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ESCENA IV

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LUCRECIA, ALFONSO

Alfonso.—¿Qué me queréis, señora?

Lucrecia.—Lo que yo os quiero, don Alfonso, es que no quiero que ese joven muera.

Alfonso.—Hace apenas un instante habéis venido á mi encuentro como la tempestad, irritada y llorosa; os habéis quejado de un ultraje que se os había inferido; habéis reclamado con injurias y gritos la cabeza del culpable; me habéis pedido mi palabra ducal de que no saldría vivo de aquí; os la he lealmente concedido, ¡y ahora no queréis que muera! ¡Por Cristo, señora, que esto es extraño!

Lucrecia.—No quiero que ese joven muera, señor duque.

Alfonso.—Señora, los caballeros tan probados como yo no tienen costumbre de dejar su fe en prenda. Tenéis mi palabra y es menester que la retire. He jurado que el culpable moriría y morirá. Por mi alma, que podéis escoger vos misma el género de muerte.

Lucrecia (con aire risueño y lleno de dulzura).—Don Alfonso, don Alfonso, en verdad que no hacemos más que decir locuras vos y yo. Es cierto que soy una mujer caprichosa; mi padre me ha consentido demasiado ¡qué queréis! Desde mi infancia se ha obedecido á todos mis caprichos. Lo que yo quería hace un cuarto de hora, no lo quiero ya en este momento. Ya sabéis, don Alfonso, que siempre he sido así. Vamos, sentaos ahí, cerca de mí, y hablemos un poco, tierna y cordialmente, como marido y mujer, como dos buenos amigos.

Alfonso (tomando por su parte cierto aire de galantería).—Doña Lucrecia, sois mi señora y me considero harto dichoso con que os plazca tenerme un momento á vuestros pies.

(Siéntase cerca de ella.)

Lucrecia.—¡Qué bueno es entenderse! ¿Sabéis, Alfonso, que os amo como el primer día de mi matrimonio, aquel día en que hicisteis tan deslumbradora entrada en Roma, entre el señor de Valentinois, mi hermano, y el señor cardenal Hipólito de Este, que lo es vuestro? Yo estaba en el balcón de las gradas de San Pedro. ¡Recuerdo aún vuestro hermoso caballo blanco cargado de guarniciones de oro y el noble aspecto de rey que teníais!

Alfonso.—Erais también muy bella vos, señora, y aparecíais bien resplandeciente bajo vuestro dosel de brocado de plata.

Lucrecia.—¡Oh, no me habléis de mí, monseñor, cuando os hablo de vos! Cierto que todas las princesas de Europa me envidian el haberme casado con el mejor caballero de la Cristiandad. Y yo os amo verdaderamente, como si tuviese diez y ocho años. ¿Sabéis que os amo, no es verdad, Alfonso? ¿No lo habéis dudado nunca, á lo menos? Soy fría algunas veces, y distraída; esto proviene de mi carácter y no de mi corazón. Escuchad, Alfonso: si Vuestra Alteza me riñese por ello suavemente, yo me corregiría bien pronto. ¡Qué cosa tan buena es amarnos como lo hacemos! ¡Dadme vuestra mano, dadme un beso, don Alfonso! Á la verdad, pienso ahora en ello, es muy ridículo que un príncipe y una princesa como vos y yo, que están sentados uno al lado de otro en el más bello trono ducal que haya en el mundo, y que se aman, hayan estado á punto de disputar por un miserable capitanete aventurero veneciano. Dad orden para arrojar de aquí á ese hombre y no hablemos más de ello. Que vaya donde le plazca ese pícaro ¿no es verdad, Alfonso? El león y la leona no van á irritarse por un pulgón. ¿Sabéis, monseñor, que si la corona ducal fuese otorgada en certamen al más hermoso caballero de vuestro ducado de Ferrara, seríais vos, también, quien la tendría? Esperad á que vaya á decirle á Bautista de parte vuestra que se ha de expulsar cuanto antes de Ferrara á ese Genaro.

Alfonso.—No corre prisa.

Lucrecia (con aire juguetón).—Quisiera no tener que pensar más en el asunto. Vamos, monseñor, dejadme terminar esta cuestión á mi manera.

Alfonso.—Es menester que termine según la mía.

Lucrecia.—Pero, en fin, Alfonso mío, ¿no tenéis razón alguna para querer la muerte de ese hombre?

Alfonso.—¿Y la palabra que os he dado? El juramento de un rey es sagrado.

Lucrecia.—Esto es bueno para decírselo al pueblo. Pero de vos á mí, Alfonso, ya sabemos lo que es eso. El Padre Santo había prometido á Carlos VIII de Francia la vida de Zizimí, y Su Santidad no por eso dejó de matar á Zizimí. El señor de Valentinois se había constituído bajo palabra en rehenes del mismo niño Carlos VIII, y el señor de Valentinois no por eso dejó de evadirse del campo francés así que pudo. Vos mismo habíais prometido á los Petrucci devolverles Siena. No lo habéis hecho ni debido hacer. ¡Eh! La historia de los países está llena de estas cosas. Ni reyes ni naciones podrían vivir un día con la rigidez de los juramentos que se guardaran. Entre nosotros, Alfonso, una palabra jurada no es una necesidad sino cuando no se presenta otra.

Alfonso.—Sin embargo, doña Lucrecia, un juramento...

Lucrecia.—No me deis esas malas razones. No soy ninguna tonta. Decidme más bien, mi caro Alfonso, si tenéis algún motivo de queja contra ese Genaro. ¿No? Pues bien, concededme su vida. Bien me habéis concedido su muerte. ¿Qué os importa que me plazca perdonarle? Yo soy la ofendida.

Alfonso.—Justamente porque os ha ofendido, amor mío, no quiero concederle mi perdón.

Lucrecia.—Si me amáis, Alfonso, no os opondréis por más tiempo á mis deseos. ¿Y si me place ensayarme en la clemencia? Es un medio para hacerme querer de vuestro pueblo. Quiero que vuestro pueblo me ame. La misericordia, Alfonso, hace asemejar un rey á Jesucristo. Seamos soberanos misericordiosos. Esta pobre Italia tiene bastantes tiranos sin nosotros, desde el barón, vicario del Papa, hasta el Papa, vicario de Dios. Acabemos con esto, querido Alfonso. Poned á ese Genaro en libertad. Es un capricho, si queréis; pero algo tiene de sagrado y de augusto el capricho de una mujer cuando salva la cabeza de un hombre.

Alfonso.—No puedo, querida Lucrecia.

Lucrecia.—¿No podéis? Pero en fin, ¿por qué no podéis concederme una cosa tan insignificante como la vida de ese capitán?

Alfonso.—¿Me preguntáis por qué, amor mío?

Lucrecia.—Sí; ¿por qué?

Alfonso.—Porque ese capitán es vuestro amante, señora.

Lucrecia.—¡Cielos!

Alfonso.—¡Porque le habéis ido á buscar á Venecia! ¡Porque le iríais á buscar al infierno! ¡Porque os he seguido mientras le seguíais! ¡Porque os he visto, enmascarada y palpitante, correr tras él como la loba en pos de su presa! ¡Porque ahora mismo le cubríais con una mirada llena de lágrimas y de fuego! ¡Porque os habéis prostituído á él, sin duda alguna, señora! ¡Porque hay ya bastante vergüenza é infamia y adulterio en todo eso! ¡Porque es tiempo de que vengue mi honor y haga correr alrededor de mi lecho un río de sangre, entendedlo bien, señora!

Lucrecia.—Don Alfonso...

Alfonso.—¡Callad! ¡Velad por vuestros amantes desde ahora, Lucrecia! Poned en la puerta por donde se entra á vuestra cámara nocturna al hujier que queráis; pero en la puerta por donde se sale habrá ahora un portero de mi elección, el verdugo.

Lucrecia.—Monseñor, os juro...

Alfonso.—No juréis. Eso de los juramentos es bueno para el pueblo. No me deis tan malas razones.

Lucrecia.—Si supiérais...

Alfonso.—¡Ved, señora, que aborrezco á toda vuestra abominable familia de los Borgias, y vos la primera, á quien tan locamente he amado! Es menester que os lo diga; es una cosa vergonzosa, sorprendente é inaudita ver aliadas en nuestras dos personas la casa de Este, que vale más que la de Valois y la casa de Tudor, la casa de Este, digo, y la familia Borgia, que ni siquiera se llama Borgia, que se llama Lenzuoli, ó Lenzolio, ¡qué sé yo! ¡Cáusame horror vuestro hermano César, que ha matado á su hermano Juan! ¡Me inspira horror vuestra madre Rosa Vanozza, la vieja ramera, que escandaliza á Roma después de haber escandalizado á Valencia! Y en cuanto á vuestros pretendidos sobrinos los duques de Sermoneto y de Nepi... ¡buenos duques son á fe mía! ¡duques de ayer! ¡duques hechos con ducados robados! Dejadme acabar. Me causa horror vuestro padre, que es papa, y tiene un serrallo de mujeres como el Gran Turco Bayaceto; vuestro padre, que es el Anti-Cristo; vuestro padre, que llena el presidio de personas ilustres y el sacro colegio de bandidos, de tal suerte, que viendo vestidos de rojo á galeotes y cardenales, se pregunta uno quiénes son los unos y quiénes los otros. Idos, ahora.

Lucrecia.—¡Monseñor! ¡monseñor! os pido de rodillas y con las manos juntas, por Jesús y María, por vuestro padre y vuestra madre, monseñor, os pido la vida de ese capitán.

Alfonso.—¡En esto pára el amor! Podréis hacer de su cadáver lo que os plazca, señora, y quiero que sea esto antes de haber pasado una hora.

Lucrecia.—¡Perdón para Genaro!

Alfonso.—Si pudiéseis leer la firme resolución que tengo formada en mi ánimo, me hablaríais de ello como si estuviese ya muerto.

Lucrecia (levantándose).—¡Ah! ¡Tened cuidado, don Alfonso de Ferrara, mi cuarto marido!

Alfonso.—¡Oh, no os hagáis la terrible, señora! En mi alma no os temo. Sé vuestras costumbres. ¡No me dejaré envenenar como vuestro primer esposo, aquel pobre caballero español, cuyo nombre no sé, ni vos tampoco! ¡No me dejaré echar como vuestro segundo marido Juan Sforza, señor de Pésaro, ese imbécil! ¡No me dejaré matar á golpes de pica, en no importa qué escalera, como el tercero, don Alfonso de Aragón, débil niño, cuya sangre ha manchado las losas de otra suerte que si fuese agua pura! ¡Ah, no reza eso conmigo! Yo soy hombre, señora, y el nombre de Hércules se lleva á menudo en mi familia. ¡Vive el cielo! tengo llena de soldados mi ciudad y mi señorío, y yo mismo lo soy y no he vendido aún, como ese pobre rey de Nápoles, mis buenos cañones al papa, vuestro santo padre.

Lucrecia.—Os arrepentiréis de esas palabras, señor. Olvidáis que soy...

Alfonso.—Sé muy bien quién sois, pero sé muy bien dónde os halláis. Sois la hija del papa, pero no estáis en Roma, y sois la gobernadora de Spoletto, pero no estáis en Spoletto; sois la mujer, la vasalla y la sierva de Alfonso, duque de Ferrara, y estáis en Ferrara. (Lucrecia, pálida de terror y de cólera, mira fijamente al duque y retrocede lentamente ante él, hasta un sillón donde viene á caer como desfallecida.) ¡Ah! Eso os sorprende, tenéis miedo de mí, señora. Hasta ahora he sido yo quien ha tenido miedo de vos, y entiendo que no será así de hoy en adelante. Para empezar, he aquí al primero de vuestros amantes cogido y condenado á muerte.

Lucrecia (con voz débil).—Razonemos un poco, don Alfonso. Si este hombre es el mismo que ha cometido para conmigo el crimen de lesa majestad, no puede ser al mismo tiempo mi amante...

Alfonso.—¿Por qué no? ¡En un acceso de despecho, de cólera, de celos! Porque puede estar celoso él, también. Por otra parte ¿yo qué sé? Quiero que este hombre muera. Es mi voluntad. Este palacio está lleno de soldados que me son leales y no conocen á nadie más que á mí. No puede escapar. Nada impediréis, señora. He dejado á Vuestra Alteza la elección del género de muerte. Decidid.

Lucrecia (retorciéndose las manos).—¡Oh Dios mío! ¡Oh Dios mío! ¡Oh Dios mío!

Alfonso.—¿No respondéis? Voy á ordenar que le maten en la antecámara á estocadas.

(Se dispone á salir; Lucrecia le coge por el brazo.)

Lucrecia.—¡Deteneos!

Alfonso.—¿Preferís servirle vos misma un vaso de vino de Siracusa?

Lucrecia.—¡Genaro!

Alfonso.—Es menester que muera.

Lucrecia.—No á estocadas.

Alfonso.—Poco me importa la manera. ¿Qué elegís?

Lucrecia.—Lo otro.

Alfonso.—¿Tendréis cuidado de no equivocaros y de darle vos misma el contenido del frasco de oro que sabéis? Por lo demás, yo estaré allí. No os figuréis que vaya á dejaros.

Lucrecia.—Haré lo que queráis.

Alfonso.—¡Bautista! (El hujier reaparece.) Traed al preso.

Lucrecia.—Sois un hombre terrible, monseñor.

Dramas: Lucrecia Borgia; María Tudor; La Esmeralda; Ruy Blas

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