Читать книгу La Reina Roja - Victoria Aveyard - Страница 19
OCHO
ОглавлениеEstoy en el zaguán, veo a mamá despedirse de mi hermano Bree. Ella llora y lo abraza con fuerza. Shade y Tramy aguardan para sostenerla si las piernas le fallan. Sé que también ellos quieren llorar al ver marcharse a su hermano mayor pero no lo hacen, por mamá. Junto a mí, papá no dice nada, se contenta con mirar al legionario. Incluso con su armadura de placa de acero y malla antibalas, el soldado parece pequeño junto a mi hermano. Bree podría comérselo vivo, pero no lo hace. No hace nada cuando el legionario lo toma del brazo y lo separa de nosotros. Entonces aparece una sombra, que lo persigue extendiendo sus alas oscuras y terribles. El mundo da vueltas a mi alrededor y me derrumbo.
Caigo un año más tarde, con los pies hundidos en el lodo en que chapoteamos bajo nuestra casa. Mamá abraza a Tramy ahora, mientras le suplica compasión al legionario. Shade tiene que apartarla. En algún lugar, Gisa llora por su hermano preferido. Papá y yo guardamos silencio, ahorrándonos nuestras lágrimas. La sombra regresa, gira esta vez en torno mío y tapa el sol y el cielo. Yo aprieto los ojos con la esperanza de que me deje en paz.
Cuando los vuelvo a abrir, estoy en brazos de Shade, y lo estrecho lo más fuerte que puedo. Mientras me acurruco en su pecho, hago una mueca de dolor. Me arde la oreja y retrocedo al ver gotas de sangre roja en la camisa de mi hermano. Gisa y yo agujeramos de nuevo nuestros oídos con el diminuto regalo de Shade. Supongo que yo lo hice mal, como todo. Esta vez siento la sombra antes de verla. Y parece enfadada.
Ella me arrastra por un desfile de recuerdos, todos ellos son heridas abiertas que no sanan aún. Algunos incluso son sueños. No, pesadillas. Mis peores pesadillas.
Un mundo nuevo se materializa a mi alrededor, para formar un paisaje nublado de humo y cenizas: El Obturador. Jamás he estado ahí, pero he oído lo bastante para imaginarlo. El terreno es plano, formado por cráteres de un millar de bombas. Los soldados con uniformes Rojos manchados se encogen en cada cráter, como la sangre que llena una herida. Yo paso flotando entre ellos, examino sus caras, en busca de los hermanos que he perdido a causa del humo y la metralla.
Bree es el primero en aparecer, forcejea en un charco de lodo con un lacustre vestido de azul. Quiero ayudarle, pero sigo flotando hasta que lo pierdo de vista. Después viene Tramy, quien se agacha junto a un soldado herido para impedir que muera desangrado. Nunca olvidaré sus gritos de dolor y frustración. Tampoco a él puedo ayudarlo.
Shade espera delante, aventaja incluso a los guerreros más valientes. Está plantado en una cresta, sin considerar el riesgo de las bombas, las armas ni el ejército lacustre que hay al otro lado. Incluso tiene agallas para sonreírme. Yo sólo puedo mirar cuando el suelo bajo sus pies hace explosión y lo convierte todo en una columna de humo y cenizas.
—¡Alto! —consigo gritar, mientras tiendo el brazo al humo que una vez fue mi hermano.
Las cenizas toman cuerpo, moldean nuevamente la sombra. Ésta me cubre hasta que una oleada de recuerdos vuelve a volcarse sobre mí. Papá al llegar medio muerto a casa. El alistamiento de Kilorn. La mano de Gisa. Todo se confunde, un remolino de colores demasiado vivos que hieren mis ojos. Algo no está bien. La memoria retrocede en el tiempo, como si yo viera mi vida en reversa. Y entonces surgen hechos que no es posible que recuerde: el momento en el que vi a mi hermana por primera vez, cuando aprendí a caminar, cuando mis hermanos me pasaban como una pelota entre ellos mientras mamá los reprendía. Esto es imposible.
“Imposible”, me dice la sombra. La voz es tan aguda que temo que me parta el cráneo. Caigo de rodillas, choco con lo que parece concreto.
Y entonces ellos ya no están. Mis hermanos, mis padres, mi hermana, mis recuerdos, mis pesadillas han desaparecido. Concreto y barrotes de acero se alzan a mi alrededor. Una jaula.
Me pongo en pie con dificultad y me llevo una mano a mi dolorida cabeza, mientras comienzo a ver claramente las cosas. Una figura me mira al otro lado de los barrotes. Una corona reluce en su cabeza.
—Haría una reverencia, pero parecería adulación —le digo a la reina Elara, y de inmediato quisiera no haberlo hecho.
Ella es una Plateada; no le puedo hablar así. Podría mandarme al cepo, quitarme mis raciones, castigarme, castigar a mi familia. No, comprendo, cada vez más horrorizada. Ella es la reina. Podría matarme. Podría matarnos a todos.
Pero ella no parece ofendida. En cambio, casi sonríe. Siento náuseas cuando nuestras miradas se cruzan, y me doblo en dos una vez más.
—Eso vale para mí como una reverencia —dice entre dientes, se ve que disfruta mi dolor.
Yo contengo el impulso de vomitar y alargo los brazos para agarrarme de las rejas. Mi puño se cierra alrededor del frío acero.
—¿Qué me van a hacer?
—No quedo mucho por hacerte ya. Pero esto… —mete una mano entre los barrotes para tocarme la sien, con lo que triplica mi dolor y me hace caer contra las rejas, con apenas bastante consciencia para sujetarme—, esto es para evitar que hagas una tontería.
Siento ganas de llorar, pero me recompongo de una sacudida.
—¿Una tontería como sostenerme en pie? —logro proferir.
El dolor casi no me deja pensar, y menos aún ser educada, pero me las arreglo para contener un torrente de maldiciones. ¡Mare Barrow, controla tu lengua, por favor!
—Como electrocutar algo —espeta la reina.
Gracias a que el dolor cede, reúno fuerzas suficientes para llegar a la banca de metal. Hasta que apoyo la cabeza en la fría pared de piedra asimilo las palabras de la señora. Electrocutar.
El recuerdo de las piezas dentadas cruza por mi mente. Evangeline, el escudo de rayos, las chispas y yo. No es posible.
—Tú no eres Plateada. Tus padres son Rojos, tú eres Roja y tu sangre también lo es —murmura la reina, mientras da vueltas frente a los barrotes de mi jaula—. Eres un milagro, Mare Barrow, una imposibilidad. Algo que ni siquiera yo puedo entender, y eso que ya lo vi todo de ti.
—¿Era usted? —pregunto casi chillando, y alzo los brazos de nuevo para sostener mi cabeza—. ¿Estuvo usted en mi mente? ¿En mis recuerdos? ¿En mis pesadillas?
—Si quieres conocer a alguien, conoce sus temores —parpadea frente a mí como si yo fuera una tonta—. Además, tenía que saber con qué estamos tratando.
—No soy un objeto.
—Lo que eres aún está por verse. Pero deberías dar gracias de una cosa, niña relámpago —dice ella con sorna, y apoya la cara contra las rejas. Las piernas se me engarrotan de repente, pierdo toda sensación, como si me hubiera sentado mal. Como si estuviera paralizada. El pánico sube por mi pecho mientras veo que ni siquiera puedo mover los dedos de los pies. Así ha de ser como se siente papá, inútil y abatido. Pero, de un modo u otro, consigo levantarme, y mis piernas se vuelven a mover, para llevarme hasta las rejas. La reina me mira desde el otro lado. Pestañea al compás de mis pasos. Ella es un susurro y juega conmigo. Cuando estoy lo bastante cerca, toma mi cara entre sus manos. Yo me quejo mientras el dolor en mi cabeza se multiplica. ¡Qué no daría ahora por la simple condena del reclutamiento!—. Hiciste eso frente a cientos de Plateados, personas que formularán preguntas, personas con poder —sisea ella en mi oído, y mi cara queda envuelta en su aliento empalagoso—. Ésa es la única razón de que sigas viva.
Aprieto las manos e invoco de nuevo el relámpago, pero no aparece. Ella sabe lo que hago y ríe con desfachatez. Detrás de mis ojos explotan estrellitas que nublan mi vista, pero oigo cómo la reina se marcha en un torbellino de seda rumorosa. Recupero la vista justo cuando su vestido desaparece al dar la vuelta a una esquina, y me quedo completamente sola en la celda. Apenas consigo volver a la banca, contengo el impulso de vomitar.
El agotamiento me acomete en oleadas, comienza por los músculos y se hunde en mis huesos. No soy más que un ser humano, y los humanos no estamos hechos para enfrentar días como hoy. Sobresaltada, reparo en que mi muñeca está descubierta. La cinta roja ha desaparecido, me la quitaron. ¿Qué podría significar esto? las lágrimas luchan por salir, pero no voy a llorar. Me queda mucho orgullo todavía.
Puedo contener las lágrimas, pero no las preguntas ni la duda que corroe mi corazón.
¿Qué me pasa?
¿Qué soy?
Cuando abro los ojos, veo que un agente de Seguridad me mira al otro lado de los barrotes. Sus botones de plata brillan bajo la débil luz, pero no son nada comparados con el resplandor de su calva.
—Deben decirles a mis familiares dónde estoy —suelto de pronto, mientras me enderezo.
Al menos les dije que los quiero, evoco nuestros últimos momentos.
—Mi único deber es llevarte arriba —replica él, aunque sin sarcasmo. Este individuo es un dechado de tranquilidad—. Cámbiate de ropa.
Me doy cuenta entonces de que mi cuerpo está cubierto aún por un uniforme quemado a medias. El agente señala una ordenada pila de ropa junto a los barrotes. Me da la espalda, para concederme así algo semejante a la privacidad.
La ropa es simple pero fina, más suave que la que me haya puesto nunca; una camisa blanca de manga larga y un pantalón negro, ambos decorados con una raya plateada a cada lado. También hay zapatos: una botas negras lustradas que me llegan a las rodillas. Para mi sorpresa, no hay una sola puntada roja en estas prendas. Por qué, no sé. Mi desconocimiento se ha vuelto ya una constante.
—Listo —mascullo, al subir la última bota por mi pierna con algo de dificultad.
Mientras la bota se acomoda en su sitio, el agente voltea. No oigo el tintineo de las llaves, pero tampoco veo una cerradura. Ignoro cómo piensa sacarme de mi jaula sin puertas.
Pero en vez de abrir una entrada oculta, da un tirón con la mano y las barras de metal se pandean. ¡Claro! Este carcelero es un…
—Magnetrón, sí —dice él mismo, moviendo los dedos—. Y por si acaso te lo preguntaras, la joven a la que estuviste a punto de freír es mi prima.
Casi me ahogo con el aire de mis propios pulmones, sin saber cómo reaccionar.
—Lo lamento.
Parece una pregunta.
—Lamenta no haber acabado con ella —repone él, sin ánimo de burla—. Evangeline es una arpía.
—¿Es un rasgo típico de familia? —mi boca se mueve más rápido que mi cerebro, y reprimo una exclamación, al ver lo que acabo de decir.
Pero en vez de reprenderme por hablar cuando no debo, el agente esboza una sonrisa.
—Supongo que lo descubrirás por ti misma —dice con una mirada dulce—. Soy Lucas Samos. Sígueme.
No me hace falta preguntar para saber que no tengo otra opción.
Me guía fuera de la celda, por una escalera de caracol, hasta donde se encuentran al menos doce agentes más. Éstos me rodean sin decir nada, en estudiada formación, y me fuerzan a acompañarlos. Lucas se mantiene junto a mí, siguiéndoles el paso. Ellos no sueltan sus armas, como si estuvieran listos para la batalla en todo momento. Algo me dice que no están aquí para defenderme, sino para proteger a los demás.
Cuando llegamos a los hermosos niveles superiores, las paredes de cristal son inusualmente oscuras. Vidrios tintados, me digo, recordando lo que Gisa me contó sobre la Mansión del Sol. El cristal de diamante puede oscurecerse a voluntad para ocultar lo que no se debe ver. Obviamente, yo pertenezco a esta categoría.
Me llevo una fuerte impresión cuando descubro que las ventanas no cambian por efecto de ningún mecanismo, sino de una agente pelirroja. Ésta agita una mano junto a cada pared por la que pasamos, y un poder dentro de ella tapa la luz, al empañar el vidrio con una ligera penumbra.
—Esta mujer es una sombra, una curvadora de luz —bisbisea Lucas, cuando nota mi estupor.
También aquí hay cámaras. La piel me hierve cuando siento su mirada eléctrica recorrer mi cuerpo. Normalmente me dolería la cabeza bajo el peso de tanta electricidad, pero esta vez el dolor no aparece. Algo en el escudo me ha hecho cambiar. O quizá liberó otra cosa, una parte de mí que había permanecido encerrada mucho tiempo. ¿Qué soy? Vuelve a resonar en mi cabeza, más ominosamente que antes.
La sensación eléctrica pasa sólo después de que atravesamos una incalculable serie de puertas. Esos ojos no pueden verme aquí. Llegamos a un salón en el que mi casa podría caber diez veces, con todo y pilotes. Y justo delante de donde estoy, con una mirada ardiente que se funde con la mía, se encuentra el rey, sentado en un trono de cristal de diamante tallado a manera de infierno. Detrás de él, pronto se ensombrece una ventana, que dejaba entrar demasiada luz. Ése podría ser el último destello de sol que veré en mi vida.
Lucas y los otros agentes me hacen pasar primero, mas no permanecen mucho tiempo ahí. Con sólo una mirada atrás, él los guía afuera.
El rey está frente a mí, la reina de pie a su izquierda y los príncipes a su derecha. Me niego a ver a Cal, pero sé que sin duda él me contempla, embobado. Mantengo la vista fija en mis botas nuevas, concentrada en los dedos para no ceder al temor que convierte mi cuerpo en plomo.
—¡Arrodíllate! —murmura la reina, con una voz suave como el terciopelo.
Debería hacerlo pero mi orgullo no me lo permite. Aun aquí, frente a los Plateados, ante el rey, mis rodillas no se doblan.
—No —replico, y encuentro fuerzas para alzar la mirada.
—¿Te gusta tu celda, niña? —pregunta Tiberias, y la sala se llena con su voz majestuosa.
La amenaza en sus palabras es clara como el día, pero permanezco firme. Él ladea la cabeza, me mira como si yo fuera un experimento por esclarecer.
—¿Qué quiere de mí? —acierto a preguntar.
La reina se inclina junto a él.
—Te lo dije: es Roja de cabo a rabo… —pero el rey la esquiva como si fuera una mosca.
Ella frunce los labios y da un paso atrás, con las manos apretadas. Se lo merece.
—Lo que quiero para ti es imposible de hacer —espeta Tiberias.
Su mirada se enciende, como si quisiera consumirme con ella.
Recuerdo las palabras de la reina.
—Bueno, no es culpa mía que usted no pueda matarme.
Él ríe.
—No me dijeron que fueras lista.
Siento un alivio enorme, como cuando un viento fresco se cuela entre los árboles. La muerte no me espera aquí. No todavía.
El rey tira al suelo un montón de papeles, cubiertos de letra manuscrita. La primera hoja contiene la información básica: mi nombre y fecha de nacimiento, los nombres de mis padres y la mancha oscura de mi sangre. También está ahí mi fotografía, la de mi tarjeta de identidad. Me miro, veo mis ojos aburridos, hastiados de hacer fila para sacar mi foto. ¡Cómo me gustaría poder meterme ahora en esa imagen, en la muchacha que no tenía más problemas que el reclutamiento y un estómago vacío!
—Mare Molly Barrow, nacida el 17 de noviembre del año 302 de la nueva era, hija de Daniel y Ruth Barrow —recita Tiberias de memoria, poniendo mi vida al descubierto—. No tienes ninguna ocupación y tu llamado a filas está previsto para tu próximo cumpleaños. Vas poco a la escuela, sacas malas calificaciones y tienes una lista de delitos que darían contigo en prisión en casi cualquier parte. Robo, contrabando, resistencia al arresto, por citar unos cuantos. En síntesis, eres pobre, grosera, inmoral, poco inteligente, depravada, rencorosa, terca y una lacra para tu aldea y mi reino.
Sus rotundas palabras tardan un momento en asentarse, pero cuando lo hacen, no las contradigo. Tiene toda la razón.
—Sin embargo —se levanta de su trono, y está tan cerca que puedo ver los agudos filos de su corona, y que sus puntas son capaces de matar—, no sólo eres eso, sino también algo que yo no puedo concebir. Roja y Plateada al mismo tiempo, peculiaridad con consecuencias mortíferas que ni tú misma alcanzas a comprender. ¿Qué debo hacer contigo, entonces?
¿Me lo está preguntando?
—Podría soltarme. Yo no diría una sola palabra.
La súbita risa de la reina me interrumpe.
—¿Y las Grandes Casas? ¿También ellas van a guardar silencio? ¿Olvidarán a la niña relámpago de uniforme rojo?
No. Nadie lo hará.
—Ya conoces mi consejo, Tiberias —añade Elara, con sus ojos fijos en el rey—. Resolverá además nuestros dos problemas.
Debe ser un mal consejo, malo para mí, porque Cal aprieta el puño. Esta acción atrae mi mirada, y por fin lo veo sin remilgos. Permanece quieto, sereno y callado, justo para lo que estoy segura que se le educó, pero detrás de sus ojos arde fuego. Su mirada se encuentra un instante con la mía, mas yo la aparto antes de que pueda dirigirme a él y pedirle que me salve.
—Sí, Elara —dice el rey, e inclina la cabeza hacia su esposa—. No podemos matarte, Mare Barrow —aún no, queda flotando en el aire—. Así que te ocultaremos dejándote a la vista de todos, donde podamos vigilarte, protegerte y tratar de entenderte.
El brillo de sus ojos me hace sentir un manjar a punto de ser devorado.
—¡Padre! —estalla Cal, pero su hermano, el príncipe pálido y esbelto, lo toma del brazo para acallar sus reproches. Esto tiene un efecto calmante en Cal, y cede.
Tiberias prosigue, ignorando a su hijo.
—Ya no eres Mare Barrow, una hija Roja de Los Pilotes.
—¿Entonces quién soy? —pregunto, con voz temblorosa, pensando en todo lo horrible que ellos me pueden hacer.
—Tu padre fue Ethan Titanos, general de la Legión de Hierro, muerto en batalla cuando eras una niña. Un soldado, un Rojo, te llevó consigo y te educó en la inmundicia, sin revelar jamás tu verdadero origen. Creciste creyendo que no eras nada y ahora, por obra del azar, vuelves a ser alguien. Eres Plateada, una dama de una gran Casa perdida, una noble con inmenso poder, y algún día serás una princesa de Norta.
Aunque lo intento, no puedo contener un grito de estupefacción.
—¿Una Plateada… una princesa?
Mis ojos me traicionan, y vuelan a Cal. Una princesa ha de casarse con un príncipe.
—Te casarás con mi hijo Maven, y lo harás sin protestar.
Me quedo tan boquiabierta que juro que mi quijada casi toca el suelo. Un sonido horrible, vergonzoso, escapa de mi boca mientras busco algo que decir, pero lo cierto es que esto me ha dejado sin habla. Ante mí, el joven príncipe parece igual de confundido, y farfulla tan ruidosamente como yo quisiera hacerlo. Esta vez es el turno de Cal de refrenarlo, aunque me mira a mí.
El joven príncipe consigue decir algo.
—No lo entiendo —suelta él, haciendo caso omiso de Cal. Da rápidos pasos hacia su padre—. Ella es… ¿por qué?
En condiciones usuales, yo me sentiría ofendida, pero tengo que aprobar las reservas del príncipe.
—¡Cállate! —exclama bruscamente su madre—. Obedecerás.
Él la fulmina con la mirada, cada palmo del joven hijo se rebela contra sus progenitores. Pero la madre persiste y el príncipe retrocede; conoce tan bien como yo su ira y su poder.
Mi voz es débil, apenas audible.
—Esto parece… demasiado —no hay otra forma de describirlo—. Usted no necesita hacer de mí una dama, y menos todavía una princesa.
Tiberias sonríe, pese a todo. Como los de la reina, también sus dientes deslumbran de blancura.
—¡Ah, pero lo haré, pequeña! Por primera vez en tu rudimentaria y miserable vida tendrás un propósito —siento la pulla como una bofetada—. Henos aquí, en las primeras etapas de una rebelión inoportuna, con grupos terroristas o combatientes de la libertad o como se llamen esos Rojos idiotas, haciendo volar las cosas en pedazos en el nombre de la igualdad.
—La Guardia Escarlata —Farley. Shade. Tan pronto cruza este nombre por mi mente, suplico que la reina Elara no vuelva a entrar en mi cabeza—. Ellos realizaron un atentado…
—En la capital, sí —el rey alza los hombros y se rasca el cuello.
Mis años en las sombras me han enseñado a adivinar un gran número de cosas. Quién lleva más dinero consigo, quién no reparará en ti y quién miente. El rey miente, lo sé, mientras veo cómo, una vez más, se encoge forzadamente de hombros. Quiere parecer desdeñoso, pero no lo logra. Algo le hace temerle a Farley, a la Guardia Escarlata. Algo mucho mayor que unas cuantas explosiones.
—Y tú —continúa, inclinándose al frente—, tú podrías ayudarnos a evitar que esta situación se complique.
Yo reiría a tambor batiente si no estuviera tan asustada.
—¿Casándome con… perdón, me podrías repetir tu nombre?
Las mejillas del joven príncipe palidecen en lo que imagino es la versión plateada de un sonrojo. No en vano su sangre es de plata.
—Me llamo Maven —contesta él, con voz baja y tranquila. Como el de Cal y su padre, su cabello es negro y esmaltado, pero las semejanzas terminan ahí. Mientras que ellos son corpulentos y musculosos, Maven es delgado, con unos ojos como agua clara—. Y sigo sin entender nada.
—Lo que nuestro padre está tratando de decir es que ella representa una oportunidad para nosotros —dice Cal, quien por fin interviene para explicarse. A diferencia de la de su hermano, su voz es fuerte y terminante, la voz de un rey—. Si los Rojos la ven, Plateada de sangre pero Roja por naturaleza, educada por nosotros, es probable que se apacigüen. Será como un antiguo cuento de hadas, la plebeya convertida en princesa. Harán entonces de esta mujer su heroína. Se identificarán con ella, no con los terroristas —y concluye, con voz grave y sonora—: Ella será una distracción.
Pero esto no es un cuento de hadas y ni siquiera un sueño. Es una pesadilla. Pasaré encerrada el resto de mi vida, obligada a ser quien no soy. A ser uno de ellos. Un títere. Un espectáculo para tener a la gente feliz, callada y oprimida.
—Y si contamos bien la historia, también las Grandes Casas estarán satisfechas. Eres la hija perdida de un héroe de guerra. ¿Qué mayor honor podríamos darte?
Nuestras miradas se cruzan, y yo imploro en silencio. Él me ayudó una vez, y quizá podría volver a hacerlo. Pero Cal inclina la cabeza de un lado a otro, la sacude lentamente. Aquí no me puede ayudar.
—Esto no es una petición, Lady Titanos —dice Tiberias, usando mi nuevo nombre, mi nuevo título—. Cumplirás, y lo harás como es debido.
La reina Elara vuelve hacia mí sus ojos pálidos.
—Vivirás aquí, como es costumbre entre las novias de la realeza. Yo planearé a mi criterio cada día de tu vida, y tú recibirás lecciones de todo lo imaginable para que hagamos de ti alguien —busca la palabra correcta, mordiéndose el labio— apto —no quiero saber qué significa esto—. Se te someterá a continua inspección. En adelante, vivirás pendiendo de un hilo. Un paso en falso, una palabra inadecuada, y pagarás las consecuencias.
Mi cuello se pone rígido, como si sintiera las cadenas con que los reyes lo han rodeado.
—¿Y mi vida…?
—¿Qué vida? —cacarea Elara—. ¡Deberías agradecer tu buena suerte, niña!
Cal aprieta un momento los ojos, como si la risa de la reina le apenara.
—Se refiere a su familia. Mare… esta joven tiene familia.
Gisa, mamá, papá, los chicos, Kilorn… una vida arrebatada.
—¡Ah, eso! —resopla el rey, mientras se deja caer en su asiento—. Supongo que le daremos una asignación para que se calle.
—Quiero que mis hermanos regresen de la guerra —por una vez, creo haber dicho bien algo—. Y que no permita que sus legiones se lleven a mi amigo Kilorn Warren.
Tiberias responde en un pestañeo. Un par de soldados Rojos no significan nada para él.
—De acuerdo.
Pero parece menos un indulto que una sentencia de muerte.