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DOS
ОглавлениеNuestra casa es pequeña, incluso para los estándares de Los Pilotes, pero al menos tenemos una buena vista. Antes de que lo hirieran durante uno de sus permisos en el ejército, papá la construyó de tal forma que quedara en lo alto y pudiéramos ver el otro lado del río. Aun en medio de la neblina del verano es posible divisar los claros que antes fueron bosque, ahora relegados al olvido. Aunque semejan una epidemia, al norte y al oeste las colinas intactas son un recordatorio apaciguador. Todavía queda mucho por explorar. Más allá de lo nuestro, más allá de los Plateados, más allá de todo lo que conozco.
Subo las escaleras a casa, sobre madera gastada a la que las manos que por ella ascienden y descienden cada día han dado forma. Desde esta altura distingo algunas barcas río arriba que ondean con orgullo sus lustrosas banderas. Plateados. Ellos son los únicos lo bastante ricos para usar medios de transporte privados. Y mientras disfrutan de vehículos con ruedas, botes de recreo y hasta aviones a reacción que alcanzan grandes alturas, nosotros sólo tenemos nuestros pies, o una bicicleta si corremos con suerte.
Seguro que esas embarcaciones se dirigen a Summerton, la pequeña ciudad surgida en torno a la residencia de verano del rey. Gisa estuvo hoy ahí, con la costurera de la que es aprendiza. Ellas suelen ir al mercado cuando el rey está de visita, a vender sus productos a los comerciantes y nobles Plateados que siguen como patos a la familia real. El palacio se conoce como la Mansión del Sol, y dicen que es una maravilla, pero yo no lo he visto nunca. No sé por qué la familia real tiene otra casa, especialmente si el palacio de la capital es tan bello y elegante. Pero como los demás Plateados, tampoco ella actúa por necesidad. La mueve el deseo. Y consigue todo lo que se propone.
Antes de abrir la puerta al caos de siempre, le doy una palmada a la bandera que se agita en el zaguán. Tres estrellas rojas sobre tela amarillenta, una por cada uno de mis hermanos y con espacio para más. Con espacio para mí. Casi todas las Casas tienen banderas como ésta, algunas con cintas negras en lugar de estrellas, como mudo recordatorio de sus hijos muertos.
Dentro, mamá suda frente a la estufa, remueve un guiso mientras mi padre observa desde su silla de ruedas. Gisa borda en la mesa, hace algo hermoso y exquisito, y absolutamente incomprensible para mí.
—Ya llegué —digo, a nadie en particular.
Papá contesta agitando una mano, mamá inclinando la cabeza y Gisa sin dejar de ver su paño de seda.
Pongo junto a ella mi bolsa de cosas robadas, y hago sonar lo más posible las monedas.
—Creo que ya tengo suficiente para un buen pastel de cumpleaños para papá. Y para más baterías que duren hasta fin de mes.
Gisa mira la bolsa, frunce el ceño con desdén. Apenas tiene catorce años pero es muy lista para su edad.
—Un día vendrán a llevarse todo lo que tienes.
—La envidia no es digna de ti, Gisa —la regaño y le doy una palmada en la cabeza.
Sus manos vuelan hasta su brillante y perfecto cabello rojo, que recoge otra vez en un chongo esmerado.
Siempre he querido tener su cabello, aunque jamás se lo diría. Mientras que el suyo es como el fuego, el mío es lo que llamamos castaño cenizo. Oscuro en la raíz, opaco en las puntas, pues el pelo pierde su color con el estrés de la vida en Los Pilotes. La mayoría de las mujeres llevan el cabello corto para ocultar sus puntas grises, pero yo no. Me gusta tener el recordatorio de que hasta mi pelo sabe que la vida debería ser de otra manera.
—No es envidia —resopla y vuelve a su trabajo.
Borda flores hechas de fuego, cada cual es una linda flama de hilo contra la lustrosa seda negra.
—¡Qué bonito, Gee!
Dejo que mi mano recorra una de esas rosas, maravillada por la sensación de suavidad. Gisa voltea y sonríe dulcemente, dejando ver sus dientes uniformes. Aunque peleamos mucho, ella sabe que es mi pequeña estrella.
Y todos saben que la envidiosa soy yo, Gisa. No puedo hacer más que robar a quienes sí pueden hacer cosas.
Una vez que ella concluya su aprendizaje, podrá poner su taller. Los Plateados vendrán de todos los rincones a pagarle pañuelos, estandartes y prendas de vestir. Gisa logrará lo que pocos Rojos consiguen y vivirá bien. Mantendrá a nuestros padres, y a mis hermanos y a mí nos dará empleos modestos para que nos libremos de la guerra. Un día Gisa nos salvará sólo con aguja e hilo.
—Como el día y la noche, hijas mías —rezonga mamá.
No lo dice como ofensa, sino a modo de una verdad desagradable. Gisa es hábil, dulce y bonita. Yo soy un poco más tosca, como mamá explica amablemente. La oscuridad contra la luz de Gisa. Supongo que lo único que tenemos en común son los aretes en recuerdo de nuestros hermanos.
Papá resuella desde su esquina y se golpea el pecho con un puño. Esto es frecuente, ya que sólo tiene un pulmón de verdad. Por fortuna, la destreza de un médico Rojo lo salvó, al reemplazar el pulmón dañado por un artefacto capaz de respirar por él. No fue un invento plateado; ellos no necesitan esas cosas. Tienen a sus sanadores. Pero éstos no pierden el tiempo salvando Rojos, o manteniendo siquiera con vida a los soldados en el frente. La mayoría permanece en las ciudades, prolongando la vida de los Plateados viejos, remendando hígados destruidos por el alcohol y cosas por el estilo. Así, nosotros tenemos que consentir un mercado clandestino de tecnología e inventos que nos ayude a mejorar. Algunos son ridículos, la mayoría no funciona, pero un poco de metal acoplado salvó la vida de mi padre. Lo oigo funcionar a toda hora, una diminuta pulsación para que él pueda seguir respirando.
—No quiero pastel.
—¿Qué quieres entonces, papá? Un reloj nuevo o…
—No considero nuevo nada que tú arranques de la mano de nadie, Mare.
Antes de que estalle otra guerra en la casa de los Barrow, mamá retira el guiso de la estufa.
—La cena está lista.
La trae a la mesa y el vapor me envuelve.
—¡Huele rico, mamá! —miente Gisa.
Papá no es tan diplomático y hace una mueca frente al platillo.
No queriendo quedar en evidencia, trago a la fuerza un poco de estofado. Para mi sorpresa, no está tan mal como de costumbre.
—¿Le pusiste la pimienta que te traje?
En lugar de asentir, sonreír y agradecer que me haya dado cuenta, mamá se sonroja y no contesta. Sabe que la robé, igual que todo lo que yo regalo.
Gisa entorna los ojos sobre su caldo, sabe adónde va a ir a parar todo esto.
Se diría que a estas alturas yo ya debería estar habituada, pero la reprobación de todos me irrita.
Suspirando, mamá baja la cara hasta las manos.
—Tú sabes que te lo agradezco, Mare… Simplemente me gustaría que…
—¿Que fuera como Gisa? —termino por ella.
Mamá sacude la cabeza. Otra mentira.
—¡No, claro que no! No fue eso lo que quise decir.
—Está bien —mi resentimiento se alcanza a oír sin duda hasta el otro lado de la aldea. Hago cuanto puedo por evitar que la voz se me quiebre—. Es la única forma en que puedo ayudar antes… antes de que me vaya.
Mencionar la guerra es una forma rápida de silenciar la casa. Hasta el zumbido de papá se detiene. Mamá vuelve la cabeza con las mejillas rojas de ira. Bajo la mesa, la mano de Gisa se cierra sobre la mía.
—Sé que haces lo que puedes por proceder correctamente —murmura mamá.
Le cuesta mucho decir esto pero me consuela de todos modos.
Yo mantengo la boca cerrada y fuerzo una inclinación de cabeza.
Gisa salta entonces en su asiento como si algo le alarmara.
—¡Ay, casi lo olvido! Pasé por el correo al volver de Summerton. Había una carta de Shade.
Es como si explotara una bomba. Mamá y papá se abalanzan en pos del sobre sucio que Gisa extrae de su saco. Yo permito que vean la carta por encima, que examinen la hoja. Ninguno de los dos sabe leer, así que deducen en el papel lo que pueden.
Papá huele la carta para tratar de identificar el aroma.
—Pino. Nada de humo. Eso es bueno. Está lejos del Obturador.
Ante eso, todos soltamos un suspiro de alivio. El Obturador es la franja devastada entre Norta y la comarca de los Lagos, donde se libra la mayor parte de la guerra. Los soldados pasan ahí casi todo al tiempo, agazapados en trincheras condenadas a hacer explosión o lanzando ofensivas temerarias que acaban en una masacre. El resto de la frontera es principalmente un lago, que en el lejano norte se convierte en tundra, demasiado fría y desértica para combatir. Papá fue herido en el Obturador hace años, cuando una bomba cayó sobre su unidad. Ahora el Obturador está tan destruido por décadas de guerra que el humo de las explosiones es una niebla constante y nada puede crecer ahí. Es gris y tétrico, como el futuro de la guerra.
Al fin él me pasa la carta para que la lea, y yo la abro con gran expectación, al mismo tiempo impaciente y temerosa de saber qué dice Shade.
—“Querida familia: Estoy vivo. Obviamente”.
Esto nos hace reír a papá y a mí, y sonreír a Gisa. A mamá no le causa mucha gracia, aunque Shade siempre empieza todas sus cartas igual.
—“Fuimos llamados del frente, como es probable que el sabueso de papá ya haya adivinado. Es bueno volver a estar en la base. Aquí es tan Rojo como el amanecer; casi ni se ven oficiales Plateados. Y sin el humo del Obturador, se puede ver salir el sol más radiante cada día. Pero no estaré mucho tiempo en este lugar. El alto mando planea redirigir nuestra unidad al combate acuático y se nos ha asignado a uno de los nuevos barcos de guerra. Me encontré con una doctora separada de su unidad que dice haber conocido a Tramy, y que está bien. Recibió algo de metralla en el repliegue del Obturador pero se recuperó satisfactoriamente. No tiene ningún daño permanente”.
Mamá lanza un sonoro suspiro, sacude la cabeza.
—Ningún daño permanente —repite contenta.
—“Aún no sé nada de Bree, pero no me inquieta. Es el mejor de nosotros, y su permiso de cinco años está próximo. Pronto estará en casa, mamá, así que deja de preocuparte. No hay nada más que informar, al menos que yo pueda escribir en una carta. Gisa: no seas tan presumida, aunque te sobren razones. Mare: tú no seas tan malcriada todo el tiempo y deja de golpear a ese chico Warren. Papá: estoy orgulloso de ti. Los quiero mucho a todos. Su hijo y hermano favorito, Shade”.
Como siempre, las palabras de Shade nos traspasan el alma. Casi puedo oír su voz si me esfuerzo lo suficiente. Las luces empiezan a chirriar de repente.
—¿Nadie llevó los papeles de racionamiento que traje ayer? —pregunto antes de que las luces se apaguen y nos sumerjan en la oscuridad.
Mientras mis ojos se adaptan, apenas alcanzo a ver a mamá que sacude la cabeza.
Gisa reclama:
—¿Ya van a empezar otra vez? —su silla rechina mientras se incorpora—. Me voy a dormir. Traten de no gritar.
Pero no gritamos. Mi mundo ya parece ser así: estoy de masiado cansada para protestar. Mamá y papá se marchan a su recámara y me dejan sola en la mesa. Normalmente yo saldría sin hacer ruido, pero hoy no hallo fuerzas para hacer otra cosa que irme a acostar.
Trepo otra escalera que lleva al ático, donde Gisa ya está roncando. Duerme como un tronco. Ella concilia el sueño en un minuto, mientras que, a veces, yo puedo tardar horas. Me acomodo en mi catre, contenta nada más de tenderme y aprieto la carta de Shade contra mi pecho. Como dijo papá, huele intensamente a pino.
El río parece sereno esta noche, tropieza contra las piedras en la ribera al tiempo que me arrulla. Ni siquiera el viejo refrigerador, un armatoste oxidado alimentado por baterías y que por lo general silba tanto que hace que me duela la cabeza, me molesta esta noche. Pero el canto de un ave me interrumpe justo cuando estoy a punto de caer dormida. Kilorn.
No. Márchate.
Otro reclamo, esta vez más fuerte. Gisa se mueve un poco, y se enrolla en su almohada.
Refunfuño para mí, maldigo a Kilorn, y me levanto y bajo la escalera en silencio. Una chica normal tropezaría entre tanto desorden en el cuarto principal, pero yo conservo el equilibrio gracias a tantos años escapando de la policía. Bajo en un segundo la escalera de los pilotes y me hundo en el lodo hasta los tobillos. Kilorn espera y sale de las sombras bajo la casa.
—Ojalá te gusten los ojos morados, porque así te los voy a poner por esta…
Ver su cara me para en seco.
Ha estado llorando. Y Kilorn no llora nunca. Los nudillos le sangran, y apuesto que en los alrededores hay una pared igual de maltrecha. Pese a lo avanzado de la hora, no puedo menos que sentirme preocupada, y hasta asustada por él.
—¿Qué ocurre? ¿Qué sucede? —tomo su mano en la mía sin pensar, siento su sangre bajo mis dedos—. ¿Pasó algo?
Él se da un momento para responder, trata de armarse de valor. Ahora estoy aterrada.
—Mi maestro… cayó. Murió. Ya no soy aprendiz.
Intento contener una exclamación, pero se me escapa de todos modos, como si se mofara de nosotros. Aunque él no tiene que hacerlo, aunque ya sé qué es lo que quiere decir, continúa.
—Ni siquiera había terminado mi instrucción, y ahora… —choca contra las palabras—. Tengo dieciocho años. A ningún pescador le falta un aprendiz. No tengo trabajo. No puedo conseguir ningún trabajo —lo que añade es como una daga en mi corazón. Kilorn apenas consigue hablar, y yo preferiría no tener que oírlo—. Me mandarán a la guerra.