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TRES

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Ha estado sucediendo durante la mayor parte de los últimos cien años. No creo que se le debiera seguir llamando siquiera guerra, pero no existe palabra para esta forma superior de destrucción. En la escuela nos dijeron que empezó por problemas de territorio. La comarca de los Lagos es plana y fértil, bordeada por lagos inmensos repletos de peces. No como las colinas rocosas y arboladas de Norta, donde las tierras de cultivo apenas pueden alimentarnos a la mitad de nosotros. Incluso los Plateados sintieron la presión, así que el rey declaró una guerra que nos involucró en un conflicto que en realidad ningún bando podía ganar.

El rey lacustre, Plateado también, respondió en la misma forma con el total apoyo de los miembros de su nobleza. Querían nuestros ríos, tener acceso a un mar que no estuviera congelado la mitad del año, y los molinos de agua que hay a todo lo largo del río Capital. Los molinos son lo que vuelve fuerte a nuestra región, ya que nos aportan electricidad suficiente para que incluso los Rojos podamos disponer un poco de ella. He oído rumores de ciudades que se hallan más al sur, cerca de Arcón, la capital, donde Rojos altamente cualificados fabrican máquinas incomprensibles para mí. Para transporte en tierra, agua y aire, o armas para desatar la destrucción dondequiera que los Plateados lo necesiten. Nuestro profesor nos dijo con orgullo que Norta era la luz del mundo, una nación grande por su tecnología y poder. El resto, como la comarca de los Lagos o las Tierras Bajas al sur, vive sumido en las tinieblas. Y nosotros tuvimos la suerte de nacer aquí. La suerte. Esta palabra hace que me den ganas de gritar.

Pero pese a nuestra electricidad, los alimentos de los lacustres, nuestras armas, sus números, ningún bando tiene mucha ventaja sobre el otro. Ambos cuentan con oficiales Plateados y soldados Rojos que combaten con poderes y armas y con el escudo de un millar de cuerpos Rojos. Una guerra que se suponía que iba a terminar hace un siglo, aún se mantiene. A mí siempre me hizo gracia que peleáramos por agua y comida. Incluso los sublimes y poderosos Plateados necesitan comer.

Pero eso ya no tiene gracia ahora, cuando Kilorn sea el siguiente al que yo tenga que decir adiós. Me pregunto si me regalará un arete para que lo recuerde después de que el refinado legionario haya venido por él.

—Una semana, Mare. Una semana y me habré ido —se le quiebra la voz, aunque tose para tratar de disimularlo—. ¡No lo permitiré! No… ellos no me llevarán.

Pero yo puedo ver que en sus ojos el espíritu de lucha se debilita.

—Tiene que haber algo que podamos hacer —dejo escapar yo.

—No hay nada que nadie pueda hacer. Nadie ha escapado del alistamiento y seguido con vida.

No necesita decírmelo. Todos los años alguien intenta huir. Y cada año se le arrastra hasta la plaza, donde es colgado.

—Nosotros encontraremos una manera.

Incluso ahora, Kilorn tiene fuerzas para sonreír.

¿Nosotros?

El ardor en mis mejillas crece más rápido que una flama.

—Yo estoy tan condenada al ejército como tú, y a mí tampoco me van a llevar. Huyamos.

El ejército ha sido siempre mi destino, mi castigo, lo sé. Pero no el de Kilorn. A él ya le ha quitado demasiado.

—No podemos ir a ninguna parte —farfulla él, aunque al menos discute. Al menos no se ha rendido—. No sobreviviríamos al invierno del norte, al este está el mar, al oeste hay más guerra, al sur sólo contaminación y el resto está plagado de Plateados y agentes de seguridad.

Las palabras surgen de mí como un torrente:

—También la aldea está plagada de Plateados y agentes de seguridad. Aun así, siempre nos las hemos arreglado para robar en sus narices y salir ilesos.

Mi mente vuela, hace todo lo posible por hallar algo útil, lo que sea. Y es entonces como si un rayo me cayera encima.

—Los del mercado negro, que operan gracias a nosotros, contrabandean de todo, desde focos hasta cereales. ¿Quién dice que no pueden contrabandear personas?

Abre la boca para arrojar mil razones por las cuales eso no dará resultado. Pero en lugar de ello, sonríe y asiente.

A mí no me gusta meterme en asuntos ajenos. No tengo tiempo para eso. Pero aquí estoy, oyéndome decir cuatro palabras fatales:

—Déjamelo todo a mí.

Lo que no podemos venderles a los tenderos habituales, tenemos que llevárselo a Will Whistle. Es viejo, demasiado débil para trabajar, pero muy listo. Vende de todo en su mohoso carromato, desde café, de comercio muy restringido, hasta objetos exóticos de Arcón. Yo tenía nueve años y un puñado de botones robados cuando me arriesgué con él. Me pagó tres céntimos y no me hizo preguntas. Ahora soy su mejor clienta, y quizá la razón de que él pueda mantenerse a flote en un espacio tan reducido. En un buen día, incluso podría llamarlo amigo. Eso pasó años antes de que yo descubriera que Will forma parte de una gran organización. Algunos la llaman la resistencia, otros, mercado negro, pero a mí lo único que me importa es lo que pueda hacer. Tiene compañeros como Will en todos lados. Incluso en Arcón, por increíble que parezca. Transporta bienes ilegales por todo el país. Y ahora apuesto a que podría hacer una excepción y transportar a una persona.

—De ninguna manera.

En ocho años, Will nunca me ha dicho que no. Ahora, este viejo tonto y arrugado me cierra las puertas de su carromato prácticamente en las narices. Qué bueno que Kilorn no vino para ver cómo lo defraudo.

—¡Por favor, Will! Sé que tú lo puedes hacer…

Él sacude la cabeza meciendo su barba blanca.

—Aunque pudiera, soy un comerciante. La gente con la que trabajo no es de la que dedica su tiempo y esfuerzo a llevar de un lugar a otro a un mercader más. Ése no es nuestro oficio.

Siento que mi última esperanza, la única esperanza de Kilorn, se me escurre entre los dedos.

Seguro que Will ve la desesperación en mis ojos porque se ablanda, recargado en la puerta de su carromato. Tras lanzar un suspiro profundo, voltea hacia la oscuridad del carro. Un momento después se vuelve y me hace señas para que entre. Lo sigo gustosa.

—Gracias, Will —balbuceo—. No sabes cuánto significa esto para mí…

—Siéntate y cállate, niña —dice una voz aguda.

En medio de las sombras del carromato, casi invisible bajo la luz tenue de la vela azul de Will, una mujer se pone de pie. Una joven, debería decir, porque parece apenas mayor que yo. Pero es mucho más alta y porta el aire de un viejo guerrero. El arma que lleva en su cintura, metida en una banda roja que muestra soles grabados, es ilegal, sin duda. Ella es demasiado rubia y blanca para ser de Los Pilotes, y a juzgar por el ligero sudor que hay en su rostro, no está acostumbrada al calor ni a la humedad. Es una desconocida, una extranjera y una fugitiva. Justo la persona a la que yo quiero ver.

Me indica a señas que me acerque a la banca empotrada que hay en la pared del carro y ella vuelve a sentarse sólo una vez que lo he hecho yo. Will nos sigue, y casi se desploma en un sillón gastado, desde donde nos mira alternativamente a la joven y a mí.

—Mare Barrow, te presento a Farley —murmura, y ella aprieta el maxilar.

Posa en mí su mirada.

—Quieres transportar un cargamento.

—Un chico y yo…

Pero ella me interrumpe, alza una mano grande y encallecida:

Un cargamento —dice otra vez, y me dirige una mirada elocuente. El corazón me salta en el pecho; esta tal Farley bien podría terminar siendo de las que ayudan—. ¿Y cuál es el destino?

Me devano los sesos tratando de pensar en un lugar seguro. El viejo mapa del salón de clases gira ante mis ojos, recorro las costas y los ríos, destaco ciudades y poblados y todo lo que existe entre ellos. De Harbor Bay al oeste hasta la comarca de los Lagos, de la tundra del norte a los desechos tóxicos de las Ruinas y el Wash, todo es terreno peligroso para nosotros.

—Cualquier lugar a salvo de los Plateados. Con eso basta.

Farley parpadea, sin cambiar de expresión.

—La seguridad tiene un precio, niña.

—Todo tiene un precio, niña —irritada, imito su tono—. Nadie lo sabe mejor que yo.

Un largo silencio se extiende por el carromato. Puedo sentir que la noche se acaba y se lleva unos minutos preciosos de la vida de Kilorn. Farley percibe sin duda mi malestar e impaciencia, pero no se apresura por hablar. Después de un rato que parece eterno, al fin abre la boca.

—La Guardia Escarlata acepta, Mare Barrow.

Tengo que reunir toda mi compostura para no saltar de alegría en mi asiento. Pero en ese momento algo me da un tirón e impide que una sonrisa cruce mi rostro.

—El pago será íntegro, por el equivalente a mil coronas —continúa Farley.

Esto me deja casi sin aliento. Hasta Will se muestra sorprendido, y la expresión en su rostro hace que sus esponjosas cejas blancas se oculten bajo su cabello.

¿Mil? —consigo exhalar.

Nadie maneja esa cantidad de dinero, no en Los Pilotes. Eso alcanzaría para alimentar a mi familia durante un año. Durante muchos años.

Pero Farley no ha terminado aún. Tengo la impresión de que le gusta esto.

—Se puede pagar en billetes, tetrarcas o el equivalente en trueque. Por cabeza, desde luego.

Dos mil coronas. Una fortuna. Nuestra libertad vale una fortuna.

—Tu cargamento partirá pasado mañana. Deberás pagar entonces.

Apenas puedo respirar. Tengo menos de dos días para acumular más dinero del que he robado en toda mi vida. Imposible.

Pero ella no me da tiempo para protestar.

—¿Aceptas las condiciones?

—Necesito más tiempo.

Farley sacude un tanto la cabeza. Cuando se inclina sobre mí, me doy cuenta de que huele a pólvora.

—¿Aceptas las condiciones?

Es imposible. Es aberrante. Es nuestra mejor oportunidad.

—Sí, acepto.

Los siguientes minutos transcurren en forma confusa mientras marcho penosamente a casa a través de sombras turbias. Mi mente arde, busco el modo de hacerme de cualquier cosa que alcance una suma similar a la exigida por Farley. No hay nada así en Los Pilotes, de eso estoy segura.

Kilorn espera en la oscuridad, con la apariencia de un niño perdido. Supongo que lo es.

—¿Malas noticias? —la voz le tiembla, aunque intenta mantenerla firme.

—La resistencia puede sacarnos de aquí —por consideración a él conservo la calma mientras se lo explico. Dos mil coronas bien podría ser el valor del trono del rey, pero yo hago que parezca nada—. Si alguien puede hacer esto, somos nosotros. Nosotros podemos.

—Mare —la voz de Kilorn es fría, más fría que el invierno, pero el vacío de su mirada es peor aún—. Se acabó. Perdimos.

—Pero si apenas…

Él me toma de los hombros, me sostiene a una distancia prudente. No duele, pero me asusta.

—No me hagas esto, Mare. No me hagas creer que hay una forma de salir de esto. No me des esperanzas.

Tiene razón. Es cruel dar esperanzas cuando no hay ninguna. Únicamente produce rabia, rencor y desilusión, todas las cosas que vuelven esta vida más difícil de lo que ya es.

—Sólo deja que lo acepte. Tal vez… tal vez entonces pueda poner en orden mi cabeza, prepararme como se debe y tener una oportunidad allá.

Mis manos encuentran sus muñecas, y las aprieto con fuerza.

—Hablas como si ya estuvieras muerto.

—Quizá sea así.

—Mis hermanos…

—Tu padre se encargó de que ellos supieran a qué se enfrentaban mucho antes de que se marcharan. Y tienen la ventaja de ser enormes —fuerza una sonrisa que trata de contagiarme. Pero no lo logra—. Soy buen nadador y marinero. Me necesitarán en los lagos.

Hasta que él me envuelve y me estrecha entre sus brazos, no descubro que estoy temblando.

—Kilorn… —murmuro en su pecho y callo lo demás.

Debería ser yo. Pero mi momento se acerca a toda prisa. Sólo me cabe esperar que Kilorn sobreviva lo suficiente para volver a verlo, en el cuartel o en una trinchera. Quizás entonces encuentre las palabras correctas. Quizás entonces comprenda cómo me siento.

—Gracias, Mare. Por todo —él retrocede y me suelta demasiado rápido—. Si ahorras lo suficiente, podrás pagar cuando la legión venga por ti.

Asiento sólo por él, pero no tengo intención de dejar que combata y muera solo.

Para cuando me acurruco en mi catre, sé que esta noche no voy a dormir. Debe haber algo que pueda hacer, y aunque saberlo me lleve toda la noche, lo encontraré.

Gisa tose dormida, emite un ruido leve y discreto. Hasta inconsciente consigue ser elegante. No es de sorprender que encaje tan bien con los Plateados. Ella es todo lo que los Plateados aprecian de un Rojo: seria, complaciente y modesta. Es bueno que sea Gisa la que tenga que tratar con ellos, la que les ayude a esos tontos suprahumanos a elegir la seda y las finas telas con que confeccionarán las prendas que sólo se pondrán una vez. Ella dice que uno termina por habituarse a eso, a las sumas que ellos gastan en trivialidades. Y en el Huerto Magno, que es el mercado de Summerton, esas sumas son diez veces más altas. Con su maestra, Gisa cose encajes, sedas, pieles y hasta gemas para crear arte que pueda ser usado por la elite plateada que parece seguir a la realeza por doquier. El desfile, lo llama Gisa, una marcha incesante de pavos reales altivos, cada cual más orgulloso y ridículo que el anterior. Todos ellos Plateados, todos idiotas y todos obsesionados con su nivel social.

Esta noche los odio más que de costumbre. Las medias que ellos pierden tal vez alcanzarían para librarme de ser llamada a filas, junto con Kilorn y la mitad de Los Pilotes.

Por segunda ocasión esta noche, me cae un rayo encima.

—Despierta, Gisa —no hablo en voz baja porque esta niña duerme como un tronco—. ¡Gisa!

Ella se mueve y se queja desde su almohada.

—A veces quisiera matarte… —rezonga.

—¡Vaya, qué amable! Despierta —todavía tiene los ojos cerrados cuando salto sobre ella como un gato gigante. Antes de que pueda ponerse a gritar, quejarse y llamar a mi madre, le tapo la boca con una mano—. Escúchame, eso es todo. No hables, sólo escucha.

Ella resopla en mi palma, pero asiente al mismo tiempo.

—Kilorn…

La piel se le enciende con la sola mención de mi amigo. Y hasta ríe, algo que nunca hace. Pero yo no tengo tiempo para su historia de amor de colegiala, ahora no.

—¡Basta, Gisa! —le digo, con la respiración entrecortada—. Reclutarán a Kilorn —su risa desaparece entonces. El reclutamiento no es un chiste, al menos no para nosotras—. Ya tengo una manera de sacarlo de aquí, de librarlo de la guerra, pero necesito que me ayudes —me duele decirlo, pero las siguientes palabras escapan de mis labios de un modo u otro—. Te necesito, Gisa. ¿Me ayudarás?

Ella no vacila en responder y yo siento que el amor por mi hermana crece sin límite.

—Sí.

Qué bueno que soy de baja estatura o de lo contrario el uniforme extra de Gisa no me habría quedado bien. Es grueso y oscuro, totalmente impropio para el sol del verano, con botones y cierres que parecen cocerse bajo el calor. La mochila que cargo en la espalda no deja de moverse, y casi me aplasta con el peso de las telas y los utensilios de costura. Gisa porta su propia mochila y uniforme reglamentario pero nadie parece reparar en ella. Está acostumbrada a trabajar duro y a tener una vida difícil.

Recorremos en lancha casi todo el trayecto río arriba, apiñadas entre bushels de trigo en la barcaza de un agricultor bondadoso con quien Gisa hizo amistad hace años. Aquí la gente confía en ella, como nunca podrá hacerlo en mí. El agricultor nos deja bajar cuando aún nos falta un kilómetro y medio, cerca de la sinuosa fila de comerciantes en dirección a Summerton. Ahora arrastramos los pies junto a ellos, hacia lo que Gisa llama la Puerta del Huerto, aunque no se ven hortalizas por ningún lado. En realidad se trata de una puerta de cristal reluciente que nos deslumbra antes de que tengamos siquiera la oportunidad de traspasarla. El resto del muro parece estar hecho de lo mismo, aunque yo no puedo creer que el rey Plateado sea tan tonto para ocultarse detrás de paredes de vidrio.

—No es vidrio —me dice Gisa—. O al menos, no del todo. Los Plateados descubrieron una forma de calentar el diamante y mezclarlo con otros materiales. Es totalmente impenetrable. Ni siquiera una bomba podría atravesarlo.

Murallas de diamante.

—Eso parece algo necesario.

—¡Baja la cabeza! Déjame hablar a mí —musita ella.

Permanezco a su lado, con la mirada fija en el camino mientras éste pasa del asfalto negro y agrietado al pavimento de piedra blanca. Esta piedra es tan suave que estoy a punto de resbalar, pero Gisa me toma del brazo para evitarlo. Kilorn no tendría ningún problema para caminar sobre esto con sus piernas de marinero. Pero él nunca estaría aquí. Se ha dado por vencido. Yo no lo haré.

Al acercarnos a las puertas entrecierro los ojos para no deslumbrarme y poder distinguir lo que hay del otro lado. Aunque Summerton sólo cobra vida en este periodo y se vacía antes de que caiga la primera helada, es la ciudad más grande que yo haya visto jamás. Hay calles, tiendas, tabernas, casas y patios bulliciosos, orientados todos hacia la refulgente monstruosidad de mármol y cristal de diamante. Y ahora sé de dónde tomó ésta su nombre. La Mansión del Sol resplandece como una estrella, elevada treinta metros sobre el suelo en una masa ondulada de torreones y puentes. Parte de ella se oscurece aparentemente a voluntad, para dar privacidad a sus ocupantes. No se puede permitir que los campesinos vean al rey y su corte. El edificio es imponente, intimidatorio y espléndido, y es sólo la residencia de verano.

—¡Nombres! —escupe una voz áspera y Gisa se para en seco.

—Gisa Barrow. Ella es mi hermana, Mare Barrow. Me está ayudando a traer unas cosas para mi maestra.

No le tiembla la voz, la mantiene firme, casi monótona. El agente de Seguridad hace una seña con la cabeza y yo hago un show para quitarme la mochila. Gisa entrega nuestras tarjetas de identidad, ambas sucias, desgastadas y casi hechas pedazos, pero válidas al fin.

El hombre que nos examina debe conocer a mi hermana, porque apenas mira su identificación. Inspecciona la mía, y alterna entre mi cara y mi foto por espacio de un largo minuto. Me pregunto si él será un susurro y si podrá leer mi mente. Esto pondría rápido fin a mi pequeña excursión, y quizá me ganaría una soga alrededor del cuello.

—¡Las muñecas! —suspira, ya aburrido de nosotras.

Me siento confundida por un momento pero Gisa tiende la mano derecha sin pensar. Sigo su gesto y dirijo mi brazo al agente. Él rodea toscamente nuestras muñecas con un par de cintas rojas. El círculo se reduce hasta apretar como un grillete; no podremos quitarnos estas cosas sin su ayuda.

—¡Avancen! —dice el agente mientras hace un gesto perezoso con la mano.

Dos chicas no son una amenaza para él.

Gisa asiente agradecida, pero yo no. Este hombre no merece ni una pizca de reconocimiento de mi parte. Las puertas se abren a nuestro alrededor y las cruzamos. El corazón palpita en mis oídos, y ahoga los ruidos del Huerto Magno mientras entramos en un mundo distinto.

Es un mercado como jamás he visto antes, salpicado de flores, árboles y fuentes. Los Rojos son pocos y veloces, hacen diligencias y venden sus mercaderías, y están identificados por sus cintas rojas. Aunque los Plateados no portan cinta alguna, son fáciles de distinguir. Van cargados de gemas y metales preciosos, una fortuna que pende de cada uno de ellos. Con sólo deslizar la mano, yo podría irme a casa con todo lo que necesitaré para siempre. Todos son altos, bellos y fríos, y se mueven con una gracia acompasada que ningún Rojo podría reclamar. Nosotros no tenemos tiempo para movernos de esa manera.

Gisa me conduce frente a una panadería con pasteles exquisitamente espolvoreados, una tienda que exhibe frutas de vivos colores que yo no había visto nunca, y hasta una colección de animales salvajes que me son completamente desconocidos. Una niña, Plateada a juzgar por su ropa, da de comer pedacitos de manzana a una criatura con manchas parecida a un caballo, pero de cuello increíblemente largo. Unas calles más adelante, una joyería reluce con todos los colores del arcoíris. Tomo nota de ella, pero aquí es difícil alzar la cabeza. El aire parece palpitar, vibrante de vida.

Justo cuando creo que no puede haber nada más fantástico que este lugar, miro atentamente a los Plateados y recuerdo cómo son. Esa niña es una telqui, y hace levitar a tres metros de altura la manzana para dar de comer al animal de cuello largo. Un florista pasa las manos por una maceta de flores blancas y éstas crecen rápidamente, hasta enrollarse en sus codos. Es un verdoso, un manipulador de plantas y tierra. Un par de ninfos están sentados junto a la fuente, entreteniendo con parsimonia a unos pequeños con esferas flotantes de agua. Uno de los ninfos tiene cabello anaranjado y ojos malévolos, pese a que los chicos se arremolinan junto a él. En la plaza, Plateados de todo tipo se ocupan de su vida extraordinaria. Hay muchos, cada uno de ellos magnífico, espléndido e impactante, y muy lejos del mundo que yo conozco.

—Así es como vive la otra mitad —murmura Gisa, intuyendo mi pasmo—. Es suficiente como para ponerte enfermo.

La culpa me invade. Siempre he sentido envidia por Gisa, por su talento y todos los privilegios que le otorga, pero nunca había pensado en el costo que implica. Ella no pasó mucho tiempo en la escuela y tiene pocos amigos en Los Pilotes. Si fuera normal, tendría muchos. Sonreiría. En cambio, esta joven de catorce años va a todas partes con aguja e hilo, cargando sobre sus espaldas el futuro de su familia, sumida hasta el cuello en un mundo que detesta.

—Gracias, Gee —susurro en su oído.

Ella sabe que no me refiero sólo a hoy.

—Allá está el taller de Salla, el del toldo azul —señala a una calle lateral donde se encuentra un local diminuto apretujado entre dos cafeterías—. Ahí estaré si me necesitas.

—No voy a necesitarte —replico en el acto—. Aunque las cosas salieran mal, no te involucraré.

—Bueno —dice ella, y aprieta mi mano un segundo—. Cuídate. Hoy hay más gente que de costumbre.

—Y más lugares donde esconderse —sonrío.

—Pero también más agentes —concluye con voz grave.

Seguimos andando, nos acercamos a cada paso al momento en el que ella me dejará sola en este sitio desconocido. El pánico se apodera de mí cuando ella retira con cuidado la mochila de mis hombros. Estamos frente a su taller.

Para calmarme, hago un repaso entre dientes:

—No hables con nadie. No establezcas contacto visual. No te detengas. Sal por el mismo punto por donde llegaste, la Puerta del Huerto. El agente te quitará la cinta y seguirás tu camino —Gisa asiente con sus ojos bien abiertos mientras hablo, cautelosa, y tal vez hasta esperanzada—. Son quince kilómetros hasta casa.

—Quince kilómetros hasta casa —repite.

Deseando con todas mis fuerzas poder acompañarla, la veo desaparecer bajo el toldo azul. Ella me trajo hasta aquí. Ahora es mi turno.

La Reina Roja

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