Читать книгу La Reina Roja - Victoria Aveyard - Страница 17
SIETE
ОглавлениеVuelvo a la plataforma de los sirvientes con una sensación de vacío en el estómago. Si acaso había sentido felicidad hasta este instante, se desvanece ahora por completo. No me atrevo a voltear otra vez, verlo ahí con ropas elegantes, cargado de galones y medallas, y justo con los aires de grandeza que no soporto. Como Walsh, él también porta la insignia de la corona en llamas, pero la suya es de mármol negro, diamantes y rubíes. Titila sobre el negro oscuro de su uniforme. ¡Qué diferente de las prendas sencillas que vestía anoche, usadas para no desentonar con pueblerinos como yo! Ahora parece un futuro rey de pies a cabeza, Plateado hasta la médula. Y pensar que confié en él.
Los demás sirvientes se hacen a un lado, para permitir que me arrastre hasta el último sitio de la fila mientras la cabeza me da vueltas. Él me consiguió este trabajo, me salvó, salvó a mi familia… y es uno de ellos. Peor que uno de ellos. Un príncipe. El príncipe. La persona a la que la totalidad de quienes ocupan esta monstruosidad de piedra en espiral han venido a ver.
—Todos están aquí para honrar a mi hijo y al reino, de manera que yo los honro a ustedes —ruge el rey Tiberias, haciendo añicos mis pensamientos como si fueran de vidrio. Alza los brazos para señalar los numerosos palcos y sus ocupantes. Aunque yo hago todo lo posible por no quitarle la vista de encima, no puedo hacer otra cosa que mirar a Cal. Él sonríe, pero sus ojos no—. Honro su derecho a gobernar. El futuro rey, el hijo de mi hijo, será de su sangre plateada, y de la mía. ¿Quién osará reclamar su derecho?
El patriarca de cabello de plata brama en respuesta:
—¡Yo reclamo la prueba de las reinas!
En toda la Espiral, los líderes de las diferentes Casas gritan al unísono. “¡Yo reclamo la prueba de las reinas!”, repiten, conservando una tradición que yo no entiendo.
Tiberias sonríe y asiente.
—Comencemos entonces. Lord Provos, si me hace el favor.
El rey voltea en el acto, hacia la que supongo es la Casa de Provos. El resto de la Espiral sigue la dirección de su mirada, y los ojos de todos van a dar a una familia vestida de dorado con rayas negras. Un viejo de cabello gris cruzado por blancos mechones, avanza. Con su extraña vestimenta, parece una avispa a punto de clavar el aguijón. Hace un movimiento brusco con la mano y no sé qué esperar.
La plataforma se tambalea de súbito, ladeándose. Yo no puedo menos que saltar, y casi choco con el sirviente que tengo a mi lado, mientras resbalamos por un carril invisible. Con el alma en un hilo veo que también el resto del Jardín Espiral rota. Lord Provos es un telqui, y mueve la estructura por carriles preestablecidos con sólo el poder de su mente.
La estructura entera gira bajo su mando hasta que el escenario ajardinado se ensancha en un círculo enorme. Las terrazas bajas retroceden, para alinearse con los niveles superiores, y la espiral se convierte en un cilindro inmenso abierto al cielo. Mientras las terrazas fluyen, el escenario se sumerge, hasta detenerse a casi seis metros bajo el palco inferior. Las fuentes se vuelven cascadas, se vuelcan desde lo alto del cilindro hasta su base, donde llenan pozas angostas y profundas. Tras un último resbalón, nuestra plataforma hace alto sobre el palco del rey, lo que nos ofrece una vista perfecta de todo, incluido el escenario que hay allá bajo. Esto tarda menos de un minuto, durante el cual Lord Provos transforma el Jardín Espiral en algo mucho más siniestro.
Pero cuando Provos vuelve a tomar asiento, el cambio no ha terminado aún. El zumbido de la electricidad aumenta hasta hacerlo crepitar todo a nuestro alrededor, lo que me para los vellos de los brazos de punta. Una luz violácea brilla cerca de la base del Jardín, y echa chispas con la energía que procede de puntos minúsculos e invisibles en la piedra. Ningún Plateado se levanta para controlar esto como hizo Provos antes. Entiendo por qué. Esto no es obra de un Plateado, sino una maravilla de la tecnología, de la electricidad. Relámpagos sin truenos. Los haces de luz se entrecruzan y cortan, y tejen una red brillante y cegadora. Me duelen los ojos de sólo mirarla, como si me clavaran puñales afilados en la cabeza. No sé cómo pueden soportarlo los demás.
Los Plateados parecen sobrecogidos, intrigados con algo que no pueden controlar. En cuanto a los Rojos, miramos boquiabiertos, sumergidos en un temor reverente.
La red se cristaliza mientras la electricidad se expande y se ramifica. Y entonces, tan súbitamente como llegó, el ruido termina. Los rayos se congelan, se solidifican en pleno vuelo y producen un escudo transparente de color púrpura entre el escenario y nosotros. Entre nosotros y lo que pueda aparecer allá.
Mi mente se desboca, preguntándose qué podría requerir un escudo de relámpagos. Un oso no, tampoco una manada de lobos, ni cualquiera de las singulares fieras del bosque. Ni siquiera las criaturas mitológicas, los grandes felinos, los tiburones de los mares o los dragones que representarían un peligro para los abundantes Plateados que hay acá arriba. ¿Y por qué tendría que haber bestias en la prueba de las reinas? Se supone que ésta es una ceremonia para elegir soberanas, no para luchar contra monstruos.
Como si me respondiera, el suelo del círculo de estatuas, convertido ahora en el pequeño centro de la base del cilindro, se ensancha. Sin pensarlo, me muevo hacia delante, con la esperanza de ver mejor. Los demás sirvientes se aglomeran a mi lado, queriendo ver qué horrores puede generar este aposento.
La joven más pequeña que haya visto nunca emerge de la oscuridad.
La aclamación asciende mientras una Casa de seda color café y gemas rojas aplaude a su hija.
—¡Rohr, de la Casa de Rhambos! —prorrumpe la familia, anunciándola al mundo.
La chica, que no tiene más de catorce años, sonríe a los suyos. Es menuda en comparación con las estatuas, pero curiosamente sus manos son grandes. El resto de ella parece proclive a ser arrebatada por una brisa fuerte. Da una vuelta al cerco de estatuas, sin dejar de sonreír hacia arriba. Posa su mirada en Cal, quiero decir en el príncipe, al que intenta atraer con sus ojos de liebre, o con la sacudida ocasional de su cabello castaño rubio. En suma, parece ridícula. Hasta que se acerca a una estatua de sólida piedra y arranca su cabeza de un solo golpe.
La Casa de Rhambos habla de nuevo:
—¡Colosa!
Bajo nuestra presencia, la pequeña Rohr destruye en un instante el escenario y convierte las estatuas en pilas de polvo al tiempo que resquebraja el suelo que pisan las plantas de sus pies. Es como un terremoto en forma modestamente humana que lo destruye todo a su paso.
Así que de esto trata el concurso.
Una puesta en escena violenta, hecha para exhibir la belleza y el esplendor de las jóvenes, y su fuerza. La hija más talentosa. Esto es una demostración de poder, con el objeto de enlazar al príncipe con la mujer más impactante, para que sus hijos puedan ser los más fuertes. Y así ha sido desde hace cientos de años.
Me estremezco de sólo pensar en la fuerza del dedo meñique de Cal.
Él bate palmas cortésmente cuando la joven Rohr concluye su despliegue de destrucción organizada y regresa a la rampa. La Casa de Rhambos la vitorea mientras ella desaparece.
Después llega Heron, de la Casa de Welle, la hija de mi gobernador. Es alta, de rostro semejante al de la garza homónima.* La tierra removida fluctúa en torno suyo mientras ella reconstruye el escenario. “Guardaflora”, canturrea su familia. Una verdosa. Bajo su mando, los árboles crecen en un abrir y cerrar de ojos, hasta rozar con sus copas el escudo de rayos. Ahí donde las ramas lo tocan, éste despide chispas y prende fuego a los retoños. La chica siguiente, una ninfa de la Casa de Osanos, no se queda atrás. Usa las fuentes convertidas en cascadas para apagar el fuego contenido del bosque con un huracán de rápidos, hasta que sólo quedan árboles carbonizados y tierra abrasada.
Esto continúa durante lo que parecen horas. Cada chica sale a demostrar su valor, y todas topan con un auditorio cada vez más destruido, pero han sido entrenadas para hacer frente a cualquier cosa. Varían en edad y apariencia, pero todas son deslumbrantes. Una de ellas, de apenas doce años de edad, hace estallar todo lo que toca como si fuera una bomba ambulante. “¡Olvido!”, clama su familia, describiendo su poder. Mientras ella elimina la última de las estatuas blancas, el escudo de rayos se mantiene firme. Sisea contra el fuego de la jovencita, y el ruido rechina en mis oídos.
Electricidad, Plateados y alaridos se revuelven en mi cabeza mientras veo a ninfas, verdosas, colosas, telquis, raudas y lo que parece un centenar de Plateadas de otros tipos lucirse bajo el escudo. Cosas que ni siquiera en sueños creí posibles suceden ante mis ojos, al tiempo que estas muchachas convierten su piel en piedra o rompen paredes de cristal a gritos. Los Plateados son más grandes y fuertes de lo que siempre temí, con poderes que ni siquiera sabía que existieran. ¿Cómo pueden ser reales estas personas?
He recorrido un largo camino, y de repente estoy de vuelta en el ruedo, viendo a los Plateados alardear de todo lo que nosotros no somos.
Me lleno de asombro cuando un animus que domina criaturas hace bajar del cielo un millar de palomas. En el momento en que las aves se arrojan de cabeza sobre el escudo de rayos y revientan en nubecillas de sangre, plumas y electricidad mortífera, mi encanto se vuelve indignación. El escudo echa chispas otra vez, y desintegra lo que queda de las aves hasta lucir como nuevo. Los aplausos por el retorno al escenario del despiadado animus casi me producen náuseas.
Otra joven, es de esperar que sea la última, sale al ruedo, ya reducido a polvo.
—¡Evangeline, de la Casa de Samos! —proclama el patriarca de cabello plateado.
Él es el único de su familia en tomar la palabra, y su voz retumba en todos los rincones del Jardín Espiral.
Desde mi atalaya, veo que el rey y la reina se incorporan en sus asientos. Evangeline ya ha captado su atención. En marcado contraste, Cal se mira las manos.
Mientras que las otras muchachas portaban vestidos de seda, y algunas una extraña armadura dorada, Evangeline aparece con un traje de cuero negro. Chamarra, pantalones, botas, todo con estoperoles de dura plata. No, no de plata. De hierro. La plata no es tan mate ni tan dura. Su Casa la aclama de pie. Es de la familia de Ptolemus y el patriarca, los hombres de cabello plateado a los que serví agua. Pero también la vitorean otros, otras familias. Quieren que ella sea la reina. Es la favorita. Llevándose dos dedos a la frente, Evangeline saluda, primero a su familia y luego al palco del rey. Ellos corresponden al gesto, descaradamente a favor de ella.
Quizás esto se parece a las Farsas Plateadas más de lo que creí. Salvo que en vez de poner a los Rojos en su sitio, aquí el rey pone en su lugar a sus súbditos, poderosos como son. Una jerarquía dentro de la jerarquía.
He estado tan absorta en las pruebas que apenas reparo en que llega mi turno de volver a servir. Antes de que alguien pueda indicarme la dirección precisa, parto al palco de la derecha, oyendo hablar sólo al patriarca de Samos.
—Magnetrón —creo que dice, pero no tengo idea de qué significa.
Atravieso los angostos corredores, que antes eran pasillos descubiertos, hasta los Plateados que requieren el servicio. El palco está al fondo, pero soy rápida y no tardo en llegar. Ahí me encuentro con un clan particularmente obeso, cubierto de chillante seda amarilla y plumas horribles, que disfruta de un pastel de gran tamaño. Hay platos y copas regados por el suelo, y me pongo a recogerlos, con manos ágiles y diestras. Una pantalla a todo volumen en el palco presenta a Evangeline, aparentemente quieta en el escenario.
—¡Qué farsa es ésta! —se queja uno de los bichos gordos y amarillos al tiempo que se retaca la boca—. La joven Samos ya ganó.
Qué raro. Ella parece la más débil de todas.
Apilo los platos, aunque sin retirar los ojos de la pantalla, para ver a Evangeline dar vueltas por el escenario devastado. Todo indica que ahí no queda nada con lo que ella pueda trabajar, mostrar lo que es capaz de hacer, pero eso no parece importarle. Su sonrisita de suficiencia es terrible, como si estuviera totalmente convencida de su magnificencia. Pero a mí no me parece magnífica.
En ese momento, los estoperoles de hierro de su chamarra se mueven. Flotan en el aire, cada uno de ellos se convierte en una dura y redonda bala metálica. Luego, como los tiros de un arma, salen disparados, se clavan en el suelo y las paredes, e incluso en el escudo de rayos.
Evangeline es capaz de controlar el metal.
Varios palcos la ensalzan, pero ella está lejos de haber terminado. Chirridos y ruidos metálicos suben hasta nosotros desde lo hondo de la estructura del Jardín Espiral. Hasta la familia gorda deja de comer para mirar, perpleja. Está confundida e intrigada, pero yo puedo sentir las vibraciones debajo de mis pies. Sé que hay que tener miedo.
Con un ruido demoledor al perforar el piso, unos tubos de metal traspasan el escenario, emergiendo desde lo profundo. Atraviesan las paredes y rodean a Evangeline con una retorcida corona de metal gris y argentino. Parece que ríe, pero el crujido ensordecedor del metal la ahoga. Del escudo de rayos se desprenden chispas, pero ella se protege con su chatarra. No exuda una sola gota de sudor. Por fin, deja caer el metal con un estruendo horrible. Vuelve los ojos al cielo, a los palcos de arriba. Boquiabierta, deja ver sus dientecitos afilados. Parece tener hambre.
Aquello empieza poco a poco, con un ligero cambio de equilibrio hasta que el palco entero se tambalea. Caen platos al suelo y ruedan copas de cristal que escapan de la barandilla para ir a estrellarse contra el escudo de rayos. Evangeline está descoyuntando y volteando nuestro palco, lo que provoca que nos ladeemos. Los Plateados que están a mi alrededor graznan y buscan dónde apoyarse, convertido su aplauso en pánico. No son los únicos; cada palco de nuestra fila se mueve con nosotros. Muy abajo, Evangeline dirige todo con una mano y arruga la frente, concentrada. Como los luchadores Plateados en el ruedo, quiere mostrarle al mundo de qué está hecha.
Pienso en eso cuando una bola amarilla de plumas y carne choca contra mí, y me lanza por la barandilla junto con el resto del servicio de plata.
Lo único que veo mientras caigo es púrpura, el escudo de rayos que sale a mi encuentro. Silba de energía y chamusca el aire. Apenas tengo tiempo para comprenderlo, pero sé que el cristal jaspeado de color púrpura me cocerá viva, al electrocutarme en mi uniforme rojo. Apuesto que lo único que les preocupará a los Plateados es quién tendrá que recogerme.
Pego de cabeza contra el escudo y veo estrellas. No, estrellas no. Chispas. El escudo hace su trabajo y me incendia con descargas eléctricas. Mi uniforme arde hasta quemarse y echar humo, y supongo que veré cómo sucede lo mismo con mi piel. El olor de mi cadáver será delicioso. Pero, no sé por qué, no siento nada. Seguro que me duele tanto que no lo puedo sentir.
Sin embargo… sí lo siento. Siento el calor de las chispas subir y bajar por mi cuerpo, prendiendo fuego a cada uno de mis nervios. Pero no es una sensación desagradable. De hecho, me siento… viva. Como si hubiera pasado ciega toda mi vida y acabara de abrir los ojos hace apenas un instante. Algo se mueve bajo mi piel, pero no son las chispas. Miro mis manos, mis brazos, me maravillo del rayo mientras se desliza sobre mí. Mi ropa se quema, se calcina por el calor, pero mi piel no cambia. El escudo sigue intentando matarme, pero no puede.
Todo está mal.
Yo estoy viva.
El escudo despide humo negro, y comienza a partirse y cuartearse. Las chispas son más radiantes, más feroces, pero también más débiles. Yo trato de incorporarme, ponerme en pie, pero el escudo se hace pedazos bajo mis talones y vuelvo a precipitarme al vacío.
De un modo u otro, caigo sobre un montón de tierra no cubierta de metal dentado. Maltrecha y con los músculos doloridos, es cierto, pero todavía de una pieza. Mi uniforme no corrió con tanta suerte, y casi se está cayendo a pedazos achicharrados.
Me pongo en pie con dificultad, y siento que otras partes de mi uniforme se desprenden. Arriba de nosotras, los murmullos y las exclamaciones recorren el Jardín Espiral. Siento que todos me observan: la chica Roja quemada. Al pararrayos humano.
Evangeline me mira fijamente, con los ojos muy abiertos. Parece presa de la furia, la confusión… y el miedo.
De mí. Por alguna razón, tiene miedo de mí.
—¡Hola! —digo tontamente.
Ella contesta con una ráfaga de trozos de metal, todos ellos puntiagudos y mortales, que vuelan directo a mi corazón.
Sin pensarlo, levanto las manos para protegerme de lo peor de ese ataque. Pero en vez de atrapar con las palmas una docena de cuchillas con picos, siento algo muy diferente. Al igual que antes con las chispas, mis nervios vibran, avivados por un fuego que viene de adentro. Este fuego se mueve en mí, detrás de mis ojos, bajo mi piel, hasta que siento que me rebasa. Luego se vierte desde mi cuerpo en poder y energía puros.
El chorro de luz, no: el rayo, hace erupción entre mis dedos y quema el metal. Las piezas crepitan y humean, se parten por efecto del calor. Caen inofensivamente al suelo mientras el rayo impacta en la pared del fondo, deja un agujero humeante de más de un metro de ancho y casi arrasa con Evangeline.
Ella se queda boquiabierta, conmocionada. Seguramente mi aspecto es el mismo que el de ella cuando miro mis manos, mientras me pregunto qué diablos acaba de ocurrirme. En lo alto, un centenar de los Plateados más poderosos se pregunta lo mismo. Cuando alzo la mirada, veo que todos me observan.
Incluso el rey se inclina sobre el filo de su palco, perfilando contra el cielo su corona llameante. Cal está junto a él, y me mira asombrado.
—¡Centinelas!
La voz del rey es aguda como un cuchillo cargado de amenazas. De repente, los uniformes rojo anaranjado de los centinelas resplandecen en casi todos los palcos. Los guardias de elite esperan otra palabra, otra orden.
Soy buena para robar porque sé cuándo correr. Y éste es uno de esos momentos.
Antes de que el rey pueda decir cualquier cosa, yo salgo disparada, empujo a la atónita Evangeline y me escurro de pie por la trampilla que sigue abierta en el suelo.
—¡Deténganla! —resuena la voz detrás de mí cuando caigo en la semioscuridad de la estancia de abajo. La función de metales voladores de Evangeline agujereó el techo, así que sigo viendo el Jardín Espiral. Para mi desaliento, parece como si la estructura se desangrara, pues los centinelas uniformados bajan de sus palcos, todos ellos en mi persecución.
Sin tiempo para pensar, lo único que puedo hacer es correr.
La antesala que hay bajo el ruedo da a un pasillo vacío y oscuro. Cámaras negras y cuadradas me ven correr a toda velocidad y dar la vuelta por un pasillo y otro más. Puedo sentirlas, tras de mí como los centinelas, no muy lejos. Corre, repite mi cabeza. Corre, corre, corre.
Tengo que hallar una puerta, una ventana, algo que me ayude a orientarme. Si pudiera salir, al mercado tal vez, podría tener una oportunidad. Podría.
El primer tramo de escaleras que encuentro sube a un largo salón con espejos. Pero aquí también hay cámaras, situadas en las esquinas del techo como grandes bichos oscuros.
Una salva de disparos hace explosión sobre mi cabeza, lo que me obliga a arrojarme al suelo. Dos centinelas, con uniformes del color de la lumbre, hacen trizas un espejo para arremeter contra mí. Son como los de Seguridad, me digo. Torpes agentes que no te conocen. Que no saben qué puedes hacer.
Pero tampoco yo sé qué puedo hacer.
Como ellos esperan que corra, hago lo contrario y los embisto. Sus armas son grandes y potentes, pero voluminosas. Antes de que puedan disponerlas para disparar, aturdir o ambas cosas, yo me deslizo de rodillas por el terso piso de mármol entre los dos gigantes. Uno de ellos grita tan fuerte tras de mí que convierte otro espejo en una tormenta de vidrio. Cuando logran cambiar de dirección, yo ya estoy lejos, corriendo otra vez.
Hallar por fin una ventana es una bendición y una maldición al mismo tiempo. Derrapo y paro frente a un panel gigantesco de cristal de diamante, con vista al ancho bosque. Está justo ahí, al otro lado, más allá de una pared impenetrable.
Bueno, manos, éste podría ser un buen momento para que hagan lo que ustedes saben hacer. Pero nada sucede, desde luego. Nada sucede cuando más lo necesito.
Una oleada de calor me toma por sorpresa. Al voltear, veo que un muro rojo y naranja se aproxima, y sé que los centinelas han dado conmigo. Pero el muro está caliente, titilante, casi compacto. Fuego. Y viene directo hacia mí.
Mi voz es débil, apenas audible, desesperada, cuando yo misma río de mi apuro.
—¡Vaya, qué maravilla!
Me vuelvo para salir corriendo, pero choco con un muro amplio de tela negra. Varios brazos fuertes me envuelven y me sujetan mientras trato de zafarme. ¡Electrocútalo! ¡Quémalo!, grito en mi cabeza. Pero no pasa nada. El milagro no va a volver a salvarme.
El calor aumenta y amenaza con dejar sin aire mis pulmones. Hoy sobreviví al relámpago; no quiero tentar a la suerte con el fuego.
Pero lo que me matará es el humo. Negro y denso y demasiado fuerte, me asfixiará viva. Siento que todo da vueltas a mi alrededor, y que los párpados me pesan. Oigo pasos, gritos, el rugido del fuego mientras el mundo se oscurece.
—Lo siento —dice la voz de Cal.
Creo que estoy soñando.
* Heron en inglés significa garza real. [N. del T.]