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ESCENA I

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GUBETTA, GENARO (vestido de capitán), APÓSTOLO GAZELLA, MAFFIO ORSINI, ASCANIO PETRUCCI, OLOFERNO VITELLOZZO, LIVERETTO

(Jóvenes caballeros, magníficamente vestidos, con sus antifaces en la mano, conversan en el terrado.)

Oloferno.—Vivimos en una época en que los hombres consuman tantos actos horribles, que ya no se habla de ese; pero seguro es que jamás se ha conocido un hecho tan siniestro y misterioso.

Ascanio.—Un acto tenebroso, por hombres que lo son también.

Jeppo.—Yo conozco bien los hechos, señores, pues me los ha referido mi primo, el cardenal Carriale, que es la persona mejor informada... ya conocéis al cardenal, aquel que tuvo tan empeñada disputa con el cardenal Riario sobre la guerra contra Carlos VIII de Francia.

Genaro (bostezando).—¡Ah! hete aquí que Jeppo comienza con sus historias... Por mi parte no quiero escuchar, porque ya estoy cansado de oir.

Maffio.—Esas cosas no te interesan, Genaro, y me parece muy natural. Tú eres un bravo capitán aventurero, que lleva un nombre de capricho; no conoces á tu padre ni á tu madre, aunque no se duda seas caballero, á juzgar por tu modo de manejar la espada; pero todo cuanto se sabe de tu nobleza es que te bates como un león. Á fe mía, somos compañeros de armas, y lo que te digo no es para ofenderte. Si me salvaste la vida en Rímini, yo te la salvé en el puente de Vicencio; nos hemos jurado mutuo auxilio así en guerra como en amor; vengarnos juntos cuando necesario sea y tener por enemigos, yo los tuyos, y tú los míos. Un astrólogo nos predijo que moriríamos el mismo día, y dímosle diez cequíes de oro por su pronóstico. No somos amigos, sino hermanos. En fin, tú tienes la suerte de llamarte simplemente Genaro, de no conocer pariente alguno, y de que no te persiga ninguna de esas fatalidades inherentes á los nombres históricos. ¡Eres feliz! ¿Qué te importa lo que pasa ni lo que ha pasado, con tal que haya siempre hombres para la guerra y mujeres para el placer? ¿Qué te importa la historia de las familias ni de las ciudades, á ti que no tienes patria ni familia? Para nosotros, amigo Genaro, es diferente; tenemos derecho á interesarnos en las catástrofes de nuestra época; nuestros padres y nuestras madres han intervenido en esa tragedia; y casi todas nuestras familias visten de luto aún.—Dinos cuanto sepas, Jeppo.

Genaro. (Déjase caer en un sillón, en la actitud del que se propone dormir.)—Me despertaréis cuando Jeppo haya concluído.

Jeppo.—Comienzo. En el año mil cuatrocientos noventa...

Gubetta (Desde un rincón.)—Noventa y siete.

Jeppo.—Eso es, noventa y siete. Era cierta noche de un miércoles á jueves...

Gubetta.—No, de un martes á miércoles.

Jeppo.—Tenéis razón.—Aquella noche, pues, un barquero del Tíber, que estaba echado en su barca, custodiando sus mercancías, presenció algo espantoso; hallábase un poco más abajo de la iglesia de San Jerónimo, y serían como las cinco de la madrugada. El buen hombre vió avanzar en la oscuridad, por el camino que hay á la izquierda del templo, dos hombres á pie, mirando á un lado y otro, cual si estuvieran inquietos; después aparecieron otros dos, y luego un tercero, hasta que se reunieron siete; sólo uno de ellos iba montado. La noche estaba muy oscura, y en todas las casas que dan al Tíber veíase sólo una ventana iluminada. Los siete hombres se aproximaron á la orilla del río; el jinete hizo dar media vuelta á su caballo, y entonces el barquero vió claramente en la grupa unas piernas que pendían por un lado, mientras que la cabeza y los brazos colgaban por el otro: era el cadáver de un hombre. Mientras sus compañeros vigilaban en los ángulos de las calles, dos hombres cogieron el cuerpo, balanceáronle dos ó tres veces con fuerza y arrojáronle en medio del Tíber. Apenas el cadáver tocó el agua, el jinete hizo una pregunta, á la que los otros dos contestaron: «Sí, Excelencia.» Entonces el caballero se volvió hacia el Tíber, y como viese alguna cosa negra que flotaba en el agua, preguntó qué era aquello. «Señor, le contestaron, es la capa del difunto.» Uno de los hombres arrojó entonces algunas piedras sobre la capa, hasta que se hundió; y hecho esto alejáronse todos, tomando el camino que conduce á San Jaime. He aquí lo que el barquero vió.

Maffio.—¡Lúgubre aventura! ¿Sería algún personaje el que esos hombres echaron al agua? Ese jinete me da mucho que pensar. ¡El asesino montado y el muerto en la grupa del cuadrúpedo! ¡Es cosa rara!

Gubetta.—En ese caballo iban los dos hermanos.

Jeppo.—Vos lo habéis dicho, caballero Belverana: el cadáver era el de Juan Borgia, y el jinete era César Borgia.

Maffio.—¡Familia de diablos es la de los Borgias! Y decidme, Jeppo, ¿por qué el hermano cometió aquel fratricidio?

Jeppo.—No os lo diré, pues la causa del asesinato es tan abominable, que debe ser un pecado mortal hasta el hablar de ello.

Gubetta.—Pues yo os lo diré: César, cardenal entonces, mató á Juan, duque de Gandía, porque los dos hermanos amaban á la misma mujer.

Maffio.—¿Y quién era esa mujer?

Gubetta.—Su hermana.

Jeppo.—Basta, señor de Belverana; no pronunciéis ante nosotros el nombre de esa mujer monstruosa; ni una sola de nuestras familias ha dejado de ser objeto de sus iniquidades.

Maffio.—¿No había de por medio alguna criatura?

Jeppo.—Sí, un niño, hijo de Juan Borgia.

Maffio.—Ese niño sería ahora un hombre.

Oloferno.—Ha desaparecido.

Jeppo.—¿Fué César Borgia quien consiguió sustraerlo á la madre, ó fué ésta quien se lo quitó á César? Nadie ha sabido contestar á esta pregunta.

Apóstolo.—Si es la madre quien oculta al hijo, hace bien. Desde que César Borgia llegó á ser duque de Valentinois, ha mandado dar muerte, como ya sabéis, sin contar á su hermano Juan, á sus dos sobrinos, á los hijos del príncipe de Esquilache, y á su primo, el cardenal Francisco Borgia: ese hombre tiene la fiebre de matar á sus parientes.

Jeppo.—¡Pardiez! quiere ser el único Borgia, á fin de heredar todos los bienes del papa.

Ascanio.—Esa hermana que no queréis nombrar, Jeppo, emprendió en la misma época, según creo, una peregrinación secreta al monasterio de San Sixto para encerrarse allí, sin que se supiera por qué.

Jeppo.—Creo que sí. Sin duda fué para separarse del señor Juan Sforza, su segundo marido.

Maffio.—¿Y cómo se llamaba el barquero que vió todo eso?

Jeppo.—Lo ignoro.

Gubetta.—Se llamaba Jorge Schiavone, y ocupábase en conducir leña á Ripetta por el Tíber.

Maffio (en voz baja á Ascanio).—He ahí á un extranjero que parece mejor enterado de nuestros asuntos que nosotros mismos.

Ascanio (en voz baja).—Yo desconfío de ese caballero de Belverana; mas no profundicemos la cuestión porque tal vez habría en esto algún peligro.

Jeppo.—¡Ah, señores! ¡En qué tiempos vivimos! ¿Conocéis algún sér humano que pueda confiar hoy en vivir mañana en esta pobre Italia, asolada por la guerra y por los Borgias?

Apóstolo.—Hablando de otra cosa, señores, creo que todos debemos formar parte de la embajada que la república de Venecia envía al duque de Ferrara, para felicitarle por haber recobrado á Rímini de los Malatesta. ¿Cuándo iremos á Ferrara?

Oloferno.—Decididamente será pasado mañana. Sin duda sabréis que ya están nombrados los dos embajadores, que son el senador Tiópolo y el general Grimani.

Apóstolo.—¿Vendrá con nosotros el capitán Genaro?

Maffio.—¡Indudablemente! Genaro y yo no nos separamos nunca.

Ascanio.—Debo hacer una observación importante, señores, y es que se bebe el vino de España mientras estamos aquí.

Maffio.—Volvamos al palacio. ¡Eh! Genaro. (Á Jeppo.) ¡Calle! se ha dormido de veras cuando referíais vuestra historia.

Jeppo.—Que duerma.

(Salen todos excepto Gubetta.)

Dramas: Lucrecia Borgia; María Tudor; La Esmeralda; Ruy Blas

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