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ESCENA III

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GUBETTA, LUCRECIA, GENARO, dormido

Lucrecia.—¡Duerme! Sin duda le ha cansado la fiesta... ¡Qué hermoso es! (Volviéndose.) ¡Gubetta!

Gubetta.—No habléis alto, señora... No me llamo aquí Gubetta, sino conde de Belverana, caballero castellano; y vos sois la señora marquesa de Pontequadrato, dama napolitana. No debemos aparentar que somos conocidos. ¿No es eso lo que ha dispuesto Vuestra Alteza? Aquí no estáis en vuestra casa; os halláis en Venecia.

Lucrecia.—Es justo, Gubetta; pero en este terrado no hay más que ese joven dormido ahora, y podremos hablar un instante.

Gubetta.—Como Vuestra Alteza guste; pero réstame aún daros un consejo, y es que no os descubráis, porque podrían reconoceros.

Lucrecia.—¿Qué me importa? Si no saben quién soy, nada tengo que temer; y si lo saben, ellos son los que deben guardarse.

Gubetta.—Estamos en Venecia, señora, y aquí tenéis muchos enemigos, pero enemigos libres. Sin duda la República no toleraría que se atentase contra vuestra persona; pero podrían insultaros.

Lucrecia.—¡Ah! tienes razón; mi nombre infunde horror.

Gubetta.—Aquí no hay tan sólo venecianos, sino también romanos, napolitanos, italianos de todo el país.

Lucrecia.—¡Y toda Italia me odia; tienes razón! Sin embargo, es preciso que todo esto cambie; yo no había nacido para hacer daño, y lo conozco ahora más que nunca. El ejemplo de mi familia es el que me arrastra... ¡Gubetta!

Gubetta.—Señora.

Lucrecia.—Dispón que se lleven á nuestro gobierno de Spoletto las órdenes que vamos á dar.

Gubetta.—Mandad, señora; siempre tengo cuatro mulas ensilladas y otros tantos correos dispuestos á marchar.

Lucrecia.—¿Qué se ha hecho de Galeas Accaioli?

Gubetta.—Sigue en la prisión, esperando á que Vuestra Alteza mande ahorcarle.

Lucrecia.—¿Y Buondelmonte?

Gubetta.—En el calabozo; aún no habéis dado la orden para que le estrangulen.

Lucrecia.—¿Y Manfredo de Curzola?

Gubetta.—Esperando también la hora de la ejecución.

Lucrecia.—¿Y Spadacappa?

Gubetta.—Todavía es obispo de Pésaro y regente de la Cancillería; pero antes de un mes quedará reducido á un poco de polvo, pues le han prendido á causa de vuestras quejas, y está bien vigilado en las cámaras bajas del Vaticano.

Lucrecia.—Gubetta, escribe al punto al Padre Santo pidiéndole gracia para Pedro Capra; y que se ponga en libertad á Accaioli, Manfredo de Curzola, Buondelmonte y Spadacappa.

Gubetta.—¡Esperad, señora, esperad, dejadme respirar! ¡Cuántas órdenes me dais á un tiempo! ¡Ahora llueven perdones y misericordia! ¡Estoy sumergido en la clemencia, y no podré librarme nunca de este diluvio de buenas acciones!

Lucrecia.—Buenas ó malas ¿qué te importa, con tal que te las pague?

Gubetta.—¡Ah! es que una buena acción es mucho más difícil de hacer que una mala. ¡Pobre de mí! Ahora que imagináis ser misericordiosa ¿qué llegaré á ser yo?

Lucrecia.—Escucha, Gubetta; tú eres mi más antiguo y mi más fiel confidente...

Gubetta.—Sí; hace quince años que tengo el honor de colaborar con vos.

Lucrecia.—Pues bien, amigo mío, mi fiel cómplice, ¿no comienzas á comprender la necesidad de que cambiemos de género de vida? ¿No tienes sed de que nos bendigan á ti y á mí tanto como nos han maldecido? ¿No se cuentan ya bastantes crímenes?

Gubetta.—Veo que estáis en camino de llegar á ser la princesa más virtuosa del mundo.

Lucrecia.—¿No te comienza á pesar esa reputación de infames, de asesinos y de envenenadores, común á los dos?

Gubetta.—Nada de eso. Cuando paso por las calles de Spoletto, suelo oir á veces á los plebeyos que murmuran á mi alrededor: «¡Hum! ese es Gubetta, Gubetta veneno, Gubetta cuchillo, Gubetta dogal», pues me han puesto una infinidad de motes de los más brillantes; pero á mí no me importa. Se dice todo eso, y cuando no se emplea la palabra, los ojos lo expresan. Esto no me hace mella, porque estoy acostumbrado á mi mala reputación, como el soldado del Papa á servir la misa.

Lucrecia.—Pero ¿no comprendes que todos los nombres odiosos con que te designan, y á mí también, podrían despertar el desprecio y el odio en un corazón en que quisieras hallar cariño? ¿No amas á nadie en el mundo, Gubetta?

Gubetta.—¡Yo quisiera saber á quién amáis vos, señora!

Lucrecia.—¿Qué sabes tú? Yo soy franca contigo; no te hablaré de mi padre, ni de mi hermano, ni de mi esposo, ni de mis amantes.

Gubetta.—No comprendo que se pueda amar otra cosa.

Lucrecia.—Pues hay otra, Gubetta.

Gubetta.—¡Hola! ¿os haréis virtuosa por amor de Dios?

Lucrecia.—¡Gubetta, Gubetta! Si hubiese hoy en Italia, en esta fatal y criminal Italia, un corazón noble y puro, un corazón dotado de elevadas y varoniles virtudes, un corazón de ángel bajo la coraza del guerrero; si no me quedase á mí, pobre mujer odiada, despreciada y aborrecida, maldita de los hombres y condenada del cielo, mísera aunque poderosa; si no me quedase, en el estado aflictivo en que mi alma agoniza dolorosamente, más que una idea, una esperanza, la de merecer y obtener antes de mi muerte un poco de ternura y de cariño en un corazón tan intrépido como puro; si no tuviera más pensamiento que la ambición de sentirle latir un día alegre y libremente sobre el mío, ¿comprenderías entonces, Gubetta, por qué me urge purificar mi pasado y mi reputación, lavar las manchas que por todas partes tengo, y convertir en una idea de gloria, de penitencia y de virtud, la idea infame y sanguinaria que Italia tiene de mi nombre?

Gubetta.—¡Señora! ¿En qué ermita habéis estado hoy?

Lucrecia.—No te rías. Hace ya largo tiempo que tengo estas ideas y nada te digo; el que se ve arrastrado por una corriente de crímenes no se detiene cuando quiere; los dos ángeles luchaban en mí, el bueno y el malo, y paréceme que el primero triunfará al fin.

Gubetta.—Entonces, ¡te Deum laudamus, magnificat anima mea Dominum! ¿Sabéis, señora, que no os comprendo, y que desde hace algún tiempo sois del todo indescifrable para mí? En el espacio de un mes, Vuestra Alteza anuncia su marcha á Spoletto, se despide de don Alfonso de Este, vuestro esposo, que tiene la candidez de enamorarse de vos como un tortolillo, mostrándose celoso como un tigre; Vuestra Alteza sale de Ferrara y va secretamente á Venecia, casi sin séquito, tomando un nombre supuesto napolitano, y yo otro español. Llegada á Venecia, Vuestra Alteza tiene á bien separarse de mí, dándome orden de no conocerla, y después asiste á todas las fiestas, á las serenatas y á las reuniones, aprovechándose del Carnaval para ir siempre enmascarada, ocultándose á las miradas de todos, y sin hablarme nunca más que dos palabras entre puertas todas las noches. ¡Y ahora que todos esos regocijos terminen con un sermón para mí! ¡Un sermón de vos, señora! ¿No os parece esto prodigioso? Habéis metamorfoseado vuestro nombre, después vuestro traje y ahora vuestra alma. ¡Esto sí que es un Carnaval llevado hasta el último extremo! Yo me confundo. ¿Dónde está la causa de esa conducta por parte de Vuestra Alteza?

Lucrecia (cogiéndole vivamente el brazo, y acercándose á Genaro dormido).—¿Ves ese joven?

Gubetta.—Ese joven no es nada nuevo para mí; ya sé que vais en su seguimiento con vuestro disfraz desde que estáis en Venecia.

Lucrecia.—¿Qué dices?

Gubetta.—Digo que es un joven que duerme echado en este momento, y que dormiría de pie si hubiera oído la conversación moral y edificante que acabo de tener con Vuestra Alteza.

Lucrecia.—¿No te parece hermoso?

Gubetta.—Más lo sería si no tuviese los ojos cerrados; una cara sin ojos es un palacio sin ventanas.

Lucrecia.—¡Si supieras cuánto le amo!

Gubetta.—Esa es cuestión de don Alfonso, vuestro real esposo; pero debo advertir á Vuestra Alteza que pierde el tiempo, porque ese joven, según me han dicho, está enamorado de una hermosa doncella llamada Fiametta.

Lucrecia.—¿Y le ama ella?

Gubetta.—Dicen que sí.

Lucrecia.—¡Mejor! Quisiera verlos felices.

Gubetta.—Cosa singular, y que no se aviene con vuestro proceder. Yo creía que erais más celosa.

Lucrecia (contemplando á Genaro).—¡Qué figura tan noble!

Gubetta.—Yo creo que se parece á...

Lucrecia.—No digas á quién... déjame.

(Sale Gubetta. Lucrecia permanece algunos instantes como extasiada ante Genaro, sin ver dos hombres disfrazados que acaban de entrar por el fondo y que la observan.)

Lucrecia (creyéndose sola).—¡Es él! ¡Al fin me ha sido dado contemplarle un momento sin peligros! ¡No, jamás le soñé tan hermoso! ¡Oh, Dios mío, no me castiguéis con la angustia de verme jamás aborrecida y despreciada de él, pues ya sabéis que es lo único que amo en este mundo!... No me atrevo á quitarme la careta, y sin embargo es preciso enjugar mis lágrimas.

(Se quita la careta para secarse los ojos. Los dos hombres enmascarados hablan en voz baja, mientras que ella besa la mano de Genaro dormido.)

1.er Enmascarado.—Eso basta; ahora puedo ya volver á Ferrara. No he venido á Venecia sino para asegurarme de su infidelidad, y he visto lo suficiente. No puedo prolongar más mi ausencia. Ese joven es su amante. ¿Cómo se llama, Rustighello?

2.º Enmascarado.—Se llama Genaro; es un capitán aventurero, pero muy intrépido; no tiene padre ni madre ni se conoce su vida. Ahora está al servicio de la República de Venecia.

1.er Enmascarado.—Arréglate para que vaya á Ferrara.

2.º Enmascarado.—Esto se hará de por sí, Excelencia, porque pasado mañana marchará á dicho punto con varios de sus amigos que forman parte de la embajada de los senadores Tiópolo y Grimani.

1.er Enmascarado.—Está bien. Los informes que he recibido eran exactos; y como ya he visto lo suficiente, podemos marchar.

(Salen.)

Lucrecia (uniendo las manos y casi arrodillada ante Genaro).—¡Oh Dios mío, que haya tanta felicidad para él como desgracia para mí!

(Besa la frente de Genaro, que se despierta sobresaltado.)

Genaro (cogiendo por los dos brazos á Lucrecia asustada).—¡Un beso, una mujer! ¡Por vida mía, señora, que si fuérais reina y yo poeta tendríamos aquí verdaderamente la aventura de Alain Chartier, el vate francés!... Pero ignoro quién sois, y yo no soy más que un soldado.

Lucrecia.—¡Dejadme, caballero Genaro!

Genaro.—De ningún modo, señora.

Lucrecia.—¡Alguien viene!

(Huye; Genaro la sigue.)

Dramas: Lucrecia Borgia; María Tudor; La Esmeralda; Ruy Blas

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