Читать книгу Dramas: Lucrecia Borgia; María Tudor; La Esmeralda; Ruy Blas - Victor Hugo - Страница 26
ESCENA V
ОглавлениеLos mismos, GENARO, los guardias
Alfonso.—¿Qué es lo que he oído decir, señor Genaro? ¿Que lo que habéis hecho esta mañana sólo ha sido por aturdimiento y bravata, y sin mala intención; que la señora duquesa os perdona, y que por otra parte sois un valiente? Por mi madre, si es así, podéis volveros sano y salvo á Venecia. Á Dios no plazca que prive yo á la magnífica república de Venecia de un buen servidor, y á la cristiandad de un brazo fiel que lleva una fiel espada cuando hay allende las aguas de Chipre y de Candía idólatras y sarracenos.
Genaro.—Enhorabuena, monseñor. No me esperaba, lo confieso, este desenlace. Pero doy las gracias á Vuestra Alteza. La clemencia es una virtud de raza real, y Dios perdonará allá arriba al que perdona aquí abajo.
Alfonso.—Capitán, ¿es buen servicio el de la república? ¿Cuánto ganáis un año con otro?
Genaro.—Tengo una compañía de cincuenta lanzas, monseñor, que pago y visto. La serenísima república, sin contar los gajes y las presas, me da dos mil cequíes de oro por año.
Alfonso.—¿Y si yo os ofreciese cuatro mil, me serviríais á mí?
Genaro.—No podría. Debo servir aún cinco años á la república. Estoy ligado.
Alfonso.—¿Cómo ligado?
Genaro.—Por juramento.
Alfonso (bajo á Lucrecia).—Parece que esa gente cumple los suyos, señora. (Alto.) No hablemos más de ello, señor Genaro.
Genaro.—No he cometido ninguna cobardía para salvar la vida, pero puesto que Vuestra Alteza me la deja, he aquí lo que puedo decir ahora. Vuestra Alteza se acordará de que en el asalto de Faenza, hace dos años, monseñor el duque Hércules de Este, vuestro padre, corrió gran peligro de perecer á manos de dos arcabuceros del Valentinois que iban á matarle. Un soldado aventurero le salvó la vida.
Alfonso.—Sí, y nunca se ha podido encontrar á ese soldado.
Genaro.—Era yo.
Alfonso.—Pardiez, capitán, esto merece recompensa. ¿No aceptaríais por acaso esta bolsa llena de cequíes de oro?
Genaro.—Hacemos juramento cuando entramos al servicio de la república de no recibir dinero alguno de los soberanos extranjeros. Con todo, si Vuestra Alteza me lo permite, tomaré esta bolsa y la distribuiré en mi nombre á los bravos soldados que veo aquí.
(Muestra los guardias.)
Alfonso.—Hacedlo. (Genaro toma la bolsa.) Pero, entonces, beberéis conmigo, siguiendo la misma costumbre que mis antepasados, á fuer de buenos amigos como somos, un vaso de mi vino de Siracusa.
Genaro.—De muy buena gana, señor.
Alfonso.—Y para honrar á quien ha salvado nada menos que á mi padre, quiero que sea la señora duquesa en persona quien os escancie el vino. (Genaro se inclina y se vuelve para ir á distribuir el dinero á los soldados en el fondo del teatro. El duque llama): ¡Rustighello! (Rustighello aparece con la bandeja.) Pon la bandeja ahí, sobre esa mesa. Bien. (Cogiendo á Lucrecia por la mano.) Señora, escuchad lo que voy á decirle á ese hombre. Rustighello, vuelve á colocarte detrás de esa puerta con tu espada desnuda en la mano; si oyes el sonido de esta campanilla, entrarás. Anda. (Rustighello sale, y se ve cómo vuelve á colocarse detrás de la puerta.) Señora, le echaréis vos misma de beber al joven, y tendréis cuidado de escanciarle lo que hay en el frasco de oro.
D. Alfonso (aparte).—Ya está...
Lucrecia (pálida, con voz débil).—Si supiéseis lo que hacéis en este momento, y cuán horrible cosa es, os estremeceríais, por desnaturalizado que seáis, monseñor.
Alfonso.—Tened cuidado con no equivocar el frasco. Vamos, capitán.
(Genaro, que ha terminado su distribución del dinero, vuelve al proscenio. El duque se sirve de beber en una de las dos copas esmaltadas con el frasco de plata, y toma la suya, llevándola á sus labios.)
Genaro.—Estoy confuso con tantas bondades, señor.
Alfonso.—Señora, escanciadle vino al señor Genaro. ¿Qué edad tenéis, capitán?
Genaro (tomando la otra copa y presentándola á la duquesa).—Veinte años.
Alfonso (bajo, á la duquesa, que trata de coger el frasco de plata).—El frasco de oro, señora. (Lucrecia le toma temblando.) ¡Bravo! ¿Y andaréis enamorado?...
Genaro.—¿Quién no lo está un poco, monseñor?
Alfonso.—¿Sabéis, señora, que hubiera sido una crueldad privar al capitán de la vida, del amor, del sol de Italia, de las ilusiones de los veinte años, de su gloriosa carrera de soldado y de aventurero por la cual han empezado todas las casas reales, de las fiestas, de los bailes de máscaras, de los alegres carnavales de Venecia donde se engaña á tantos maridos, y de las hermosas mujeres que ese joven puede amar y que deben amarle? ¿No es verdad, señora? Dad de beber al capitán. (Por lo bajo.) Si vaciláis, hago entrar á Rustighello.
Genaro.—Os doy gracias, monseñor, por dejarme vivir para mi pobre madre.
Lucrecia (aparte).—¡Oh, qué horror!
Alfonso (bebiendo).—¡Á vuestra salud, capitán Genaro; que viváis muchos años!
Genaro.—¡Monseñor, Dios os conserve!
(Bebe.)
Lucrecia (aparte).—¡Cielos!
Alfonso (aparte).—Ya está. (Alto.) Y con esto, os dejo, capitán. Partiréis para Venecia cuando queráis. (Bajo, á Lucrecia.) Dadme las gracias, señora, os dejo á solas con él. Debéis tener que despediros. Vivid con él, si así os parece, su último cuarto de hora.