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SEIS

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Cuando la puerta se abre de golpe al amanecer, no tengo miedo. Los escrutinios de Seguridad son habituales, aunque por lo general sólo recibimos uno o dos al año. Éste será el tercero.

—Vamos, Gee —murmuro, mientras ayudo a mi hermana a dejar su catre y bajar las escaleras.

Ella se mueve con dificultad, apoyada en su mano fuerte, y mamá nos espera en la planta baja. Envuelve a Gisa en sus brazos, pero no me quita los ojos de encima. Para mi sorpresa, no parece molesta, y ni siquiera decepcionada de mí. Por el contrario, su mirada es dulce.

Dos agentes esperan junto a la puerta con el arma colgando al costado. Los reconozco, son del puesto de la aldea, pero hay alguien más con ellos, una joven vestida de rojo que porta una insignia en el pecho, una corona de tres colores. Es una asistente real, una Roja al servicio del rey, deduzco y empiezo a entender. Ésta no es una inspección rutinaria.

—Se nos somete a registro e incautación —reclama mi padre, diciendo lo que cree que es su deber cada vez que esto sucede.

Pero en lugar de separarse para hurgar en nuestra casa, los agentes de seguridad se mantienen inmóviles.

La joven da un paso al frente y, para mi horror, se dirige a mí.

—Mare Barrow, has sido llamada a Summerton.

La mano sana de Gisa toma una de las mías, como si de esta forma pudiera retenerme.

—¿Qué? —logro balbucear.

—Que has sido llamada a Summerton —repite ella, y señala en dirección a la puerta—. Nosotros te escoltaremos. Avanza, por favor.

Un llamamiento. A una Roja. Nunca en mi vida había oído algo semejante. ¿Por qué yo? ¿Qué hice para merecer esto?

Pensándolo bien, soy una delincuente, y quizás hasta me consideren terrorista por mi asociación con Farley. Mi cuerpo es un manojo de nervios, cada músculo está tenso y al acecho. Tendré que correr, aunque los agentes bloquean la puerta. Será un milagro si consigo llegar a una ventana.

—Tranquila, todo está en orden después de lo de ayer —dice la asistente riendo, aunque confunde el origen de mi sobresalto—. La Mansión y el mercado están bajo control. Avanza, por favor.

Para mi sorpresa, ella sonríe, mientras los agentes de seguridad ciñen sus armas. Esto me hiela la sangre.

Oponerse a la Seguridad, oponerse a un llamamiento real, significaría la muerte, y no sólo para mí.

—De acuerdo —farfullo, mientras desprendo mi mano de la de Gisa. Ella se adelanta para apresarme, pero nuestra madre la aleja—. ¿Nos veremos pronto?

La pregunta queda flotando en el aire y yo siento que la mano tibia de papá roza mi brazo. Se está despidiendo. Los ojos de mamá se anegan en lágrimas contenidas, y los de Gisa tratan de no parpadear para recordar hasta el último segundo de mí. Yo no tengo nada que dejarle. Pero antes de que pueda entretenerme más o ponerme a llorar, un agente me toma del brazo para apartarme.

Las palabras que siguen se abren paso entre mis labios, aunque salen apenas como algo más que un murmullo:

—Los quiero.

La puerta se cierra entonces detrás de mí, echándome de mi casa y de mi vida.

Atravesamos la aldea a toda prisa por la calle que conduce a la plaza del mercado. Pasamos por la ruinosa casa de Kilorn. Él acostumbraba estar despierto a estas horas, a medio camino del río para iniciar temprano sus labores, cuando aún está fresco, pero esos tiempos han quedado atrás. Supongo que ahora duerme hasta mediodía, para disfrutar de las pocas comodidades que puede antes de alistarse. Parte de mí quisiera gritarle adiós, pero no lo hago. Él irá a husmear después, me buscará y Gisa se lo contará todo. Riendo para mis adentros, recuerdo que Farley me espera hoy para que le pague una fortuna. Se llevará un chasco.

En la plaza nos aguarda un flamante vehículo negro. Cuatro ruedas, ventanas de cristal, diseño impecable: parece una fiera lista para devorarme. El agente sentado en los controles pisa el acelerador cuando nos acercamos, escupe humo negro en el aire fresco de la mañana. Me meten atrás sin decirme nada y la asistente apenas alcanza a deslizarse a mi lado antes de que el vehículo arranque, corriendo por la calle a velocidades que yo no habría imaginado nunca. Éste será mi primer y último viaje en un transporte así.

Quiero hablar, preguntar qué sucede, saber cómo me castigarán por mis crímenes, pero sé que mis palabras caerán en oídos sordos. Me asomo a la ventana, veo desaparecer la aldea mientras entramos al bosque, marchamos de prisa por el ya conocido camino del norte. No está tan lleno como ayer y hay agentes de seguridad desperdigados por la carretera. La Mansión está bajo control, dijo la asistente. Supongo que se refería a esto.

El muro de cristal de diamante brilla al frente, refleja el sol que sale de la arboleda. Quiero entrecerrar los ojos pero no los muevo. Debo mantenerlos bien abiertos.

La entrada hierve de uniformes negros, todos los agentes de seguridad que inspeccionan y vuelven a inspeccionar a los viajeros que llegan. Cuando nos detenemos, la asistente me guía junto a la fila a través de la puerta. Nadie protesta ni se preocupa por verificar nuestras identificaciones. Seguro que ella es conocida en estos lares.

Una vez dentro, la asistente me mira.

—Por cierto, soy Ann, pero aquí nos conocemos por nuestro apellido. Llámame Walsh.

Walsh. Este nombre me suena.

—¿Eres de…?

—De Los Pilotes, como tú. Conozco a tu hermano Tramy y ojalá no hubiera conocido a Bree, un verdadero rompecorazones —Bree ya se había ganado fama en la aldea antes de marcharse. Una vez me contó que temía menos que los demás el alistamiento porque la docena de jóvenes sanguinarias a las que dejaría aquí eran mucho más peligrosas—. A ti no te conozco, pero lo haré, sin duda.

No puedo evitar ponerme a la defensiva.

—¿Qué quieres decir?

—Que trabajarás aquí largas horas. No sé quién te contrató ni qué te hayan dicho sobre tus deberes, pero se ve que ya empiezan a irritarte. No vas a ocuparte de cambiar sábanas y limpiar platos. Tendrás que mirar sin ver, oír sin escuchar. En este lugar somos objetos, estatuas vivientes hechas para servir —ella suspira y se vuelve, abre de golpe una puerta hendida precisamente junto a la entrada—. Sobre todo ahora, con esto de la Guardia Escarlata. Ningún momento es bueno para ser Rojo, pero éste es pésimo.

Cruza la puerta, aparentemente en dirección a una pared. Yo tardo un momento en darme cuenta de que baja un tramo de escaleras y desaparece en la semioscuridad.

—¿Mis deberes? —insisto—. ¿Qué deberes? ¿Qué es esto?

Ella voltea en la escalera, casi entornando los ojos frente a mí.

—Fuiste llamada para ocupar un puesto de servicio —dice, como si fuera la cosa más obvia del mundo.

Trabajo. Un puesto. Casi me desmayo de sólo pensarlo.

Cal. Me dijo que tenía un buen trabajo, y ahora ha movido algunos hilos para conseguirme uno. Tal vez, incluso, trabajaré bajo sus órdenes. El corazón me da un vuelco ante esta posibilidad sabiendo lo que significa. No voy a morir y ni si quiera a combatir. Trabajaré y viviré. Y más tarde, cuando encuentre a Cal, lo convenceré de que haga lo mismo por Kilorn.

—¡Apúrate, no tengo tiempo para llevarte de la mano!

Tropezando detrás de la asistente, desciendo a un túnel sorpresivamente oscuro. Las paredes están alumbradas por lámparas pequeñas, que apenas permiten ver. Arriba hay tubos, que zumban de agua corriente y electricidad.

—¿Adónde vamos? —pregunto por fin.

Casi consigo oír el desaliento de Walsh cuando se vuelve hacia mí, confundida:

—A la Mansión del Sol, por supuesto.

Por un segundo, creo sentir que mi corazón se detiene.

—¿Que qué? ¿Al palacio, al mismo palacio?

Ella golpetea la insignia en su uniforme. La corona titila bajo la escasa luz.

—Ahora estás al servicio del rey.

Tienen un uniforme listo para mí, pero apenas reparo en él. Estoy demasiado asombrada por lo que me rodea, la piedra de color marrón claro y el centellante piso de mosaico de esta sala olvidada en la casa de un rey. Otros sirvientes pasan trajinando en un desfile de uniformes rojos. Examino sus caras, busco a Cal para darle las gracias, pero él no aparece por ningún sitio.

Walsh permanece a mi lado, me susurra algunos consejos.

—No digas nada. No oigas nada. No hables con nadie porque nadie hablará contigo.

Casi no distingo sus palabras; los dos últimos días han sido un desastre para mi corazón y mi espíritu. Siento que la vida simplemente decidió abrir las compuertas para que me ahogara en un torbellino de vueltas y revueltas.

—Llegaste en un día muy agitado, quizás el peor que veremos nunca.

—Vi las embarcaciones y las naves aéreas… Los Plateados han venido río arriba durante semanas —digo—. Más que de costumbre, aun para esta época del año.

Walsh me apresura, y pone en mis manos una charola de copas relucientes. Seguro que estos utensilios podrían comprar mi libertad y la de Kilorn, pero la Mansión está protegida en cada puerta y ventana. Yo no podría escapar jamás en medio de tantos agentes, ni siquiera con todas mis habilidades.

—¿Qué sucederá hoy? —pregunto tontamente. Un mechón de mi cabello oscuro cae sobre mis ojos, y antes de que yo pueda quitarlo, Walsh lo retira y lo sujeta con un brochecito, con movimientos rápidos y precisos—. ¿Es una pregunta idiota?

—No, yo tampoco lo sabía hasta que empezamos a prepararnos. Después de todo, no se ha celebrado un acto igual en los últimos veinte años desde que la reina Elara fue escogida —habla tan rápido que sus palabras casi se funden entre sí—. Hoy es la prueba de las reinas. Las hijas de las Grandes Casas, las mejores familias plateadas, han venido a ofrecerse al príncipe. Esta noche habrá un gran banquete, pero por ahora ellas están en el Jardín Espiral, arreglándose para presentarse, esperando ser elegidas. Una de esas chicas será la próxima reina, y ellas están dispuestas a cualquier cosa con tal de recibir la oportunidad.

Una imagen de un racimo de pavorreales cruza mi mente.

—¿Y qué hacen? ¿Dan una vuelta, dicen un par de cosas y agitan las pestañas?

Walsh resopla y sacude la cabeza.

—No —sus ojos brillan entonces—. Estarás de servicio, así que podrás verlo tú misma.

Las puertas de madera tallada y vidrio fluido se alzan al fondo. Un sirviente las mantiene abiertas para permitir que pase la fila de uniformes Rojos. Llega mi turno.

—¿Tú no vienes?

Puedo notar la desesperación en mi voz, casi rogándole a Walsh que se quede conmigo. Pero ella se aleja y me deja sola. Antes de estorbar el avance o estropear de otro modo este organizado ensamblaje de sirvientes, me obligo a seguir y salir al sol de lo que Walsh llamó el Jardín Espiral.

Al principio creo estar en medio de otro ruedo como el de la aldea. El espacio se curva hacia bajo en una hondonada inmensa, pero en vez de bancas de piedra, la espiral de terrazas está llena de mesas y sillas afelpadas. Plantas y fuentes escurren por los peldaños, dividiendo las terrazas en palcos. Éstos confluyen en la base, donde hay un prado circular decorado por estatuas de piedra. Delante de mí se encuentra un palco cargado de sedas rojas y negras. Cuatro asientos, cada uno de hierro cruel, lucen desdeñosos desde su sitial.

¿Qué demonios es este sitio?

Mi trabajo pasa sin darme cuenta, siguiendo el ejemplo de otros Rojos. Soy auxiliar de cocina y se supone que debo limpiar y ayudar a los cocineros, y ahora mismo preparar el ruedo para el próximo evento. No estoy segura de entender por qué la familia real necesita un estadio. En el pueblo sólo se usa para las Gestas, para ver luchar a un Plateado con otro, pero ¿qué significado podría tener aquí? Esto es un palacio y sus pisos nunca se mancharán de sangre. Pero lo que, a falta de un mejor nombre, yo llamo ruedo, me hace tener un mal presentimiento. El hormigueo regresa y vibra en oleadas bajo mi piel. Cuando termino y vuelvo a la entrada de sirvientes, la prueba de las reinas está a punto de comenzar.

Los demás ayudantes se esfuman y se desplazan a una plataforma alta rodeada de cortinas transparentes. Yo corro tras ellos y choco con la fila justo en el momento en el que se abre otra serie de puertas, directamente entre el palco real y la entrada de sirvientes.

Empezamos.

Mi mente retrocede al Huerto Magno, a las criaturas bellas y despiadadas que se hacen llamar seres humanos. Todas ellas ostentosas y presumidas, con duras miradas y peor genio. Estos Plateados, las Grandes Casas como Walsh las llama, no serán distintos. Incluso podrían ser peores.

Entran en manada, como un rebaño de colores que se distribuye por el Jardín Espiral con una gracilidad fría. Las diversas familias, o Casas, son fáciles de distinguir; todos sus miembros visten del mismo color. Lila, verde, amarillo, negro, un arcoíris de matices en dirección al palco de su familia. Yo pierdo la cuenta rápidamente. ¿Cuántas Casas hay? El gentío no deja de incrementarse, y algunos se detienen a charlar mientras otros se abrazan con rigidez. Me doy cuenta de que esto es una fiesta para ellos. Es probable que tengan pocas esperanzas de que de aquí salga una reina, así que esto es una mera diversión.

Pero algunos no parecen estar de ánimo festivo. Una familia de cabello plateado y atavíos de seda negra se sienta en concentrado silencio a la derecha del palco del rey. El patriarca de la Casa tiene barba puntiaguda y ojos negros. Más abajo cuchichea una Casa de color azul marino y blanco. Para mi sorpresa, reconozco a uno de los suyos. Sansón Merandus, el susurro que vi hace unos días en la plaza. A diferencia de los otros, él mira misteriosamente al suelo, con su atención puesta en otra parte. Tomo nota mental de no topar con él, ni con sus mortales aptitudes.

Curiosamente, no veo a ninguna mujer en edad de casarse con un príncipe. Tal vez se preparan en otro lado y esperan con ansia su oportunidad de ganar una corona.

De cuando en cuando, alguien oprime en su mesa un botón de metal con forma cuadrada para que se encienda una luz, lo cual indica la necesidad de un sirviente. Aquél de nosotros que esté más cerca de la puerta respectiva debe acudir al llamado, mientras los demás seguimos a la espera de nuestro turno para servir. Como es de suponer, tan pronto como me acerco a su puerta, el detestable patriarca de los ojos negros pulsa el botón de su mesa.

Doy gracias al cielo por mis pies, que nunca me han fallado. Paso casi saltando entre el gentío, bailando en medio de los cuerpos diligentes mientras el corazón me late con fuerza en el pecho. En vez de robarles, estoy aquí para servirles. La Mare Barrow de la semana pasada no sabría si reír o llorar de esta versión de sí misma. Pero ella fue una tonta, y ahora pago el precio de su estupidez.

—¿Señor? —pregunto ante el patriarca que pidió el servicio. Aunque mentalmente me propino un par de insultos. No digas nada, es la primera regla, y ya la he incumplido.

Él no parece notarlo y se limita a alzar un vaso de agua vacío con mirada de aburrimiento.

—Juegan con nosotros, Ptolemus —se queja ante un joven musculoso que tiene a su lado y el cual imagino que es el desafortunado portador del nombre Ptolemus.

—Un alarde de poder, padre —señala éste; se termina su propio vaso, me lo tiende y lo tomo sin pensarlo—. Nos hacen esperar porque pueden.

Aluden a la familia real, que aún está por hacer acto de presencia. Pero oír a estos Plateados hablar así de ella, con tanto desdén, resulta desconcertante. Los Rojos insultamos al rey y los nobles si podemos salirnos con la nuestra, pero pienso que ése es nuestro derecho exclusivo. Estas personas no han sufrido un solo día en su vida. ¿Qué problemas podrían tener entre ellas?

Quiero quedarme y escuchar, pero hasta yo sé que eso va contra las reglas. Me vuelvo y subo los escalones hasta la salida. Aquí hay una pileta oculta detrás de unas flores de color vivo, quizá para que yo no tenga que atravesar el pretendido ruedo a fin de reabastecerme de agua. Pero en este momento se oye cómo un tono metálico y agudo recorre el lugar, muy parecido al que da principio a las fiestas del Primer Viernes. Resuena en varias ocasiones y deja oír una melodía suntuosa que anuncia sin duda la entrada del rey. Todas las Grandes Casas se ponen de pie, les guste o no. Veo que Ptolemus le vuelve a murmurar algo a su padre.

Desde mi atalaya, escondida detrás de las flores, estoy al nivel del palco del monarca, un poco más atrás. Mare Barrow, a sólo unos metros del rey. ¿Qué pensaría mi familia o Kilorn al respecto? Este hombre nos manda a la muerte y yo me he convertido sin más ni más en su ayudante. Qué asco.

El rey entra con brío, pavoneándose. Aun visto desde atrás, es mucho más gordo de lo que parece en las monedas y la televisión, aunque también más alto. Viste un uniforme rojo y negro de corte militar, aunque dudo que lo haya usado un solo día en las trincheras. Son los Rojos los que mueren ahí. Insignias y medallas destellan en su pecho, como testimonio de cosas que no ha hecho nunca. Incluso porta una espada dorada, pese a los numerosos guardias que lo rodean. La corona que sostiene en la cabeza me es familiar, de oro rojo y hierro negro trenzados, cada punta es una llama crepitante y ondulada. Parece arder sobre su cabello negro salpicado de canas. Qué apropiado, porque este rey es un quemador, como lo fue su padre, y el padre de su padre, y así sucesivamente. Destructivos y poderosos reguladores del calor y el fuego. Antes, nuestros reyes quemaban a disidentes con sólo un toque flamígero. Puede que este rey ya no queme a los Rojos, pero nos sigue matando con guerra y ruina. Conozco su nombre desde que era niña e iba a la escuela, aún deseosa de aprender, como si eso hubiera podido llevarme a algún lado. Tiberias Calore VI, rey de Norta, Flama del Norte. Un verdadero trabalenguas. Yo escupiría su nombre si pudiera.

Le sigue la reina, quien inclina la cabeza en señal de saludo a la multitud. Mientras que las ropas del rey son oscuras y austeras, el atuendo azul marino de ella es fresco y ligero. Se inclina solamente ante la Casa de Sansón, cuyos colores observo que viste. Han de ser parientes, a juzgar por su aire de familia. Ella ostenta el mismo cabello rubio cenizo y la misma sonrisa mordaz, que la hacen parecer un gato montés.

Por amedrentador que sea el aspecto que exhibe la familia real, no es nada comparado con los guardias que la escoltan. Aunque yo soy una Roja nacida en el fango, sé cómo son ellos. Todos saben cómo es un centinela, porque nadie quiere encontrarse con uno de ellos. Flanquean al rey en cada emisión, en cada discurso o decreto. Como siempre, sus uniformes parecen de fuego, con colores que oscilan entre el rojo y el anaranjado, al tiempo que sus ojos brillan detrás de aterradoras máscaras negras. Cada uno porta un rifle negro rematado con fulgurantes bayonetas plateadas, que podrían cortar el hueso. Sus habilidades son más terribles que su apariencia: guerreros de elite de diferentes Casas Plateadas, entrenados desde niños, que han jurado lealtad eterna al rey y su familia. Eso es suficiente para hacerme temblar. Pero las Grandes Casas no temen.

De algún sitio en lo profundo de los palcos surge un alarido: “¡Muera la Guardia Escarlata!”, grita alguien, y otros lo siguen en el acto. Yo siento un escalofrío al recordar los acontecimientos de ayer, tan lejanos ahora. Qué rápido podría cambiar esta gente…

El rey parece descontento y palidece entre el ruido. No está habituado a arrebatos como éste, y casi protesta por la gritería.

—¡La Guardia Escarlata está siendo atacada, al igual que todos nuestros enemigos! —ruge Tiberias, haciendo resonar su voz sobre la multitud, que calla como ante el estallido de un látigo—. Pero no es eso lo que nos reúne ahora. Hoy estamos aquí para honrar la tradición, ¡y ningún demonio rojo nos lo impedirá! Hoy celebramos el rito de la prueba de las reinas para que surja la más talentosa de las hijas y se case con el hijo más noble. En esto hallamos la fuerza para unir a las Grandes Casas y el poder para asegurar el régimen plateado hasta el fin de los tiempos, y derrotar a nuestros enemigos dentro y fuera de nuestras fronteras.

—¡Fuerza! —contesta el público a voz en grito. Es estremecedor—. ¡Poder!

—¡Ha llegado de nuevo el momento de enarbolar este ideal, y mis dos hijos honrarán nuestra más solemne costumbre! —mueve la mano y dos figuras pasan al frente, flanqueando a su padre. No consigo ver sus caras, pero ambos son altos y de cabello negro, como el rey. Visten también uniformes militares—. El príncipe Maven, de la Casa de Calore y de Merandus, hijo de mi esposa soberana, la reina Elara.

El segundo príncipe, más pálido y delgado que el otro, alza la mano en señal de sobrio saludo. Se vuelve a izquierda y derecha, y yo alcanzo a ver su rostro. Aunque es de aspecto serio y señorial, no puede tener más de diecisiete años. Sus rasgos son afilados y tiene ojos azules, su sonrisa podría congelar el fuego: desprecia este esplendor. No puedo menos que coincidir con él.

—Y el príncipe heredero de la Casa de Calore y de Jacos, hijo de mi difunta esposa, la reina Coriane, beneficiario del reino de Norta y de la Corona Ardiente, Tiberias VII.

La innegable ridiculez de este título me hace reír tanto que no reparo en el joven que saluda y sonríe. Por fin alzo los ojos, para poder decir que estuve así de cerca del futuro rey. Pero me encuentro mucho más de lo que esperaba.

Las copas de cristal caen de mis manos sobre la pileta sin romperse.

Conozco esa sonrisa y esos ojos. Apenas anoche incendiaron los míos. Él me consiguió este trabajo, me salvó de alistarme. Era uno de nosotros. ¿Cómo es posible?

Él voltea por completo, saludando a su alrededor. No hay duda.

El príncipe heredero es Cal.

La Reina Roja

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