Читать книгу Reino de papel - Victoria Resco - Страница 18

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Los días parecían haber vuelto a la normalidad. Las dudas y cuestionamientos se habían desvanecido. Solo Claire y Maggie chisporroteaban con una energía extraña desde la fiesta y cuando nos sentamos en el comedor, se me sentó una a cada lado, como si necesitaran que actuara de barrera humana. Me guardé el gesto de incertidumbre y las preguntas. Para el miércoles, ya se habían arreglado y caminaban de la mano por el pasillo. No las había visto hacer eso antes, pero me alegró que solucionaran lo que fuere que hubiera pasado. Ya éramos las de antes, y yo no me hacía preguntas o cuestionamientos sobre nada. Estas eran las amigas que tenía. El plan era que me llevaran sin inconvenientes hasta el final de la secundaria, no ser felices para siempre. Siempre había sido ese y seguía siéndolo.

Pero las noches… las noches habían cambiado, y ahora más que nunca le temía al momento de cerrar los ojos. Porque se me aparecían estrellas avellanas, rodeadas de pestañas infinitas. Soñaba con manchas de pintura y hoyuelos en la barbilla, con gatos perezosos y sus maullidos. Eran como una brisa imperceptible, como una iridiscencia reflejada en la pared, un espejismo que desaparecía en el momento en el que corría hacia él. Antes de que me diera cuenta, el sueño volvía a su acostumbrado sinsentido (una niña hablando con una tetera, un castillo hecho de dulces y encantamientos, una mariposa humana que era mi mejor amiga) y solo quedaba su recuerdo, inexplicable y aterrador.

Así, tambaleándome en esa desbalanceada realidad, llegó otro jueves. Otro bello y hermoso jueves que me envolvió como una tibia manta en pleno invierno. Claire me había recomendado unas tiendas de ropa vintage nuevas, Ashleigh se había indignado porque saqué mejor nota que ella en el examen de Cálculo y Maggie nos había invitado a todas a su próximo partido de fútbol; habíamos aceptado de buena gana. Incluso Darren había pescado un resfrío y no había podido asistir a clase, lo que significó que no tuve que pasarme todo el almuerzo viéndolo a los besitos y manitos con Fallon.

Había sido un día curiosamente tranquilo. Preocupantemente tranquilo, y esa idea se volvió alta y ruidosa en mi cabeza en cuanto abrí la puerta de casa.

Era una construcción de tamaño promedio, papá siempre había dicho que hacer muestra de lujo innecesario era de mal gusto, pero tenía una elegancia moderna en sus ventanas redondas y la enorme puerta –un semicírculo de vidrio al final de un camino de piedras que se deslizaba sobre el césped desde la puerta principal– que daba al vestíbulo. Entré y seguí de largo, subiendo de dos en dos las escaleras, queriendo llegar lo antes posible a mi habitación.

A medida que avanzaba, en mi silencio se fue filtrando el murmullo del agua. Mamá debía estar en la ducha. Era agradable y, si cerraba los ojos, casi podía imaginar que me encontraba lejos, bajo la lluvia de algún bosque aislado.

Sonreí. Era una imagen que siempre me hacía sonreír.

Justo pasé la puerta del cuarto de mamá y un chillón intento de melodía acuchilló mi momento de paz. Una vez más, la cancioncita de su celular resonaba por la casa y sus pasillos helados. El bosque aislado y su lluvia habían desaparecido.

Me pasé las manos por el pelo dejando ir un bufido. Inhalé y exhalé, volviendo sobre mis pasos y empujando la puerta.

El cuarto de mamá y papá estaba completamente a oscuras excepto por la ínfima rendija de luz que se colaba por la puerta del baño. Ninguno de los dos parecía haberse molestado en abrir las cortinas o ventilar por la mañana, porque el olor a encierro me arrugó la nariz apenas puse un pie adentro. Mis pasos fueron amortiguados por la alfombra blanca e inmaculada.

Por un momento, se me aceleró el pulso. Hacía tanto que no entraba que no recordaba la última vez. Me sentí como una intrusa en mi propia casa y el instinto me dijo que corriera, que me fuera de allí y me escondiera en el vacío de mi propia habitación, donde al menos el pequeño cartel y las carpetas me ofrecerían consuelo. Pero si lo hacía, el tormento de esa melodía me seguiría hasta que mamá saliera de la ducha, y Dios sabía cuánto podía tardar esa mujer allí dentro.

Achiné los ojos, esforzándome para ver entre los cúmulos oscuros que formaban los muebles en la penumbra. Me dejé guiar por mi oído hasta dar, sobre la mesa de noche, con el bolso de mamá que vibraba, poseído por el demonio.

Mi intención había sido sacar el dispositivo, cortar e irme. Todo lo que quería, de hecho, era terminar ese jueves con la misma paz con la que había empezado. Pero la vida tenía una forma bastante particular de reírse de mí, y cuando miré la pantalla, me quedé estática, con el ceño fruncido y los ojos fijos en el nombre centellante que me encegueció. La pálida luz del dispositivo le dio un tinte tétrico a la habitación, como una pintura en blanco y negro de sombras acechantes y contrastes retorcidos.

Volví a fijarme en el nombre. No, no en un nombre. El apodo. En la pantalla brillaba un apodo.

MAX

Sin apellido. Sin nombre de empresa. Sin vínculo alguno.

MAX

Lo miré extrañada, acercándome más a la pantalla al rostro, como si eso pudiera desdibujar las letras y convertirlas en algo más.

Pensé en primos, primas, tíos, tías, abuelos y abuelas, pero recordé, tal vez más tarde de lo que cualquiera consideraría normal, que no tenía ninguno. Podía ser alguna amiga. Mamá tenía muchas amigas. Pero ¿Max? En mi vida había escuchado ese nombre.

Lo pronuncié con letras mudas, como probándolo, y la boca se me llenó de un sabor amargo.

El pulso que había logrado controlar se me había escapado de las manos y cabalgaba a rienda suelta. Hacía unos segundos una calma distante me había invadido. Porque era solo un nombre. Y ahora, pocos segundos después, el hecho de que fuera solo un nombre me pareció suficiente para tirarme el mundo a los pies.

Porque no era una llamada de trabajo y porque era importante. Esta persona era importante para mi madre.

Max

¿Pero qué pavadas piensas? Y era una pregunta válida, pero ni yo podría explicar el vacío que se había instalado en la boca de mi estómago. Sentía que toda mi energía estaba siendo succionada por ese agujero negro.

Corté rápido, pero a pesar de que el nombre desapareció de la pantalla, persistió en mi mente.

¡Ding!

Pegué un salto.

¡Ding! ¡Ding! ¡Ding!

Mensajes. Cuatro notificaciones cayeron como bombas, estallando en la habitación. Corrección: hubiera preferido que fueran bombas.

Max:

Kels, me cortaste?

¿Kels? Esas cuatro letras me sentaron como una buena patada. Nadie le decía así a mamá. Siempre decía que lo odiaba, que le parecía demasiado infantil.

Max:

Sé que me dijiste que no te hablara cuando estabas en casa...

Aparté la vista del celular tan rápido que casi me da un tirón en el cuello, sin terminar de leer. Clavé los ojos al frente, encontrándome con su reflejo. La pared tras el cabezal de la cama era un gigantesco espejo que se extendía de punta a punta, y mi doble tenía pinta de vampiro famélico. La lucecita del celular marcaba los ejes de mi rostro como si hubieran sido cortados con cuchillos y pulidos como cristal. En sus ojos vi todas mis preguntas tan claramente escritas que me aterró encontrar las respuestas. ¿Por qué mi madre le diría a esta persona que no la llamara cuando estaba en casa?

Quise frenarme, pero no tenía control sobre mis acciones y deslizaba el dedo sobre la pantalla. Nuevas notificaciones llegaron y me limité a silenciarlas.

...pero quería decirte que me olvidé la billetera y ya salí. Te molesta pagar hoy?

¿Hoy? ¿Eso quería decir que había habido un antes? ¿Un ayer compartido del que nunca había escuchado?

Max:

Y ya que estamos, sería genial pasar por algún restaurante, hablar un poco de lo que haremos después, sí?

Podemos ir a algún lugar lejos. Nadie nos reconocerá, si eso te preocupa.

Ya sabes que soy de tener cuidado.

Ah, y no olvides devolverme la chaqueta que te presté la semana pasada.

Sabía que mamá podía salir del baño en cualquier momento, entrar y encontrarme revisando su celular como una chiquilla metiche, y aun así, me quedé como una idiota, leyendo una y otra vez esos mensajes, esperando que se explicaran solos.

Le hablaba como siempre había querido que lo hiciera papá. Le hablaba con un tono de burla y familiaridad que me violentó.

Frases sueltas rebotaban dolorosamente en mi cabeza, como una pelota de ping-pong de acero dándosela contra mi cráneo una y otra y otra vez.

Mamá no quería que le hablara cuando papá o yo podíamos estar cerca, se juntaban con frecuencia, un restaurante, harían algo después y nadie podía reconocerlos, mamá sabe que es cuidadoso y tenía que devolverle una chaqueta.

Las imágenes, nítidas como una película de terror, se reprodujeron en mi cabeza con el sonido de tizas rayando un pizarrón. Quise agarrarme los oídos y gritar, pero no podía moverme.

Imaginé a mamá con un hombre en un restaurante, usando su chaqueta para luego ir a hacer Dios sabrá qué, y me subió bilis por la garganta, dejando un rastro ardiente. No podía respirar.

Parada en el rincón de la habitación, justo a un lado de la cama que mis padres compartían todas las noches, leyendo los mensajes de otro hombre, me acordé de Isa: de sus pasteles y sonrisas, de lo feliz que era con sus cuentos y juegos.

Extrañé la ignorancia de esos tiempos.

El sonido del agua se cortó abruptamente, y mis músculos, convertidos en piedra, cedieron automáticamente.

Bloqueé el celular y lo dejé justo donde lo había encontrado.

Como si ello fuera a borrar los últimos dos minutos de mi vida, salí corriendo de esa habitación. Había comenzado a apestar a podredumbre y mentiras, e incluso afuera, donde el sol brillaba ignorante y feliz, fui incapaz de deshacerme de él. Se me había pegado como una segunda piel, una segunda capa de mugre y suciedad que nunca iba a poder enjuagar.

El aire parecía pesar toneladas sobre mí, pero no quería escapar. Al contrario, esperaba que me aplastara de una buena vez. Estaba cansada de correr y correr sin destino. Quería hacerme bolita allí mismo y cerrar los ojos. Con un poco de suerte, cuando los abriera estaría en mi cama y todo esto habría sido otro mal sueño.

Sin embargo, me había abandonado la cordura, y no podía parar. Se me escapaban las piernas, por el pasillo, a los saltos por las escaleras, a los trompicones hasta la puerta, a toda velocidad lejos, muy lejos de allí.


Empecé a sentir frío después de lo que creía que habían sido varias horas y un batido de chocolate. Pues además del abrigo, me había dejado el bolso, con el celular, la agenda y las llaves de casa.

Las calles conocidas pero distantes parecían parte de un sueño ajeno. El ocaso llegaba lentamente y sobre mi cabeza el día le robaba los colores a la noche, contaminándose con su oscuridad. Sabía que en cualquier momento el sol se pondría y pensé que con esas nubes estiradas y acolchonadas que flotaban a miles de kilómetros, sería un atardecer precioso sobre la ciudad. También pensé que se vería hermoso desde la cima de la noria en el parque de diversiones, pero no creía poder llegar a tiempo.

Tampoco era como si realmente quisiera ir. No sabía qué quería exactamente. Ni inexactamente. Simplemente no tenía idea de nada.

Caminaba sin rumbo, sintiendo la cabeza como si le hubieran metido un pez globo dentro y se estuviera hinchando para hacerla reventar. En cambio, ese órgano vital que se suponía tenía que doler en momentos así, estaba inquietantemente tranquilo.

La última vez que me había sentido así, había sido tras la operación para extraerme las muelas de juicio. La anestesia no se había disipado del todo y yo flotaba inconsciente de un lado a otro. Salvo porque en aquel momento tenía las mandíbulas de un león, y me reía. Me reía de todo lo que veía porque el mundo se distorsionaba a mi alrededor, todo resultaba más divertido, mejor. Ahora, no estaba segura de recordar como reír.

Era como si el dolor de cabeza se hubiera tragado todos los otros sentimientos. Tal vez se habían guardado solos, enterrándose bajo nieve ártica y adormecedora, dejando solo los hechos rondando por ahí en mi cabeza.

Mamá engañaba a papá.

Bien. Entendía que no fueran la pareja más estable del mundo, pero ¿adulterio? Eso era... era impensable. Era como esas cosas de chiquilines que hacían Darren y Fallon. Sacudí la cabeza, porque eso me hizo pensar en Avery, que era lo último que necesitaba. Parecía tan impropio de mi madre, tan imposible.

Entonces se me ocurrió que tal vez no la conocía como creía hacerlo y que en realidad no era la fría mujer de negocios que parloteaba todo el día de contratos y números con la oreja pegada al celular. Y no sabía si eso era peor. Porque significaba que podía sentir. Que mamá tenía un corazón que latía y sentía con la intensidad necesaria para hacer algo tan horrible. Significaba que podría haber amado a papá, que podría haberme amado a mí, pero que no había querido hacerlo.

Los sentimientos cavaron hacia la superficie y se desenterraron. De un momento a otro, se arrastraban sobre mi cuerpo como una avalancha.

Papá.

¿Qué pasaría si se enterara? ¿Le dolería? ¿Se enfadaría? ¿O la indiferencia sería tan suprema que se abandonaría en ella? ¿Debía decirle? La idea me hizo estremecer, pero ¿qué más podía hacer? Mentir sería tan fácil... se había vuelto un hábito, pero esto era diferente. No sabía si quería hacerlo.

Si decía la verdad, tal vez al fin se dejarían ir. Un divorcio. Podía imaginar la casa silenciosa, pacífica en su carencia. El pecho se me infló de ilusión egoísta y se desinfló al instante. Porque podía pasar algo peor: que ninguno se fuera y ambos se quedaran bajo el mismo techo, con más rabia y más cosas que reprocharse de por medio. Además, ¿cómo podía ser yo la portadora de semejante noticia?

Una atrás de otra, las preguntas me saltaban encima. Entonces, reconocí la cuadra, o, más específicamente, la escalinata, que se erguía a mi derecha.

No sabría decir en qué momento me paré, pero lo había hecho y encaraba la construcción victoriana y sus cálidas paredes. Surgió ante mí la imagen de Aaron, que parecía habérseme pegado detrás de los párpados, y de Christof, quien había tenido la cortesía de dejar su inmundo perfume instalado en el tapizado de mi coche hasta el día de hoy, con su maravillosa familia, llenando toda esa casa de luz; en este mundo de ficción, Christof tenía una sonrisa tan brillante como la de su hermano.

¿Existiría otro lado de esa alma destrozada? Varias veces en las últimas semanas había pensado en el hermano perdido, no sin después recordarme que no merecía mi tiempo, y en su estado de adormilada intoxicación. Tal vez eso fuera todo lo que quedaba de él: desperdicios del chico que fue alguna vez. En el pasado pudo haber tenido la misma sonrisa que Aaron, pudieron haber desprendido esa misma energía chisporroteante, como aullidos a la luna en una noche de verano. Si eso era, o más correctamente había sido, real, hacía tiempo que se había perdido. El Christof que yo había encontrado, fúnebre y tembloroso, en un pasillo perdido de una casa de fraternidad, no esbozaba una sonrisa real hacía mucho tiempo, y no se necesitaba ser ningún genio para darse cuenta de ello.

Pero mientras miraba el césped que se inclinaba bajo el porche, salpicado de florcitas amarillas cuidadosamente arregladas, pude ver una madre arrodillada cuidando de su hogar. Una mujer que tal vez tendría los ojos y el cabello chocolate de sus hijos, y un esposo al que amaba y le era fiel.

La brevedad de la imagen fue como una puñalada en el esternón; por poco me desgarra el corazón.

Habían vuelto a mí las imágenes de mi madre y mi padre. Los sonidos apagados de las peleas de las que no habían conseguido aislarme las paredes de mi habitación. Incompetente. Insensible. Quejoso. Aislada. Idiota. Palabras que se habían escurrido bajo la puerta, con tanta fuerza que me hacían temblar las manos.

¿Cuándo había aparecido Max? ¿Fue de un día para otro? ¿Fue un proceso? ¿Debería haberlo sabido? Tal vez sí. Tal vez mamá había cambiado en algún momento y yo no lo noté. Debería haberlo notado. Era su hija. Debería haber sabido que...

–No tenías pinta de acosadora. –La voz se materializó a mi lado, como salida de las sombras.

En efecto, el sol comenzaba a ponerse y las nubes sangraban rosadas en el cielo.

Esta vez, su voz no me asustó tanto como en nuestras anteriores colisiones. Supuse que, siendo que estaba parada en la puerta de su casa, no resultó demasiado sorpresiva su aparición, pero de todas formas di un respingo.

Porque por primera vez me percaté en que tenía aroma a pintura, especias y esa esencia a hombre que parecían tener todos, mezclada con sudor. Un sudor que le empapaba la frente y hacía que se le pegaran los mechones castaños –salpicados de pintura azul otra vez– en las sienes. Se me erizaron los pelitos de los brazos, como si fuera un felino acorralado, y la sensación se extendió hasta mi nuca y la boca de mi estómago.

Cuando encontré sus ojos, destellaron y fruncí el ceño.

–No soy ninguna acosadora.

En el fondo de mi cabeza, se entremezclaban los mensajes de texto, el rostro de mi padre, mi madre, insultos, amenazas y una chaqueta prestada, pero se deshicieron en cuanto él se arrancó los auriculares de los oídos. Los bíceps se le tensaron y mis ojos se fueron solos. Agradecí que no estuviera mirando, porque no había manera de disimular mis pensamientos. Incluso estando en pleno invierno, su musculosa estaba manchada de sudor, pero ni siquiera eso me asqueó. De hecho, lo hacía parecer imposiblemente inocente, como un niño que se había pasado el día correteando con sus amigos.

Pero claro, Aaron no era ningún niño.

Me soltó una miradita de reojo y cuando lo atrapé mirando, su sonrisa se ladeó en un ángulo imposible. Esta no se borró cuando volvió la vista al cuidadoso trabajo de enrollar el cable blanco alrededor del celular. Se lo metió en el bolsillo de los shorts. No miré, enfocándome en las rejitas blancas de madera que rodeaban el parque exterior; no me llegaban a la rodilla. Eran muy poco interesantes, pero prefería analizar su pintura impecable a dejar que mis ojos siguieran descubriendo cosas para añadir a mis sueños. Hubiera sido bastante molesto empezar a soñar con las piernas de Aaron.

Me sentí levemente ligera de vergüenza y pánico, como si él pudiera leer mi mente. Si creía que estar parada en la puerta de su casa era raro, no quería ni saber el asco que le daría descubrir que veía sus ojos en mis sueños.

–¿Pararte a mirar mi casa es lo que consideras comportamiento normal?

–Es la casa de tu hermano.

–¿O sea que estás acosando a mi hermano?

Estúpida, estúpida, estúpida.

Volví a mirar al frente, pero me pareció una mala elección, porque una ventana de la primera planta se iluminó y me pareció ver una silueta regordeta recortada a contraluz.

–Salí a caminar, me la encontré –repliqué con toda la dureza que pude–. No pensaba quedarme a tomar el té.

–¿Siempre te vas así?

Ya le había dado la espalda, pero me paré en seco.

–¿Así cómo?

–Como si tuvieras miedo.

Recordé la última vez que nos vimos, cuando lo miré por sobre el hombro y casi me desarma su sonrisa. Ahora, incluso sabiendo que podía ser más inteligente, seguir adelante y no mirar atrás, tampoco pude contenerme y volví a encontrar su mirada; su luz me pareció la de un submarino perdido en el fondo del mar, buscando y buscando algo que nunca podría encontrar.

–¿De qué iba a tener miedo? –lo dije con el tono más arrogante que podía existir, pero en lugar de intimidarse o mirarme mal, se encogió de hombros.

–No lo sé. Pero te escapas.

–Tal vez simplemente me resultas aburrido.

De haber sido otra persona, probablemente me hubiera mirado mal y se hubiera rendido, pero incluso sin conocerlo en absoluto, podía confirmar que Aaron estaba lejos de ser cualquier persona. Las personas normales y en su sano juicio no me habrían dirigido la palabra tras la bizarra naturaleza de nuestros encuentros previos. Debía tener algún tipo de instinto de autodestrucción, o, todavía más extraño en un chico que no podía tener más de diecinueve años, era educado. Ese tipo de educación horrible que los obligaba a hablar cordialmente con gente de la que querían escapar sin que su sonrisa flanqueara.

Sentí ganas de vomitar.

Aaron tiró la cabeza hacia atrás y el eco de su risa se me metió bajo la piel. Cuando volvió a mirarme, mi mareo escaló hasta hacerme creer que el viento me llevaría, o que me doblaría en dos y me desharía en un montón de mariposas. No, no mariposas: lombrices. Me convertiría en un montón de patéticas lombrices y desaparecería bajo la tierra. Aaron era oficialmente perturbador.

–Imposible. Mi abuela siempre dice que soy un encanto.

En medio de tantas sensaciones asfixiantes, me sorprendieron las ganas de reír. Se me enganchó la risa en la garganta como un anzuelo y me temblaron las comisuras de los labios. Supe que él lo había notado, porque había sido tan terriblemente obvio que me hubiera gustado pegarme la cabeza contra una pared toda la tarde por idiota. En lugar de eso, me apuré a hablar.

–Te mintió.

–Entonces no tienes por qué correr.

Lo miré de arriba abajo –arrepintiéndome en el momento en el que vi que tenía ese tipo de piernas que tienen los deportistas, con gemelos marcados y una leve capa de vello enrulado– con una cara de supremo desinterés.

–Hasta donde yo sé, el único corriendo eras tú –repliqué, rezando porque no se me notara el calor que me abrasó.

Que horriblemente adictivo era hacerlo reír.

–Entonces no creo que te moleste darme tu número. –Se me secó la boca–. Ya sabes, antes de que yo salga corriendo.

Lo peor de su sugerencia, fue que me descubrí queriendo decir que sí. Porque su abuela era una mentirosa, y Aaron era completa y absolutamente irritante, y porque quería demostrárselo.

Pasé el peso de mi cuerpo a la otra pierna y le sonreí con un cinismo capaz de espantar a la luz de la faz de la Tierra. Me di el lujo de saborear la palabra:

–No.

Se le descolocó completamente el rostro, pero, claro, la sonrisa persistió. Me imaginé pasándole jabón por la boca una y otra y otra vez para borrarla. Y luego me di cuenta de que mi propia sonrisa había mutado, convirtiéndose sin que me percatara en una tentativa curva solaz.

Aaron se despegó de la frente un mechón que se le había caído, y seguí el gesto de reojo, antes de volver a mirarlo. Me convencí a mí misma de que el color de mis mejillas provenía sola y únicamente de la ira. Ira porque era un engreído petulante.

–Está bien –aceptó–, entonces déjame ganármelo. –No tenía ni idea de qué podía significar eso, así que abrí la boca para pronunciar otra clara negativa, pero no llegué a hacerlo–. Te invito un batido. Si te ríes, me gano el número. Tengo que hacerte reír una sola vez.

Mantuve la máscara de piedra, pero ya había encendido la chispa de la curiosidad, y me revoloteaba en el pecho el sabor del desafío.

Ya sabía, para ese entonces, que mirar a Aaron a los ojos era como tragar veneno con sabor a caramelo y, aun así, no dejaba de hacerlo. Los buscaba sin pensarlo, porque una parte de mí quería entender qué tenían que los hacía tan especiales, qué les daba esa toxicidad, ese poder sobre mí.

Desafiando todas las reglas del mundo real, su sonrisa se ensanchó aún más. El hoyuelo en la barbilla destelló. Me quedé sin aire. Abrí la boca. La cerré. Respiré, o intenté hacerlo. Me miró como si nada en el mundo pudiera salir mal, como si pudiera pintar para mí el cielo del color de sus ojos y las estrellas de dorado.

Habló, y fue como el susurro de las hojas de otoño cayendo de las copas de los árboles:

¿O tienes miedo?

Reino de papel

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