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ESCENA I

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LUCRECIA, GUBETTA

Lucrecia.—¿Está dispuesto todo para esta noche, Gubetta?

Gubetta.—Sí, señora.

Lucrecia.—¿Estarán los cinco?

Gubetta.—Todos cinco.

Lucrecia.—Me han ultrajado muy cruelmente, Gubetta.

Gubetta.—No estaba yo allí, señora.

Lucrecia.—No han tenido compasión.

Gubetta.—¿Os han dicho vuestro nombre, alto y claro?

Lucrecia.—No me han dicho mi nombre, Gubetta; me lo han escupido al rostro.

Gubetta.—¿En pleno baile?

Lucrecia.—Delante de Genaro.

Gubetta.—¡Vaya unos atolondrados! ¡Salir de Venecia para venirse á Ferrara! Verdad es que no les quedaba otro remedio habiendo sido designados por el Senado para formar parte de la embajada que llegó la otra semana.

Lucrecia.—¡Oh! Me aborrece y me desprecia ahora, y es por culpa suya. ¡Ah, Gubetta! ¡Me vengaré de ellos!

Gubetta.—En hora buena; esto es hablar. Habéis abandonado vuestras fantasías de misericordia; ¡alabado sea Dios! Estoy mucho más á mis anchas con Vuestra Alteza cuando es natural, como en este caso. Por lo menos, me reconozco mejor. Entended, señora, que un lago es lo contrario de una isla; una torre, lo contrario de un pozo; un acueducto, lo contrario de un puente, y yo tengo el honor de ser lo contrario de un personaje virtuoso.

Lucrecia.—Genaro está con ellos. Cuidado que le suceda nada.

Gubetta.—Si nos convirtiéramos, vos en buena mujer y yo en hombre de bien, sería cosa monstruosa.

Lucrecia.—Cuida de que no le suceda nada á Genaro, te digo.

Gubetta.—Estad tranquila.

Lucrecia.—¡Quisiera sin embargo verle todavía una vez más!

Gubetta.—¡Vive Dios, señora, Vuestra Alteza le ve todos los días! Habéis ganado á su criado para que determinase á su amo á alojarse ahí, en esa bicoca, frente á frente de vuestro balcón, y desde vuestra ventana enrejada tenéis todos los días el inefable goce de ver entrar y salir al susodicho gentil-hombre.

Lucrecia.—Digo que quisiera hablarle, Gubetta.

Gubetta.—Nada más sencillo. Enviadle á decir por vuestro porta-manto Astolfo, que Vuestra Alteza lo espera hoy á tal hora en palacio.

Lucrecia.—Lo haré, Gubetta; ¿pero querrá venir?

Gubetta.—Retiraos, señora, creo que va á pasar por aquí dentro un momento con los estorninos en cuestión.

Lucrecia.—¿Te toman siempre por el conde de Belverana?

Gubetta.—Me creen español desde los talones hasta las cejas. Soy uno de sus mejores amigos. Les pido dinero á préstamo.

Lucrecia.—¡Dinero! ¿Para qué?

Gubetta.—¡Pardiez! para tenerlo. Por otra parte, nada más provechoso que hacer de mendigo y tirarle de la cola al diablo.

Lucrecia (aparte).—¡Dios mío! ¡Haced que no le suceda nada á mi Genaro!

Gubetta.—Y á propósito, señora; se me ocurre una reflexión.

Lucrecia.—¿Cuál?

Gubetta.—Que es menester que la cola del diablo esté soldada, enclavijada y atornillada en la espalda con extraordinaria solidez para que resista á la innumerable multitud de gentes que tiran de ella perpetuamente.

Lucrecia.—Todo te mueve á risa, Gubetta.

Gubetta.—Es una manía como cualquier otra.

Lucrecia.—Creo que están aquí.—Piensa en todo.

(Entra en palacio por la puertecilla bajo el balcón.)

Dramas: Lucrecia Borgia; María Tudor; La Esmeralda; Ruy Blas

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