—Entendido. ¿Con quién tiene esa cita?

—Con Iris.

Charlotte levantó la vista.

—¿Quiere que llame a Iris, su abuela, para reprogramar una cita?

—Sí. Usted es mi asistente, y eso es lo que hacen las asistentes. Reprograman citas e incluso cancelan reuniones. ¿O acaso no la han informado sobre sus funciones?

—Pero es su abuela. No todas las relaciones funcionan como si fueran laborales, aunque la cita sea para tratar algún tema de la empresa. ¿No debería llamarla en persona?

—¿Por qué?

Charlotte negó con la cabeza y exhaló un suspiro.

—No importa, lo haré.

Por suerte para mí, seguimos conduciendo en silencio durante un rato después de esa conversación. No había mucho tráfico y avanzamos por la autopista sin que Doña Perfecta me dijera cómo debía hacerlo. Me disponía a meterme en la 495 cuando Charlotte cruzó y separó las piernas en el asiento del pasajero, y aparté los ojos de la carretera un instante. No pudo haber sido mucho más. Pero, poco después, Charlotte gritaba y trataba de agarrarse a lo que fuera.

—¡Cuidado!

Instintivamente, pisé el freno incluso antes de comprender con qué narices debía tener cuidado. Todo lo que sucedió después ocurrió a cámara lenta.

Miré hacia delante.

Una criatura peluda y pequeña se apresuraba a cruzar la carretera.

El coche se detuvo de repente y vi lo que había estado a punto de atropellar.

Una ardilla.

«Joder, es una ardilla».

Me había dado un susto de muerte porque un roedor había cruzado la carretera.

Increíble. Estaba a punto de decirle exactamente lo que pensaba de su numerito cuando un enorme golpe me interrumpió. Sorprendido, tardé un poco en comprender qué había sucedido.

Un coche había chocado con nosotros por detrás.

Un hombre para un destino

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