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ESCENA V

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GENARO y LUCRECIA

Lucrecia.—Este terrado está oscuro y desierto; aquí puedo quitarme la careta, y quiero que veáis mi rostro, Genaro.

(Se descubre.)

Genaro.—¡Sois muy hermosa!

Lucrecia.—¡Mírame bien, Genaro, y dime que no te causo horror!

Genaro.—¡Causarme horror, señora! ¿Y por qué? Muy por el contrario, siento en el fondo del corazón algo que me atrae á vos.

Lucrecia.—¿Crees que podrías amarme, Genaro?

Genaro.—¿Por qué no? Sin embargo, señora, quiero ser franco; siempre habrá una mujer á quien amaré más que á vos.

Lucrecia (sonriendo).—Ya lo sé, la linda Fiametta.

Genaro.—No.

Lucrecia.—¿Pues quién?

Genaro.—Mi madre.

Lucrecia.—¡Tu madre! ¡Oh Genaro mío! ¿La amas mucho?

Genaro.—Sí; y eso que jamás la he visto. ¿No os parece esto muy singular? Mirad, no sé por qué siento una inclinación á confiarme á vos, y voy á revelaros un secreto que aún no he comunicado á nadie, ni siquiera á mi hermano de armas, á Maffio Orsini. Es extraño descubrirse así al primero que llega; pero me parece que vos no sois para mí una desconocida.—Capitán aventurero, que ignora cuál es su familia, fuí educado en Calabria por un pescador de quien me creía hijo. El día que cumplí diez y seis años, el buen hombre me dijo que no era mi padre, y algún tiempo después, presentóse un gran señor que, después de armarme de caballero, se marchó sin levantar siquiera la visera de su casco. Más tarde, llegó un hombre vestido de negro, y entregóme una carta; abríla y supe que era de mi madre, á quien no conocía; pero que á mi entender era buena, benigna, tierna, hermosa como vos; mi madre, á quien adoraba con toda mi alma. En aquella misiva, sin darme á conocer nombre alguno, manifestábaseme que era noble, de una familia distinguida, y que mi madre era muy desgraciada.

Lucrecia.—¡Buen Genaro!

Genaro.—Desde aquel día me hice aventurero, pues siendo algo por mi cuna, quería serlo también por mi espada. He corrido toda la Italia; pero el primer día de cada mes, hálleme donde quiera, veo llegar siempre al mismo mensajero, quien me entrega una carta de mi madre, recibe la contestación y se va; nada me dice, ni yo tampoco, porque es sordo-mudo.

Lucrecia.—¿Conque no sabes nada de tu familia?

Genaro.—Sé que tengo madre, y que es desgraciada, y que yo daría mi vida en este mundo por verla llorar, y en el otro por verla sonreir. Esto es todo.

Lucrecia.—¿Qué haces con sus cartas?

Genaro.—Todas las tengo sobre el corazón. Nosotros, los hombres de guerra, arriesgamos siempre la piel, presentando el pecho á la punta de las espadas, y las cartas de una madre son una buena coraza.

Lucrecia.—¡Noble corazón!

Genaro.—¿Queréis ver su escritura? He aquí una de sus cartas. (Saca del pecho un papel, lo besa y entrégaselo á Lucrecia.) Leed.

Lucrecia (leyendo):

«... No trates de conocerme, Genaro mío, antes del día que yo te señale. Soy muy digna de compasión; estoy rodeada de parientes sin piedad, que te matarían, como mataron á tu padre. El secreto de tu nacimiento, hijo mío, quiero ser yo la única en conocerlo. Si tú lo supieses, es cosa tan triste al par que tan ilustre, que no podrías callarlo; la juventud es confiada; no conoces, como yo, los peligros que te rodean; ¿quién sabe? querrías arrostrarlos por bravata de joven, hablarías ó dejarías que lo adivinasen y no vivirías ya dos días. ¡Oh, no! conténtate con saber que tienes una madre que te adora, y que día y noche vela por tu vida. Genaro mío, hijo mío, tú eres todo lo que amo en la tierra; mi corazón se deshace cuando pienso en ti.»

(Interrúmpese para enjugar una lágrima.)

Genaro.—¡Cuán tiernamente leéis eso! Diríase, no que leéis, sino que estáis hablando.—¡Ah! ¡Lloráis!—Sois buena, señora, y os agradezco que lloréis de lo que me escribe mi madre. (Vuelve á tomar la carta, la besa de nuevo y la vuelve á poner en su pecho.) Sí; ya veis, ha habido muchos crímenes en torno de mi cuna. ¡Pobre madre mía! ¿No es verdad que ya comprendéis ahora que me entretengo poco en galanteos y amoríos porque no tengo más que un pensamiento en el corazón, mi madre? ¡Oh! ¡Librar á mi madre! ¡Servirla, vengarla, consolarla, qué felicidad! Ya pensaré después en el amor. Todo lo que hago, es para hacerme digno de mi madre. Hay muchos aventureros que no son escrupulosos y se batirían por Satanás después de haberse batido por San Miguel; yo, no; no sirvo más que causas justas; quiero poder depositar un día á los pies de mi madre una espada limpia y leal como la de un emperador. Ved, señora; me han ofrecido un ventajoso cargo al servicio de esa infame Lucrecia Borgia y he rehusado.

Lucrecia.—¡Genaro! ¡Genaro! ¡Tened piedad de los malos! No sabéis lo que pasa en su corazón.

Genaro.—No tengo piedad de la que sin piedad se muestra. Pero, dejemos eso, señora, y ahora que os he dicho quién soy, haced vos lo mismo, y decidme á vuestra vez quién sois.

Lucrecia.—Una mujer que os ama, Genaro.

Genaro.—Pero ¿vuestro nombre?...

Lucrecia.—No me preguntéis más.

(Antorchas. Entran con estruendo Jeppo y Maffio. Lucrecia vuelve á ponerse el antifaz precipitadamente.)

Dramas: Lucrecia Borgia; María Tudor; La Esmeralda; Ruy Blas

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