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PARTE SEGUNDA

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La segunda decoración. La plaza de Ferrara con el balcón ducal á un lado y la casa de Genaro al otro. Es de noche.

ESCENA I

D. ALFONSO, RUSTIGHELLO, embozados en sus capas

Rustighello.—Sí, monseñor, así ha pasado esto. Con no sé qué filtro le ha vuelto á la vida y le ha hecho huir por el patio del palacio Negroni.

Alfonso.—¿Y tú has sufrido eso?

Rustighello.—¿Cómo estorbarlo? Había corrido el cerrojo de la puerta. Yo estaba encerrado.

Alfonso.—Era menester echar la puerta abajo.

Rustighello.—Una puerta de encina; un cerrojo de hierro. ¡Fácil cosa!

Alfonso.—¡No importa! Era preciso romper el cerrojo, entrar y matar á ese hombre.

Rustighello.—En primer lugar, suponiendo que yo hubiese podido derribar la puerta, doña Lucrecia le habría cubierto con su cuerpo. Me hubiese sido forzoso también matar á doña Lucrecia.

Alfonso.—¿Y qué?

Rustighello.—Yo no tenía orden para ello.

Alfonso.—Rustighello, los buenos servidores son los que comprenden á los príncipes sin ocasionarles la molestia de decirlo todo.

Rustighello.—Y luego, habría temido indisponer á Vuestra Alteza con el papa.

Alfonso.—¡Imbécil!

Rustighello.—Era muy delicado, monseñor. ¡Matar á la hija del Padre Santo!

Alfonso.—Y sin matarla ¿no podías acaso gritar, llamarme, advertirme, impedir al amante que se escapase?

Rustighello.—Sí, y luego, al día siguiente Vuestra Alteza se habría reconciliado con doña Lucrecia, y al otro doña Lucrecia me hubiera mandado ahorcar.

Alfonso.—Basta. Me has dicho que aún no se había perdido nada.

Rustighello.—No. Ved: hay una luz en esa ventana. Genaro no ha partido aún. Su criado, á quien sobornó antes la duquesa, lo he sobornado yo á mi vez, y me lo ha revelado todo. En este momento aguarda á su amo junto á la ciudadela con dos caballos ensillados. Genaro va á salir, para reunirse con él ahora mismo.

Alfonso.—En este caso, embosquémonos detrás del ángulo de su casa. La noche es oscura. Le mataremos cuando pase.

Rustighello.—Como vos lo ordenéis.

Alfonso.—¿Es buena tu espada?

Rustighello.—Sí.

Alfonso.—¿Traes puñal?

Rustighello.—Dos cosas hay bajo el cielo difíciles de encontrar: un italiano sin puñal, y una italiana sin amante.

Alfonso.—Está bien. Herirás con ambas manos.

Rustighello.—Monseñor, ¿por qué no dais orden de arrestarle simplemente, y que lo ahorquen luego por sentencia del fiscal?

Alfonso.—Es súbdito de Venecia y sería declarar la guerra á la república. No. Una puñalada viene de no se sabe dónde y no compromete á nadie. El envenenamiento valdría más aún, pero ha fracasado.

Rustighello.—Entonces, ¿queréis, monseñor, que vaya á buscar cuatro esbirros para despacharle, sin que tengáis la molestia de mezclaros en ello?

Alfonso.—No. Maquiavelo me ha dicho á menudo que en estos casos lo mejor era que los príncipes hiciesen las cosas por sí mismos.

Rustighello.—Monseñor, oigo que alguien se acerca.

Alfonso.—Coloquémonos junto á esta pared.

(Ocúltanse en la sombra, bajo el balcón. Aparece Maffio en traje de fiesta, que llega tarareando y va á llamar á la puerta de Genaro.)

ESCENA II

D. ALFONSO y RUSTIGHELLO ocultos; MAFFIO y GENARO

Maffio.—¡Genaro!

(Abren la puerta, apareciendo Genaro.)

Genaro.—¿Eres tú, Maffio? ¿Quieres entrar?

Maffio.—No. Vengo sólo á decirte dos palabras. ¿Decididamente no vienes á cenar con nosotros á casa de la princesa Negroni?

Genaro.—No estoy invitado.

Maffio.—Yo te presentaré.

Genaro.—Hay otra razón que debo decirte. Me marcho.

Maffio.—¿Cómo, partes?

Genaro.—Dentro de un cuarto de hora.

Maffio.—¿Por qué?

Genaro.—Te lo diré en Venecia.

Maffio.—¿Cuestión de amores?

Genaro.—Sí, cuestión de amor.

Maffio.—Te portas mal conmigo, Genaro. Habíamos jurado no abandonarnos nunca, ser inseparables, ser hermanos, y ahora partes sin mí.

Genaro.—¡Vente conmigo!

Maffio.—¡No: ven conmigo tú! Vale más pasar la noche á la mesa con lindas mujeres y alegres convidados, que no en la carretera, entre bandidos y barrancos.

Genaro.—No estabas muy seguro esta mañana de tu princesa Negroni.

Maffio.—Me he informado. Jeppo tenía razón. Es una mujer encantadora y de excelente humor, que gusta de versos y de música. Esto es todo. Vamos, ven conmigo.

Genaro.—No puedo.

Maffio.—¡Partir de noche! Vas á morir asesinado.

Genaro.—Tranquilízate. Adiós. Que te diviertas mucho.

Maffio.—Genaro, me da mala espina tu viaje.

Genaro.—Maffio, me da mala espina tu cena.

Maffio.—¡Si te sucediese alguna desgracia sin estar yo allí!

Genaro.—¿Quién sabe si no tendré que acusarme mañana de haberte abandonado esta noche?

Maffio.—Vamos, decididamente no nos separamos. Cedamos algo cada uno por su parte. Ven esta noche conmigo á casa de la Negroni, y mañana, al rayar el alba, partiremos juntos. ¿Te avienes?

Genaro.—Preciso será que te cuente, Maffio, los motivos de mi repentina partida. Vas á ver si tengo razón.

(Se lleva á Maffio aparte y le habla al oído.)

Rustighello (bajo el balcón, en voz baja á don Alfonso).—¿Atacamos, monseñor?

Alfonso.—Veamos el final de esto.

Maffio (echándose á reir después de la relación de Genaro).—¿Quieres que te lo diga, Genaro? Estás equivocado. No hay en todo ese negocio ni veneno ni contra-veneno. Pura comedia. La Lucrecia está perdidamente enamorada de ti y ha querido hacerte creer que te salvaba la vida, esperando convertir suavemente la gratitud en amor. El duque es un buen hombre, incapaz de envenenar ó asesinar á nadie. Has salvado la vida á su padre, por otra parte, y lo sabe. La duquesa quiere que partas. Está muy bien. Sus amoríos serían, en efecto, más fáciles en Venecia que no en Ferrara. El marido la estorba siempre un poco. En cuanto á la cena de la princesa Negroni será altamente deliciosa. Tú vendrás. ¡Qué diablo, hay que razonar un poco y no exagerar nada! Sabes que soy presidente y que doy buenos consejos. Porque haya habido dos ó tres cenas famosas en las que los Borgias han envenenado, con muy buen vino, á algunos de sus mejores amigos, no se deduce que no deba cenarse absolutamente. No se sigue de aquí que deba verse siempre veneno en el admirable vino de Siracusa; y detrás de todas las bellas princesas de Italia á Lucrecia Borgia. ¡Espectros y cuentos de vieja! Según esto, solamente los niños de pecho estarían seguros de lo que beben y podrían cenar sin inquietud. ¡Por Hércules, Genaro, sé niño ó sé hombre! Vuelve á tomar ama de cría ó ven á cenar.

Genaro.—Á la verdad, es algo extraño huir de noche. Parezco un hombre que tiene miedo. Por otra parte, si hay peligro en cenar, no debo dejar á Maffio solo. Suceda lo que quiera. Es un albur como cualquier otro. Lo dicho. Me presentarás á la princesa Negroni. Me voy contigo.

Maffio (cogiéndole la mano).—¡Dios de verdad! Este es un amigo.

(Salen. Se les ve alejarse hacia el fondo de la plaza. Don Alfonso y Rustighello salen de su escondrijo.)

Rustighello (con la espada desnuda).—Ea, ¿qué esperáis, monseñor? No son más que dos. Encargaos de vuestro hombre y yo me encargo del otro.

Alfonso.—No, Rustighello. Van á cenar á casa de la princesa Negroni. Si estoy bien informado... (Se interrumpe y parece meditar un instante, dejando escapar después una carcajada.) ¡Pardiez! Esto favorecería todavía más mi asunto, y sería una divertida aventura. Esperemos á mañana.

(Entran en palacio.)


Dramas: Lucrecia Borgia; María Tudor; La Esmeralda; Ruy Blas

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