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CINCO

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Kilorn me encontrará dondequiera que yo intente esconderme, así que no me detengo. Corro como si pudiera dejar atrás lo que le causé a Gisa, la forma en que le fallé a Kilorn, cómo lo destruí todo. Pero ni siquiera pude escapar de la mirada de mi madre cuando llevé a Gisa hasta la puerta de nuestra casa. Vi la sombra de la desesperación en su rostro y corrí antes de que mi padre apareciera en su silla de ruedas. No habría podido enfrentarlos a ambos. Soy una cobarde.

Así que corro hasta que ya no puedo pensar, hasta que se desvanecen todos los malos recuerdos, hasta que sólo puedo sentir que los músculos me arden. Incluso me digo a mí misma que las lágrimas que corren por mis mejillas son gotas de lluvia.

Cuando al fin aminoro el paso para recuperar el aliento, estoy fuera de la aldea, y he avanzado un par de kilómetros por el terrible camino del norte. Las luces se filtran entre los árboles en una curva e iluminan una hostería, una de las muchas que hay en los viejos caminos. Está a reventar, como cada verano, llena de sirvientes y trabajadores estacionales que siguen a la corte real. Ellos no viven en Los Pilotes, no conocen mi cara, de manera que son presa fácil para el robo. Todos los veranos hago lo mismo, y Kilorn siempre me acompaña, sonriendo junto a una bebida mientras me mira trabajar. Supongo que ya no veré su sonrisa mucho tiempo.

Unos hombres salen de la hostería tropezando y soltando risotadas, borrachos y felices. Sus monederos tintinean, pesados con el salario del día. Dinero plateado por servir, sonreír e inclinarse ante monstruos vestidos como señores.

Yo causé mucho daño hoy, mucho dolor a quienes más quiero. Debería dar la vuelta e irme a casa, para al menos enfrentarme a ellos con un poco de valor. En cambio, me acomodo bajo las sombras de la hostería, contenta de permanecer en la oscuridad.

Supongo que para lo único que sirvo es para causar dolor.

No pasa mucho tiempo antes de que las bolsas de mi saco se llenen. Los borrachos salen cada pocos minutos y yo me apretujo contra ellos, exhibiendo una sonrisa enorme para ocultar mis manos. Nadie se da cuenta, a nadie le importa siquiera, cuando yo desaparezco de nuevo. Soy una sombra, y nadie recuerda a las sombras.

La medianoche llega y se va y yo sigo aquí, esperando. Arriba, la luna es un recordatorio brillante del tiempo, de que debería haberme ido hace mucho. Un último bolsillo, me digo. Uno más y me marcharé. Lo he estado diciendo durante la última hora.

No me lo pienso dos veces cuando sale el cliente siguiente. Mira al cielo y no me ve. Es demasiado fácil estirar la mano, demasiado fácil enganchar el cordón de su portamonedas con un dedo. Ya debería saber que aquí nada es fácil, pero los disturbios y la mirada vacía de Gisa me han atontado de dolor.

Su mano prende mi muñeca con puño firme e inusualmente caliente mientras me aleja de las sombras. Intento oponer resistencia, escurrirme y correr, pero es demasiado fuerte. Cuando voltea, el fuego en sus ojos despierta temor en mí, el mismo temor que sentí esta mañana. Pero aceptaré cualquier castigo que él pueda requerir. Me lo merezco.

—Ladrona —dice, con una rara sorpresa en la voz.

Yo parpadeo, conteniendo la risa. Ni siquiera tengo fuerzas para protestar.

—Obviamente.

Fija sus ojos en mí, lo examina todo, desde mi cara hasta mis gastadas botas, lo que hace que me muera de vergüenza. Tras un largo momento, suspira y retira el puño. Asombrada, lo único que puedo hacer es mirarlo. Cuando una moneda de plata gira en el aire, apenas estoy lo bastante alerta para atraparla. Un tetrarca. Un tetrarca de plata vale una corona entera. Mucho más que los centavos robados que llevo en las bolsas.

—Esto debería bastar para que te las arregles —dice él antes de que yo pueda reaccionar.

A la luz de la hostería, sus ojos despiden reflejos de oro rojizo, el color de la cordialidad. Los años que he pasado calando a la gente no me fallan, ni siquiera ahora. Su cabello negro es demasiado brillante, su piel demasiado pálida para que sea un simple sirviente. Pero su físico parece más el de un leñador, con hombros anchos y piernas fuertes. Es joven, un poco mayor que yo, aunque ni de cerca tan seguro como tendría que ser cualquier chico de diecinueve o veinte años de edad.

Debería besarle las botas por haberme soltado y haberme hecho ese regalo, aunque mi curiosidad puede más que yo. Siempre es así.

—¿Por qué?

La pregunta es cruel. Pero después de un día como hoy, ¿cómo podría comportarme de otra manera?

Desconcertado por mi interrogación, él se encoge de hombros.

—La necesitas más que yo.

Quiero arrojarle la moneda a la cara, decirle que puedo cuidarme sola, pero una parte de mí no es tan necia. ¿El día de hoy no te ha enseñado nada?

—Gracias —suelto a regañadientes.

No sé por qué, él se ríe de mi renuente gratitud.

—No te ofendas —avanza, se acerca. Es la persona más rara que he conocido—. Vives en la aldea, ¿no?

—Sí —hago una mueca para mí.

Con mi cabello desteñido, mi ropa sucia y mi mirada de frustración, en qué otro lugar podría vivir. Él contrasta vivamente conmigo: camisa fina y limpia, zapatos de piel suave que emiten destellos. No se está quieto mientras lo miro, y juguetea con su cuello. Lo pongo nervioso.

Palidece a la luz de la luna con ojos traviesos.

—¿Te gusta? —me pregunta, para desviar la atención—. ¿Vivir allá?

Su pregunta casi me hace reír, pero parece que él no le ve la gracia.

—¿A alguien le podría gustar? —respondo al fin y me pregunto a qué diablos juega.

Pero en vez de contestar rápido, con una réplica ingeniosa como lo haría Kilorn, se queda callado y una mirada sombría asoma en su rostro.

—¿Ya te vas? —dice de pronto, mientras señala el camino.

—¿Por qué? ¿Te asusta la oscuridad? —inquiero intencionadamente, mientras cruzo los brazos sobre mi pecho, aunque en el fondo me pregunto si no debería tener miedo. Él es fuerte, es rápido y tú estás sola aquí.

Su sonrisa aparece de nuevo, lo cual me hace sentir perturbadoramente tranquila.

—No, pero quiero estar seguro de que tendrás las manos quietas el resto de la noche. No puedes exprimir a la mitad de la taberna, ¿no? Me llamo Cal, por cierto —me tiende la mano.

No se la tomo, pero recuerdo el calor abrasador de su piel. En cambio, echo a andar por el camino, a paso veloz y sigiloso.

—Mare Barrow —le digo por encima del hombro, aunque él no tarda en alcanzarme con sus largas piernas.

—¿Siempre eres así de agradable? —me espolea, me hace sentir como un experimento en observación. Pero la plata fría en mis manos me mantiene serena, me recuerda qué él tiene más en sus bolsillos. Plata para Farley. Qué apropiado.

—Los señores han de pagarte muy bien para que cargues coronas —replico, con intención de distraerlo. Funciona de maravilla; él cede.

—Dispongo de un buen trabajo —explica, como si tratara de restarle importancia.

—Eres afortunado.

—Pero tú ya tienes…

—Diecisiete —termino por él—. Aún me queda algo de tiempo antes de alistarme.

Frunce el ceño y tuerce los labios en una línea triste. Una nota grave que afila sus palabras se cuela en su voz.

—¿Cuánto tiempo?

—Menos cada día.

El solo hecho de decirlo en voz alta me revuelve el estómago. Y Kilorn tiene aún menos que yo.

Él no dice más y me mira otra vez, inspeccionándome mientras cruzamos el bosque. Pensando.

—Y no hay trabajo —refunfuña, más para sí que para mí—. No hay forma de que evites el reclutamiento.

Su confusión me deja atónita.

—Quizás en el lugar de donde tú eres las cosas son distintas.

—Por eso robas.

Yo robo.

—Es todo lo que puedo hacer —expulsan automáticamente mis labios. Recuerdo de nuevo que causar dolor es para lo único que sirvo—. Pero mi hermana sí tiene trabajo —esto se me escapa antes de acordarme: No, no tiene. Ya no. Por tu culpa.

Cal me ve batallar con las palabras, y me pregunto si debo corregirme o no. Pero esto es lo único que puedo hacer para no sonreír, para no desplomarme ante un perfecto desconocido. Aunque es seguro que él ve lo que trato de ocultar.

—¿Estuviste hoy en la Mansión? —creo que él ya sabe la respuesta—. Los disturbios fueron terribles.

—Así es —digo, y las palabras casi se me atoran.

—¿Tú…? —insiste él, en forma tranquila y discreta.

Es como hacer un agujero en un dique, y todo se desborda. Yo no podría contener las palabras aunque quisiera.

No menciono a Farley ni a la Guardia Escarlata, y ni siquiera a Kilorn. Sólo que mi hermana me metió disfrazada al Gran Huerto para que pudiera robar el dinero que necesitamos para sobrevivir. Luego vino el error de Gisa, su herida, lo que esto significó para nosotras. Lo que le hice a mi familia. Lo que he estado haciendo: decepcionar a mi madre, avergonzar a mi padre, robar a quienes llamo mi comunidad. Aquí, en el camino, rodeada solamente por la oscuridad, le revelo a un desconocido lo horrorosa que soy. Él no hace preguntas, a pesar de que lo que digo parezca poco razonable. Se limita a escuchar.

—Es todo lo que puedo hacer —digo de nuevo, antes de guardar silencio.

Veo entonces de reojo un brillo plateado. Él sostiene otra moneda. A la luz de la luna, lo único que distingo es el perfil de la llameante corona del rey grabada en el metal. Cuando la pone imperativamente en mi mano, supongo que sentiré otra vez su calor, pero ya se ha enfriado.

No quiero tu lástima, siento ganas de gritar, pero hacerlo sería una estupidez. Con esta moneda adquiriremos lo que Gisa ya no puede comprar.

—Lo lamento mucho, Mare. Las cosas no deberían ser así.

Yo ni siquiera puedo reunir fuerzas suficientes para fruncir el ceño.

—Podría ser peor. No me compadezcas.

Me acompaña hasta las afueras de la aldea y me deja atravesar sola las casas sobre los pilotes. Algo en el lodo y las sombras le molesta, y el sirviente desconocido desaparece antes de que yo pueda voltear para darle las gracias.

Mi casa está en silencio y a oscuras, tiemblo de miedo. La mañana de hoy parece haber quedado a cien años de distancia, parte de otra vida en la que yo era tonta y egoísta, y tal vez un poco feliz. Ahora no tengo otra cosa que un amigo llamado a filas y los huesos rotos de una hermana.

—Tu madre no debería preocuparte tanto —dice mi papá con una voz que retumba desde atrás de uno de los pilotes.

No lo he visto abajo desde hace más años de los que quisiera recordar.

Mi voz chilla de sorpresa y temor.

—¿Papá? ¿Qué haces? ¿Cómo…? —pero él se lleva un pulgar al hombro, apuntando a la polea que cuelga de la casa. Es la primera vez que la usa.

—Se fue la luz. Pensé en venir a echar un vistazo —explica, brusco como siempre.

Pasa a mi lado rodando en su silla y se detiene frente a la caja del switch, desde la que un tubo se introduce en el suelo. Cada casa tiene una para regular la carga eléctrica que mantiene encendidas las luces.

Papá resuella para sí, hace un chasquido con el pecho cada vez que inspira. Puede ser que Gisa esté como él ahora, con su mano convertida en un caos metálico, pensando atormentada y resentida en lo que pudo ser.

—¿Por qué no usan las fichas lec que les traigo?

En respuesta, papá saca de su camisa una ficha de racionamiento y la mete en la caja. Normalmente esta cosa se pondría en marcha echando chispas, pero nada sucede. Está descompuesta.

—No sirve —suspira y se recuesta en su silla.

Ambos miramos la caja de electricidad sin saber qué decir, sin querer movernos, sin el menor deseo de subir. Papá huyó como yo, incapaz de quedarse en casa, donde de seguro mamá se está lamentando por Gisa, llorando por los sueños perdidos, mientras mi hermana intenta no seguirla.

Sacude la caja, como si golpear esa maldita cosa pudiera devolvernos la luz, el afecto y la esperanza. Sus movimientos son cada vez más hostiles, más excesivos, hasta irradiar cólera. No contra mí ni contra Gisa, sino contra el mundo. Hace mucho tiempo nos llamó hormigas, hormigas rojas que arden bajo la luz de un sol plateado. Destruidos por la grandeza de otros, perdimos la batalla por nuestro derecho a existir debido a que no somos especiales. No evolucionamos como ellos, con facultades y fortalezas que vayan más allá de nuestra limitada imaginación. Seguimos siendo los mismos, estancados en nuestro cuerpo. El mundo cambió a nuestro alrededor, pero nosotros seguimos siendo los mismos.

De repente yo también me enojo y maldigo a Farley, a Kilorn, al alistamiento, y a cualquier cosa que se me viene a la mente. La caja de metal está fresca al tacto, ya que hace tiempo que ha perdido el calor de la electricidad. Pero en lo hondo del mecanismo aún hay vibraciones, a la espera de que se les vuelva a encender. Me concentro en la búsqueda de la energía eléctrica, en recuperarla para probar que aun algo tan pequeño puede marchar bien en un mundo que va tan mal. Mis dedos topan con algo afilado que hace que mi cuerpo se estremezca. Un alambre expuesto o un falso contacto, me digo. Lo siento como un alfilerazo, como una aguja que se me clavara en los nervios pero no duele.

Por encima de nosotros la luz del zaguán regresa con un zumbido.

—Bueno, ya era hora… —dice papá entre dientes.

Da vuelta en el lodo, avanza rodando de nuevo hacia la polea. Yo lo sigo en silencio, sin querer mencionar la razón de que ambos temamos permanecer en el sitio que llamamos hogar.

—Ya basta de huir —dice, y se engancha en el aparato.

—Ya basta de huir —confirmo, más para mí que para él.

El equipo rechina a causa de la presión y sube a mi padre al zaguán. Yo subo más rápido por las escaleras, así que lo espero arriba, donde, sin decir palabra, lo ayudo a zafarse.

—¡Vaya porquería! —rezonga cuando desprendemos por fin el último broche.

—A mamá le encantará saber que saliste de casa.

Él voltea a verme con dureza, me toma de la mano. Aunque ya casi no trabaja, reparando baratijas y tallando en madera para los chicos, sus manos siguen estando ásperas y encallecidas, como si acabara de regresar del frente. La guerra no se va nunca.

—No se lo digas a tu madre.

—Pero…

—Sé que parece una nadería, pero es mucho. Ella creerá que es un pequeño paso en un largo camino, ¿sabes? Primero salgo de casa en la noche, luego durante el día, más tarde voy al mercado con ella como hace veinte años. Después, las cosas vuelven a ser como antes —sus ojos se nublan al decir esto y se esfuerza por no dejar de hablar con voz baja y serena—. Nunca mejoraré, Mare. Jamás voy a sentirme mejor. No puedo darle esperanzas a tu madre, no cuando sé que nunca se cumplirán. ¿Entiendes?

Demasiado bien, papá.

Él sabe lo que la esperanza me ha hecho a mí, y se dulcifica.

—¡Cómo quisiera que las cosas fueran distintas!

—Todos querríamos que fuera así.

Pese a las sombras, puedo ver la mano fracturada de Gisa cuando subo al desván. Ella suele dormir hecha un ovillo, enrollada bajo una manta ligera, pero ahora está tendida bocarriba, con el brazo lesionado sobre un montón de ropa. Mamá la volvió a entablillar, lo que mejoró mi modesto intento de ayuda, y el vendaje está recién hecho. No necesito luz para saber que su pobre mano está llena de moretones. Duerme inquieta, se mueve en la cama, pero su brazo permanece inmóvil. Hasta dormida, le duele.

Quisiera tocarla, pero ¿cómo compensar los terribles sucesos de hoy?

Saco la carta de Shade de la cajita donde guardo su correspondencia. Al menos esto me calmará. Sus bromas, sus palabras, su voz atrapada en el papel me tranquilizan siempre. Pero mientras releo vagamente la carta, me invade una sensación de pavor.

“Rojo como el amanecer…”, dice el mensaje. Ahí está, más claro que el agua. Las palabras de Farley en el video, el grito de guerra de la Guardia Escarlata de puño y letra de mi hermano. La frase es demasiado rara para ignorarla, demasiado peculiar para no hacerle caso. Y la oración que sigue: ver salir el sol más radiante… Mi hermano es listo, pero práctico. No le interesan las auroras ni los amaneceres, y menos aún las frases ingeniosas. Nos levantaremos resuena en mí; pero en lugar de oír la voz de Farley en mi cabeza, oigo la de mi hermano. Nos levantaremos, Rojos como el amanecer.

Por alguna razón, Shade lo sabía. Hace semanas, antes del atentado, antes del video de Farley, él ya sabía acerca de la Guardia Escarlata y trató de avisarnos. ¿Por qué?

Porque es uno de ellos.

La Reina Roja

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