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Víctor Fernández

«SALIR A LA VIDA»

Un pintor y un poeta. Y entre ellos, el diálogo que se crea en estas cartas guardadas durante años y con celo por el primero. A falta de unas memorias, este epistolario nos ilumina sobre ambas biografías, la de Gregorio Prieto (1897-1992) y la de Vicente Aleixandre (1898-1984), a lo largo de un recorrido que arranca en el Madrid de los años veinte, cuando eran dos jóvenes creadores aún desconocidos, pasando por la etapa en que devienen actores principales de la Generación del 27, hasta los inicios de los años ochenta, es decir, cerca ya de la muerte del poeta.

Estas misivas son fácilmente comparables a las que nacen de otros casos de amistad entre un pintor y un poeta. En este sentido, es factible ver un paralelismo con las ya conocidas que se intercambiaron Federico García Lorca y Salvador Dalí, cartas que muy probablemente el propio Aleixandre conoció gracias al autor granadino, de quien fue buen amigo y confidente. La intención es la misma: si Lorca pone en juego lo mejor de sí mismo para acceder a quien fue figura principal del surrealismo, Aleixandre también da lo mejor de sí para llegar a Prieto. Pero no adelantemos acontecimientos y empecemos por el principio.

Ese inicio se remonta a 1905. Es en ese año cuando la familia Prieto deja Valdepeñas (Ciudad Real) para trasladarse a Madrid. El carpintero Ildefonso Prieto abre un taller de ebanistería en la capital pensando que en la gran ciudad, la urbe por antonomasia, tendrá más posibilidades que en tierras castellanas. Con él y su esposa viaja también su hijo Gregorio, nacido unos años antes, en 1897. Al niño Gregorio Prieto le fascina el mundo de la pintura, pese al rechazo paterno a que se dedique a las artes plásticas. Tras pasar por la Escuela Industrial de Ingeniería, Prieto intenta trabajar en diversos oficios, pero sin suerte. A él lo que le interesa es el arte, especialmente la posibilidad de ponerse frente al caballete y poder plasmar su particular universo. Así que, pese a la oposición paterna, se examina en la Real Academia de San Fernando para estudiar la carrera de pintor y obtiene plaza en 1915. Logra entonces convencer a su padre y es en Bellas Artes donde conocerá a sus maestros, nombres que marcarán su carácter creativo, entre ellos, Julio Romero de Torres y Ramón María del Valle-Inclán, además de tener como compañeros de aula a Rosa Chacel, Timoteo Pérez Rubio y Joaquín Valverde, entre otros.

No será hasta cuatro años más tarde cuando Prieto exponga por primera vez. Lo hace en uno de los lugares icónicos del mundo literario madrileño, el Ateneo, punto de encuentro de letras y pintura, donde Valle-Inclán tiene una tertulia y es fácil encontrase con Azaña o Baroja. A Prieto se le abre entonces un mundo soñado que determinará para siempre su personalidad artística convirtiéndolo en un pintor literario, un artista que no duda en poner su talento al servicio de las letras cuando se le necesita. Pero el pintor no solamente está del lado de aquellos nombres que representan una tradición literaria, como es la de la Generación del 98, sino que su curiosidad lo lleva también a ser un visitante habitual de lo que Juan Ramón Jiménez bautizó como la Colina de los Chopos. Es allí, en la Residencia de Estudiantes, donde entabla relación con quienes renovarán —si es que no lo están haciendo ya en ese mismo momento— el arte español. Así, el artista que llegó de Valdepeñas pasa a ser íntimo de Rafael Alberti, Federico García Lorca, Emilio Prados, Concha Méndez, Juan Chabás y, especialmente, de Vicente Aleixandre, a quien conoce en abril de 1924.

Aleixandre es en esa fecha un aspirante a poeta. Había nacido en Sevilla en 1898, aunque dos años más tarde su familia se muda a Málaga, donde Vicente estudia sus primeras letras y conocerá a Emilio Prados, uno de sus decisivos amigos. La familia no permanece mucho tiempo en Andalucía y en 1909 los vemos residiendo en Madrid. En la capital, Aleixandre se matricula en 1914 en la Facultad de Derecho de la Universidad Central y en la Escuela de Estudios Mercantiles. No es todavía un escritor, pero hay en él una vocación que quiere despertar y está a la espera del impulso definitivo. Este lo recibirá de un muchacho apasionado por los clásicos y de nombre Dámaso Alonso. Los dos han coincidido durante el veraneo en Las Navas del Marqués, en Ávila, y Dámaso guiará los pasos de Vicente hacia la lectura de Rubén Darío al prestarle una antología del gran autor nicaragüense.

El que será el único Premio Nobel de la Generación del 27 es también un hombre que siente la necesidad tanto de amar como de ser amado. El contenido de su corazón incluso se filtrará en buena parte de su producción literaria, hasta el punto de que su yo poético se funde con su propio yo. Es también, por otro lado, un hombre enfermo, cuyos episodios de frágil salud no lo abandonan, como vemos reflejado también en este epistolario.

¿Conocemos lo suficiente de Aleixandre como para construir su retrato? Emilio Calderón lo intentó hace unos años con una biografía que puede erigirse como el punto de arranque de cualquier trabajo sobre el poeta. En Vicente Aleixandre. La memoria de un hombre está en sus besos, que obtuvo en 2016 el Premio Stella Maris de Biografías y Memorias, Calderón logró dibujar el perfil del escritor con los materiales de que dispuso. No estaban todos. Hay en cualquier investigación sobre este autor la laguna que se deriva de no poder ahondar en sus papeles personales y literarios, hoy por desgracia en manos privadas e inaccesibles para los estudiosos.

No pasa afortunadamente lo mismo con el Archivo Gregorio Prieto. El pintor fue lo suficiente escrupuloso a lo largo de su vida como para preservarlo todo, de ahí el fondo que actualmente se conserva en el archivo de su fundación, ubicado en Madrid. El copioso intercambio epistolar que Prieto mantuvo con escritores, artistas, iconos culturales, periodistas o políticos arroja unos diecisiete mil documentos que se han podido digitalizar desde el mes de noviembre de 2015. Las cifras hablan por sí solas: más de medio centenar de cartas de Luis Cernuda, ochenta y ocho de Vicente Aleixandre, casi sesenta de Rafael Alberti, una decena de cartas, postales y dibujos de Federico García Lorca... Porque Gregorio Prieto se escribió con todos, desde Manuel Altolaguirre a John Lennon, pasando por Valle-Inclán, Manuel Chaves Nogales, la familia de Winston Churchill, la duquesa de Alba o Carmen Maura. El suyo es un archivo que, además de ayudarnos a recuperar la figura del artista, nos permite conocer algo mejor la historia cultural reciente de nuestro país.

Uno de los grandes pilares del archivo está relacionado con Vicente Aleixandre, con quien Gregorio Prieto mantuvo una gran amistad que, pese a algún altibajo en los años sesenta, duró hasta la muerte del poeta. Aleixandre vio en Prieto al amigo fiel, al confidente, tal y como se percibe en unas cartas en las que le pone al corriente de sus pasos literarios, ya sea el anuncio de la finalización de un poema, la entrega a imprenta de Espadas como labios o las visitas a uno de los maestros del grupo, Juan Ramón Jiménez.

Tiene el lector, por tanto, en este libro un diálogo incompleto al no poder disponer más que de las misivas de Aleixandre, aunque el contexto y el contenido de las mismas nos puede ayudar a imaginar cómo fueran las que Prieto escribió al poeta.

Dentro del corpus epistolar de Aleixandre nos hallamos aquí ante un caso único. Entre las cartas que han visto la luz hasta ahora, especialmente las dirigidas a Miguel Hernández y a su esposa, Josefina Manresa, o a José Antonio Muñoz Rojas, Max Aub y Ricardo Molina, no encontramos la intensidad que se aprecia en las destinadas a Prieto. Hay un motivo: Aleixandre tiene en el pintor al cómplice necesario, al lector inicial de su poesía. Algunas epístolas contienen, por ejemplo, determinados poemas que buscan en el amigo a ese primer lector, al confidente de esos versos en los que se adivina al gran poeta. Es el caso de «Reloj», que Aleixandre le anuncia a Prieto en una carta de diciembre de 1927 y del que reproduzco a continuación la primera parte:

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