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Vitivinicultor

Es muy difícil encontrar a un vitivinicultor aislado. De todos los oficios agrícolas, el cultivo de uvas y la fabricación de vinos tal vez sea el que más se presta a la formación de núcleos familiares de varias generaciones que continúan y expanden el cultivo original. En Europa hay familias que cultivan vides y producen vino desde hace casi un milenio en el mismo lugar. Y en todas partes donde se implantó la vitivinicultura como industria (Estados Unidos, América del Sur, Nueva Zelanda), en pocas décadas, no más de un siglo, ya había familias enteras dedicadas al negocio y profundamente enamoradas del mundo del vino.

Con excepción del pan, el vino es el producto más antiguo elaborado por el hombre. La fabricación de vino ya era una industria avanzada en el antiguo Egipto, y el arte de fermentar uvas probablemente se remonta a la prehistoria. En la antigua Grecia las uvas eran pisadas por los esclavos, a los cuales se les impedía comer o beber durante la tarea. Dionisio era el dios griego protector del vino, que presidía los misterios dionisíacos, solo revelados a aquellos que entraban en el éxtasis producido por la ingesta de vino.

Las variedades del vino son incontables, muchas más que las de uvas cultivadas. De la veintena de variedades de uvas más plantadas en el mundo, los artesanos del vino producen cientos de combinaciones distintas que dan como resultado bebidas muy diferentes, que a su vez pueden ser integradas a otras mezclas o convertidas en licores.

La familia del vino es inabarcable. A la cabeza, descendiendo directamente de los albores de la historia, está el viticultor, el granjero que sólo cultiva uvas para venderlas a otros productores. El vitivinicultor propiamente dicho es aquel que cultiva sus propias vides para hacer su vino. Puede tener desde un gran complejo industrial que produzca vino a granel hasta una pequeña bodega familiar que solo embotelle unos pocos cientos de litros de vino al año, pero muy selecto y delicioso.

Muy cerca de los vitivinicultores hay una amplia variedad de expertos, desde los enólogos (químicos especializados en vino) hasta catadores, dueños de vinerías y sommeliers –los expertos que en un restaurante recomiendan a los comensales qué vino es mejor para acompañar su comida–. Un buen restaurante puede tener en su cava (depósito de vinos) miles de botellas de marcas diferentes, con precios que van de muy baratos a increíblemente caros.

A la hora de cultivar la vid y vendimiar, el vitivinicultor debe protegerse de los plaguicidas y cuidar su postura, dado que siempre trabaja de sol a sol con el cuerpo inclinado o los brazos en alto. El vino se fermenta en grandes piletas, consumiendo oxígeno y liberando anhídrido carbónico, lo cual implica riesgo de asfixia si no hay ventilación adecuada.

El vitivinicultor es en esencia un granjero, pero con algo más. Tal vez sea ese peso de la antigüedad del vino, el saber que se dedica a producir una bebida que tiene miles de años de historia y que despierta pasiones. Un enamorado del vino de calidad dedicará su vida a probar los mejores productos y a aprender a diferenciar hasta la más mínima variedad. Un conocedor auténtico no solo puede diferenciar en un sorbo entre varias marcas de vinos finos, sino que hasta puede adivinar el año de cosecha de esa botella específica. Y gran parte de esa pasión la comparten los vitivinicultores, que año tras año y cosecha tras cosecha se esfuerzan por obtener un mejor producto, por lograr sabores más refinados. Como ningún otro cultivo y producto, la vid y el vino provocan entre sus productores y consumidores mucho más que curiosidad o afición: verdadero amor.

La nariz del vino

De los cinco sentidos, solemos ponderar la vista y el oído por encima del resto. El gusto, el tacto y el olfato quedan relegados a un segundo plano.

Para los perros, en cambio, la realidad es muy distinta. El olfato es el sentido que los orienta mejor. Son capaces de percibir un olor a una distancia de 600 metros. Donde los seres humanos huelen una sola cosa —por ejemplo, el pasto mojado luego de la lluvia—, los perros huelen por separado el olor de la lluvia, el barro, el rastro de otros animales que pasaron por allí, las flores cercanas, etcétera.

A menudo decimos que retuvimos una imagen en la retina o que una melodía quedó grabada en nuestra cabeza. Para los perros los olores quedan guardados en sus fosas nasales para siempre. No es exagerado decir que los perros «ven» con el olfato cuando reconocen a su dueño o cuando encuentran el camino a casa.

En 1981, Jean Lenoir, un renombrado sommelier francés, inventó lo que se llamaría la nariz del vino (en francés, le nez du vin). La nariz del vino es una guía olfativa que compendia los 54 aromas más característicos de los vinos del mundo.

La guía se compone de pequeños frascos que contienen, entre otros aromas, limón, pomelo, membrillo, fresa, frambuesa, arándano, mora, cereza, albaricoque, nogal, espino blanco, acacia, miel, rosa, etcétera. El sommelier se entrena oliendo los distintos frascos hasta registrar en su memoria olfativa cada uno de los aromas.

Cuando un sommelier termina desarrollando su olfato hasta un nivel canino, se lo llama sencillamente nariz. Cuando cata un vino, un carménère, por ejemplo, el nariz es capaz de distinguir el aroma del roble tostado del de los arándanos macerados y del cedro.

Pero su capacidad olfativa va más allá. El nariz es capaz de «ver» la historia que hay detrás de un vino: el año de su cosecha, el origen geográfico, qué clase de bodega lo produjo y otra infinidad de detalles, que van desde el momento en que la uva fue plantada hasta cuál es el plato perfecto para reforzar el sabor del mítico elixir.


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