Читать книгу Reino de papel - Victoria Resco - Страница 16
ОглавлениеEl fin de semana se pasó en un suspiro.
Estudiar, estudiar, estudiar, recordar, esforzarme por no recordar, estudiar, estudiar, merienda en Dino's con mamá, estudiar, saludo de buenas noches de papá, estudiar, estudiar, estudiar.
Para cuando quise darme cuenta, ya era lunes y me encontraba nuevamente surcando los pasillos del colegio, con Ashleigh, Fallon, Claire y Maggie a mi derecha. Ellas hablaban hasta por los codos, pero no estaba muy segura sobre qué exactamente.
–¿Qué le pasa?
No tenía idea de quién había preguntado.
Seguí caminando, estirando el cuello de un lado a otro. Estaba buscando algo, y no me di cuenta de que ese algo era Avery, hasta que la vi. Sus ojos, aterrados, conectaron por medio segundo con los míos antes de que se escabullera entre la multitud. No lo suficientemente rápido. Vi su nariz inflamada y casi pude escuchar el impacto de los nudillos de Fallon otra vez.
–Aspen... ¡Aspen!
–¿Qué? Sí. No. Lo que digan. –Todas me miraron extrañadas. La brutalidad con la que el recuerdo me había asaltado, o tal vez, la brutalidad del recuerdo en sí, me habían paralizado.
Cuatro rostros de perfectas muñecas me miraron. Había dejado de caminar en algún momento y tuve que apresurar un par de pasos para alcanzarlas.
–¿Te encuentras bien? –fue Claire quien habló, con su suave tono de preocupación. Por poco me olvido de que ella tampoco se preocupó por mí el viernes.
Mi casilla de mensajes vacía. Ninguna se había percatado de mi desaparición. Otro recuerdo que no debería importarme. Otro sentimiento y otro problema que no debía estar ahí.
Pero otra vez, me ahogó esa bruma negra. Me dolía la cabeza como si mil pájaros me estuvieran picoteando el cerebro con sus picos de hierro.
Sonreí.
–Sí, lo siento.
–¿Entonces? –terció Ashleigh, claramente irritada.
–¿Entonces qué? –No me gustaban las preguntas como esa. Sonaban como una emboscada, tan abiertas, tan inesperadas. Todo por andar ocupándome de cosas que no me incumbían.
–Que a dónde fuiste el viernes. –Claire me guiñó el ojo cómplice, claramente imaginando situaciones que no podían estar más lejos de la realidad.
Quise responder rápido, sacármelas de encima, pero me quedé tildada pensando en que habían notado mi ausencia.
Claro que se acordaron de mí. Somos amigas. Eso hacen las amigas. Se cuidan, se preocupan las unas por las otras.
Supe que, por triste que fuera, me había ilusionado ese pensamiento, porque la bruma se disipó por un instante y también porque volvió más densa que antes, casi sólida en mi garganta, al escuchar las palabras de Fallon, como cuchillos en mis oídos:
–¿A quién le importa? Tuvimos que pedir un Uber. La próxima, avisa por lo menos.
–Eso –afirmó Ashleigh, porque no podía ser de otra forma, haciéndole de eco a todas las ideas de Fallon.
Se me llenaron los pulmones de una sustancia ácida y pegajosa. Sentía que podía gritar por una eternidad. Un grito venenoso que sofocaría a cualquiera a menos de veinte kilómetros, un grito lleno de odio. Un odio como una torre que me mantenía de pie, que parecía ser lo único firme en mi vida, cuidadosamente construida para guardar muy en lo alto mi corazón. Allí arriba, solo el odio mismo que formaba los muros que lo sostenían, podía tocarlo. Cualquier otro sentimiento quedaba cerca de la base, donde no podía acceder a él. Siempre y cuando los muros no se agrietaran, estaría a salvo. No gritaría.
Y no grité.
No me detuve por más que sintiera el latido en mi cabeza a punto de estallar; un pie delante del otro. Aunque tenía ojos fijos en el corredor, donde la gente se hacía a un lado para dejarnos pasar, en mi cabeza recordaba a Aaron, con su sonrisita. Ey, ¿qué pasa? El recuerdo de su voz reventó algo en mí, una mezcla de ira y pena y arrepentimiento. Muchísimo arrepentimiento. Porque desde que pronunció esas palabras yo supe que nunca antes alguien me las había dicho así, como si la respuesta fuera importante, como si, incluso de haber elegido esbozar otra sonrisa mentirosa, hubiera sabido que algo estaba mal.
Pero las sonrisas mentirosas no fallarían en este corredor, con esta gente, así que la forcé. Casi pude oír la piel de mis mejillas rasgarse. Me encogí de hombros. Dije algo, ni me di cuenta de qué fue, pero pareció dejar a todas conformes. Ahora hablaban de otro nuevito de Claire. Todas sonreían. Yo ya no era un problema.
Pronto iríamos a la universidad. Pronto estaría lejos, muy, muy lejos de aquí y todas estas caras –Fallon, Ashleigh, Aaron, Christof, Avery– se volverían manchones irreconocibles. Recordaría esa noche en Dino's, tal vez, y me aferraría a ese recuerdo como si todos los otros –penosos y amargos relatos– no existieran. Los borraría. Porque allí empezaría con la hoja en blanco y podría modelar este pasado. Cuidaría que los momentos felices se esculpieran con la mejor precisión en mi memoria, y que los tristes se derrumbaran.
No recordaría caminar hoy por este pasillo mientras me ahogaba, ni la oscuridad sofocante al darme cuenta de yo que no importaba, ni el dolor de los ojos de Avery mientras nosotras reíamos.
Cerré la puerta. Volví a abrirla, como esperando a que se materializara un buen panqueque con Nutella. No sucedió. La heladera, en efecto, seguía vacía.
Ya ni sabía por qué me molestaba en buscar. Era una casa vacía, una casa fría y una casa oscura a pesar de los amplios ventanales, como si la luz le huyera, y no tenía sentido esperar que la heladera fuera diferente. O las alacenas, o las sonrisas de la gente en los marcos de fotos, o los cuartos de invitados.
Cerré la puerta otra vez y me aparté, todavía muerta de hambre. El estómago me suplicaba ruidosamente que le diera algo para entretenerse tras más de doce horas sin ingerir un bocado.
Teníamos una cocina gigante que debía ser, después del comedor principal, el cuarto más grande de la casa. Dos islotes de mármol blanco –porque por algún motivo alguien pensó que hacer toda la bendita cocina blanca y plateada la haría más sofisticada, cuando solo la hacía parecerse más a un hospital– se alzaban en medio.
Antes, Isa cocinaba en ellos los pasteles más deliciosos que podían existir. Por esos tiempos, siempre se elevaba el aroma a vainilla y azúcar como un vaho cálido en el aire y la música de la pequeña radio que siempre traía con ella se mezclaba con el delicioso sabor de la masa cruda que le robaba cuando creía que no estaba mirando.
Claro que ella también se fue. El mismísimo día que cumplí los trece años, mis padres decidieron que no tenía ningún sentido mantener a una niñera. No les importó lo mucho que rogué para que se quedara, o las mil ventajas de ello que les di. No les importó que no la hubiera podido saludar o pedirle un número, una dirección, un algo, para seguir en contacto. No. Yo era grande, ella cuidaba niños pequeños y debía irse.
Dijeron que un servicio de limpieza podría hacer perfectamente el trabajo por un costo mucho menor. Pero el servicio de limpieza no jugaba conmigo cuando volvía del colegio, ni cocinaba pasteles, ni me enseñaba a coser y bordar vestidos para mis muñecas, ni se aseguraba de que comiera todas las comidas necesarias del día. El servicio de limpieza aparecía y desaparecía con tal disimulo, que bien podría nunca haber llegado. La casa se mantenía vacía, fría y oscura.
Varios de mis mejores recuerdos eran con Isa. Por ese entonces, yo no entendía muy bien que no en todas las familias las casas eran un terremoto de gritos e insultos, y tampoco sabía que la mayoría de los niños veían a sus padres más de dos veces por semana. En casa éramos Isa y yo, y nunca me pareció poco. De hecho, descubrí al cumplir los trece, era mucho más de lo que podía pedir, ese tipo de cosas hermosas que se van antes de que te des cuenta, como una estrella fugaz.
De cruzar la puerta a mi espalda, entraría directo al salón principal. Hacía mucho tiempo que no lo usábamos. Se mantenía limpio y preparado para las cenas importantes de la empresa, para las galas y los potenciales inversores que traerían, pero nadie ponía pie allí. Era demasiado amplio y resaltaba todo lo que no podíamos hacer para llenarlo. Pero hubo un tiempo en el que no fue así, en el que Isa y yo lo convertimos en algo más, algo nuestro. Corríamos todos los muebles y el lugar, con sus paredes vidriadas del suelo al cielorraso, se convertía en nuestro salón de baile, lleno de criaturas míticas, princesas y reyes justos.
Nunca faltaban los príncipes, y yo le decía a Isa que no mirara cuando los besaba. Ella jugaba a las princesas conmigo y siempre hacía de reina. Creo que, en algún momento entre las sábanas que nos hacían de falda, los sillones que se convertían en fuertes y los peluches que rescatábamos de las garras de malvados hechiceros, empecé a imaginar que también era mi mamá.
Ahora, en la esquina del desayunador, justo donde se cortaba y las baldosas de la cocina se convertían en el elegante suelo de madera de la sala contigua, se apoyaba el bolso de mi verdadera madre.
Me acerqué y revolví en sus miles de bolsillitos hasta dar con la billetera. Justo cuando la estaba por sacar, el celular comenzó a sonar, con esa cancioncita aguda e irritante que me daba ganas de revolearlo contra la pared.
Cuando ella y papá no estaban gritando, ese era el sonido que se escuchaba. Llamadas y más llamadas, seguidas por sus voces sonrientes. Las voces que usaban para negociar. Las voces que decían "somos una empresa familiar", "somos simpáticos", "somos Vann y, como nuestros calzados, perfectos." Odiaba esas voces.
Me apresuré a sacar un par de dólares de la billetera de mamá y estaba por cortar la llamada cuando el eco de sus tacones –marca Vann, como era de esperarse– contra el mármol, me previno de hacerlo.
Se veía como siempre: pantalones de vestir, blazer a juego y una blusa, esta vez, de color verde jade. Parecía joven, mucho más que mi padre, por más que solo se llevaran solo dos años. Era como si las peleas solo le agregaran arrugas a él y se las sacaran a ella. El pelo rubio lo llevaba en su clásica coleta tirante, y detesté, a pesar de todo el maquillaje que usábamos, poder ver tan claramente las similitudes que nos unían.
Aunque supe toda la vida que tenía los ojos tristes de papá, grises y tormentosos, la forma era la misma que los de ella: afilada, con pestañas claras que ambas bañábamos en máscara para alargar. Teníamos también los mismos pómulos altos y salpicados de pecas que se extendían por el puente de la nariz y, más levemente, por el resto del cuerpo.
Me sonrió. Eso también lo teníamos en común: una sonrisa gatuna y encantadora, rozando lo frívolo. Tal vez era lo único que agradecía haber heredado de ella.
Ah, y la capacidad de mentir.
Eso lo teníamos los tres.
Éramos, por defecto y efecto, excelentes mentirosos.
–¡Buenas! –canturreó como si fuera el mejor día de su vida. Era jueves. Jueves significaba cena de trabajo, lo que significaba menos tiempo en casa, lo que probablemente significaba, si no el mejor día de su vida, mejor día de su semana–. No te preocupes, yo atiendo. –Señaló el celular.
Amplió su sonrisa y supe por ese gesto que estaba preocupada. No, no preocupada. Nerviosa. Seguro esperaba la llamada de otro gran contratista. Desde que la conocía, es decir toda la vida, eso era lo único capaz de alterarle un pelo.
Pero, de todas formas, yo ya tenía el teléfono en la mano y le eché un vistazo al nombre en la pantalla antes de pasárselo.
“Laia Rouge”, decía. Debajo, en letras más pequeñas, se leía la empresa a la que pertenecía. La reconocí. Dos semanas atrás, para mi cumpleaños, habían enviado una canasta enorme con cosméticos de la compañía, como cortesía. Y, tan solo dos días después, firmaron un acuerdo de campaña conjunto con Vann. Casualmente, mi cumpleaños se encontraba convenientemente cercano a la fecha de cierre del trato. Qué maravilla.
Una vez le había preguntado a mamá por qué agendaba a todos con nombre y apellido. A los doce, cuando recién recibía mi primer celular, me parecía imposible que no llenara de corazoncitos y caritas todos los nombres. "Porque son de trabajo", respondió, "No son importantes". Papá y yo tampoco estábamos agendados con corazoncitos, pero cuando él la llamaba, salía "Tom", cuando yo lo hacía, "Penny". Nada de apellidos ni formalidades. En ese momento me hizo feliz. Éramos importantes.
–¡Laia! No, no. –Silencio–. Claro. –Otro silencio–. Estaba por salir así que dudo poder. –Se colgó el bolso al hombro y soltó una risita irritantemente similar a la de Fallon.
Por un segundo, pude imaginarlas. Mi amiga, con sus ojos azules eléctricos, definitivamente más cercanos al tono de mi madre que los míos. Por más que Fallon estuviera bronceada permanentemente y su cabellera morocha tuviera sus perfectas ondas, muy diferentes a nuestro pelo claro y lacio, no me fue difícil encajar su imagen a la de mamá. Ambas podrían usar tacones de aguja Vann, los lucirían honradas mientras soltaban risitas en Dino's.
Cuando mamá y yo íbamos a Dino's los sábados, no siempre nos reíamos. Era más bien en los casos raros que lo hacíamos. En general, hacíamos un recuento de mis méritos escolares de la semana y, luego de un buen silencio incómodo, ella se quejaba un poco del trabajo, yo le preguntaba por las reuniones de los jueves, ella sonreía y me decía que eran fantásticas, que el equipo de finanzas trabajaba más relajado en ellas, fuera del horario laboral.
Me alegraba por ella. O algo así.
Me alegraba de que existieran esos jueves y de no tener que escucharla otra noche insultando a diestra y siniestra a todo lo que la rodeaba. Papá generaba ese efecto en ella, aunque no entendía por qué. Él también insultaba, pero lo hacía tan secamente que a veces me parecía que era peor. Lo hacía sonar como si tuviera en su boca la verdad absoluta. Y su verdad absoluta, al menos sobre mi madre, no era demasiado favorable.
Los jueves no eran como todas esas noches. Mamá llegaba temprano de la oficina, como hoy, y se iba sonriente a seguir trabajando en algún restaurante con el famoso equipo de finanzas. Papá llegaba tarde y solo se pasaba por mi habitación, me dejaba dinero y me decía que cene algo. Yo nunca le decía que el reloj ya había marcado la una de la madrugada. Asentía y sonreía. No que importara. En general, la puerta se cerraba sin esperar respuesta.
El punto era que los jueves eran paz, un día milagroso en la casa Vann.
Mamá se frenó en el umbral de la puerta que daba al pasillo. Por un momento fantástico, me pareció que iba a darse vuelta y a saludarme, que me iba a sonreír y decirme que me asegurara de comer bien, que me abrigara que hacía frío y que me quería. Pero abrió su bolso, revolvió un poco, sacó la billetera y soltó un suspiro de alivio.
–Creí que me la olvidaba, pero la tengo –le aseguró a Laia, sacando el celular de entre su hombro y mejilla y relajando el gesto.
Siguió avanzando y el repiqueteo de sus tacones se fue perdiendo por el pasillo. Mientras, yo sentía la presión de esos pasos sobre mi pecho, la aguja del tacón enterrándoseme más y más. Sangré. Si cualquiera me hubiera preguntado, si cualquiera me hubiera mirado como me había mirado Aaron una semana atrás en el parque y hubiera dicho esas mismas palabras –Ey, ¿qué pasa?– yo le hubiera asegurado que, en ese momento, sangré.
Dos horas más tarde, estaba de piernas cruzadas frente a un montón de carpetas abiertas en mi escritorio, con un paquete de Maruchan vacío todavía en una esquina. La cuchara seguía ahí, incrustada en el fondo acuoso que nunca me terminaba y que dejaba el olor a verduras calientes impregnado a mi alrededor.
Solté un bufido, mirando el cartel en el corcho a mi lado. Seis meses. Era lo único en lo que podía pensar. En especial mientras hacía un ejercicio tras otro sobre nomenclatura de hidrocarburos.
Medicina.
Parecía la opción lógica. Lo que cualquiera hubiera elegido con una facilidad como la mía para la química y la biología. Había tenido buenos profesores toda la vida, pero, aparte de eso, era casi natural. Podía seguir el orden de las explicaciones y volcar ese conocimiento en los ejercicios perfectamente. Además, se paga bien y mi promedio daba perfectamente para ingresar a una buena universidad. Como si fuera poco, me gustaba.
Me gustaba la exactitud del cuerpo humano, sus huesos rectos, sus músculos enredados, la maravilla de que incluso cuando el más mínimo error en nuestra formación pudiera derivar en muerte, hubiera tantos de nosotros vivos. Me deslumbraba con las anomalías de los cuerpos, con las rarezas que nos hacían imperfectos y las maneras de eliminarlas. En el cuerpo, las cosas estaban bien o mal, blanco o negro. No había matices confusos de "tal vez", o "que tal si...". Y lo que era mejor, todo aquello que estaba mal, podía ser eliminado. El cuerpo humano podía ser perfecto.
Pero sobre todas esas cosas, me pasaba horas y horas tirada en la cama mirando el techo, pensando en cómo esa máquina tan perfecta podía albergar sentimientos.
La cosa más imperfecta y más caótica en la tierra, eso que nos ata a los animales y su descontrol. Sentimientos que nos hacen sufrir y actuar como idiotas, que nos llevan a tomar decisiones absurdas porque nos nublan el juicio. Esos sentimientos que parecían retorcerse en mi interior, agónicos, desde hacía tantos años. No podía extirparlos. Eran una enfermedad crónica. Cuando crees que alcanzas indiferencia absoluta, es ahí, que caen sobre ti millones de sentimientos como vidrios. Y te cortas y sangras y lloras y ríes, porque los sentimientos te hacen perder la cordura.
Pero –porque todos saben que siempre hay un pero– no podía. No podía simplemente estudiar Medicina. No quería trabajar toda la vida en un laboratorio. Yo quería ver pacientes, estar con ellos, hablar, interactuar con la fuente de la enfermedad y el dolor. E, irónicamente, eso era también lo que no quería, lo que me aterrorizaba. Quería un paciente, quería sanar su dolor, quería ver y ayudar, pero no quería sus sentimientos complicados, o madres llorando, o niños llorando o a nadie llorando. No quería sus sentimientos en mi consultorio, manchándolo todo.
Qué ironía que aquello que más me maravillaba fuera lo que menos comprendía. Tal vez, era esa misma incomprensión hacia los sentimientos y sus fuerzas, lo que más me intrigaba.
No me gustaban las personas. No me gustaban las complicaciones que traían. No me gustaba que fueran egoístas y mentirosas y cizañeras y quejosas. Ninguna persona me gustaba. No me gustaban mis padres, aunque los amaba. No me gustaban mis amigas, aunque sí me hacían sentir otras cosas, que se mezclaban en la boca de mi estómago, formando un color sin nombre. No me gustaba Christof, pero me había preocupado por él. No me gustaba Aaron, pero había querido escucharlo hablar toda la tarde sobre Kai. Porque Kai sí me gustaba. Silencioso y compañero, suave, pero arisco. Y sobre todos ellos, no me gustaba yo. No me gustaba la desconocida que me miraba con ojos tristes por el espejo, ni la sonrisa que había heredado de su madre, ni las decisiones que tomaba, ni su habitación vacía.
A todo el mundo parecía gustarle Aspen Vann, vestida con faldas y medias hasta la rodilla, con suéteres a la moda y botitas elegantes. A todos les gustaba Aspen Vann, con sus rasgos definidos y su apellido importante, con su compañía charlatana y sus buenas calificaciones. Pero Aspen Vann odiaba a Aspen Vann y se moría de ganas de deshacerse de ella.