Читать книгу Dramas: Lucrecia Borgia; María Tudor; La Esmeralda; Ruy Blas - Victor Hugo - Страница 27
ESCENA VI
ОглавлениеLUCRECIA, GENARO
(Vese siempre en el compartimiento á Rustighello, inmóvil detrás de la puerta secreta.)
Lucrecia.—¡Genaro! ¡Estáis envenenado!
Genaro.—¡Envenenado, señora!
Lucrecia.—¡Envenenado!
Genaro.—Habría debido conocerlo, habiéndome escanciado vos el vino.
Lucrecia.—¡Oh, no me agobiéis, Genaro! No me quitéis las pocas fuerzas que me quedan, de las cuales tengo necesidad aún por algunos instantes. Oídme: el duque está celoso de vos; el duque os cree mi amante, y no me ha dejado otra alternativa que la de veros dar de puñaladas delante de mí por Rustighello ó daros yo misma el veneno. Un veneno terrible, Genaro, un veneno cuyo solo nombre hace palidecer á todo italiano que sabe la historia de los últimos veinte años.
Genaro.—Sí, los venenos de los Borgias.
Lucrecia.—De él habéis bebido. Nadie en el mundo conoce el antídoto de esta composición terrible, nadie, excepto el papa, el señor de Valentinois y yo. Tomad, ved esta redomilla que llevo oculta siempre en mi seno. Esta redomilla, Genaro, es la vida, es la salud, es la salvación. Una sola gota en vuestros labios y estáis salvado.
(Quiere aproximar la redoma á los labios de Genaro, que retrocede.)
Genaro (mirándola fijamente).—Señora, ¿quién me dice que no sea ese el veneno?
Lucrecia (cayendo aniquilada en el sillón).—¡Dios mío! ¡Dios mío!
Genaro.—¿No os llamáis Lucrecia Borgia? ¿Creéis que no me acuerdo del hermano de Bayaceto? Sí; sé un poco de historia... Hiciéronle creer, á él también, que estaba envenenado por Carlos VIII y se le dió un antídoto del cual murió. Y la mano que le presentó el antídoto es la que tiene ahora esa redoma. ¡Y la boca que le dijo que bebiera, hela aquí, me habla!
Lucrecia.—¡Miserable de mí!
Genaro.—Oíd, señora, no me engañan vuestras apariencias de amor. Abrigáis algún siniestro designio sobre mí. Esto se ve. Debéis saber quién soy. En este momento se lee en vuestro rostro que lo sabéis; fácil es conocer que alguna razón poderosa tendréis para no decírmelo nunca. Vuestra familia debe conocer á la mía, y quizás á estas horas no es de mí de quien os vengáis envenenándome, sino, ¿quién sabe?, de mi madre...
Lucrecia.—¡Vuestra madre, Genaro! Quizás la veis distinta de lo que es. ¿Qué diríais si no fuese más que una mujer criminal como yo?
Genaro.—No la calumniéis. ¡Oh, no, mi madre no es una mujer como vos, doña Lucrecia! ¡Oh! la siento en mi corazón y la sueño en mi alma tal como es; tengo su imagen aquí, nacida conmigo; no la amaría como la amo si no fuese digna de mí. El corazón de un hijo no se engaña sobre su madre. La aborrecería si pudiese parecerse á vos. Pero, no, no; hay algo en mí que me dice muy alto que mi madre no es una de esas infames culpables de incesto, de lujuria y de envenenamiento como vosotras, las hermosas mujeres de este tiempo. ¡Oh Dios! Estoy bien seguro de ello; ¡si hay bajo el cielo una mujer inocente, una mujer virtuosa, una mujer santa, es mi madre! ¡Oh! Así es ella y no de otra manera. La conocéis sin duda, doña Lucrecia, y no me desmentiréis.
Lucrecia.—¡No, á esa mujer, Genaro, á esa madre, no la conozco!
Genaro.—Pero ¿ante quién estoy hablando así? ¿Qué os importan á vos, Lucrecia Borgia, las alegrías ó los dolores de una madre? No habéis tenido hijos nunca, dicen, y debéis sentiros bien venturosa. Porque vuestros hijos, si los tuviéseis, ¿sabéis que renegarían de vos, señora? ¿Qué desdichado, bastante dejado de la mano del cielo, quisiera una madre semejante? ¡Ser hijo de Lucrecia Borgia! ¡Llamar madre á Lucrecia Borgia! ¡Oh!...
Lucrecia.—Genaro, estáis envenenado; el duque, que os cree muerto, puede llegar de un momento á otro. No debería pensar yo más que en vuestra salvación y en vuestra fuga, pero me decís cosas tan terribles, que no me queda más que permanecer ahí, petrificada, oyéndolas.
Genaro.—Señora...
Lucrecia.—Veamos; se ha de acabar. Maltratadme, agobiadme con vuestro desprecio; pero, estáis envenenado; bebed esto en seguida.
Genaro.—¿Qué debo creer yo, señora? El duque es leal; he salvado la vida á su padre. Vos, no; os he ofendido y tenéis que vengaros de mí.
Lucrecia.—¡Vengarme de ti, Genaro! Si fuera menester dar toda mi vida para añadir una hora á la tuya, derramar toda mi sangre para impedir que vertieses una lágrima, sentarme en la picota para colocarte sobre un trono, pagar con una tortura del infierno cada uno de tus menores placeres, no vacilaría yo, no murmuraría, sería feliz y besaríate los pies, Genaro. ¡Oh, no sabrás tú nunca nada de mi pobre corazón sino que está lleno de ti! Genaro, el tiempo urge, el veneno corre, de un momento á otro lo sentirás... un poco más y no será ya tiempo. La vida abre en este momento dos espacios oscuros delante de ti, pero el uno tiene menos minutos que años el otro. La elección es terrible. Deja que yo te guíe. Ten piedad de ti y de mí, Genaro. ¡Bebe pronto, en nombre del cielo!
Genaro.—Bueno; está bien. Si hay un crimen en esto, caiga sobre vuestra cabeza. Después de todo, digáis ó no verdad, no vale mi vida la pena de ser tan disputada. Dadme.
(Toma la redomilla y bebe.)
Lucrecia.—¡Salvado! Ahora es menester partir para Venecia á caballo y á escape. ¿Tienes dinero?
Genaro.—Tengo.
Lucrecia.—El duque te cree muerto. Fácil será ocultarle tu fuga. Espera; guarda ese frasco y llévalo siempre encima. En tiempos como los que vivimos, el veneno figura en todos los convites. Tú, sobre todo, estás expuesto. Ahora, parte pronto. (Mostrándole la puerta secreta que entreabre.) Baja por esta escalera que comunica con uno de los patios del palacio Negroni. Fácil te será evadirte por allí. No esperes hasta mañana, no esperes la puesta de sol, no esperes una hora, ni siquiera media. Abandona á Ferrara en seguida, abandona á Ferrara como si fuese Sodoma que arde, y no vuelvas la vista atrás. ¡Adiós! espera un instante. ¡Tengo una última palabra que decirte, Genaro mío!
Genaro.—Hablad, señora.
Lucrecia.—Te digo adiós en este momento, Genaro, para no volver á verte jamás. No has de pensar ya encontrarte alguna vez en mi camino. Es la sola dicha que tendría yo en el mundo; pero sería arriesgar tu cabeza. Henos aquí separados para siempre en esta vida; ¡ay! ¡harto segura estoy también de que lo mismo estaremos separados en la otra! Genaro, ¿no me dirás una sola palabra de cariño antes de abandonarme así por una eternidad?
Genaro (bajando los ojos).—Señora...
Lucrecia.—¡Acabo de salvarte la vida, en fin!...
Genaro.—Así lo decís. Todo esto me parece lleno de tinieblas. No sé qué pensar. Ved, señora, todo puedo perdonároslo excepto una cosa.
Lucrecia.—¿Cuál?
Genaro.—Juradme por todo cuanto os es caro, por mi propia cabeza, puesto que me amáis, por la salvación eterna de mi alma, que vuestros crímenes no tienen que ver nada con las desgracias de mi madre.
Lucrecia.—Todas las palabras son formales en vos, Genaro. No puedo juraros eso.
Genaro.—¡Oh madre! ¡madre mía! He aquí la espantosa mujer que ha causado tu desgracia.
Lucrecia.—Genaro...
Genaro.—Lo habéis confesado, señora. ¡Adiós! ¡Maldita seáis!
Lucrecia.—Y tú, Genaro, ¡bendito seas!
(Sale. Lucrecia cae desvanecida en el sillón.)