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ESCENA II

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ALFONSO y LUCRECIA

Lucrecia (entrando con impetuosidad).—Señor, señor, esto es indigno, esto es odioso, esto es infame. Algún hombre del pueblo, ¿sabéis eso, don Alfonso? acaba de mutilar el nombre de vuestra esposa, grabado debajo de mis armas de familia, en la fachada de vuestro propio palacio. La cosa se ha hecho en pleno día, públicamente, ¿por quién? lo ignoro, pero es harto injurioso y temerario. Se ha hecho de mi nombre un padrón de ignominia, y vuestro populacho de Ferrara, que es, á no dudarlo, el más infame de toda Italia, monseñor, está allí mofándose alrededor de mi blasón como si fuera una picota. ¿Os imagináis acaso, don Alfonso, que me resigno á esto y que no preferiría mil veces más morir de una puñalada, más bien que de la picadura envenenada del sarcasmo y de la befa? ¡Pardiez, señor, que me tratan extrañamente en vuestro señorío de Ferrara! Esto empieza á cansarme, y os encuentro demasiado tranquilo, mientras arrastran por los arroyos de vuestra ciudad la reputación de vuestra esposa, despedazada por la injuria y la calumnia. Me es menester una reparación ruidosa de esto, os lo prevengo, señor duque. Preparaos á hacer justicia porque es un acontecimiento grave el que acaba de acaecer ¿sabéis? ¿Creeríais acaso que no tengo en nada la estimación de nadie en el mundo y que mi marido puede dispensarse de ser mi caballero? No, no, monseñor; quien se casa, protege; quien da la mano, da el brazo. Cuento con ello. Cada día recibo una nueva injuria y nunca veo que os alteréis. ¿Acaso ese cieno de que me cubren no os salpica, don Alfonso? ¡Vaya, por mi alma, enfadaos un poco, que os vea una vez en la vida enojaros por mí, señor! Que estáis enamorado de mí, me decís algunas veces; estadlo, pues, de mi gloria; que estáis celoso, estadlo de mi reputación. Si he doblado con mi dote vuestros dominios hereditarios; si os he traído en matrimonio, no solamente la Rosa de oro y la bendición del Padre Santo sino lo que ocupa más lugar en la superficie del globo, Siena, Rímini, Cesena, Spoletto y Piombino, y más ciudades que castillos tenéis, y más ducados que baronías teníais; si he hecho de vos el más poderoso caballero de Italia, no es esto una razón para que dejéis que vuestro pueblo me escarnezca, me denigre y me insulte; para que dejéis á vuestra Ferrara señalar con el dedo á toda Europa á vuestra mujer, más despreciada y más bajamente puesta que la sirvienta de los criados de vuestros palafreneros; no es una razón, digo, para que vuestros vasallos no puedan verme pasar entre ellos sin decir: «¡Anda! ¡Esa mujer!...» Pues bien: os lo declaro, señor; quiero que el crimen de hoy sea perseguido y ejemplarmente castigado, ó bien me quejaré al papa, me quejaré al de Valentinois, que está en Forli con quince mil hombres de guerra; ved ahora si vale esto la pena de que os levantéis de vuestro sillón.

Alfonso.—Señora, el crimen de que os quejáis me es conocido.

Lucrecia.—¡Cómo, señor! ¡Os es conocido el crimen y no está descubierto todavía el criminal!

Alfonso.—El criminal está descubierto.

Lucrecia.—¡Vive Dios! Si está descubierto ¿cómo es que no está ya detenido?

Alfonso.—Está detenido, señora.

Lucrecia.—Por mi alma, si está detenido, ¿por qué motivo no está todavía castigado?

Alfonso.—Lo estará. He querido antes saber vuestra opinión sobre el castigo.

Lucrecia.—Habéis hecho bien, monseñor. ¿Dónde está?

Alfonso.—Aquí.

Lucrecia.—¡Ah! ¡aquí! He de hacer un ejemplar, ¿entendéis, señor? Esto es un crimen de lesa majestad, y esos crímenes hacen caer siempre la cabeza que los concibe y la mano que los ejecuta. ¿Conque está aquí? Quiero verle.

Alfonso.—Es fácil. (Llamando.) ¡Bautista!

(El hujier reaparece.)

Lucrecia.—Una palabra aún, señor, antes de que el culpable sea introducido. Quien quiera que fuere ese hombre, aunque fuese de nuestra ciudad, aunque fuese de nuestra casa, don Alfonso, dadme vuestra palabra de duque coronado de que no saldrá vivo de aquí.

Alfonso.—Os la doy. Os la doy, ¿lo entendéis bien, señora?

Lucrecia.—Bien está; sin duda que lo entiendo. Traedle ahora; quiero interrogarle yo misma. ¡Dios mío! ¿qué habré hecho yo á esa gente de Ferrara para que me persiga de este modo?

Alfonso (al hujier).—Haced entrar al preso.

(Ábrese la puerta del fondo. Vese aparecer á Genaro desarmado entre dos partesaneros. En el mismo momento se ve á Rustighello subir la escalera en el pequeño compartimiento de la izquierda, detrás de la puerta secreta; lleva en la mano una bandeja en la cual hay un frasco dorado, otro plateado y dos copas. Pone la bandeja en el alféizar de la ventana, saca su espada y se coloca detrás de la puerta.)

Dramas: Lucrecia Borgia; María Tudor; La Esmeralda; Ruy Blas

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